miércoles, 3 de agosto de 2022

XVII. El asalto a la torre


Como habíamos dicho, el rajput había divisado la torre, pero se encontraba en la imposibilidad de guiar a los compañeros a causa de la oscuridad y sobre todo de los obstáculos que se presentaban a cada instante, obligándolo a desviarse.
Bambúes enormes crecían densos densos, de diez e incluso doce metros de altura, todos envueltos de calamus, que no cedían bajo ningún empujón, y que el pobre gigante estaba obligado a cortar para abrir paso a sus compañeros, teniendo él solo el talwar.
Había también tamarindos que crecían junto con los palash, árboles gigantescos que en Assam cubren grandes trechos del país, plantas espléndidas, de tronco nudoso, coronado en lo alto por un denso pabellón de hojas aterciopeladas de un verde azulado que se sostienen a duras penas en inmensos racimos flameantes, que luego son secados y conservados para las grandes fiestas.
Por veinte minutos el rajput batalló rabiosamente contra las plantas parásitas que se arrastraban casi hasta la tierra, luego mandó un grito de alegría:
—¡La torre...!
—Y los cocodrilos a las espaldas, si no me engaño —dijo Timul—. Han seguido nuestra pista y buscan alcanzarnos.
—Son demasiado perezosos —dijo Kammamuri—. Fuera del agua no valen nada.
—No diga así, sahib: ¡ha visto cómo nos han atacado también sobre tierra!
—Allí el terreno se prestaba, pero aquí no se presta en absoluto para aquellos bribones. No podrían ir muy lejos.
Mientras tanto, el rajput había destripado con grandes golpes de talwar una verdadera muralla vegetal y había abierto un pasaje.
Detrás de aquellos árboles había divisado la torre y se afanaba por llegar. El pobre hombre no podía más, también porque estaba hambriento.
Desgarrando siempre, finalmente fue a meterse en medio de un bosque de mahuwa, los árboles que dan productos tan valiosos como los cocos.
Son plantas bellísimas, con el tronco derecho y de circunferencia considerable y llevan ramas dispuestas regularmente y levantadas a modo de candelabros.
Crecen sin ningún cultivo, se encuentran tanto en las junglas húmedas como en las secas, y es una verdadera fortuna para quien las descubre.
No dan realmente fruta, sino inmensas cantidades de flores dispuestas en grupos densísimos, de forma redonda, con la corola amarillo pálida, flores gordas, que los indios llaman el maná de las junglas, y que son bastante azucaradas y por eso muy nutritivas.
Comidas frescas, tienen un sabor muy agradable, pero desprenden un olor a musgo que no gusta a todos.
Los indios hacen grandes cosechas de aquellas flores; las secan sobre cañizos de mimbre de modo que pierdan el olor a caimán, luego las muelen y hacen panes, que son mucho mejores que los que se obtienen del sagú de las regiones malayas.
También se hacen fermentar, y entonces regalan al pobre paria, además del pan, un aguardiente excelente, que puede competir con los mejores güisquis que Inglaterra importa.
—¡Tendremos que comer! —aulló el rajput—. ¡Ah, las flores perfumadas y carnosas! Estas plantas están cargadas y nos mantendrán por semanas.
—¡Al interior de la torre! —ordenó en aquel momento Kammamuri—. ¿No ves que hemos llegado ante la famosa construcción prometida por el gurú?
El rajput alzó los ojos y vio una especie de campanario, coronado por una gran cúpula de metal dorado.
—Shivá nos guía —dijo—. ¿Verdad, gurú?
—Ciertamente —respondió el sacerdote, que recogía flores a dos manos y se las metía en la boca, cuidándose poco del gusto un poco agrio del musgo.
—¿Estará abierta la puerta?
—Yo no la cerré.
—Despacio, amigos —dijo Kammamuri—. Los tigres y los leopardos, si encuentran un refugio de mampostería, se meten dentro y plantan familia.
—Es verdad —dijo Timul.
—Recojan flores, mientras el rajput y yo vamos a ver si finalmente podemos descansar.
Atravesaron el matorral y llegaron bajo la torre, que parecía más bien un alminar.
Quizá en algún momento, en aquellos alrededores algunos mogoles habían construido aldeas, pero luego el cólera los había exterminado o puesto en fuga.
—La torre es sólida —dijo Kammamuri—. Incluso si los bandidos vinieran a atacarnos, podremos resistir largo tiempo. Los mogoles construían bastante mejor que nosotros los indios. ¡Ah...! ¡Veo la puerta!
—¿Está abierta? —preguntó el rajput empuñando el talwar.
—Nadie se ha ocupado en cerrarla, y quién sabe desde hace cuántos años.
—¿Habrá bestias feroces en la planta baja?
—No me extrañaría.
—¡Y no tener ni siquiera un pedazo de vela!
—Nos arreglaremos.
El maratí embrazó la carabina, subió los tres escalones un poco arruinados por el tiempo y avanzó resueltamente gritando tres veces:
—¡Quién va ahí!
Cuatro o cinco lobos indios, que dormitaban tranquilamente en el primer piso de la torre, habiéndose despertado sobresaltados, se lanzaron afuera, gimoteando y gruñendo.
No siendo en absoluto peligrosos, cuando se encuentran pocos, el maratí perdonó la carga.
—Ahora podemos subir —dijo—. ¡Gurú!
El sacerdote que avanzaba con Timul, ambos cargados de flores comestibles, estuvo listo para responder:
—Aquí estoy, sahib.
—¿La escalera estará en buen estado?
—Hace veinte años lo estaba.
—¡Por Shivá! Me temo que se arruine bajo los pies.
—¡No, sahib! Los mogoles construían sólidamente. Hay aquí una gran puerta de bronce con tres barras de hierro. Atrincherémonos antes de que lleguen los bandidos del rajá.
—Te ocuparás tú, ya que otras veces has abierto y cerrado esta puerta. Vamos, rajput, y cuidado donde pones los pies. Algunos escalones podrían faltarte debajo.
—Soy demasiado pesado, sahib, como para intentar el experimento —respondió el gigante—. ¡Si al menos tuviéramos una lámpara...!
—Tienes razón: pasará en primera línea Timul, que es el más delgado de todos.
—Déjeme a mí, sahib —dijo el gurú—. Esta escalera la recuerdo, y yo también veo de noche.
—¿Serás un lejano pariente del cazador de ratas de las cloacas de la capital? Tampoco aquel tenía necesidad de lámparas.
El gurú refunfuñó algo, atravesó la planta baja de la torre, que apestaba horriblemente por los huesos allí dejados por los lobos y se metió en la escalera que subía en caracol.
Veinte o treinta enormes murciélagos lo embistieron alborotando y desaparecieron a través de la puerta que Timul estaba por cerrar ayudado por el rajput.
—Los escalones todavía están en óptimo estado —dijo el gurú—. Llegaremos felizmente a la cúpula.
—¿Desde allá arriba dominaremos un gran trecho del país?
—Toda la jungla. Si hay bandidos, los descubriremos enseguida.
Había vuelto a subir lentamente, tanteando los escalones con las manos a medida que avanzaba, para sentir si se movían.
Una humedad intensa reinaba dentro de la torre y se oía el agua fluir y murmurar a lo largo de las paredes. Una niebla pestilente entraba a través de las estrechas pero numerosas aspilleras.
Después de un cuarto de hora el gurú y Kammamuri llegaron felizmente bajo la cúpula, que formaba una cómoda y pequeña habitación.
También allí arriba había olor a moho y humedad.
El maratí se asomó a la balaustrada de hierro, que rodeaba la cúpula, pero no pudo distinguir nada.
Una niebla pestilente ondeaba sobre las junglas, empujándose bastante a lo alto y disolviéndose poco a poco en lluvia.
—No veo nada —dijo—. Oigo solamente el retumbar de los rápidos.
En aquel momento la puerta de bronce fue cerrada con gran estrépito y poco después también Timul y el rajput, cargados de mahuwa, llegaron bajo la cúpula.
—Ah, sahib —dijo el gigante—, me siento morir. Soy demasiado grande y tengo, para mi desgracia, tripas muy anchas para llenar.
—Come: estas flores son buenas.
—Habría preferido, sahib, una docena de chuletas de nilgó.
—Las comerás más tarde. Por ahora conténtate con estas.
Todos se habían arrojado sobre aquellas flores preciosas y las devoraban con avidez.
Hacía casi tres días que los desgraciados no habían hecho mas que correr de jungla en jungla y sin tocar comida.
El gigante rumiaba como un toro, haciendo desaparecer muy pronto aquellas deliciosas flores dentro de su amplio cuerpazo.
—Sahib —dijo finalmente a Kammamuri—, creo que ahora estoy bien relleno. Dormiré veinticuatro horas seguidas.
—¿Y no piensas en los bandidos de Sindhia? ¿Tú crees que nos han abandonado? Jamás. Quieren saber dónde el maharajá ha escondido sus tesoros y harán de todo para capturarnos.
—La torre es sólida.
—Pero no tenemos mas que una sola carabina.
—Tú, sahib, eres un famoso tirador y arrojarás a tierra a un buen número. ¿Y el camino que conduce a las montañas está lejos? Responde tú, gurú, que has visitado otras veces estas junglas.
—Mañana, cuando el sol haya surgido, lo veremos —respondió el sacerdote—. Desde la cúpula se puede divisar.
—¿Y cuántos días deberemos emplear para llegar allá arriba sobre las montañas de Sadiya? —preguntó el rajput.
—Tres o cuatro días —respondió Kammamuri—. Por otra parte, me asombra que los montañeses no hayan descendido con la rani.
—¿Resistirá el maharajá?
—Espero —respondió el maratí—. Cuando encontremos a los montañeses, que ya deben haber descendido al llano, nos lanzaremos a través de los campamentos de Sindhia, y lo devolveremos a Calcuta, a una casa de locos, con un abundante salario.
—Entonces podemos dormir —dijo el rajput—. El sol no surgirá antes de seis o siete horas, y con esta niebla los bandidos no osarán acercarse a la torre.
Se tendieron en tierra y no tardaron en roncar.
El rajput hacía tal alboroto, de hacer casi temblar las paredes de la torre. Parecía tener en el cuerpo veinte trompos girando furiosamente.
La noche transcurrió tranquila, sin ninguna alarma.
Kammamuri, siempre madrugador, fue el primero en despertarse y asomarse a la balaustrada de la cúpula.
El sol luchaba penosamente contra las nieblas grasientas que cubrían las junglas, y que un viento bastante frío, que debía descender de las montañas de Sadiya, continuaba condensando especialmente por encima de los canales. Una humedad inmensa reinaba en toda la región.
—Tomará un poco de tiempo antes de que el sol disuelva estas nieblas pestilentes —dijo Kammamuri—. Suficiente: mientras tanto estamos a salvo. Las aspilleras son tan estrechas, que un hombre no puede pasar por muy delgado que sea, y la puerta es de bronce y sólida.
—¡Solidísima! —dijo una voz detrás suyo.
El rajput se había despertado y lo había alcanzado sobre la veranda, chupando ávidamente flores comestibles.
—¿Tiene barrotes?
—Sí, tres, sahib, y todos gruesísimos. Los bandidos no conseguirán entrar, si no tienen bombas, lo cual es imposible.
—Nos asediarán.
—¡Puede ser! Y, sin embargo, será bueno ir a recolectar mahuwa para no sufrir hambre otra vez.
Llamó al gurú y al joven buscador de pistas, y los tres descendieron a prisa, temiendo llegar demasiado tarde a las plantas preciosas, ya que estaban más que convencidos de que los bandidos del rajá no habían renunciado a perseguirlos.
Mientras tanto, Kammamuri, desde lo alto exploraba los alrededores de la torre, todos cubiertos de grandes plantas y también de bambú tulda, los más gruesos de la especie.
El sol comenzaba a abrirse paso, lanzando a través de las nieblas miríadas de rayos incandescentes, agujereándolas ahora por una parte y ahora por la otra.
Finalmente una ráfaga más fuerte se llevó a aquel montón de vapores pestilentes, echándolos hacia el poniente, y las junglas aparecieron iluminadas por el astro diurno.
—¡Ah, ah! —barboteó el maratí—. ¡Cuánta obstinación! Al rajá le oprimen las riquezas del señor Yanez y de la rani, pero dudo mucho que pueda encontrar el lugar donde han sido sepultadas. Es cierto que aquellos canallas podrían someternos a alguna espantosa tortura para hacernos confesar; pero todavía no estamos en sus manos.
Había fijado la mirada sobre los rápidos y había divisado enseguida a una veintena de jinetes. Durante la noche debían haber atravesado el río y ahora avanzaban lentamente por la orilla izquierda, en dirección a la torre.
Estaban sucios de barro, macilentos, andrajosos, y mucha hambre debían haber sufrido también ellos durante aquella larga carrera a través de las regiones desiertas, pobladas solamente de bestias feroces.
—Deben estar agotados —dijo Kammamuri que continuaba siguiéndolos con la mirada—. No son más los guerreros que nos daban caza hace cuatro o cinco días.
La puerta de bronce en aquel momento por segunda vez se cerró con gran barullo, y el rajput y sus dos compañeros aparecieron cargados de ramos ricos en flores.
—Amigos —dijo Kammamuri—, debo darles una mala noticia. Los bandidos han descubierto nuestro refugio y vienen aquí.
—¡Ah, los condenados chacales! —exclamó el rajput—. ¡Y no tener mas que una sola carabina...! ¿Conseguirán atraparnos, sahib?
—Ellos son veinte mientras que nosotros somos cuatro y con una sola boca de fuego —respondió Kammamuri sacudiendo la cabeza—. No sé cómo terminará esta aventura que dura ya demasiados días.
—¿Verdaderamente cree que nos han descubierto?
—Sí —dijo Timul, el joven buscador de pistas—. A pesar de que hemos atravesado los rápidos, ellos deben haber descubierto nuestras huellas. Y se percatarán enseguida de que estamos aquí.
—¿Por qué? —preguntó Kammamuri.
—Visitarán el matorral de las flores dulces y encontrarán hojas y ramas cortadas.
—Hemos cometido una imprudencia, pero teníamos hambre; ¿verdad, rajput?
—¡Mucha hambre! —dijo el gigante—. Creo haber bajado diez o quince kilogramos.
—Terminada la guerra, comerás las chuletas de nilgó y de axis que quieras.
—¿Y cuándo terminará?
—Todo depende de los montañeses de Sadiya. Yo creo que ya están en viaje con la rani y quizá con Soarez, el pequeño hijo del maharajá. No tienen miedo aquellos hombres de los bandidos de Sindhia.
—Tardan un poco, me parece —dijo el rajput—. Ya deberían estar aquí.
—Los caminos son ásperos y las montañas pésimas, y es necesario tiempo para reunir a los guerreros dispersos por los valles. Yo no dudo en verlos llegar, y más pronto de lo que crees. Son fieles a la rani y también al maharajá, mientras que odian a Sindhia—. Había bajado bruscamente, retirándose bajo la cúpula. El rajput y Timul lo habían imitado.
—No nos hagamos ver —dijo el maratí—. Tienen demasiadas carabinas. Que nadie más se muestre sobre la veranda.
—Sabrán igualmente que nosotros estamos aquí, sahib —dijo Timul.
—Yo también lo creo, y...
Se había interrumpido y contaba:
—...quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte... ¡Pero antes no eran veinte...! —dijo—. ¡Ah, perro! ¡Todavía no está muerto! Aquel hombre debe tener el alma atascada.
—¿De quién habla, sahib? —preguntó el rajput.
—A los veinte bandidos se les ha unido el amo del semental y los guía, aún cuando me parece herido.
—¿Monta otro caballo?
—¡Sí, un caballo que no es capaz de recorrer dos leguas y trotando muy despacio! —respondió el maratí—. Todas aquellas bestias no están menos agotadas que sus amos. Vengan a ver a aquellos canallas.
Se arrojaron a tierra y asomaron las cabezas a través de la balaustrada, que era bastante amplia y en hierro forjado.
—¿Los ven? —preguntó el maratí, que atormentaba el grillete de la carabina mientras apuntaba al amo del semental.
—Sí, y avanzan seguros de atraparnos, sahib —respondió el gigante—. Quizá hemos hecho mal en refugiarnos aquí; pero por otra parte no podíamos tenernos más en pie. Aquellos bandidos tienen caballos, aunque también están demacrados; en cambio nosotros no teníamos más fuerzas como para escapar a esta feroz persecución.
—Espera un poco —dijo Kammamuri.
Abrió la pequeña alforja que contenía las municiones y se puso a contar atentamente.
—Sesenta y dos balas, todavía —dijo—. Abatiré a toda aquella caballería antes de que llegue bajo la torre. Se dispara bien desde lo alto, sobre todo cuando no hemos sido vistos... ¡Ah, el amo del semental! La primera bala será para ti. He matado a tu caballo loco y te mataré de una buena vez también a ti. Has vivido bastante y los tigres de las junglas no sé cómo te han perdonado. ¡Ahora basta!
—Esperemos, sahib —dijo el rajput.
—¿No ves que se mueven hacia nuestra torre y sin desviarse?
—Pero sí, nos han descubierto —dijo Timul—. Siguiendo las huellas, dentro de poco llegarán aquí. ¡Ah...!
—¿Qué tienes? —preguntó Kammamuri.
—Nosotros no estamos en absoluto seguros aquí dentro, sahib.
—¿Y por qué?
—Porque toda la torre está envuelta en grandes calamus que se han impulsado hasta la cúpula. ¿No ve aquellas dos ramas oscilar sobre nuestras cabezas?
—No había pensado en este peligro, pero por el momento dejemos en paz a las plantas parásitas. Cuando los bandidos intenten la escalada, se encargará el rajput de precipitarlos al vacío.
—Mi talwar está siempre afiladísimo —dijo el gigante—. Con pocos golpes cortaré toda esta vegetación, que habría podido quedarse abajo sin agarrarse a la torre. Los árboles no faltan en la floresta para las plantas parásitas.
—Esperemos —dijo Timul.
—No tanto, amigo —dijo el maratí, cuya frente se había ofuscado—. Quiero desmontar al amo del semental antes de que llegue aquí.
Se había escondido detrás de una pequeña columna de la veranda y espiaba atentamente a los bandidos, listo para hacer fuego.
Los jinetes procedían con infinitas precauciones, quizá también porque sus caballos no debían sostenerse más después de tantas carreras furiosas a través de los terrenos fangosos.
Ahora aparecían en algún claro, ahora desaparecían bajo las plantas, pero ninguno de los asediados ya dudaba de tener que hacer nuevamente frente a aquellos canallas.
Kammamuri continuaba espiando, pero sus amigos se habían arrojado a tierra, por temor de alguna descarga imprevista.
Pasaron algunos minutos. Se oía a los caballos relinchar y bufar y a los bandidos hablar en voz alta, pero el monte protegía a unos y otros, porque los mahuwa se estrechaban en torno a la base de la torre.
De pronto una voz rauca, casi sin aliento, gritó:
—Es inútil que se escondan. Sabemos dónde se encuentran y dentro de poco los atraparemos.
—¿Quién te lo dijo? —preguntó el maratí, que se mantenía siempre escondido prudentemente detrás de la columna.
—Yo.
—¿Serás tú el amo del semental?
—Y vengo a vengar aquella bestia incomparable.
—La torre es sólida como una roca y no conseguirán nunca hundir la puerta de bronce.
—¡Los atraparemos con el hambre! —respondió el bandido.
—Y nosotros nos dejaremos morir, porque sabemos que Sindhia no nos perdonaría. Así no sabrá nada de los tesoros de la rani y del maharajá.
—El rajá no es tan malo como crees y no te sacaría la piel.
—¡Uf! ¡No me fío de aquel bribón!
—¡Basta! ¿Se rendirán?
—¿A quién se lo dices?
—A ustedes.
—Nosotros, mi buen bandido, somos personas que venden a un precio muy caro su vida. ¿Nosotros rendirnos? ¡Estás loco!
—¡Entonces toma esto!
Resonó un tiro de carabina, y una bala atravesó la cúpula de cobre dorado.
—¡Ahora toma esto tú! —gritó Kammamuri.
El maratí hizo fuego a su vez, manteniéndose siempre reparado detrás de la columnita.
El bandido que guiaba a la tropa estaba por recargar la carabina, cuando la bala del maratí lo alcanzó.
Y estando todavía sobre la silla de montar, se agarró al cuello del caballo para no caer, luego mandó aquel grito de chacal agotado que servía de llamada para el semental.
Sus compañeros se habían apresurado en acudir, pero demasiado tarde. El maratí, como había matado al semental, había matado también al amo de aquel.
El bandido, golpeado por la infalible bala del viejo cazador de la jungla negra, se había desplomado pesadamente al suelo.
—¡Buen tiro! —dijo el rajput, que espiaba a los jinetes tendido sobre la veranda—. Tú, sahib matarás a todos aquellos hombres.
—Será un poco difícil, amigo —respondió Kammamuri—. He aquí que ya han desaparecido dentro del matorral de mahuwa y el follajes es tan denso, que no se pueden divisar.
—¿Estarán verdaderamente convencidos de atraparnos?
—Lo dudo.
—¿Y si mandaran a alguno a buscar ayuda?
—Estaría obligado a atravesar el río y no se me escaparía.
—Quizá lo intenten de noche.
—Sus caballos están demasiado débiles como para volverlos a conducir hasta los campamentos de Sindhia.
—¿Y entonces nos asediarán?
—Ciertamente. Intentarán atraparnos con hambre.
El rostro del rajput se oscureció.
—¿Deberemos apretarnos otra vez las fajas? Nosotros tenemos víveres para un par de días, pero haciendo mucha economía.
—Intentaremos hacerlos durar tres.
El bravo rajput, siempre lidiando con el hambre, mandó un largo suspiro y se golpeó el vientre que debía estar vacío.
—Si Shivá ha escrito en su gran libro que debo morir completamente vacío, me adaptaré. Soy un guerrero y la muerte no me da miedo. Pero preferiría salir de esta torre y hacerme matar por aquellos bandidos.
—¡En absoluto! —respondió el maratí—. Yo estoy muy bien aquí y por cierto, no iré a atacar a veinte hombres, veinte desesperados, decididos a todo con tal de atraparnos. Prefiero permanecer aquí.
—¿A esperar qué?
—A los montañeses de la rani, que ya no deben estar lejos. Nosotros desde aquí arriba dominamos el gran camino que conduce a las montañas de Sadiya y si pasan, los veremos.
—¿Y si tardan?
—Apretaremos las fajas.
En aquel instante dos tiros de carabina atronaron en la espesura de los mahuwa y dos balas atravesaron silbando la veranda clavándose en las columnas.
Aquella fue la señal.
El matorral pareció incendiarse. Los bandidos, escondidos detrás de los árboles y protegidos también por sus caballos, disparaban furiosamente golpeando ahora la cúpula, ahora la veranda y ahora las aspilleras.
Las balas caían tan copiosamente, que incluso Kammamuri se vio obligado a arrojarse a tierra.
—¡Qué derroche de municiones! —dijo—. Y sin ningún resultado, ya que aquí se necesitaría un cañón. La puerta de bronce no se hunde con simples proyectiles. ¡Desahóguense! Pero espero hacer algún tiro yo también, y con mayor fortuna que ustedes.
—¿Los ve, sahib? —preguntó el rajput, que lo había alcanzado arrastrándose a gatas.
—Diviso el humo de las carabinas —respondió el maratí—, pero a mí no me basta. Aquellos canallas no osan meterse debajo.
—Se habrán asustado después de la muerte del amo del semental.
—También comienzo a creerlo; sin embargo, parece que tienen muchas municiones para derrochar. Ciertamente, no nos dejarán salir.
—Y nosotros moriremos de hambre.
—¡Calla de una buena vez, oso de las montañas siempre hambriento! Hay dos lindos tipos con nosotros: el gurú que recuerda y luego no dice nada, y tú que refunfuñas siempre contra el hambre. ¿Quieres mi ración de mahuwa? Te la cedo con mucho gusto. En la jungla negra mi amo y yo no comíamos ni nilgós ni axis, y muchos días nos contentábamos con chupar caña de azúcar salvaje, descubierta milagrosamente entre los bambúes inmensos que cubrían los Sundarbans.
—Oh, nunca sahib —respondió el gigante—. Tú, que eres nuestro jefe debes tener la parte más grande.
—Nosotros, los maratíes, podemos soportar el hambre por varios días sin desmejorar y sin...
Se extendió bruscamente sobre la veranda, teniendo la carabina por un momento inmóvil.
Resonó bajo la cúpula una detonación, a la cual le siguió detrás un grito desgarrador.
—¡He aquí otro menos! —dijo Kammamuri—. Ahora no son mas que diecinueve.
—¿Has visto a algún bandido?
—No; he disparado al azar en medio de la nube de humo y parece que tuve suerte. Aquellos bribones quizá intentarán asaltarnos esta noche, sirviéndose de las plantas trepadoras que rodean la torre.
—¿Quiere que las corte todas?
—Te he dicho que no: esperemos a que monten al asalto para arrojarlos al vacío.
Se retiraron bajo la cúpula, porque las balas continuaban granizando.
Por otra parte, ninguno se inquietaba: el gurú chupaba de vez en cuando alguna flor; Timul parecía estudiar sobre el pavimento huellas dejadas por los mogoles trescientos o cuatrocientos años antes.
Quien llevaba la peor parte era la cúpula, porque las balas continuaban granizando. En menos de un cuarto de hora esta había sido perforada como un colador. Las balas la atravesaban fácilmente, estando el metal ya gastado.
—Esperemos el momento propicio —dijo Kammamuri—. Yo también tengo balas y no haré economía, si se presenta la ocasión.
Se arrojó sobre los ramos de mahuwa y se puso a chupar él también, como el gurú, algunas flores. El rajput, a pesar de sus promesas, ya había dado el ataque.
No contaba más las raciones.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cañizo: Tejido de cañas y bramante o tomiza que sirve para camas en la cría de gusanos de seda, armazón en los toldos de los carros, sostén del yeso en los cielos rasos, etc.

Alminar: Torre de las mezquitas, por lo común elevada y poco gruesa, desde cuya altura convoca el almuédano a los musulmanes en las horas de oración.

Aspilleras: Aberturas largas y estrechas en un muro para disparar por ellas.

Leguas: “Leghe” en el original, es una medida de longitud de origen romano. Principalmente existen dos variantes: terrestre y marítima. La primera, llamada solamente legua, varía según el país de uso (entre 4 km y 5,2 km aproximadamente). En tanto, la legua marina se define como la de “20 al grado”, y equivale a 5.555,55 m. En este caso la distancia de 2 leguas corresponden entre 8 y 10,4 km.

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