martes, 24 de mayo de 2022

XIII. Entre las aguas y la oscuridad


Pacientes y habilísimos obreros habían excavado el interior de la enorme planta que, si no por altura, podía por grosor rivalizar con las secuoyas gigantes de California, que son las plantas más colosales del mundo conocidas hasta ahora.
La excavación había sido realizada de modo de no dañar el tara, o sea, sin mellar la corteza externa.
Dos peldaños llevaban a una vasta rotonda que otras veces debía haber estado habitada, ya que había esparcidas por el suelo viejas alfombras ya putrefactas y gavillas de paja, también podridas.
—Como ve, sahib —dijo el gurú a Kammamuri—, ni siquiera esta vez me he engañado.
—¿Pero quién ha excavado esta planta? —preguntó el rajput.
—Le he dicho que no lo sé —respondió el sacerdote.
—Tú nunca sabes nada —dijo el maratí un poco irritado.
El gurú alzó los hombros y descendió los dos pequeños escalones tocando el fondo de la rotonda.
Timul continuaba haciendo luz con su cuerda alquitranada, que desgraciadamente se consumía con una rapidez verdaderamente espantosa.
El gurú enseguida dio una vuelta a aquella especie de caverna de madera, buscando aquí y allá, luego un grito se le escapó.
—¡Nada! —exclamó, haciendo un gesto de desesperación—. Debía haber otro resorte que abriera una segunda puerta y no lo he encontrado.
—Quizá lo habías soñado —dijo Kammamuri.
—No, había; lo recuerdo bien.
—¿Y quién iba a quitarlo o estropearlo?
—Yo no he habitado siempre el interior de este árbol —respondió el gurú—. Quizá desconocidos han entrado por el pasaje subterráneo excavado bajo la jungla y han destruido todo.
—Buscarás mejor más tarde.
—Sahib —dijo Timul—, tendremos luz solamente por otros diez o quince minutos.
—¿No tienes otras cuerdas?
—Ninguna, sahib.
—Entonces aprovechemos enseguida este breve tiempo para buscar el pasaje.
—Es inútil, sahib —dijo el gurú—, todo ha sido destruido.
—¿Así que permaneceremos prisioneros aquí? —preguntó Kammamuri.
—Está la puerta por la que hemos entrado y saldremos por aquella parte cuando estemos bien seguros de que ningún peligro nos amenaza. Verá que los jinetes del rajá regresarán aquí para asegurarse de que los tigres nos han devorado.
—No lo dudo. Pero no vendrán esta noche. Le tienen demasiado miedo a la jungla... ¿Lo has encontrado?
—Nada, nada —respondió el gurú con voz casi llorosa.
—¿Habrá víveres aquí?
—¡Nunca! Comí aquí dentro hace tres o cuatro años y no había llevado conmigo mas que algunas bananas y un poco de arroz.
—Es una condición casi desesperada —dijo Kammamuri—. La revancha del señor Yanez será bien dura. ¡Diría que todo conjura contra nosotros! ¡Y pensar que nos necesita tanto! ¿Qué dices tú, rajput?
—Quedémonos aquí por ahora. No nos descubrirán tan fácilmente los bandidos de Sindhia, si regresan. Solamente querría saber del gurú si hay alguna ventana.
—Me parece —respondió el sacerdote—. Recuerdo que de día la luz entraba.
—¿Por ventanas o por rendijas?
—Eso es lo que no puedo decir —respondió el sacerdote—. Mi memoria me traiciona siempre.
—Ya lo sabemos —dijo Kammamuri—. Siempre eres así.
—Soy viejo, sahib.
—Sahib —dijo el rajput—, yo querría proponerte un gran golpe de fortuna.
—Échalo fuera, mi valeroso.
—Aprovechar la noche para ir a sorprender a los jinetes del rajá y tomarles sus bestias.
—¿Cuatro solos con solo tres armas de fuego?
—Tú sabes que las pistolas que se fabrican en la India siempre han sido apreciadas, incluso por los ingleses.
—No digo lo contrario. Pero somos pocos, mi querido.
—Y yo que quería proponerle, sahib, ir a raptar al rajá...
—¿Para hacer con él qué después? Sería una molestia más. Ya que todavía hay un poco de luz, despleguemos estas viejas alfombras y esperemos a que el sol resurja. Entonces decidiremos.
—Será lo mejor —dijo el gurú.
Los tres hombres estaban por prepararse un jergón más o menos pasable, cuando desde una parte de la rotonda se oyeron imprevistamente ruidos sospechosos.
—Hedor salvaje. ¡Mala señal, sahib! —exclamó el buscador de pistas.
—Eres un hombre verdaderamente maravilloso, Timul —dijo el maratí—. También posees una nariz extraordinaria. Preparémonos para recibir a los señores que desean hacernos una visita en el momento deseado.
Kammamuri apenas había pronunciado aquellas palabras, que un ancho trozo de pared se derribó dentro del enorme tara.
Parecía que una puerta hubiera sido hundida, quizá la que debía dar al pasaje secreto.
Acto seguido los cuatro hombres oyeron sordos gruñidos, luego con los últimos destellos de luz de la cuerda alquitranada, vieron una cabeza enorme perforada por dos ojos fosforescentes.
—¿Leopardo? —se preguntó Kammamuri, apuntando resueltamente la pistola regalada por Kiltar—. Un tigre no, por cierto. Incluso las bestias se han aliado para hacernos la guerra.
Mientras tanto el animal, que con un último impulso había hundido la pared, intentaba avanzar mostrando la boca formidablemente armada con dientes muy puntiagudos.
—¡Atención con el leopardo! —gritó Kammamuri—. No lo dejen avanzar.
Mientras tanto el rajput se había precipitado hacia la abertura y, habiendo empuñado la pistola por el cañón, aullaba:
—¡Ahorren las cargas!
Una bestia ya había entrado y se preparaba quizá para asaltar a aquellos hombres, cuando en cambio fue asaltada por el rajput.
Se oyeron algunos golpes sordos, como de tremendos martillazos, luego un alarido larguísimo y agudísimo.
—¡Muere! —gritaba el gigante—. Creo que tú ya has tenido suficiente y sin haberme hecho consumir un grano de pólvora.
—¡Luz, Timul! —gritó Kammamuri.
—La cuerda está por terminar.
—Corre aquí enseguida.
El joven se lanzó adelante agitando su pobre antorcha.
Junto a la abertura yacía un magnífico leopardo reducido a un estado espantoso. Tenía el cráneo hundido, la nariz rota, los ojos machacados y no más visibles.
—¡Qué golpes, rajput! —dijo el maratí—. Serías capaz de matar incluso a un búfalo salvaje.
—¿Está muerta la bestia? —preguntó tranquilamente el gigante.
—No se mueve más.
—Ha recibido su merecido.
—¿Y tú, ninguna herida?
—No, sahib, ninguna. Me he mantenido alejado de las garras.
En aquel momento la antorcha de Timul se apagó del todo y una oscuridad densísima invadió la caverna de madera.
—¡Linda ocasión para los leopardos, si hay todavía! —dijo Kammamuri.
—Volveré a martillear —dijo el rajput—. Un golpe que vaya al lugar correcto y estará fuera de combate.
—Sin embargo, no nos confiemos, amigo —dijo Kammamuri—. Es más, abriremos bien los ojos y los oídos. ¡Ah, si todavía hubiera un poco de luz...! ¿Los leopardos tendrán la paciencia de esperar al alba para caernos encima? Timul, ¿no tienes nada más para quemar?
El buscador de pistas hurgó y volvió a hurgar en sus numerosos bolsillos hasta que mandó un grito de triunfo.
—Aquí hay otra cuerda alquitranada —dijo— que no recordaba llevar encima. Tendremos una hora de luz.
—Enciéndela enseguida —dijo Kammamuri— y veamos cómo están las cosas. Las bestias nos amenazan aquí dentro, los bandidos del rajá pueden llegar de un momento al otro, descubrir el resorte y venir a capturarnos aquí calientes.
El buscador de pistas, muy contento por haber encontrado aquella segunda cuerda, se apresuró a encenderla.
Otro vivísimo destello de luz se difundió dentro de la caverna de madera, aclarando de repente la densa oscuridad.
—Veamos un poco —dijo Kammamuri—. Aquí está el pasaje y aquí está el leopardo todo ensangrentado, que ya no da más signos de vida.
Se acercó a la abertura y vio un enorme trozo de pared caído en el suelo.
—Aquellas bestias deben haber trabajado muy bien con los dientes —dijo—. Pero ya se sabe que sus mandíbulas están armadas casi a la par de la de los tigres.
Miró a la bestia, que ocupaba con su cuerpo parte del pasaje, levantó, ayudado por el rajput y por Timul, la pared hundida, y tapó con las viejas alfombras lo que quedaba vacío.
—Estén callados un momento —dijo luego.
Se había arrojado al suelo y se había puesto a escuchar.
Una fuerte corriente de aire continuaba pasando a través de las rendijas, retumbando extrañamente dentro de la caverna de madera.
—Diría que algún torrente serpentea a través de este misterioso conducto —murmuró.
Se volvió hacia el gurú, que se había sentado tranquilamente sobre una gavilla de paja podrida y que parecía dormitar, y le preguntó:
—¿Por esta parte saliste?
—Sí, sahib.
—¿Encontraste agua?
—Entonces no.
—Sin embargo, hay un torrente retumba.
—No sé nada.
—Podía prescindir de preguntarte. Y siempre la acostumbrada respuesta. Tú nunca sabes nada, gurú. Sabemos que eres viejo.
El rajput se había acercado al maratí, que seguía escuchando con extrema intensidad, y le preguntó:
—¿Podemos ir?
—¿A dónde?
—Afuera. Ya he tenido bastante con esta especie de prisión y ya quisiera estar bien lejos.
—¿Y si la luz nos fuera a faltar nuevamente? Será mejor que esperemos al alba. El gurú ha afirmado que entonces aquí se veía sin necesidad de fanales o antorchas.
—¿Le cree a aquel hombre que siempre ignora todo? —refunfuñó el rajput, estrechando los dientes.
Estaba por tenderse junto a la abertura, temiendo siempre que algún otro leopardo intentara irrumpir en el interior del gigantesco tara, cuando Timul gritó:
—¡La apago! ¡La apago!
—¿Qué cosa? —preguntó el maratí.
—La cuerda alquitranada.
—¿Por qué?
—Siento venir caballos. Mis oídos no pueden engañarse.
—¿Los bandidos de Sindhia regresarán para ver si hemos sido devorados?
—Es probable, sahib.
—Entonces ninguna luz más. Este coloso podría tener rendijas.
El joven buscador de pistas apagó rápidamente la cuerda poniéndole un pie encima, luego cuando la oscuridad recayó sobre el refugio, todos se pusieron a escuchar, presa de una vivísima ansiedad.
—¿Oye, sahib? —preguntó Timul después de un instante.
—Sí, el galope de varios caballos que se acercan —respondió Kammamuri.
—Y también gritos.
—Sí, también gritos. Son los bandidos del rajá que vienen a hacer una visita a nuestros cuerpos con la esperanza de encontrarlos bien descarnados.
—¿Nos atraparán esta vez, sahib?
—Todavía no estamos en sus manos —respondió el maratí—. Sindhia habría podido matarnos dentro de los sepulcros sin hacer correr tanto a sus jinetes.
Todos habían acercado una oreja al suelo y oían claramente el ruido producido por muchos caballos lanzados a carrera desenfrenada.
—Sí, vienen —dijo Kammamuri—. Pero no los esperemos aquí, ya que todavía tenemos un pedazo de cuerda alquitranada.
—¿Quiere huir, sahib, por el conducto secreto? —preguntó el gurú.
—Quisiera intentarlo.
—¿Y si hay aguas?
—Las atravesaremos.
—Un baño no nos hará mal —dijo el joven buscador de pistas—. Y luego somos todos buenos nadadores; también tú, gurú, ¿no es verdad?
—Nado como un indio que desde los primeros años ha desafiado las corrientes sagradas de no sé cuántos ríos.
El fragor de los caballos había cesado bruscamente al pie del gigantesco vegetal.
Kammamuri y el rajput se alzaron silenciosamente y muy despacio se acercaron a la puerta que se abría con el resorte y se pusieron a escuchar.
La voz del jefe de los bandidos resonaba alta desde afuera.
—¿A dónde han ido aquellos perros? —aullaba—. ¡Sin embargo, los hemos atado bien a esta planta!
—Los tigres se los habrán llevado —respondió otro jinete.
—Pero no se ven huesos aquí, ni girones de tela.
—Aquellas bestias se los habrán llevado, dentro de sus madrigueras.
—Por otra parte querría estar seguro, antes de regresar a la pagoda —respondió el comandante—. El rajá sería capaz de hacernos cortar la cabeza a todos antes de que surja el aurora.
—Que venga él aquí a buscar los huesos de los fugitivos.
—Ahora está cenando y se ha hecho preparar un catre con las alfombras que hemos encontrado en las galerías de la pagoda. No se molestará por tan poco.
—Entonces podemos regresar.
—Sí, y se te encargará a ti advertirle que de los prisioneros no hemos encontrado ningún rastro.
—No quiero desafiar su cólera. Ya tuve suficiente por esta noche. El rajá terminará por hacernos morir de cansancio y de hambre. Que le devuelva la corona al maharajá y a la rani y que nos deje tranquilos. Ya la partida está perdida: el cólera destruye sin remedio a un gran número de hombres; luego están aquellos demonios desenfrenados venidos de lejanos países con armas tan mortíferas que diezman las columnas en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Y tú querrías irte?
—Yo también tengo hambre y sueño, jefe —respondió el jinete que hasta entonces había hablado.
—Yo en cambio, todavía no.
—¿Quieres meterte en la jungla y abrir el vientre de los tigres para ver si los fugitivos han sido tragados?
—¡No seré tan estúpido! —respondió el jefe—. Hay demasiada oscuridad, y no tenemos un fanal.
Sucedió un breve silencio, luego los caballos, que debían ser varios, volvieron a patalear y a relinchar.
El rajput se había arrimado a tientas al maratí, que seguía escuchando.
—¿Se van? —le preguntó.
—No todavía —respondió Kammamuri.
—¿Hablan siempre delante de la planta? ¿Qué esperan? ¿A nosotros, que quizá saltemos fuera con las pistolas?
—¡No cometeremos una tontería tan grande! Nos conviene permanecer aquí y esperar.
—¿A que entren y nos maten a todos?
—Si hubieran descubierto la puerta, ya estarían aquí. En cambio, parece que no saben qué decisión tomar.
—¡Escucha bien! —dijo el gigante que se había apoyado contra la puerta, que ya vacilaba—. Hablan de dar fuego al árbol y cremarnos.
—Pero ciertamente no nos dejaremos asar —respondió Kammamuri—. Estas plantas son muy ricas en resina y arden como antorchas al viento.
El jefe y sus hombres habían reanudado la conversación.
—He oído hablar de grandes plantas excavadas —dijo el primero—. ¿Quién sabe si aquellos hombres que buscamos no están allí dentro en vez de en las tripas de los tigres?
—Yo también tengo esta duda —respondía otra voz.
—¿Tú también, Kimal?
—Sí, jefe —respondió el individuo que debía llevar aquel nombre.
—La desaparición de aquellos hombres es demasiado misteriosa.
—Los habíamos atado bien y por sí solos no podían liberarse de los lazos.
—¿Alguien los habrá ayudado?
—Aquel brahmán es una persona sospechosa...
—Es el secretario del rajá.
—¿Qué importa? Los traidores se encuentran en todas partes. Intenta golpear la culata de la carabina contra el tronco de este enorme árbol.
Un gran golpe resonó seguido de varios gritos de triunfo.
—¡Ah! —exclamó el jefe con su voz cortante—. Ha resonado como un tonel vacío. Vayan a recolectar leña e intentemos poner en llamas este tara gigante.
Kammamuri, a quien no se le había escapado ninguna palabra, encontrándose justo detrás del trozo de corteza que el resorte había hecho levantar, se alzó rápidamente.
—Están por asarnos —dijo al rajput que lo seguía como una sombra.
—También lo he oído, sahib —respondió el gigante—. ¿Qué decides?
—Huir sin demora.
—¿Por aquel pasaje, que ha servido al leopardo para llegar hasta nosotros?
—No tenemos otra retirada.
—Pero tú has dicho que has oído resonar aguas.
—Es verdad —respondió el maratí.
—¿Habrá algún río subterráneo?
—Si lo hay, no nos dará miedo. Mejor el agua que el fuego.
Afuera los bandidos continuaban golpeando las culatas de las carabinas contra la planta, para asegurarse bien de que estaba vacía. Desgraciadamente, el sonido siempre igual revelaba la cavidad del tronco.
—Es momento de hilar —dijo Kammamuri al rajput—. Terminarán por encontrar también la puerta y hundirla.
—Si no prefieren cocinarnos —respondió el gigante.
—Razón de más para desalojar enseguida. Este asilo ya se ha vuelto demasiado peligroso.
Retrocedieron hacia la rotonda, intentando no hacer el menor ruido y chocaron contra Timul y el gurú que, bastante inquietos, estaban por moverse.
—¿Entonces? —preguntó el sacerdote.
—¡Estamos atrapados! —respondió Kammamuri—. Hemos sido descubiertos, es necesario huir y pronto, porque aquellos canallas amenazan con quemar el tara. ¿Quién resistiría aquí dentro?
—Nadie —dijo Timul.
—¿Cuánto puede durar todavía tu cuerda?
—Muy poco, sahib: ya hemos consumido bastante.
—Enciende y veamos a dónde va a terminar aquel pasaje.
—¿No divisarán la luz desde afuera?
—Todavía la puerta no ha sido abierta.
—Puede haber rendijas.
—Ya están convencidos de que estamos aquí. Gurú, deja de lado tu eterna vejez y guíanos.
—Haré lo que pueda, sahib —respondió el sacerdote.
La cuerda fue encendida y los cuatro hombres se arrojaron allí donde se encontraba todavía el cadáver del leopardo.
Lo removieron y se metieron en el pasaje retumbante de aguas que fluían.
Timul agitaba su mezquina antorcha para dar luz a sus compañeros.
Se había puesto a la cabeza, comprendiendo que el gurú de nada habría servido, ni como guía, porque nunca recordaba nada, ni como un hombre dispuesto a ayudar, porque era demasiado viejo.
—¡Pronto! ¡Pronto! —decía Kammamuri, que conservaba siempre una sangre fría y una calma admirables—. Ya me parece sentir el hedor a humo.
—A mí también —dijo el rajput, sosteniendo al pobre sacerdote, el cual parecía estar completamente agotado.
En la base del gigantesco vegetal se abría en la masa de madera una especie de tripa, suficiente para el paso de una persona.
—¿Quién habrá abierto este camino? —se preguntó Kammamuri—. Ciertamente, los mismos hombres que han excavado la rotonda. Ya tú, gurú, no sabrás nada.
—Entonces yo estaba en la pagoda de Tsama, que está muy lejos de aquí —respondió el sacerdote con su voz siempre monótona y mesurada.
—¿Te parece sentir olor a humo?
—Algo debe arder no muy lejos de nosotros.
—¡Al menos la nariz todavía la tienes bien! —dijo el maratí irónicamente.
Todos se habían empujado hacia adelante, temiendo que de un momento a otro el tara se transformara en una antorcha espantosa.
Un agrio olor a humo un poco resinoso continuaba extendiéndose, provocando entre los fugitivos violentísimos ataques de tos.
Las raíces del enorme vegetal habían terminado, de modo que la marcha se había vuelto rapidísima.
Por otra parte, el fondo de aquel río subterráneo, no tenía más que una leve pendiente y estaba constituido por todos los detritus de la vecina jungla.
Transcurrieron cinco minutos angustiantes, luego la cuerda de Timul se apagó bruscamente.
—Se terminó —dijo el pobre joven—. ¡Adiós luz!
—Nuestra situación es realmente poco alegre —dijo el maratí—, pero todavía no estamos muertos. ¡Ah, si hubiéramos podido traer con nosotros la gran linterna marina...! ¡También aquella nos han tomado esos condenados bandidos!
—Mantengan altas las pistolas —dijo en aquel momento el rajput—. El agua tiende a aumentar.
—¿Otra vez? —preguntó Kammamuri.
—Sí, sahib.
—¿Cómo está el fondo?
—Siempre bueno, aunque bastante cenagoso.
Se habían tomado de las manos, porque el desvío de alguno, en aquella profunda oscuridad, habría sido una verdadera sentencia de muerte.
Mientras tanto, el agua aumentaba siempre. Ya llegaba casi hasta el pecho de los fugitivos, y era un agua muy fría que daba escalofríos.
Siempre teniéndose por la mano, continuaron la terrible marcha en la oscuridad y después de cierto tiempo se oyó a Timul, que estaba a la cabeza del pequeño pelotón, exclamar:
—Veo una abertura.
—¿Delante nuestro? —preguntó Kammamuri.
—Sí, sahib, y muy amplia.
—¿Las aguas se precipitan hacia aquella?
—No me parece; al contrario, el fondo sube rápidamente. Yo estoy sumergido solamente hasta las rodillas, mientras que hace poco corría peligro de ahogarme.
—¿Has mojado la pistola?
—No: me es demasiado apreciada. Nos será valiosa en la jungla.
—¿Pero tú crees que desembocaremos en medio del reino de los tigres?
—Sé que podemos salir y puedo decirle que no se siente más olor a humo. Ya debemos estar bien lejos del pie del tara.
—¿Alguna divinidad nos habrá protegido?
—Eso creo —respondió el gurú que se mantenía estrechado fuertemente al rajput, temiendo quedar atrás.
—¡Alto! —comandó en aquel momento Timul—. La terrible prueba ha terminado. ¡Tampoco esta vez la diosa de la muerte nos ha querido!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Secuoyas gigantes de California: “Oregonie della California” en el original. No encontré referencias para algún tipo de árbol llamado “oregonie” u “oregonia”, salvo alguna mariposa o como traducción del estado de Oregon (Estados Unidos de América). Pero por la referencia dada por Salgari, seguramente se trate de la Sequoiadendron giganteum, una conífera originaria del estado de California (Estados Unidos de América), considerado el organismo vegetal más grande del mundo, en cuanto a volumen total. Puede alcanzar una altura media de entre 50 a 85 m y de 5 a 7 m de diámetro. La más antigua se estima en 3200 años.

Tsama: No encontré un templo con dicho nombre. Lo más parecido es la localidad de Tawang (en el estado de Arunachal Pradesh) donde se encuentra el monasterio de Tawang. También podría tratarse de una deformación de “Hiuen Tsang”, más conocido como Xuanzang, un monje budista chino que recorrió la India en el siglo VII.

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