martes, 28 de junio de 2022

XV. El asalto de los cocodrilos


No alboreaba todavía, pero la oscuridad ya no era tan densa como antes en la gran jungla.
Tiras de fuego que anunciaban la inminente aparición del gran astro, se irradiaban por el cielo en varias direcciones, alargándose siempre más rápidamente.
Los pájaros comenzaban a despertarse. Bajaban en bandadas junto al pequeño claro piando o cantando sonoramente. En su mayoría eran feos marabúes argala negros, también llamados ayudantes, pavos reales centelleantes de colores y destellos de oro, con gigantescas colas.
Bajaban también bandadas de papagayos, que apenas tocaban el suelo se ponían a graznar ruidosamente.
Los chacales en cambio, callaban. Huían frente a aquella ola de luz que estaba por caer sobre la tierra y se refugiaban apresuradamente en sus cuevas.
El minúsculo pelotón se había puesto en marcha animosamente.
Lo precedía el joven buscador de pistas, luego venía el rajput, que conducía el caballo montado por el sacerdote, y último Kammamuri. Era este el único hombre que todavía podía disparar un tiro. Como sabemos, el brahmán les había regalado las pistolas, pero se había olvidado de las municiones adecuadas para aquellas armas.
—Ahora nos confiamos a ti, gurú —dijo Kammamuri, después de haber atravesado el matorral—. Nos has dicho que conoces estos lugares.
—En efecto, he venido una vez con mi compañero —respondió el sacerdote.
En aquel instante el semental dio un brinco terrible, que por poco no arrojó a tierra al gurú, e intentó huir de las manos de acero del gigante.
Kammamuri había apuntado resueltamente la carabina murmurando:
—Hombre o bestia, alguno caerá. Siento un deseo furioso de disparar.
—Sahib —dijo el joven buscador de pistas, bajándole el arma—, piense que hay bandidos que nos cercan y que oyendo la detonación, no tardarían en llegar.
—Timul tiene razón —dijo el rajput, conteniendo a duras penas al semental, que hacía esfuerzos desesperados para liberarse y huir—. La detonación los guiaría.
—También lo sé —dijo Kammamuri estrechando los dientes por la ira—. ¡Gurú!
—¿Qué quiere, sahib? —preguntó el sacerdote, que a cada momento corría el peligro de ser descabalgado.
—¿Está lejos esa torre?
—No creo.
—¿De verdad sabrás guiarnos?
—Eso espero.
—¿O en cambio nos conducirás en medio de alguna jungla poblada de tigres?
—Es lo más probable —dijo el rajput con acento irónico—. No hay que fiarse de este hombre.
El gurú cerró y entrecerró varias veces los ojos, luego dijo, siempre con voz monótona:
—Ya veo la torre.
—¿En el cielo? —preguntó Kammamuri.
—Espera un momento a que me oriente. ¡Ah...! ¡Ya estoy...!
—¡Finalmente! —exclamaron el maratí, el rajput y el joven buscador de pistas.
—Sí, siento que los estoy conduciendo a aquel refugio —dijo el gurú.
—¿Te ha regresado la memoria? —preguntó Kammamuri siempre irónico.
—Parece que sí. He dormido y para mí el sueño lo es todo.
—¿Pero cuántos años tienes?
—No lo sé.
—Joven no eres más, por cierto.
—A mi tampoco me lo parece —respondió el sacerdote—. Me canso fácilmente y siento un deseo inmenso de dormir.
—Es el sueño que preanuncia la muerte —dijo Kammamuri despiadadamente.
El gurú alzó los hombros, entrecerró otra vez los ojos, luego respondió:
—A nosotros los sacerdotes, la muerte no nos da miedo, ya que estamos seguros de ir a gozar los deleites del nirvana.
—Esperemos ir también nosotros a aquel lugar delicioso, donde también se congregan las almas de los guerreros, más allá de las de los sacerdotes —dijo Kammamuri.
—¡Dios sabe cuántos pecados han cometido!
—Muchos; pero tú que eres un hombre de religión, que representas en la Tierra a la divinidad, nos absolverás a todos, espero.
—Veremos —respondió el gurú secamente.
En aquel momento, el caballo tuvo un arrebato violentísimo y por poco no huye de las robustas manos del rajput.
El pobre gurú, descabalgado de golpe, había ido a caer en los brazos de Timul, que esperaba aquella caída y se había apresurado para volver a ponerlo en pie.
—¿Nada roto, gurú? —preguntó el joven—. ¿Ni siquiera una costilla?
—Shivá protege a sus sacerdotes.
—¡Menos mal! —dijo Kammamuri que había acudido en ayuda del rajput, que luchaba ferozmente contra el terrible semental que no cesaba de encabritarse y de disparar patadas.
—¿Cómo estás ahora, gurú? —preguntó el joven buscador de pistas con una voz un poco burlona.
—Muy bien: me parece haber caído, no sobre la tierra, sino sobre la alfombra celeste de alguna divinidad.
—¡Afortunado mortal! A mí eso no me sucederá nunca. Me partiré la cabeza o me romperé alguna costilla.
El semental continuaba luchando contra el rajput y el maratí, intentando incluso morderlos.
—¡Ah, pésima bestia! —aulló el gigante furibundo—. Se doman tigres e incluso elefantes, ¿y tú que no tienes mas que las patas para defenderte, quieres rebelárteme?
Había alzado el formidable puño y estaba por dejarlo caer con todas sus fuerzas, resuelto a desembarazarse de aquel pésimo caballo, pero Kammamuri estuvo listo para intervenir gritando:
—¡No, amigo! Todavía es demasiado precioso, por más terco que sea. Nos será siempre cómodo.
—Lo habría matado —dijo el gigante, dando al semental un furioso tirón, que le hizo sangrar la boca. Nosotros no obtendremos ninguna ventaja mientras que su amo no esté muerto; y hasta ahora las pruebas de que haya partido para el otro mundo no las tenemos.
—Quién sabe si alguna bestia no lo ha devorado. Timul asegura haberlo herido.
—Sí, sahib —dijo el joven buscador de pistas—. Después de que le he disparado con la carabina, el bandido ha escapado, pero me ha parecido que cojeaba. ¡Es más, aullaba fuerte el malandrín!
—¡Yo lo terminaré! —dijo el rajput estrechando los dientes—. Aquel hombre está condenado.
—Entonces ve a buscarlo —dijo Kammamuri.
—No sé quién me sujeta...
—¡Yo! Yo que comando como si fuera el maharajá.
—Le obedezco, sahib —respondió el gigante—, pero no estaré tranquilo, mientras sigan vivos este caballo y su amo.
El gurú, que había vuelto al arzón ayudado por Timul, dijo en aquel momento:
—¡Olor a salvaje! ¡Y delante nuestro!
—Nosotros estamos aquí listos para defenderte y defendernos —dijo el maratí—. Yo también he olfateado un olor bien conocido por mí. Es el aroma de una bestia que es ávida de carne humana. Es, en fin, otro comedor de hombres. Que se muestre y caerá como el otro.
—¿Se puede ir? —preguntó el rajput—. Quisiera encontrarme dentro de la famosa torre, donde el sacerdote ha prometido conducirnos.
—Ten siempre fuerte al caballo —dijo Kammamuri—. No lo dejes huir, porque alcanzaría a los bandidos de Sindhia.
—¿Cree que nos dan siempre caza aquellos parias?
—Sí, amigo. Quieren capturarnos vivos.
—¡Ah, lo veremos! —dijo el gigante con rabia—. Los mataré a todos con puñetazos.
—Cuidado que tienen armas de fuego.
—¡Uf! Simples pistolas, quizá.
—Que algunas veces matan también a un gigante. Por consiguiente, deja en paz a los bandidos de Sindhia, por ahora. Más tarde a mi carabina la haremos hacer milagros, si se presenta la ocasión. Vamos, andando.
El rajput y Kammamuri aferraron por las riendas al semental intratable y lo obligaron a avanzar.
Se encabritaba de vez en cuando la bestia salvaje, pero un puñetazo del gigante la calmaba enseguida.
El gurú sonreía estúpidamente y se dejaba conducir, aún cuando siempre corriera el peligro de romperse la nuca.
Comenzaba a hacer bastante calor. Una verdadera lluvia de fuego caía ya sobre la jungla, levantando pequeñas nubes de niebla, que el viento dispersaba poco a poco.
Cantaban las gigantescas cigarras mandando zumbidos agudísimos.
Maravillosas mariposas, con las alas azules o amarillentas, centelleantes, bajaban desde lo alto, succionaban una flor y luego huían dentro de las pequeñas nubes de niebla.
De vez en cuando en algún estanque se oía retumbar el lloro antipático del cocodrilo de las junglas, bestia terrible que puede, con un golpe de sus gigantescas mandíbulas armadas de dientes muy puntiagudos de forma triangular como los de los tiburones, cortar una pierna a un hombre.
Kammamuri había pasado a la vanguardia, siendo el único hombre que podía detener o derribar una fiera, pero Timul se había apresurado a alcanzarlo.
Mientras tanto, el rajput cuidaba al caballo que de vez en cuando, más obstinado que nunca, intentaba rebelarse, con gran inquietud y espanto del pobre gurú.
Por un par de horas el minúsculo pelotón avanzó entre los bambúes inmensos y hoyadas húmedas y fangosas que tenían un feo color verdoso, luego Kammamuri dijo:
—Hay mucha agua aquí. ¿Dónde estamos, gurú?
—En la jungla —respondió el sacerdote.
—¿Has visto estanques por estas partes?
—Sí, sahib, y bastante peligrosos, porque tienen el fondo traicionero. Un día salvé a mi compañero por un verdadero milagro.
Kammamuri se había detenido. Había atravesado un enorme grupo de cañas, entrelazadas con calamus y otras plantas parásitas, y había llegado ante una lengua de tierra bastante boscosa, que se extendía entre el agua muerta.
Se volvió hacia el gurú y le preguntó:
—¿Podremos llegar a tu famosa torre o por lo menos, al gran camino de la montaña?
—Sí, sahib.
—¿Y los cocodrilos no nos caerán encima?
—No son tan malos —respondió el sacerdote—. He atravesado con mi compañero varias veces este pantano y como ve, no me falta ni siquiera un dedo.
—¿Y dónde iremos a terminar nosotros?
—Sé donde nos encontramos, sahib —dijo el gurú, que estaba bastante bien sobre los anchos flancos del semental que el rajput tenía siempre bien estrechado.
—¿Podemos adentrarnos en esta lengua de tierra? —preguntó Kammamuri.
—Sí, sahib.
—¿La memoria no te traicionará?
—No; yo he atravesado con mi compañero, hace muchos años, estos pantanos.
—¿Hace muchos años? Entonces estamos seguros de ir derecho a aquella famosa torre que yo, mientras tanto, no veo despuntar por ninguna parte. Y tú, rajput, ¿la divisas?
—Yo no veo mas que bambúes gigantes —respondió el hombre fuerte—. Probemos, sahib: es mejor que huyamos a través de este pantano. Los bandidos de Sindhia, si es verdad que todavía nos dan caza, la van a pasar mal. Sus caballos no servirán de nada, si nos quisieran asaltar.
Era mediodía. Una lluvia de fuego caía sobre aquellas cuencas fangosas, liberando miasmas pestilentes.
La neblina, portadora de fiebres y quizá también de cólera, se levantaba en oleadas, atravesada por inmensas filas de aves acuáticas de alas gigantescas.
Kammamuri en seguida tomó partido.
—Por una vez podemos fiarnos del gurú —dijo—. Aquella torre ahora no la veo, pero esperemos que pronto aparezca sobre el horizonte.
El minúsculo pelotón dejó el matorral y, después de haber atravesado feos y hediondos pantanos, alcanzó la lengua de tierra.
Era una península bastante larga, cubierta de bambú y de plantas acuáticas, bastante elevada sobre el agua muerta de aquellos putrefactos estanques.
Cortaba una vastísima cuenca, llena de aguas plúmbeas de reflejos azulados y de mal aspecto.
De vez en cuando, bestias negruzcas salían a la superficie, se calentaban un poco al sol y luego hilaban hacia el dique. Se agigantaban a simple vista y mostraban colas monstruosas y mandíbulas terriblemente armadas.
Kammamuri se había detenido arrugando la frente.
—¿Cómo iremos a terminar con aquellos monstruos que llegan en docenas y docenas, listos para arrojarse sobre nosotros? Eh, rajput, ten bien firme el caballo.
—No se me escapará, sahib —respondió el gigante.
—¿Crees que podremos pasar?
—Pregúntele al gurú.
—Mi compañero y yo atravesamos muchas veces esta laguna sin perder las piernas —dijo el sacerdote.
—¡Cuestión de suerte! —observó el maratí—. Y luego, ustedes estaban bien protegidos por Visnú y por otros dioses, también.
—Ciertamente.
—Invoca también sobre nosotros su protección.
—No dejaré de hacerlo, sahib.
Los cuatro hombres continuaron avanzando siempre en medio de los terrenos húmedos y después de un par de horas llegaban a las orillas de un canal, de una decena de metros de ancho, en cuyo fondo fangoso se debatían varias docenas de cocodrilos, de cuerpo gigantesco y hocicos casi cuadrados y formidablemente armados de dientes.
—Eh, gurú —dijo Kammamuri—, ¿también has atravesado este canal sin perder las piernas?
—Hemos alcanzado felizmente la otra orilla —respondió el sacerdote— y sin disparar un tiro de carabina.
—¿Pertenecían quizá aquellos reptiles a otra raza menos feroz?
—Ah, no lo sé, sahib.
—Respuesta usual —dijo Timul.
—¿Intentamos pasar, rajput? El fondo no parece pésimo, pero primero mide la profundidad del agua un poco más adelante nuestro.
—En seguida, sahib —respondió el gigante, abatiendo con unos pocos golpes de talwar un altísimo bambú.
Avanzó en el agua sondeando, para nada espantado por la presencia de los cocodrilos, que en aquel momento no amenazaban con ningún ataque, aún cuando no dejaran de mostrar sus largos dientes amarillentos y de agitar las colas, y avanzó en el canal media docena de metros, sumergiendo la larguísima pértiga.
—Fondo bueno, incluso para el caballo —dijo—. El agua nos llegará a los costados, al menos hasta donde he escandallado.
Kammamuri se había puesto bastante preocupado y miraba hacia los terrenos inundados, sobre los que se habían reunido otros reptiles, listos para cortar la retirada a los fugitivos.
—Ahora estamos obligados a avanzar —dijo al rajput, que lo interrogaba con la mirada—. Si retrocedemos, deberemos sufrir quién sabe qué espantoso asalto. Tenemos más cocodrilos detrás nuestro que adelante.
—Y luego, sahib, no olvide que los bandidos del rajá nos dan caza y que quizá han descubierto nuestras huellas. Busquemos aquella torre que el gurú afirma que no se encuentra lejos.
El maratí sacudió la cabeza y dijo:
—Si la memoria no lo ha engañado. Sin embargo, avanzamos a cualquier precio, para alcanzar el gran camino de las montañas.
Hizo subir sobre el semental al gurú, armó la carabina y entró en el agua ante todo, mirando bien alrededor.
No había recorrido diez pasos, cuando los saurios, que hasta ahora, como habíamos dicho, se habían mantenido tranquilos, se pusieron a nadar velozmente bramando como toros.
—¡Pronto! ¡Pronto! ¡Corran! —gritó—. Nuestras piernas están en peligro.
Sus tres compañeros se precipitaron al canal, habiendo comprendido bien que un retraso de algunos minutos quizá habría sido fatal.
El rajput tenía fuertemente al semental, que, oyendo los lloros de los reptiles, intentaba huir y desembarazarse del sacerdote. Continuaba encabritándose, daba patadas formidables, amenazando con matar a Timul que venía último.
Los terribles saurios por algunos minutos se contentaron con mirar a los cuatro hombres y al caballo, golpeando siempre las mandíbulas con gran fragor, luego se lanzaron al ataque.
Eran veinte o veinticinco, todos de gran mole y bien blindados con gruesas placas óseas, casi impenetrables a las balas de las mejores carabinas.
Afortunadamente habían tardado un poco en moverse, de manera que los fugitivos habían tenido tiempo de atravesar el canal y de subir apresuradamente el dique opuesto que estaba lleno de bambú y plantas acuáticas.
El semental, con un gran salto, puso al sacerdote a salvo, aunque intentando huir enseguida, pero el rajput no había dejado las riendas y daba furiosos tirones a la bestia testaruda, haciéndole sangrar la boca.
Kammamuri se había colocado en el borde del dique y tenía la carabina apuntada hacia los saurios, que no dejaban de avanzar, agitando furiosamente sus poderosas colas y alzando enormes chorros de agua fangosa.
—Sahib —dijo el rajput—, intenta espantarlos con un tiro de carabina. Ve que están por alcanzarnos.
—¡Mi carabina será impotente para abatir a aquellas grandes bestias! —respondió Kammamuri—. Sin embargo, quemaré una carga.
Apuntó a un viejo cocodrilo de mandíbulas ya caídas y le plantó en plena garganta una bala.
El saurio permaneció como sorprendido y se detuvo de golpe mandando un lloro formidable, luego con un golpe de cola se impulsó adelante subiendo audazmente el dique.
Sus compañeros lo seguían, listos para ayudarlo en la lucha y llorando también ellos.
El rajput confió el caballo a Timul, desenvainó el talwar y, con loca temeridad, se precipitó encima del asaltante pegando golpes formidables a diestra y siniestra.
—¡Cuídate! —le gritó Kammamuri.
—Déjame a mí, sahib —respondió el gigante—. Tú mientras tanto, recarga la carabina, porque están por llegar también los otros.
Había atacado furiosamente, casi en cuerpo y alma, confiando en la bondad del acero de las medias cimitarras indias.
El monstruo, que ya se había izado con un último golpe de cola sobre el dique, recibía golpes espantosos entre las mandíbulas, ya borboteantes de sangre por la herida producida por los proyectiles
Intentaba impulsarse hacia adelante y arrojarse a su vez, y no menos resueltamente, contra el asaltante, que en un instante lo había privado incluso de los ojos.
Estaba por caer encima del rajput cuando intervino el maratí, que había recargado precipitadamente la carabina.
—¡Déjame el lugar! —gritó el viejo cazador de la jungla negra.
Metió el cañón del arma entre las mandíbulas ensangrentadas del saurio y disparó, dando enseguida un salto atrás.
—¡Creo que este canalla ya tiene bastante ahora! —dijo el rajput—. Ha tragado humo, fuego y plomo, y dos veces.
—¡Pero están los otros que están por rodearnos! —gritó Timul, que hacía esfuerzos desesperados para contener al endemoniado semental.
Kammamuri arrojó alrededor una rápida mirada y mandó un grito de alegría. Detrás de la primera línea de bambú había divisado grandes grupos de palmeras tara.
—¡Salvémonos sobre aquellas plantas! —gritó—. ¡Largo, largo! Y tú, Timul, pon en tierra al gurú y deja ir a aquel condenado caballo.
El viejo saurio expiraba en el borde del terraplén, pero sus compañeros acudían para vengarlo y ya habían tomado tierra metiéndose violentamente dentro de las densas plantas.
El semental, sintiéndose libre, dio un gran salto, relinchó fragorosamente y luego partió como una saeta, desapareciendo enseguida.
—¡Qué las diosas Kali y Párvati se lo lleven! —gritó Kammamuri—. ¡He tenido suficiente con aquella bestiucha!
Atravesaron con grandes saltos las primeras líneas de bambú, alcanzaron una palmera tara y se treparon ágilmente, ayudándose los unos a los otros.
Era hora.
Un momento después, quince reptiles se detenían al pie de la planta y desahogaban su malhumor con grandes golpes de cola y con lloros siempre más agudos.
—Vengan a atraparnos ahora —dijo Kammamuri, que se había acomodado sobre una robusta rama junto con el rajput—. No son leopardos como para treparse.
—Y tampoco son elefantes, sahib —dijo Timul—, que puedan derribar el árbol.
—Sin embargo, nuestra situación es todo menos brillante —dijo el rajput—. ¿Cuándo estas codiciosas bestias se decidirán a levantar el asedio? No tenemos víveres y ni siquiera una gota de agua. El maharajá nos creerá ya sobre las montañas, mientras que todavía tenemos mucho que caminar.
—Tres o cuatro días, por lo menos —dijo el maratí.
—¿Seguirán resistiendo aquellos terribles hombres?
—Tú no conoces a los tigres de la Malasia. En cien...
Se interrumpió bruscamente alzando la cabeza y aguzando las orejas.
Un sonoro relincho había resonado a no mucha distancia y enseguida los cocodrilos habían entrado en agitación, abriéndose paso fatigosamente entre toda aquella vegetación.
—¡Es el semental que regresa! —exclamó Kammamuri—. ¿Ya se habrá encariñado con nosotros?
—Lo dudo —respondió el rajput—. Va en busca de su amo.
—No será aquí que lo encuentre.
—Bien lo creo. ¿Lo ve, sahib?
—Levántate un poco, agárrate a la rama superior que está ocupada por Timul y por el gurú.¡Ah, qué extraño caballo!
—¡Ahí está! ¡Ahí está! —gritó en aquel momento el joven buscador de pistas—. Tiene en el cuerpo veinticuatro cateri.
El endemoniado semental regresaba hacia el tara a pequeño galope. Debía estar agotado después de aquellas dos carreras furiosas.
Seguía la orilla izquierda del canal; que había sido desalojada por los cocodrilos, que habían preferido dar caza a los hombres.
Kammamuri esperó a que llegara hasta doscientos cincuenta o trescientos pasos y disparó, apuntándole a la cabeza.
El caballo se detuvo un momento como si hubiera divisado ante sí algún grave peligro, luego se desplomó en tierra, extendiendo las patas traseras en el agua del canal.
Se sobresaltó tres o cuatro veces, mandó un relincho desesperado, intentó levantarse para reanudar la fuga, pero las fuerzas lo traicionaron y volvió a caer agitando desesperadamente la bella cabeza que debía haber sido atravesada por la bala de la carabina.
—He aquí una buena cena para los cocodrilos —dijo el rajput—. Dentro de un cuarto de hora estarán todos alrededor del semental para devorárselo y nosotros podremos descender.
—Calla —dijo el maratí— y escucha.
—Oigo de nuevo la señal del bandido. Entonces aquel bribón se encuentra más cerca de lo que creíamos —dijo el rajput—. ¿Pero dónde se esconde?
—Descubrirlo no será fácil, amigo —respondió el maratí—. Hay demasiadas plantas a lo largo de las orillas del canal; pero para mí es seguro que el bandido casi nos ha alcanzado.
—Como has matado al caballo, mata también al amo. Es él quien guía a los jinetes del rajá.
—Es demasiado astuto como para dejarse atrapar. Son días y días que nos sigue y sin haberse hecho ver nunca, ni de día, ni de noche.
—Sí; debe ser muy astuto —respondió el rajput, y enseguida añadió:
—¡Ah, ah! He aquí los cocodrilos que se mueven. Finalmente se han percatado de que les hemos procurado una cena abundante.
En efecto, los saurios después de haberse reunido y haber tenido en su lenguaje de lloros una especie de consejo, después de haber dado a los cuatro hombres, que se encontraban siempre bien a salvo, una última mirada, comenzaron a dirigirse hacia el lugar donde el semental había caído.
—¡He aquí la libertad pagada con una sola bala! —dijo Kammamuri—. Por cierto, no esperaremos su regreso.
—Tendrán que trabajar un tiempo para devorar al semental —dijo el rajput—. Es cierto que tienen mandíbulas que dan miedo y que están siempre hambrientos, pero...
Un silbido agudo le cortó la palabra.
—¡Un proyectil! —exclamó, arrojándose a lo largo de la gruesa rama.
En aquel momento se oyó la detonación del arma de fuego.
—Un tiro de carabina; ¿verdad, sahib? —preguntó el gigante.
—Sí —respondió Kammamuri.
—Entonces quien ha disparado no puede ser el amo del semental.
—¿Y por qué?
—No tenía mas que pistolas, aquel bandido.
—Pudo haber sido alcanzado por los jinetes del rajá y armado nuevamente por ellos.
—Razón de más para hacernos enseguida a la mar, sahib.
—Escapemos, ya que los señores cocodrilos están ocupados en cenar —dijo Timul, que estando en lo más alto, dominaba las dos orillas del canal—. Se dirigen hacia el caballo.
—¡A tierra! —gritó Kammamuri—. Si no aprovechamos este momento, no nos salvaremos más. Timul, ayuda al gurú.
El rajput fue el primero en abandonar el tara. Empuñaba el talwar y parecía furibundo.
Un cocodrilo se había escondido en medio de los bambúes, renunciando a la cena equina, por la humana.
El gigante, sin esperar al maratí, le cayó encima y se puso a darle sablazos furiosamente en las mandíbulas.
Lloraba el reptil y daba terribles golpes de cola en todas direcciones, con la esperanza de derribar al adversario.
De vez en cuando daba verdaderos saltos, pero Kammamuri ya estaba en tierra.
—¡Déjame a mí ahora, rajput! —gritó el viejo cazador de la jungla negra.
Había recargado precipitadamente la carabina y avanzaba intrépidamente contra el monstruo que vomitaba sangre de las mandíbulas desquiciadas por los terribles golpes del talwar.
A solo cinco pasos de distancia puso un ojo en la mira y disparó.
El saurio, primero pareció no percatarse de haber recibido una bala en el cerebro y continuó debatiéndose furiosamente, intentando arrojarse encima del rajput. Pero de pronto sopló por las narices sangre espumosa y casi enseguida se alargó, sacudido por estremecimientos fuertísimos.
—¡También este se ha ido! —dijo Kammamuri—. Le he plantado una bala casi a quemarropa dentro del cerebrucho. Y ahora corramos.
—Sí, sahib, huyamos enseguida —dijo Timul, que había sido el último en dejar el tara—. He visto jinetes que buscaban vadear un ancho estanque.
—¿Bandidos del rajá?
—Sí, sahib: nos han alcanzado otra vez.
—Afortunadamente estos pantanos están cubiertos por una densa vegetación y los caballos no podrán pasar tan fácilmente —dijo Kammamuri.
Recargó la carabina y luego partió a paso de carrera buscando orientarse. Quería alcanzar a toda costa el gran camino que guiaba a las montañas de Sadiya.
Todos los demás se le habían lanzado detrás, abriéndose impetuosamente el paso entre aquel caos de plantas que se entrelazaban con calamus inmensos, de cien e incluso más metros de longitud.
El rajput no tardó en pasar a la cabeza del pelotón. Su talwar era necesario para abrirse un pasaje, y enseguida se puso a dar sablazos a las plantas con vigor endemoniado, haciendo caer incluso bambúes gruesísimos que impedían el paso.
La jungla sucedía enseguida a los pantanos, la terrible jungla poblada por serpientes monstruosas que trituraban a un hombre en menos de un minuto, cobras de anteojos, tigres, rinocerontes y leopardos.
—¿Podremos guiarnos? —preguntó el rajput, secándose con el dorso de la mano el sudor que le chorreaba de la frente y quebrando furiosamente otro bambú.
—¿No tenemos a Timul, quizá? —respondió el maratí.
—Nunca lo recuerdo.
—Porque charlo poco —dijo el joven buscador de pistas, sonriendo.
—¿Y tú, gurú, sabrías conducirnos? —preguntó el gigante al sacerdote.
—No sé... veremos... Atravesé esta jungla hace muchísimos años.
—No contamos con ese hombre —dijo Kammamuri—. Intentaremos hacerlo nosotros mismos.
—Yo quisiera saber si aquella famosa torre lanza todavía su cima hacia el cielo —dijo el gigante.
—Los tigres no se la habrán comido —respondió el gurú con su usual calma—. No quieren mas que carne, y posiblemente carne humana.
—Lo sabemos mejor que tú.
Se habían detenido, poniéndose a escuchar. A lo lejos se oían los lloros de los cocodrilos, que ya se habían reunido alrededor del semental para hacer un buen festín.
Pero de pronto entre los lloros resonó un altísimo aullido de chacal, aquel grito que mandaba el jinete para llamar a su incomparable cabalgadura.
Kammamuri hizo un gesto de ira y exclamó:
—¡Ah, es demasiado! ¡Aquel hombre busca la muerte y la tendrá!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando se nombra a los marabúes argala —“...feos marabúes argala negros, también llamados ayudantes...”—, en realidad el texto en italiano dice: “...dei brutti marabú neri, degli aiutanti...”, que literalmente sería: “...feos marabúes negros, ayudantes...”. Según el capítulo VI de El brahmán de Assam, sabemos que a los marabúes argala se los llama ayudantes, y por otro lado también explicamos que los “argala” son un tipo de marabú. Así que ajusté la traducción para contemplar ambos datos.

En realidad los cocodrilos nombrados en el capítulo deberían ser gaviales (Gavialis gangeticus).

En este capítulo aparece la palabra “kateri”, que anteriormente siempre había aparecido como “cateri”. Por la expresión utilizada, pareciera tratarse de la misma palabra.

Marabúes argala: Es una especie de ave (Leptoptilos dubius) perteneciente al género de los marabúes. Son carroñeros de gran tamaño y actualmente están en peligro de extinción. “Argala” (y “Hargile” en inglés) deriva de la palabra bengalí “hāṛa gilē”, que significa “traga huesos”.

Nuca: “Nodo del collo”, en el original. No encontré una expresión en castellano que haga referencia a la nuca. La traducción literal del italiano sería “nudo del cuello”.

Hoyadas: “Bassure” en el original, son terrenos bajos que no se descubren hasta estar cerca de ellos.

Escandallado: “Scandagliato” en el original, es sondear, medir la profundidad del mar con el escandallo.

Cateri: “Kateri”, en el original. En el libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829), describiendo demonios y espíritus hindúes, se enumeraban además gigantes o genios malvados, “divididos en cinco tribus”, y “muni” o “cateri”, “cuyas cualidades no son diferentes de las que una vez le dimos a nuestros duendes”. Aparentemente Salgari leyó o recordó mal.

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