lunes, 18 de julio de 2022

XVI. El amo del semental


El bandido debía haber seguido obstinadamente a los fugitivos, arrastrándose como una serpiente a través de la inmensa vegetación del gran pantano, y quizá ahora buscaba recuperar a su semental, ya medio devorado por los codiciosos cocodrilos.
¿Cómo es posible que aquel hombre no estuviera muerto, después del gran salto que había dado y del tiro de carabina de Timul?
—Él cree que su caballo todavía está vivo —dijo el rajput—. ¿Debemos esperarlo?
—Temo que no esté solo —respondió Kammamuri—. Huyamos, huyamos o el maharajá y la rani perderán para siempre el trono.
—¿Pero podremos ir muy lejos, sahib? —dijo el joven buscador de pistas.
—¿Por qué?
—Hace dos días que no comemos y las fuerzas no tardarán en faltarnos.
—Nos abasteceremos más tarde, cuando el peligro haya cesado —respondió el maratí—. Las grandes aves no faltan aquí y encontraremos muchas otras avanzando hacia el norte.
—¿Vamos? —preguntó el rajput poniéndose delante del pelotón.
—Y a todo vapor, amigo. Ábrenos el camino hasta que hayamos encontrado la torre y el gran camino que conduce a las montañas de Sadiya.
—Habrá que trabajar mucho, pero el talwar es buenísimo; tiene un temple extraordinario y quiebra y corta de una vez.
—Entonces vamos: yo velo por todos con la carabina.
Recogieron todas sus fuerzas y volvieron a lanzarse a través de la jungla húmeda.
La vegetación se sucedía a la vegetación, siempre más densa, siempre más gigantesca.
Tara, latania, pipal y nim lanzaban a lo alto sus cimas frondosas, superando en altura a los bambúes, todos conectados entre ellos por montones de plantas parásitas.
De vez en cuando, un gigantesco tamarindo se mezclaba con aquella exuberante vegetación, alzándose majestuosamente.
Las aves huían ante los cuatro hombres, levantándose pesadamente, no encontrando el espacio suficiente como para tomar impulso. Eran verdaderas nubes de cigüeñas y grandes cuervos que subían hacia el cielo, huyendo del aire pestilente de la jungla.
Además de las aves, también huían las serpientes a las que el rajput les echaba el ojo, y que estaba listo para decapitar antes de que lo mordieran.
Abundaban sobre todo las gulabi, llamadas también serpientes rosas porque tienen la piel toda manchada de un vivísimo color coralino.
No faltaban ni siquiera las verdaderas pitones de la India, que se encuentran en gran número en las junglas, espléndidas por sus colores verdes, azulados y amarillentos. Esta serpiente, llamada la pitón atigrada, supera casi siempre los cuatro metros y posee tanta fuerza como para sofocar entre sus anillos a un hombre.
El rajput, por otra parte, no era hombre de impresionarse y continuaba marchando y abatiendo vegetación, para hacer lugar a sus compañeros.
Aquella carrera a través de la jungla duró un par de horas, luego el gigante dijo:
—Estoy agotado, sahib: hace mucho tiempo que no como. Hagamos una parada.
—Y mientras tanto el bandido nos alcanzará, y quizá no solo —respondió Kammamuri—. Las frutas no faltarán.
—Necesito carne, sahib.
—Ve a cortarte un pedazo del semental, cocínalo y devóratelo.
—¡Ah, no, sahib! No tengo ningún deseo de volver a ver a los cocodrilos.
—Y entonces no te quejes.
—Yo pienso, sahib, un poco con el estómago, también. Desde que hemos dejado las grandes cloacas, juntos no hemos tenido mas que mucha hambre.
—Pero sobre las montañas de Sadiya encontraremos millares y millares de carneros, y entonces nos tomaremos una estrepitosa revancha.
—Lo malo, sahib, es que las montañas que nutren a aquellos carneros no se divisan aún. ¿Cuándo podremos llegar allí arriba?
—No sabría decírtelo. Me encuentro perdido y hasta que no hayamos alcanzado el gran camino que conduce hacia oriente, me será imposible orientarme.
—Ni siquiera sabemos realmente dónde se encuentra.
—Remontando siempre al septentrión en algún punto debemos cortarlo.
—Tal vez junto a la famosa torre —dijo Timul con voz irónica—. El gurú nos guiará sin perderse.
—Ah, por mi parte no tengo mucha confianza en el sacerdote —dijo Kammamuri.
—Puedes engañarte, sahib —dijo en aquel momento el viejo guardián de la pagoda—. Comienzo a reconocer estos lugares.
—¡Oh, finalmente! —exclamaron a una voz, Timul, Kammamuri y el rajput.
—Mire aquí —dijo el gurú, que desde hacía un tiempo observaba el terreno—. Yo junto con mi compañero atravesamos esta jungla, que tiene la tierra negra, mientras que las otras tienen tintes de otros colores.
—¿Entonces crees que estás por buen camino? —preguntó el rajput.
—Eso espero.
—¿Y tú estás seguro de conducirnos a aquella torre?
—Estoy seguro. Tiene sesenta metros de altura y se ve desde muy lejos.
—¿Y si hubiera colapsado?
El guró alzó los hombros.
Aunque charlaban, no aminoraban el paso, por temor a ver llegar a sus espaldas, de un momento a otro, a los bandidos del rajá guiados por el amo del semental muerto.
La jungla era siempre muy densa, pero algún gran animal, probablemente un rinoceronte, en ciertos lugares la había hundido, permitiendo así a los fugitivos marchar de vez en cuando con mayor rapidez.
Ya habían ganado otras dos millas, casi sin volver a ver al sol, de tan ahogados que estaban por las plantas, cuando llegaron imprevistamente a la orilla de un canal de aguas amarillentas y bastante tranquilas.
Sobre sus orillas, bandadas de marabúes argala, también llamados ayudantes se desplumaban haciendo un estruendo infernal.
—Va hacia el norte este curso de agua —dijo Kammamuri—. Cortará entonces el gran camino.
—Sahib —dijo el rajput—, quiero hacerte una propuesta.
—¿Cuál?
—Construir una pequeña balsa y atravesar con ella esta inmensa jungla.
—También lo pensaba. Siempre y cuando los bandidos del rajá no nos caigan encima antes de haber construido el flotador...
—Amo —dijo Timul—, dame tu carabina: quiero hacer una corrida. Si hay peligro, mandaré yo también el aullido del chacal, repetido tres veces.
—¡Eres un buen muchacho! —dijo el maratí ofreciéndole el arma.
Mientras tanto, el rajput se había puesto a trabajar ayudado por el gurú. Cortaba bambúes y lianas para poder atar los troncos y construir la balsa. Aún cuando estuviera hambriento, aquel diablo de hombre conservaba siempre su vigor excepcional.
El maratí no tardó en alcanzarlo y una balsa de una decena de metros de largo y cuatro de ancho fue botada antes de que el sol desapareciera.
Apenas había descendido entre aquellas aguas cenagosas, que exhalaban miasmas peligrosos, cuando Timul apareció en la orilla, y pegando un gran salto, cayó sobre el flotador.
—Sahib —dijo—, huyamos enseguida.
—¿Otra vez aquellos condenados bandidos? —preguntó Kammamuri estrechando los dientes.
—Se arrastran a través de la jungla sin hacer ruido, pero yo los he visto.
—¿Cuántos son?
—He contado diez.
—Y los otros eran veinte, y también más.
—Habrán ido a engordar a los cocodrilos —dijo el rajput, cortando el cálamo que servía de guindaleza—. Tanto mejor para nosotros si han disminuído así.
—¿Están lejos, Timul? —preguntó el maratí retomando la carabina.
—Quizá a quinientos pasos.
—¿Siguen el canal?
—Sí, sahib.
—Y los caballos, ¿dónde los han dejado? ¿Habrán muerto todos? ¡Es imposible!
—No he visto ningún corcel. Todos aquellos hombres estaban solos e hilaban lento pero tenazmente a través de la jungla para sorprendernos, manteniéndose a cierta distancia uno del otro. Han descubierto nuestra pista, sahib.
—Veremos si sabrán volverla a encontrar sobre el agua —dijo Kammamuri.
En aquel momento el sol desapareció y la oscuridad cayó rapidísima, porque no hay crepúsculos en la India. Desaparecido el gran astro, enseguida se difunde y envuelve todo.
—¡Fuera! —dijo Kammamuri.
—Ya estamos en viaje —respondió el rajput, que guiaba el flotador con una larguísima pértiga—. Esta balsa hará mucho camino y no...
—¡Todos abajo! —dijo Timul interrumpiéndolo—. Tiéndanse todos.
—¿Vienen?
—Sí, sahib, ya están a poca distancia.
—Cocodrilos no hay, al menos aquí; ¿verdad, rajput?
—No, sahib: no he visto mas que biawak, aquellos feísimos gruñones de agua que dan asco, y que sin embargo, son muy buenos para comer.
—Entonces, metámonos en el agua y guiemos la balsa con nuestras piernas —dijo el maratí—. Aquellos canallas del rajá tienen carabinas y pistolas, y con las armas de fuego es mejor no entrar en contacto. ¡Vamos, dos a derecha y dos a izquierda! Manténganse bien firmes al borde del flotador y si divisan algún cocodrilo, vuelvan a subir enseguida.
—Con esta oscuridad no podremos ver nada —refunfuñó el rajput.
El buen hombre tenía razón. Una densa niebla cargada de miasmas ondeaba sobre las altas cimas de los tara, pipal y mangiferas, abatidas por la brisa nocturna que había comenzado a soplar con mucha violencia.
Los cuatro fugitivos apenas se habían sumergido, cuando oyeron una voz gritar:
—¡Aquí están! ¡Fusílenlos como chacales! ¡Me han matado al semental!
—¡No a todos! —gritó de pronto una voz—. El rajá tiene necesidad de uno de aquellos hombres y nos pagará su peso en plata.
—El rajá está lejos y no se ocupa más de nosotros —reanudó el primero—. ¡Vamos, hagan fuego!
Kammamuri y sus amigos se habían sumergido completamente para volverse invisibles y evitar una granizada de proyectiles.
Excepto que la balsa, que había recorrido doscientos metros, destacaba demasiado bien sobre las aguas amarillentas del río como para no ser divisada.
Pasaron algunos segundos, luego tres tiros de carabina rompieron el silencio de la noche.
¡No tiraban mal aquellos bandidos! Las tres balas se habían clavado entre los bambúes del flotador con siniestras crepitaciones y habían atravesado más de uno.
—¿Estarán muertos? —preguntó una voz rauca—. No veo ningún hombre sobre aquel flotador. Hemos sido magníficamente burlados, y mientras perseguimos aquel montón de cañas, los hombres siguen huyendo.
—Saltemos al agua e intentemos alcanzarla —dijo el amo del semental.
—¿Y los cocodrilos?
—No siempre se encuentran bajo las piernas.
—Y luego, ya la balsa hila e hila y ya no podremos alcanzarla. Aquellos canallas se nos han escapado nuevamente.
Era verdad. El río, después de haber descrito una larga curva, fluía con cierta rapidez, rompiendo y volviendo a romper sus aguas cenagosas contra los márgenes de las dos junglas.
La balsa huía perseguida encarnizadamente por los bandidos del rajá, que quizá dudaban que los cuatro fugitivos hubieran retomado tierra para meterse nuevamente en las junglas.
Corrían como nilgós, siguiendo la orilla izquierda y disparando de vez en cuando un tiro de carabina, pero sin ningún resultado.
—La corriente da señas de aumentar otra vez —dijo Kammamuri surgiendo junto al rajput—. Si no tienen caballos aquí, no nos atrapan más.
—Y luego las bestias de cuatro patas se encontrarían embarazadas entre esta gigantesca vegetación —respondió el gigante.
Otros dos tiros de arma de fuego retumbaron a la distancia de apenas trescientos pasos, y por poco el maratí no fue golpeado por una bala de rebote que le pasó bajo el brazo derecho sin tocarlo.
—Dispara también tú, sahib —dijo el rajput.
—Entonces nos descubrirían y nos pondrían enseguida fuera de combate. Piensa que ellos son once, bien armados y nosotros tenemos una carabina para todos.
—¿Nos atraparán?
—No lo creo. Corren, pero también la corriente corre y nos lleva rápidamente hacia septentrión, hacia el gran camino que conduce a las montañas de Sadiya. Deja que disparen. No conseguirán romper las ligaduras de los calamus y mucho menos los bambúes.
—Sahib —dijo en aquel momento el joven buscador de pistas, que se había encargado de ayudar al gurú—, creo que hay cocodrilos.
—No he oído ningún lloro —respondió Kammamuri—. Tú sabes que siempre gruñen.
—¡Sin embargo, un gran cuerpo me ha chocado! Estaba montado por un marabú.
—Y bajo el marabú se encontraba algún hindú desgraciado que no pudo procurarse los medios para pagar un brahmán o un gurú. ¡Oh, encontraremos otros! Sabes bien que cuando no pueden hacerse bendecir, se hacen arrojar a los ríos, convencidos de que todos desembocan en el Ganges, que sería el encargado de conducir a los pobres diablos al Kailash.
—Aquí hay otro muerto —dijo Timul—, si no es un cocodrilo o un biawak.
—Déjalo correr. No te comerá las piernas. Ve bien que se ha alzado hace un momento, justo delante de la balsa, un marabú argala, que debía haber metido sus garras en el muerto.
—En efecto, hay muchos cadáveres aquí —dijo el rajput reapareciendo—. Aquí hay cinco o seis cabezas humanas que traquetean como calabazas y que no tendrán ni siquiera un pedazo de materia cerebral.
—¿No tienes miedo?
—No, sahib —respondió el gigante—. He atravesado muchas junglas cortadas por ríos llenos de cadáveres.
—¡Cuidado! —dijo el gurú—. Los bandidos nos siguen siempre.
—La balsa ya vuela y se quedarán atrás, detenidos entre las plantas que quizá no podrán atravesar —dijo Kammamuri.
El río describía otra curva, y allí la corriente era incluso más rápida.
Los cuatro hombres, manteniéndose casi enteramente sumergidos, continuaban guiando el flotador, empujándolo hacia la orilla opuesta. Ya no tenían más miedo de los bandidos, habiendo quedado muy lejos en el margen de la jungla.
Sin embargo, por cinco o diez minutos más las carabinas atronaron haciendo un gran estrépito, luego el fuego cesó.
—Estamos fuera de alcance —dijo Kammamuri, izándose rápidamente sobre la balsa—. Ya pueden subir todos.
—Y a tiempo, sahib —dijo el rajput, que lo había imitado enseguida—. No hay solamente muertos y biawak que descienden el río; también hay cocodrilos y por poco no he dejado una de mis piernas en la boca de aquellos repugnantes reptiles.
También el joven buscador de pistas y el gurú se habían extendido sobre la balsa, habiéndose percatado, también ellos, de la presencia de los terribles reptiles.
Kammamuri se había levantado y miraba hacia la orilla recorrida poco antes por los bandidos, temiendo alguna sorpresa.
La oscuridad no se había vuelto tan densa, como para no poder distinguir a un hombre a cincuenta pasos. Observó largo tiempo, escuchó y luego se sobresaltó.
—¡Maldito sea aquel bandido! Nos persigue con su aullido de chacal desentonado.
—Otra vez el amo del semental; ¿verdad, sahib? —dijo el gigante.
—Sí y no debe encontrarse a mucha distancia de nosotros. Si pudiera divisarlo, le daría el fin de su caballo.
—Es demasiado prudente. Siempre nos ha seguido a distancia para no caer en alguna emboscada.
—Quizá lo volvamos a encontrar algún día.
—Espero que no, sahib: la balsa hila como si tuviera un par de velas. Dentro de un cuarto de hora estaremos bien lejos. Gurú, ¿sabes dónde desemboca este río?
—Entre las junglas del septentrión —respondió el sacerdote.
—He aquí una respuesta que podía dar también yo sin haber atravesado nunca estos territorios.
—Soy viejo.
—Ya lo sabemos desde hace mucho tiempo —dijo Kammamuri, estallando en carcajadas—. Te vuelves viejo muy a menudo. Pero si los bandidos de Sindhia te dieran caza, estoy convencido de que escaparías como un axis, olvidando todos tus achaques.
—No sé —respondió el sacerdote que parecía medio atontado.
—Contamos solamente con nuestras fuerzas —dijo Kammamuri—. Cuando hayamos desembocado en las grandes planicies del septentrión, esperemos descubrir la famosa torre. Tenemos extrema necesidad de descanso...
—Y de víveres, sahib —dijo el rajput.
—¿Quieres mi carabina? Mira cuántos marabúes argala pasean sobre las dos orillas.
—¡Oh, nunca, sahib! Aquellas aves comen solamente cadáveres y apestan espantosamente.
—Entonces atrapa un cocodrilo.
—Esperaremos al alba. Mientras tanto, apretaré la faja. Es la tercera vez que trato, de tal modo, de calmar el hambre que me devora.
—Diría que eres un tigre negro.
—Sahib, soy alto y grande.
—¡Tienes razón, pobrecito! El desayuno mañana no nos faltará. Las orillas del río deben ser frecuentadas por cuervos. Ten paciencia hasta el despuntar del sol.
—Me resigno —respondió el pobre gigante con un largo suspiro, mientras se apretaba rabiosamente la ancha faja de seda roja.
Mientras tanto, la balsa continuaba corriendo, pero hacía paradas imprevistas. La corriente, de vez en cuando, parecía perder su energía, como si encontrara debajo de ella grandes obstáculos, o estuviera llena de arena, de restos de cadáveres humanos, de cocodrilos y de residuos de plantas que se pudrían en las orillas, y que infinitas pequeñas torrentes arrastraban hacia ella.
El olor pestilente que se alzaba de aquellas aguas portadoras de venenos y cólera, tomaba por el cuello a los pobres fugitivos y amenazaba con asfixiarlos. Ay si obligados por la sed, hubieran osado tragar un sorbo.
Todos los ríos que atraviesan las junglas están infectados, a causa de la enorme cantidad de cadáveres que son abandonados en sus corrientes, ya que solamente los ricos se toman el lujo de hacerse cremar con gran pompa, mientras que los miserables son arrojados al agua, de vez en cuando todavía agonizantes.
Pero ricos y pobres están seguros de ir al Kailash, apenas sus cenizas y cadáveres hayan alcanzado el sagrado Ganges, el río purificador de todo pecado, según la religión india.
Aquel curso de agua, que la balsa atravesaba, estaba lleno de cadáveres putrefactos que subían del fondo, para ofrecerse como hórrida comida, a los picos gigantescos de los marabúes argala.
Muchas cabezas se balanceaban, chocando unas con otras, con ruidos que hacían estremecerse.
Quizá al norte de Assam alguna grave epidemia había estallado, y centenares y centenares de cadáveres habían sido abandonados a las aguas para que los llevaran hacia el río sagrado.
Una niebla densa revoloteaba sobre aquellas aguas corrompidas, elevándose para volver a caer enseguida, como si algo pesado las atrajera hacia el río.
Grandes gotas caían de vez en cuando sobre la balsa empapando a los fugitivos, que hubieran prescindido con gusto de aquella lluvia que contenía gérmenes de fiebres y enfermedades mortales.
—Me parece estar en el Mangal —dijo Kammamuri, que se había extendido junto al rajput—. También aquel río estaba lleno de cadáveres y marabúes, pero las orillas estaban habitadas por los thugs de Suyodhana, mucho más terribles que los bandidos del rajá.
—¿Y nunca han querido estrangularte? —preguntó el gigante.
—Muchas veces me han arrojado ahora el lazo y ahora el pañuelo de seda negro, pero, como ves, todavía estoy vivo y no tan viejo como el gurú.
—Tú eres un joven guerrero que no tiene miedo ni a diez bandidos.
—Una vez sí, pero ahora todos hemos envejecido: el maharajá, el Tigre de la Malasia, mi amo Tremal-Naik. Sin embargo, si estamos juntos, todavía somos capaces de conquistar reinos e imperios.
—No lo dudo: he visto las pruebas. Son gente que no teme a la muerte.
—¡Calla!
—¿Qué es ahora?
—¿Lo creerías? He oído otra vez el aullido del chacal.
—Yo no he oído nada, sahib. ¿Aquel bandido perro realmente quiere hacerse con nuestras pieles?
—Sin embargo, estoy seguro de no haberme engañado.
—¿Será el alma del semental?
El maratí alzó los hombros.
—Cuando una bestia cae, va a engordar la jungla y todo termina ahí.
—¿Y tú has oído, Timul?
—Sí, también lo he oído —dijo el joven buscador de pistas, levantándose—. Era el aullido del chacal falso que ya conocemos.
El rajput estrechó los puños.
—¿Es que no se puede matar a aquel perro sarnoso? Se acerca demasiado.
—¿Y estará solo? —preguntó Timul.
—¿Quién sabe? No obstante, no creo que todos los bandidos hayan podido seguirlo. Un hombre se puede deslizar a través de la densa jungla: diez no, ya que no tardarían en perderse entre la gran vegetación.
—Yo conozco estos lugares —dijo en aquel momento el gurú.
—¿Se ha despertado tu memoria? —preguntó Kammamuri.
—Yo he recorrido este río.
—¿Sobre qué?
—En un donga.
—En un árbol excavado; ¿verdad?
—Sí, sahib.
—Entonces iremos a terminar a algún lugar. Esperemos que tu memoria se despierte otra vez.
—Este río va a romperse contra la torre mogola.
—¿Estás seguro?
—Ahora sí, sahib.
—¿Lo crees, rajput?
—¡Uf! —dijo el gigante.
En aquel instante la balsa sufrió una sacudida violentísima, que mandó patas arriba a los cuatro fugitivos.
—¿Hemos naufragado? —preguntó el maratí brincando rápidamente en pie y precipitándose hacia el largo remo que funcionaba como timón.
—No, sahib —dijo Timul—. Solamente hemos chocado contra una pila de esqueletos humanos; pero la balsa gira y pasará.
—Sobre la orilla hay una sombra que corre como un ciervo —dijo el rajput, aferrando la carabina del maratí—. Debe ser el bandido que montaba el caballo loco. Ahora yo trataré de mandarlo al otro mundo.
Había apuntado rápidamente el arma, mientras la balsa, tomada por un violentísimo remolino, se había puesto a girar sobre sí misma como un trompo.
—¡Dispara entonces! —gritó Kammamuri viendo que el gigante parecía vacilar.
—No puedo ponerlo en la mira un solo momento, sahib —respondió el gigante—. Esta balsa salta como una cabra del Tíbet.
—¿Lo ves?
—Sé donde se ha escondido. Se ha metido bajo aquel matorral de mangiferas que llega hasta el río. Espera un momento, sahib: no soy un mal tirador, como sabes.
De pronto, mientras la balsa, habiendo salido del remolino, reanudaba la carrera, dos destellos relampaguearon sobre la orilla opuesta seguidos de dos detonaciones.
—Pistolas —dijo Kammamuri, sin tomarse la molestia de arrojarse sobre el flanco de la balsa—. No llegan aquellas balas.
—Pero llegará la de tu carabina, sahib.
Hizo fuego en dirección del matorral de mangiferas y un grito desgarrador laceró el silencio que reinaba en aquel momento sobre el río: era el grito de un hombre que había tenido lo suyo.
—¡Tomado! —aulló el rajput, con voz triunfal—. Era hora de que él también se fuera. Irá a hacerle compañía al semental.
—Despacio, amigo —dijo Kammamuri—. Puedes haberlo herido solamente.
—Y entonces algún tigre o algún cocodrilo lo devorará.
—Si sus compañeros no llegan a tiempo para recogerlo y salvarlo.
—¿Quieres, sahib, que empujemos la balsa hacia la orilla? Me oprime saber si aquel bandido está precisamente muerto.
El maratí estaba por responder, cuando la balsa, que desde hacía algunos minutos procedía rapidísima, se puso a balancearse espantosamente.
—¡Eh, Timul! —gritó el rajput.
Fue el gurú el que respondió:
—¡La catarata!
—¿Y no nos has advertido antes, sacerdote? —gritó Kammamuri estrechando los puños—. ¡Nos ahogaremos todos!
—No sahib, porque también el donga la pasó sin destrozarse —respondió el gurú—. Ni mi compañero ni yo fuimos a engordar a los cocodrilos.
—¿Entonces podremos bajarla?
—Más fácilmente de lo que crees. Es una cascada escalonada, con anchas aperturas que permitirán a la balsa continuar su carrera sin estrellarse. Tengan cuidado solamente con la dirección. Hay rocas.
Luego, después de un breve instante de silencio añadió:
—Dentro de poco la torre estará a la vista.
—¡A los remos, a los remos! —gritó Kammamuri.
—¡Bandidos! —gritó una voz que partía del grupo de mangiferas—. ¡El rajá me vengará!
—¿Has sido herido? ¿Podemos mandarte un médico? —aulló el rajput, que había recargado la carabina—. No tienes mas que mostrarte.
—¡Qué Shivá los maldiga, perros rabiosos! ¡Me han matado el caballo del Gran Mogol y ahora también me han herido a mí! ¡El rajá les sacará la piel!
—¡Sindhia está lejos! —gritó Kammamuri—. No le tememos más. Dentro de algunas horas estaremos a salvo.
—¡Qué la catarata les parta la balsa y los arroje a la boca de los cocodrilos...!
—Gracias: nos cuidaremos de aquellos glotones. Amo del caballo, buenas noches y cuídate de los tigres que son más peligrosos que los reptiles de agua.
—¡Ah, eres tú el hombre que se llama Kammamuri y que el rajá pagaría su peso en oro!
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el maratí.
—Los he seguido siempre y he oído sus charlas.
—Y ahora no oirás nada más —aulló el rajput.
Había apuntado nuevamente la carabina y había hecho fuego dentro del matorral de mangiferas.
Ningún grito siguió a la detonación. ¿El amo del semental había sido fulminado, o había creído oportuno fingirse muerto?
Mientras tanto, la balsa aceleraba la carrera. El río, que pocas horas antes tenía frecuentes paradas, avanzaba impetuosamente, como si no hubiera más arena, ni esqueletos humanos, ni detritus vegetales.
Verdaderas oleadas se formaban y retumbaban siniestramente alrededor del flotador sobrepasándolo de vez en cuando.
Kammamuri y sus compañeros habían empuñado los largos bambúes y apuntaban fuerte en el fondo del curso de agua.
Un estruendo infernal subía del septentrión. Era la catarata que mugía y que se precipitaba a través de las rocas con gran ímpetu, lanzando a lo alto salpicaduras de espuma fosforescente.
—Gurú —dijo Kammamuri—, ¿no nos iremos todos al fondo?
—No, sahib, pasaremos.
—¿Y luego descubriremos la torre?
—Sí, sí, la torre mogola.
—Entonces tentemos a la suerte. Las orillas son demasiado boscosas y luego, no sería prudente desembarcar en los márgenes de la jungla, que pueden ser frecuentados por los comedores de hombres.
Una verdadera lluvia caía sobre la balsa. La catarata salpicaba muy alto con estruendos impresionantes, pulverizando el agua repugnante del río colérico.
—¡Manténganse firmes! —gritó Kammamuri—. No abandonen las pértigas. Si naufragamos, nos servirán todavía.
—Parece que hay un gran salto de agua —dijo el rajput, que por su cuenta habría preferido encontrarse en medio de la jungla, quizá también poblada de bestias feroces.
En aquel momento la balsa se enarboló, osciló espantosamente, luego se precipitó a través de una serie de rápidos, sobre los que el agua rompía furiosamente.
Los cuatro hombres se habían reunido en el centro para no ser llevados por las oleadas que se sucedían sin pausa con las crestas erizadas de espuma fosforescente.
Se mantenían agarrados para poder resistir mejor. El rajput solo manejaba a popa la larga pértiga que funcionaba como timón.
Aquella carrera rapidísima duró un cuarto de hora, luego la balsa, habiendo huído milagrosamente a las rompientes, descendió a una amplia cuenca, una especie de estanque alimentado por las aguas hediondas del río.
—¡Estamos a salvo! —gritó el gurú—. La torre se alza sobre la orilla izquierda, en medio del monte. ¡Ahora recuerdo todo!
—¡Finalmente! —exclamó Kammamuri—. Tu memoria no se ha fosilizado completamente.
—Yo veo... —dijo en aquel momento el rajput.
—¿Qué cosa?
—Cocodrilos que parecen impacientes por montar al abordaje, y luego la famosa torre.
—¿La has visto?
—Sí, sahib.
—Entonces empujemos la balsa hacia la orilla y escapemos antes de que los reptiles nos saquen las piernas.
Todos habían tomado las largas pértigas y apuntaban, cortando diagonalmente la corriente. Pero de vez en cuando estaban obligados a pegar a diestra y siniestra, porque el estanque estaba lleno de cocodrilos.
Con un último esfuerzo metieron la proa de la balsa entre las plantas acuáticas que cubrían la orilla y huyeron.
Huyeron a tiempo. Los cocodrilos habían montado al asalto y mandaban sobre el flotador, llorando rabiosamente.
—¡Fuera, a la carrera! —gritó Kammamuri—. Dejémoslos amos de la balsa. Veremos que saben hacer aquellas bestias estúpidas.
Todos se lanzaron en la jungla inmensa, corriendo a lo loco, impacientes por llegar a la torre mogola.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Salgari nombra a los marabúes argala, como ayudantes, vale la misma aclaración que en el capítulo anterior, ya que los trata como 2 especies de aves diferentes.

Posteriormente, cuando Kammamuri le dice al rajput que mire cuántos marabúes argala hay en las orillas, en el original los nombra como 2 aves diferentes, así que lo ajusté. Lo mismo más adelante, cuando describe la costumbre de arrojar los cadáveres.

Latania: Género con tres especies de plantas con flores perteneciente a la familia de las palmeras.

Pipal: Uno de los nombres con que se conoce al “Ficus religiosa”. Otros nombres dados son: “higuera de las pagodas”, “higuera sagrada”, “árbol bo”, etc.

Nim: Nombre común del árbol “Azadirachta indica”, perteneciente a la familia Meliaceae originario de la India y de Myanmar. Puede alcanzar de 15 a 20 metros de altura y posee follaje abundante todo el año. Su tronco es corto y recto y puede alcanzar 120 cm de diámetro.

Pitones de la India: “Boa indiani” en el original, es el nombre común de la Python molurus, que puede alcanzar una longitud de 6 m y 95 kg de peso. No es venenosa, mata por constricción.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto 2 mi, equivalen a 3,22 km.

Cálamo: Tallo herbáceo cilíndrico y liso, sin nudos ni hojas.

Guindaleza: “Gomena” en el original, en marina son cabos de 12 a 25 cm de mena (circunferencia), de tres o cuatro cordones corchados de derecha a izquierda y de 167 o más metros de largo, que se usan a bordo y en tierra.

Biawak: “Bewak”, en el original, es el nombre malayo e indonesio con el que se conoce a los varanos. Por la descripción de Salgari, seguramente se trate del varano acuático (Varanus salvator), llamado “biawak air”. Después del dragón de Komodo es el más grande, llegando a medir 3 m de longitud, aunque normalmente mide 2,5 m y pesa 20 kg.

Kailash: “Kailasson” en el original, es un monte que forma parte de los Himalayas, en Tíbet. Según la mitología hindú, Shivá reside en la cumbre de este monte y en algunos credos es considerado el paraíso y último destino de las almas.

Axis: “Ascis” en el original, seguramente hace referencia al “Axis axis”, comúnmente llamado “axis”, “chital” o “ciervo moteado”. Habita en Asia y posee, durante toda su vida, manchas blancas en su piel marrón. Alcanza 1,20 y 1,50 m de longitud y un peso de entre 70 y 90 kg.

Mangal: Hace referencia al río Raimangal que desemboca en el golfo de Bengala. No encontré documentos donde se lo llamara así, pero no lo modifiqué para diferenciarlo de la supuesta isla de Rajmangal.

Donga: “Gonga” en el original, es un cayuco —embarcación india de una pieza, más pequeña que la canoa, con el fondo plano y sin quilla, que se gobierna y mueve con el canalete— hecho con el tronco de una palmera.

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