jueves, 9 de junio de 2022

XIV. El caballo del bandido


Los cuatro fugitivos se habían encontrado imprevistamente delante de una arcada, que quizá debía señalar el final de aquel curso de agua misterioso y del gran conducto.
A través del inmenso desgarro se veían centellear las estrellas y un pedazo de cielo que parecía enrojecido.
—¿El alba? —preguntó el rajput, tomando entre los brazos al gurú, que no se sostenía más en pie.
—No —respondió Kammamuri—. Eso no está teñido por la aurora.
—¿Cómo explicas este misterio, sahib?
—De un modo simplísimo. El tara arde y proyecta sus llamaradas hacia el cielo.
—Entonces hemos huido a tiempo.
—Así parece, y creo que no tendrás de qué lamentarte.
—Verdaderamente no, ya que me creía perdido.
—¿Sube el fondo?
—Sí, sahib —dijo Timul que seguía siempre delante de todos.
—¿Y el agua ha desaparecido?
—Casi no hay más.
—Un último esfuerzo, mis pobres amigos, luego en algún lugar, aunque sea en el reino de los tigres, descansaremos. Ya no temo más a los bandidos de Sindhia.
Avanzaron y pasaron bajo la arcada, que aparecía en varios lugares desmantelada.
El cielo, siempre enrojecido, permitía ver bastante bien. Parecía que una aurora boreal se hubiera esparcido sobre la jungla, fenómeno completamente desconocido para los indios.
Timul, con un esfuerzo supremo, alcanzó un enorme matorral de tamarindos, que crecía a pocas decenas de metros de la arcada, y se metió dentro, dejándose caer al suelo completamente extenuado.
Las mordeduras de las sanguijuelas los hacían sufrir horriblemente y de aquellas minúsculas heridas la sangre fluía.
Kammamuri y los otros enseguida lo habían alcanzado.
A lo lejos, una antorcha gigantesca ardía, lanzando al aire columnas de humo rojizo y nubarrones de chispas que el viento transportaba a través de la jungla, con el peligro de provocar otros incendios. Era el enorme tara que se iba pedazo a pedazo, dejando caer alrededor una verdadera lluvia de fuego.
—¡De qué peligro hemos escapado! —exclamó el maratí, que succionaba ávidamente un fruto de tamarindo bien maduro que había recogido—. Una hora de retraso y los bandidos nos asaban.
—¿Y dónde estamos ahora? —preguntó el rajput.
—Como bien ves, delante nuestro se extiende la jungla.
—¡Mal lugar para buscar refugio, sahib! Especialmente cuando no se tienen armas grandes.
—Tú también comienzas a ponerte fastidioso como el gurú.
—Entre el sacerdote y yo hay mucha diferencia. Yo soy un oso de las montañas, soy capaz de enfrentar a un tigre, incluso sin armas, y partirle las costillas.
—¡Es demasiado! —dijo Timul.
—¡El leopardo ha caído así! —respondió el gigante.
Mientras tanto, Kammamuri había dado una vuelta al matorral de tamarindos, dentro del cual se oían aullar furiosamente algunos chacales en busca de un poco de cena.
—Sahib —dijo el rajput—, ¿acamparemos aquí hasta el alba?
—No sabría encontrar otro lugar mejor y más cerca —respondió el maratí.
—¿Y si los bandidos de Sindhia llegaran?
—Ya nos creen muertos y descansarán ellos también.
—¡Si tuviéramos su cena...!
—Conténtate con estas frutas ácidas bastante refrescantes. Timul, ¿sabrías guiarnos otra vez a la pagoda?
—¿Porque soy un buscador de pistas? —respondió el joven—. No obstante, me sería necesaria una cuerda, y no tengo más. Y luego, ¿por qué regresar allá abajo hacia el peligro, en lugar de aprovechar el momento para huir y alcanzar el gran camino que conduce a las montañas?
—¿Y con qué caballos recorreremos el larguísimo trecho?
—¿Quiere sorprender a los bandidos? Pésimo asunto: es mejor dejarlos calentándose alrededor del tara.
—¡Ya ha caído! —gritó el rajput, que no se había tendido ni un instante.
En efecto, hacia el poniente no se veían más levantarse ni llamas, ni chispas. El coloso devorado por el fuego había cedido después de una vida de siglos.
—Sahib —preguntó el rajput—, ¿qué decide? ¿Permanecer aquí?
—Sí, al menos hasta el alba —respondió Kammamuri—. Estamos demasiado agotados como para reanudar la marcha.
—Es verdad —confirmó el gurú.
—Si nos dejaran descansar tranquilos... —dijo Timul.
—¿Sus pistolas están secas? —preguntó el maratí un poco ansioso.
—La mía sí —respondió el rajput—. Me oprimía mucho conservarla. Estoy seguro que disparará enseguida sus dos tiros.
—¿Y tú, Timul?
—También la mía —respondió el joven—. Tampoco me fallará el tiro.
Era inútil preguntarle al gurú, ya que no tenía ningún arma de fuego.
—Tenemos seis balas para lanzar —prosiguió Kammamuri—. Son pocas, pero pueden ser de mucha ayuda en algún momento difícil. Nunca dejaré de elogiar a aquel buen brahmán que se ha mantenido siempre amigo del maharajá, incluso después del regreso de Sindhia. A él le debemos nuestras vidas y estas armas.
—Sin aquel hombre, el rajá nos habría hecho desollar enseguida, antes de salir de los sepulcros —dijo el rajput.
Todos se habían tendido entre las hojas secas y bien suaves, y abrían los ojos lo más que podían para sorprender a algún nuevo enemigo, en absoluto deseado en aquel momento.
Se oía alrededor del matorral como una especie de galope ligero que no dejaba de acercarse.
—¡Por la muerte de Kali! —dijo el maratí—. Sé de qué se trata esto. Nada de elefantes, nada de búfalos ni nada de rinocerontes. Harían mucho más estruendo.
—Sin embargo, alguien continúa girando y girando alrededor del matorral —dijo el rajput.
—Ciertamente es un caballo montado por algún bandido de Sindhia.
—¿Lo ha visto, sahib?
—El ligero galope lo traiciona —respondió Kammamuri—. ¡Ah, si al menos pudiéramos apoderarnos de aquel animal!
—Somos cuatro, sahib —dijo Timul.
—Por ahora contentémonos con uno. Lo aprovechará el gurú, que no puede sostenerse más en pie. Nosotros somos fuertes caminantes y las montañas de Sadiya las alcanzaremos también con nuestras piernas... ¿Quién detiene a esa bestia?
—Yo, sahib —dijo el rajput—. Arrojaré a tierra al caballo y al jinete.
—No hagas fuego: acudirán otros bandidos.
—Para el jinete me serviré solamente de la culata de la pistola. Sabe que golpeo duro.
—Demasiado, amigo.
—Déjeme a mí, sahib: dentro de cinco o diez minutos tendremos aquel caballo en nuestras manos, si realmente se trata de un trotador.
—Te digo que no se trata de una bestia salvaje.
—Sí, es un jinete —dijo Timul, que se había arriesgado fuera del matorral—. Busca nuestras huellas.
—¡Me ocupo enseguida! —dijo el rajput, levantándose de repente.
—¿Quieres que te ayude? —preguntó Timul.
—Eres demasiado débil como para detener a un caballo en carrera. No estás menos agotado que el gurú, después de la sangría de las sanguijuelas.
—Eso es cierto.
—Entonces quédate aquí tranquilo junto al sahib. Yo basto para despachar este asunto. Sahib, parto.
—Te recomiendo no hacer uso de la pistola —le dijo Kammamuri—. Nada de disparos, por ahora.
—Como le he dicho, no utilizaré mas que la culata del arma contra el jinete, y no ya contra el caballo, que quiero conducirlo aquí vivo.
—Si acaso, nosotros estamos listos para acudir en tu ayuda.
—Espero no tener necesidad de nadie.
Escuchó un momento, luego se lanzó rápidamente fuera del matorral, arrojándose en medio de los arbustos de mehendi que podían esconderlo enteramente.
—¡Qué hombre! —exclamó Kammamuri—. Si el señor Yanez hubiera tenido doscientos como él, ¡quién sabe dónde estaría a esta hora Sindhia!
Se había puesto de rodillas, empuñando por precaución la pistola y estaba atento a la reaparición del jinete. También Timul se había levantado, mientras que el pobre sacerdote yacía entre las hojas como una masa casi inerte.
—¿Oyes? —preguntó el maratí al buscador de pistas después de algunos minutos de espera.
—Sí —respondió el joven—. El caballo regresa por tercera vez. El hombre que lo monta busca nuestras huellas.
—¿Estará solo?
—No he visto otras sombras.
—Ahora veamos qué sabe hacer aquel endiablado rajput. Estoy seguro de que mantendrá su promesa.
Se habían impulsado hacia el borde del matorral permaneciendo escondidos bajo gigantescas hojas de bananos de diez e incluso de doce metros de longitud.
De allí divisaron de pronto al gigante que parecía no buscar esconderse en absoluto.
Se había arrojado sobre el camino que debía recorrer el caballo, brincando como un oso en furia. Ahora se hundía en la tierra, ahora saltaba plantándose sobre sus piernas musculosas y extendiendo los poderosos brazos.
—¡Estoy seguro de que aquel hombre detendrá al caballo en plena carrera! —dijo Timul al maratí.
—No tengo duda, amigo. Es fuerte como un pequeño elefante.
Mientras tanto, el galope se acercaba siempre, pero sin producir mucho ruido.
El jinete debía tener sus buenas razones para tomar precauciones.
De pronto, de un gran matorral apareció un bellísimo caballo todo blanco, que iba a la carga.
El rajput se había lanzado bien decidido a apoderarse de la cabalgadura y no ya del jinete, que habría sido más embarazoso que de utilidad.
Habiéndose vuelto la noche bastante clara, había visto distintamente al corredor y tomó sus medidas para derribarlo sin romperle las patas o partirle las costillas.
Apareció imprevistamente delante del arbusto que lo había escondido y le gritó al jinete:
—¡Para o disparo!
—¿Quién eres tú?
—Te lo diré cuando te haya descabalgado —respondió el rajput.
—Alguno de aquellos perros que el maharajá...
No pudo terminar la frase. El gigante había aferrado resueltamente al caballo y lo estrechaba fuerte por las narices, resistiendo vigorosamente el choque. ¡Debía ser muy fuerte aquel hombre, más fuerte que un oso de las montañas indias!
El trotador mandó un sordo relincho, luego cayó de cuartos, arrojando de la silla de montar a su conductor.
—¡A mí! —gritó entonces el rajput.
Mientras tanto, Kammamuri y Timul se precipitaban fuera del matorral, empuñando las pistolas y gritando:
—Estamos aquí.
En un instante llegaron junto al caballo y enseguida lo inmovilizaron. El jinete no había mandado ni siquiera un grito. Se había golpeado fuerte la cabeza y parecía muerto.
—¡Eres un hombre bravo! —le dijo Kammamuri al rajput—. No te creía tan fuerte.
—Gracias, sahib.
—¿Has sido herido?
—En absoluto. He derribado al animal antes de que pasara junto a mí y, como ve, lo he abatido.
El jinete, un bandido de Sindhia ciertamente, yacía cinco metros más allá con los brazos abiertos de par en par.
No hablaba más y no tenía más fuerzas para levantarse.
—Es hombre muerto —dijo el rajput—. Mejor así. No tenemos necesidad de prisioneros.
Mientras tanto, Timul había levantado al caballo con la ayuda del maratí.
La pobre bestia pataleaba e intentaba huir, pero ya no podía dar un paso, ya que también el rajput había acudido.
—¡Buena presa! —dijo Kammamuri—. Dos alforjas bien provistas de víveres probablemente y una carabina. Valía la pena intentar el golpe.
—¿Estará realmente muerto el bandido? —preguntó el joven buscador de pistas.
—No te preocupes por él —respondió el rajput—. Debe haberse quebrado el cráneo contra el suelo o contra algún tronco. Si todavía estuviera vivo, aullaría como una bestia feroz.
—Regresemos al matorral —dijo Kammamuri, que ya le había quitado al pobre bandido un talwar de dentro de una alta faja de tela gris—. Quizá no estaba solo y mientras nosotros estamos aquí, los otros nos espían.
—Yo no oigo ningún galope de caballos ahora —dijo Timul, satisfecho.
El rajput aferró a la bestia por las riendas con su puño de hierro y, aún cuando no hubiera cesado de encabritarse, la llevó hacia el matorral, vuelto ya su refugio.
Antes de llegar escucharon varias veces, temiendo siempre que nuevos jinetes llegaran; luego, tranquilizados por el gran silencio que reinaba en la jungla, interrumpido solo por algún alarido de chacal, se metieron rápidamente bajo los árboles, donde el gurú los esperaba más muerto que vivo.
—Vacía la alforja —dijo el maratí al rajput—. Debe estar bien provista.
—Poca cosa, sahib —respondió el gigante—. Una botella de cerveza, que estará tan ácida que no se podrá beber, cinco galletas, balas y pólvora para la carabina. El rajá no gasta mucho en mantener a sus hombres.
—El arma grande nos era necesaria —dijo Kammamuri—. Las pistolas serán armas buenísimas, pero contra los tigres y otros grandes animales nunca han tenido suerte. Dame el fusil.
—Cuidado que está cargado, sahib —dijo el rajput, que mientras tanto había atado rápidamente al caballo siempre recalcitrante.
Verdaderamente no se trataba de una de aquellas grandes carabinas que usaban los tigres de la Malasia, sin embargo, debía tener buen alcance.
Kammamuri, todo contento con aquel regalo inesperado, dio órdenes de dispensar aquellas pocas galletas y también de destapar la botella.
—No moriremos de indigestión —dijo el rajput—. Dentro de cinco minutos tendremos más hambre que antes.
—Toma también la mía —dijo Kammamuri—. Puedo prescindir de ella por ahora. No soy grande y robusto como tú.
—¡Oh, no, sahib! —respondió el rajput—. Cada uno toma su parte y se la come. Puede renunciar a la cerveza, ya que es absolutamente imbebible. Ha tomado demasiado sol.
Los cuatro hombres, un poco desanimados por la mezquindad de la presa, se sentaron a los pies de un gran árbol con las espaldas apoyadas en el tronco y comenzaron a resquebrajar lentamente las durísimas galletas.
El rajput, que las había conquistado, tuvo una de más.
—¿Y ahora, sahib? —preguntó Timul al maratí, que continuaba observando la carabina—. ¿Permaneceremos aquí a la espera de otros jinetes? Tengo el presentimiento muy poco alegre de vernos rodeados dentro de la jungla. El bandido que el rajput ha descabalgado no debía estar solo.
—Tampoco lo creo, amigo. Era un explorador mandado adelante para espiarnos —respondió Kammamuri—. Sindhia pone una obstinación verdaderamente feroz en darme caza.
—Sin embargo, nosotros no somos mas que pobres hombres en continua fuga. No somos ministros del maharajá.
—Aquel canalla quería que lo condujera allá donde el señor Yanez ha sepultado sus tesoros y los de la rani. Debe estar muy corto de dinero.
—Usted, sahib, ¿sabe dónde se encuentran aquellas riquezas?
—Lo sabe también el rajput —dijo Kammamuri—. Pero Sindhia no pondrá la mano sobre aquel tesoro que debe ser ingentísimo. Se trata de millones de rupias entre monedas de oro y joyas.
—Sí, también lo sé —dijo el gigante, mientras mordisqueaba lentamente su segunda galleta—. El maharajá no tenía secretos con sus fieles. El rajá podrá cortarme en veinte pedazos o atarme a la boca de un cañón, pero de mí no sabrá nada; quizá...
Timul lo interrumpió, aguzando el oído.
—¡Este no es el alarido de un chacal! —dijo el joven buscador de pistas—. Pero está muy bien imitado.
—¿Alguna señal? —preguntó Kammamuri brincando en pie.
—Ciertamente, sahib. Usted conoce los alaridos de aquellas bestias mejor que yo: escuche un momento.
Todos se habían quedado en silencio; solamente el caballo continuaba pataleando furiosamente y relinchando.
—Sahib —dijo de pronto el joven buscador de pistas—, hemos hecho mal en no terminar con un pistoletazo al bandido que intentaba espiarnos.
—Pero con el gran salto que ha dado —dijo el rajput— debe haberse quebrado la cabeza.
—Deberíamos habernos asegurado —dijo Timul— si estaba realmente muerto. He aquí otra vez el alarido o mejor dicho, la señal.
Se habían levantado todos aguzando los oídos cuando un alarido rompió el silencio, un alarido estridente que debía salir de la garganta de un chacal.
El caballo, oyendo aquella llamada, se había encabritado e intentaba romper las riendas.
—¿Ha notado, sahib? —preguntó el joven buscador de pistas.
—Sí —respondió Kammamuri, vuelto repentinamente pensativo—. Esta bestia oye la señal de su amo e intenta huir para alcanzarlo.
—Estamos nosotros ciertamente —dijo el rajput—. Nos es demasiado valiosa y no la dejaremos escapar. No sé cómo se las arreglará el gurú cuando lo hayamos puesto en la silla de montar.
—Un día yo también he sido jinete —dijo el sacerdote—. He hecho muchas campañas antes de sepultarme en una pagoda a esperar la muerte.
—Te arrojará enseguida a tierra —dijo Timul—. ¿No ves cómo se encabrita?
—Sabré domarlo.
Por tercera vez el alarido del chacal resonó altísimo en la noche y más estridente que antes. El caballo, oyendo aquella nueva señal, se encabritó de nuevo intentando romper las riendas. Pero el rajput, que lo vigilaba atentamente, en un momento se le fue encima, lo tomó estrechamente por las narices y volvió a hacerlo caer, cuidando de que no se rompiera las patas o las costillas.
—No haremos nada con este caballo si antes no tenemos la certeza de que su amo está muerto —dijo—. No sé qué me detiene de darle puñetazos.
—Lo arruinarías —dijo Kammamuri—. Mete las manos en los bolsillos y déjalo descansar.
—Entonces deme la carabina, sahib, y déjeme partir.
—La noche todavía está oscura.
—Sabré dirigirme igualmente —respondió el gigante, aferrando vivamente el gran fusil.
—¡Estás loco! —dijo Kammamuri.
—No, sahib; déjeme ir —dijo el rajput con obstinación—. Con esta arma me siento absolutamente seguro.
—¿Y a dónde quieres ir?
—A ver si el jinete todavía está vivo.
—¿No se ha quebrado la cabeza?
—Lo he visto dar un gran salto dentro del arbusto que me protegía, pero no puedo decir precisamente que está muerto. Te lo repito: hemos cometido el error de no terminarlo con un pistoletazo.
—¿Crees entonces que sea él quien llama al caballo?
—Sí, sahib.
—Yo también lo creo —dijo Timul—. Se ve bien que el caballo siente la llamada de su amo.
—Y a la primera ocasión se nos escapará.
—Entonces vayamos a terminar a su amo, si vive todavía —dijo el rajput con una sonrisa feroz—. Uf, he aquí de nuevo aquel maldito alarido del chacal. ¿Lo oye, sahib?
—¡Sí! Y siente cómo el caballo responde con largos relinchos —dijo el maratí.
—¡Signo evidente de que el bandido dista mucho de estar muerto!
—¿Los jinetes de Sindhia ya habrán llegado y buscan cercarnos? Sería mejor trasladarnos de aquí sin esperar al alba.
—Soy de su parecer, sahib —dijo Timul—. No nos será fácil atravesar la jungla; sin embargo, siempre es mejor tener que tratar con algún otro bagh antes que con los jinetes del rajá, que ciertamente estarán armados de carabinas.
—¡Tentemos a la suerte! —dijo el maratí—. ¿El gran camino que conduce a las montañas está muy lejos, gurú?
—No lo recuerdo —respondió el sacerdote, haciendo girar los dedos con aire distraído.
—Fuera de la pagoda eres hombre muerto.
—Aquella era mi casa.
—¿Volverías de buena gana?
—Sí, sahib.
—¿Y si llegaran los bandidos del rajá?
—No osarían atacar un templo.
—Ya lo han asaltado y por poco no nos han metido dentro de los sepulcros.
—Mientras tanto, todavía estamos libres —dijo el gurú con su usual voz tranquila y sin aliento.
—Sahib —dijo el rajput—, salgamos de aquí sin demasiada demora. Ahora soy yo el que se lo dice.
Kammamuri se acercó al caballo, que no cesaba de bufar y de morder el bocado, intentando huir siempre y después de haberlo acariciado un poco, lo montó sobre la grupa que no tenía más la silla de montar, perdida quizá durante su carrera furiosa a través de la jungla, y estrechó con mano de hierro las riendas.
—¡Veamos un poco si los maratíes saben todavía domar caballos! —exclamó.
—No tienes ni silla, ni estribos—dijo el rajput.
—No importa.
—¿Y a dónde quieres ir, sahib?
—Dejaré que el caballo galope en busca de su amo. Ustedes permanezcan aquí y no se muevan hasta que regrese.
—Sahib, el caballo es robusto y puede llevar muy bien a dos personas. Deja que yo monte también detrás de ti.
—Eres demasiado pesado. Prefiero a Timul, también porque es un buscador de pistas.
—Le daré mi talwar.
—No, consérvalo. Tengo mi carabina y varias balas para disparar. Tú puedes necesitarlo durante nuestra ausencia.
—Esté en guardia, sahib: no se confíe de esa bestia embrujada.
—Tendrá que vérselas con mis rodillas. Sube, Timul.
El joven buscador de pistas con un brinco estuvo detrás del maratí.
El caballo dio un regate terrible e intentó lanzarse a una carrera vertiginosa, pero enseguida fue contenido. El rajut había acudido enseguida y lo había tomado por las narices estrechándolas fuertemente.
—Déjalo ir ahora —dijo Kammamuri recogiendo las riendas—. Veamos si sabe llevarnos donde su amo.
El trotador dio un segundo regate intentando desembarazarse de los dos hombres, luego partió como una saeta. Saltaba troncos de árbol y pasaba a pleno vuelo a través de los arbustos, mandando sonoros relinchos.
—Esta bestia es un azogue —dijo Timul, que se mantenía bien estrechado al maratí—. Nos llevará muy lejos en pocos minutos.
—¿Oyes?
—Sí, otra vez la llamada.
—Esta vez encontraremos a aquel bandido y lo terminaremos.
El caballo galopaba siempre más furiosamente, con las narices abiertas y la boca llena de espuma sanguínea, mandando de vez en cuando relinchos sofocados.
Kammamuri lo dejaba correr pero no le aflojaba las riendas. Luego, sus rodillas se estrechaban fuertemente comprimiendo los flancos del endiablado trotador.
—Esta bestia terminará por matarnos —dijo Timul.
—No: se siente muy bien guiada y ya comienza a ceder.
En efecto, el trotador no se encabritaba más, ni intentaba dar bruscos regates o algún peligroso salto de carnero.
Por diez o quince minutos los dos hombres galoparon a través de la jungla que estaba siempre oscura, luego el caballo se detuvo de golpe junto a un grupo de densísimos bambúes y comenzó a relinchar.
—El bandido no debe estar lejos —dijo Kammamuri—. Está bien emboscado. Me asombra que el tigre que ha pasado por aquí, lo haya perdonado.
—Aquel bagh quería probar nuestras carnes, sahib —dijo Timul—. ¿Debo descender?
—No todavía: veamos qué hace esta bestia ahora que parece cercana a su amo.
El caballo no se movía. Mandaba débiles relinchos, casi dulces y dirigía las orejas para recoger los más leves rumores, pero la jungla se había vuelto silenciosa.
Solamente a lo alto resonaban los grandes murciélagos llamados también zorros voladores.
—Sahib —dijo el joven buscador de pistas—, ¿quiere darme su carabina?
—Querrías ir en busca del bandido, pero cuidado: sospecho que tiene un arma de fuego. ¿No has oído dos tiros de pistola?
—No se me han escapado, sahib. ¿Puede contener al caballo un poco?
—El bocado es de acero y las riendas son fuertísimas —respondió Kammamuri—. No se me escapará, por cierto.
—No le pido mas que cinco minutos.
—¿Y si el bandido no estuviera solo? Algún otro jinete del rajá pudo haberlo alcanzado.
—No me dejaré sorprender —respondió el valeroso joven, tomando la carabina que Kammamuri le ofrecía.
—Apresúrate. Siempre temo alguna nueva aparición de los jinetes del rajá. Ellos también pueden tener algún hábil buscador de pistas.
—Mantenga bien firme el caballo, sahib; no hago mas que una carrera.
Saltó a tierra, armó la carabina, escuchó un momento, luego desapareció dentro de los bambúes gigantes, bajo los que debía haberse refugiado el bandido que la muerte ya había perdonado dos veces.
Kammamuri tenía con mano fuerte las riendas y estrechaba las rodillas lo más que podía contra los flancos siempre pulsantes del trotador.
Pasaron más de cinco minutos, luego bajo los bambúes se oyeron atronar dos tiros de pistola.
—¿Habrán matado a aquel buen muchacho? —se preguntó con angustia el viejo cazador de la jungla negra.
Transcurrido otro minuto, fue la carabina la que hizo oír su voz mucho más poderosa que la de las pistolas.
El caballo había intentado huir hacia el matorral, pero tuvo que rendirse nuevamente. Tenía que vérselas con un jinete experto como todos los maratíes, que proveen a los rajás la mejor caballería.
Con un tirón violento lo hizo retroceder, luego con un poderoso apretón de rodillas lo obligó casi a arrodillarse.
En aquel momento Timul apareció agitando la carabina todavía humeante. En un instante alcanzó a Kammamuri y le dijo:
—¡Sahib, huyamos!
—¿Has descubierto al bandido?
—Sí, y espero haberlo herido.
—Debías matarlo.
—No podía distinguirlo bien. He hecho lo mejor que podía.
—¿Aquel canalla ha disparado contra ti?
—Sí, dos tiros de pistola sin darme, al menos eso creo.
—Luego, ¿ha escapado aquel bribón?
—Ha disparado en medio de los bambúes. Cuidado, sahib, le advierto que he oído el galope de numerosos caballos acercarse rápidamente.
—Los bandidos de Sindhia quieren tomarnos antes de que alcancemos las montañas de Sadiya. ¡Ah, lo veremos...! Monta enseguida y carga la carabina. A ti las municiones.
—No nos dejaremos atrapar por aquellos miserables bandidos.
—Debemos y queremos vivir para el maharajá y la rani. ¡En camino!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Mehendi: “Mindi” en el original, es el nombre hindi de la alheña (Lawsonia inermis), arbusto de la familia de las oleáceas, de unos dos metros de altura, ramoso, con hojas casi persistentes, opuestas, aovadas, lisas y lustrosas, flores pequeñas, blancas y olorosas, en racimos terminales, y por frutos bayas negras, redondas y del tamaño de un guisante.

Grupa: Ancas de una caballería.

Es un azogue: “Ha l'argento vivo addosso”, en el original. Azogue es sinónimo de mercurio, y “ser un azogue” significa, ser muy inquieto. La expresión original en italiano se refiere a lo mismo, ya que “argento vivo” es el mercurio. Es en alusión a la extraordinaria movilidad que tiene el mercurio.

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