jueves, 18 de agosto de 2022

XVIII. El arribo de los montañeses


Los bandidos, furibundos por no haber podido atrapar a los cuatro hombres que por tantos días persiguieron a través de las junglas y los pantanos, desahogaban su ira con frecuentes descargas, que por lo demás, no podían obtener ningún éxito. Solamente la cúpula, poco a poco desaparecía, ya que las balas la atravesaban en gran número, llevándose pedazos enteros de cobre.
Pero las firmes murallas de los constructores mogoles no se desmoronaban, por consiguiente, los asediados, protegidos por la pesada puerta de bronce atrincherada con tres grandes barras de hierro, podían esperar tranquilos, y casi no se ocupaban más de los asediantes.
Mientras tanto, un gran estruendo reinaba alrededor de la torre. Los bandidos, decididos esta vez a atrapar vivos o muertos a aquellos inaprensibles adversarios, continuaban disparando, apuntando especialmente a la veranda y a la cúpula.
Las balas entraban también a través de las estrechas aspilleras e iban a clavarse a la pared opuesta.
Ya era mediodía y más de trescientos o cuatrocientos tiros de carabina habían sido disparados, ahora aislados, ahora en grupo, sin embargo no parecía que aquellos testarudos estuvieran convencidos de la imposibilidad de la empresa.
Quedaba el asedio y con el asedio el espanto del pobre rajput, que miraba melancólicamente los mahuwa ya reducidos a tan poco que podrían servir para uno o dos días, a lo sumo.
Hacia la una el fuego fue suspendido y el jefe de la banda, pasando detrás de los grandes troncos para no recibir un fusilazo, llegó a veinte pasos de la puerta de bronce.
Era un bandido de aspecto imponente, tan barbudo como el rajput y armado de carabina, pistolas de doble cañón y talwar.
Se mostró un momento, luego se volvió a tender dentro del matorral de mahuwa tirándose detrás de su caballo derrengado.
Su voz atronó:
—¡Toda defensa es inútil! Ya están en nuestras manos. ¡Ríndanse de una buena vez!
—¿Quién lo dice? —respondió Kammamuri, que se había arrastrado hasta la veranda.
—Ustedes no saldrán vivos.
—Tú crees que nos atraparás con hambre, pero te equivocas: tenemos víveres para dos meses y tanto arroz como para hacer un karī excelente.
—¡Es imposible! —gritó el jefe de la banda—. Ustedes buscan ganar tiempo, contando quizá con la ayuda del maharajá.
—Pero no, pero no, amigo. Nos es el príncipe blanco a quien esperamos y que de un momento a otro puede llegar aquí a la cabeza de diez mil o quince mil montañeses. Es a Khampur, el viejo oso de la montaña, el protector de la rani.
El bandido lanzó tres o cuatro imprecaciones, luego repitió:
—¿Se rinden, sí o no?
—No, esperamos a Khampur y a la bellísima rani. Aquella gente los hará correr hasta el campo de Sindhia con las lanzas en sus riñones.
—Mientes: ningún montañés ha descendido después de que la rani se refugió entre las montañas de Sadiya.
—¿Y el maharajá qué hace?
—Ha sido atrapado hace tres días junto con el príncipe moreno que ha traído aquellas terribles armas.
—¿Qué me quieres hacer tragar, amigo?
—Te lo digo yo y basta.
—¡La palabra de un bandido! ¡Ah ah! Sindhia todavía no ha visto al príncipe blanco y menos al príncipe moreno; te lo aseguro yo. Aquellos hombres son capaces de poner patas arriba a todos los parias, faquires, brahmanes y bandidos, aunque sean pocos. Pero ustedes deben tener hambre. ¿Quieren un saco de arroz? Tenemos siete.
—¿Serías tan generoso? —preguntó el bandido saliendo del matorral con la carabina armada.
—¿Tú no nos ofrecerías un muslo de alguno de tus caballos, que ya están agotados, a nosotros que no tenemos ningún tipo de carne?
—¡Yo no! —respondió el bandido.
—Yo en cambio, más generoso, te haré un regalo. Como te he dicho, tenemos mucha abundancia de víveres.
—Arrójame el saco de arroz. Mis hombres están hambrientos y a ellos les gusta poco y nada la carne de caballo.
Nuevamente había avanzado hasta veinte pasos de la puerta de bronce.
Kammamuri ya sabía, y desde hacía tiempo que tenía que lidiar con bandidos listos para cualquier contratiempo y capaces de cualquier traición. Lo vigilaba atentamente, todo alargado sobre la veranda, con la carabina armada y lista.
—¡Arroja entonces! —gritó el jefe—. Tenemos hambre de arroz.
—¡Aquí está! —gritó el maratí, brincando rápidamente en pie—. Este arroz será un poco duro, pero nosotros no tenemos la culpa.
El jefe, temiendo a su vez una traición, había buscado refugiarse en el matorral de mahuwa, donde lo esperaban sus compañeros, pero la bala del viejo cazador lo alcanzó a tiempo y lo puso en tierra fulminado, en la base de un gran árbol.
Diez o quince tiros de carabina resonaron enseguida, acribillando nuevamente la cúpula. Pero el maratí que esperaba aquella sorpresa, enseguida se había dejado caer sobre el suelo de la veranda, bastante grueso como para detener las balas.
—¡Y dos! —dijo el rajput, mientras los bandidos continuaban disparando siempre más furiosamente y aullando.
—Así son dieciocho, si no me equivoco —dijo Kammamuri—. Todavía son muchos, pero tengo balas para todos.
—Consérvelas para esta noche, sahib.
—¿Qué temes?
—Estoy seguro que estos hombres aprovecharán la neblina y la oscuridad para escalar la torre. Hay demasiadas plantas trepadoras muy gruesas y resistentes. ¿Quiere que las corte?
—No todavía.
—¿Quiere matar a otros?
—Eso espero —respondió Kammamuri—. Si montan al asalto, los precipitaremos al vacío. ¿Tu talwar está siempre afiladísimo?
—Corta como una cimitarra de Damasco. Cuando me diga, las plantas caerán cortadas junto con los asaltantes.
—¡Y yo que no los puedo ayudar! —dijo Timul—. ¿Qué hago con estas dos pistolas descargadas?
—Las romperás en la cabeza de alguno —respondió Kammamuri—. Habrá trabajo para todos.
—Excepto para el gurú —dijo el rajput—. Ha chupado flores hasta hace poco y ahora duerme plácidamente.
—Déjalo roncar: ya, no nos serviría de nada. Es demasiado viejo.
Mientras charlaban, los bandidos no cesaban de disparar y aullar. Parecían furibundos por la muerte de su jefe, que valía quizá más que el amo del semental.
Nubes de humo se alzaban por encima de las plantas y los tiros se sucedían a los tiros, siempre con el mismo resultado.
Kammamuri y el rajput dispararon al azar algunos tiros, pero siendo el bosque de mahuwa demasiado denso, no podían asegurarse de la exactitud de sus tiros.
Sin embargo, los bandidos no osaban avanzar. Disparaban siempre desde el medio de las plantas sin dar un paso adelante.
—Tienen miedo a tu carabina —decía el rajput al maratí, que no dejaba de responder de vez en cuando al formidable fuego de los asediantes—. Saben bien que si muestran solamente un pedazo de oreja, pueden considerarse perdidos, no obstante, se mantienen alejados.
—Querría ver solamente sus turbantes. Tiraría abajo en pocos minutos a muchos de estos obstinados bandidos rompiendo sus cabezas como si fueran cocos.
—Le creo, sahib; sin embargo estamos siempre en el mismo punto. En efecto, los montañeses no llegan, las provisiones ya están casi agotadas porque el gurú no hace mas que masticar y dentro de poco caerá la noche. ¿Quiere que corte las plantas trepadoras?
—Te he dicho que no. Dejémoslos subir —respondió Kammamuri—. Espero este ataque.
—Piense, sahib, que tengo un solo talwar y nadie que me pueda ayudar.
—Estará mi carabina, amigo.
—¡Tener dos pistolas y no poderlas cargar...! Aquel brahmán nos ha salvado la vida, pero ha sido un gran burro. ¿Qué valen cuatro balas en las junglas? Debería habernos dejado al menos un poco de plomo.
—No habrá tenido tiempo. Los bandidos no estaban lejos, y podían sorprenderlo y denunciarlo al rajá.
—¿Y qué hará aquel perro de Sindhia? ¿Continuará emborrachándose o buscará apoderarse del maharajá y del Tigre de la Malasia?
—Yo creo, amigo, que en su campo el cólera se cobró un gran número de víctimas. El médico holandés sabía lo que hacía.
—Entonces los dos príncipes seguirán atrincherados sobre la colina.
—Con sus shikaris y los cachorros de Mompracem. Las ametralladoras y el cólera son bestias demasiado malas incluso para aquel loco.
—Y mientras tanto comerán a los elefantes.
—Alguno ciertamente ya habrán devorado.
—¡Gente afortunada! ¡Y nosotros en cambio tenemos solamente flores después de casi cuatro días de ayuno!
—Te tomarás, a su tiempo, tu revancha.
—¡A su tiempo! ¡Ah, sahib, usted no sabe cuánta hambre he sufrido y cuánta sufro todavía! Ya querría haberme tomado revancha.
—Ten un poco de paciencia. Tú eres un guerrero fuerte y en los asedios los asediados deben saber resistir.
—Y morir —dijo Timul sonriendo.
—Muchas veces sí... ¡Oh, se enfurecen todavía los bandidos! Tienen prisa por acribillarnos de plomo, pero no obtendrán ningún...
Se interrumpió y se puso a escuchar. A riesgo de recibir un tiro de carabina, salió a gatas sobre la veranda.
—Oigo un lejano estruendo —murmuró, mirando el gran camino que conducía a las montañas de Sadiya y que destacaba blanquísimo a través de las inmensas junglas que ocupaban el corazón de Assam.
Miró el sol que se ponía rápidamente, es más, parecía precipitarse y sacudió la cabeza.
—¿Los bandidos reciben ayuda? —se preguntó.
—¿Qué barbotea, sahib? —preguntó el rajput.
—Digo que a través del gran camino galopan jinetes, y muchos.
—No veo nada.
—¿No oyes este fragor?
—¿Será la catarata?
—No —dijo Timul, que también se había puesto a escuchar—. Son caballos que avanzan.
—¿Del poniente o del oriente? Es lo que me gustaría saber.
—No puedo decirlo todavía, sahib.
—Si aquellos jinetes vienen del levante, podrían ser los bravos montañeses de la rani. Si en cambio vienen de la otra parte, no pueden ser mas que los bandidos —dijo Kammamuri.
—Todavía no puedo saberlo, pero me parece que el fragor se acerca rápidamente y dentro de poco sabremos si tendremos que tratar con amigos o con nuevos enemigos.
—Pues bien, esperemos.
En aquel momento el gurú, que se había arrastrado a la parte opuesta de la veranda, mandó un grito altísimo:
—¡Fuego! ¡Fuego!
—¿Qué arde? —preguntó Kammamuri, brincando en pie.
—Mira abajo, sahib —respondió el sacerdote.
—¡Ah, miserables! Han dado fuego a las plantas parásitas que se aferran a la torre para asarnos vivos o hacernos salir afuera.
—¿Debo cortar, sahib? —preguntó el rajput, empuñando la media cimitarra—. Si las llamas llegan aquí arriba, toda la veranda, que es de madera, colapsará.
—¡Corta! ¡Corta! ¡Y cuidado con las balas!
Los bandidos, aprovechando la oscuridad y la niebla que comenzaba a levantarse nuevamente se habían arriesgado hasta la torre y habían dado fuego a las plantas trepadoras que llegaban hasta la cúpula.
Algunos habían permanecido escondidos en el matorral de mahuwa y no habían cesado de disparar.
Las plantas viejas y bastante secas se habían incendiado enseguida, crepitando. Tiras de fuego serpenteaban alrededor de la torre, mientras columnas de humo se alzaban hasta la cúpula.
El rajput, aún cuando estuviera expuesto al fuego de los bandidos que aún quedaban emboscados, se había puesto a cortar rabiosamente los viejos calamus que se arraigaban a la veranda.
Mientras tanto, Kammamuri había vuelto a hacer fuego, disparando siempre dentro del matorral donde veía relampaguear los destellos de los fusilazos.
Timul y el gurú, en cambio, habían descendido precipitadamente y habían quitado dos de las tres barras que atrincheraban la puerta de bronce.
En la base de la torre ya se desarrollaba un calor intenso y lenguas de fuego entraban silbando a través de las aspilleras.
Los cuatro desgraciados corrían el peligro de morir asados lentamente, ya que los calamus continuaban ardiendo con extrema rapidez, empujando nubes de humo hacia la cima de la torre.
—Sahib —dijo el rajput que había oído varias balas silbarle en los oídos—, lo que me has ordenado lo he hecho, pero el incendio no da señas de disminuir. Están demasiado secos estos calamus.
Kammamuri, que había disparado otro tiro de carabina, siempre tendido sobre la veranda, miró al gigante y dijo:
—Las cosas van mal, parece.
—Aquellos canallas nos esperan al aire libre para atraparnos a todos.
—¡Lo sé, por Shivá! —exclamó el maratí con voz rauca—. No podremos resistir largo tiempo. Esta torre se convertirá en un horno crematorio y nosotros no salvaremos ni siquiera los huesos.
—¿Por qué no intentamos una salida?
—Cuatro contra... pongamos que ya los bandidos sean quince, porque yo he golpeado algunos... pero incluso quince son demasiados.
—Piense, sahib, que el fuego continúa subiendo. Toda la torre está envuelta en llamas.
—¿Y aquel fragor, que hemos oído en el momento en el que el sol se ponía, se oye aún? —preguntó el joven buscador de pistas, apareciendo junto con el gurú.
—Parece que todos aquellos caballos se han detenido en el margen de las junglas —respondió Kammamuri—. Pero la torre da más luz que un faro, y si aquellos son los montañeses de la rani, no dejarán de acudir.
—¿Y si en cambio fueran otros parias o faquires mandados a llamar por los asediantes?
El maratí cruzó los brazos sobre la carabina que humeaba todavía, luego dijo con acento de resignación:
—Si Visnú quiere, que también nos lleve a su paraíso.
—¿Sin combate, sahib? —preguntó el rajput, que se había puesto furioso.
—¡Oh, no! Brincaremos fuera como tigres y desapareceremos en la jungla. Pero esperemos que los caballos, que marchaban al caer la oscuridad, se muestren.
—¿Cree que son los montañeses de Sadiya?
—Tengo esa convicción —respondió el maratí.
—¿Y si se engañara?
—Nos empeñaremos en una lucha suprema que ya dura demasiados días... ¡Qué calor! ¡Es imposible resistir!
—¿Descendemos, sahib?
—Abajo hace más calor que aquí —dijo el joven buscador de pistas.
—¿La puerta no se ha fundido?
—No, sahib.
En aquel momento sobre el gran camino, que conducía a las montañas de Sadiya, se oyeron algunas descargas, densas, cerradas. Una granizada de grandes proyectiles caía sobre la torre ardiente, acosando especialmente la cúpula que comenzaba a enrojecer. Kammamuri mandó un grito:
—¡Son los grandes fusiles de los montañeses! ¡He aquí que llega nuestra salvación!
—¿No son carabinas, sahib? —preguntó el rajput.
—No, son los viejos fusiles de los cipayos, que el gobernador de Bengala, siempre buen comerciante, les ha vendido. Buenas armas hace cinco o seis años.
Se arrojó sobre la veranda y se puso a gritar con gran voz:
—Acudan en ayuda de los guerreros del maharajá. ¡Suspendan el fuego! ¡Soy Kammamuri!
La fusilería, que atronaba fuertísima sobre el gran camino de las montañas, enseguida cesó. Luego, mientras los bandidos de Sindhia no cesaban de disparar se oyó una voz atronadora gritar:
—Soy Khampur, jefe de los montañeses de Sadiya y guío a la rani. Venimos en tu socorro.
Trescientos o cuatrocientos jinetes se arrojaron a la jungla, diezmando cruelmente, con pocas descargas, a los bandidos del rajá y llegaron en un momento bajo la torre, que ya amenazaba con colapsar bajo las mordeduras de las llamas.
—¡Abajo! ¡Abajo! —gritó Kammamuri—. Nuestra salvación ya está asegurada.
Se precipitaron los cuatro abajo por las escaleras, conteniendo la respiración, ya que el aire se había vuelto ardiente dentro de la torre.
El rajput con un golpe de talwar hizo caer la tercera barra de hierro que comenzaba a ponerse roja, empujó con una poderosa patada la puerta y pasó primero a través de una verdadera cortina de llamas.
Los montañeses, después de haber puesto en fuga a los pocos bandidos, habían regresado prontamente.
Los guiaba un viejo guerrero de piel bastante morena y barba bastante blanca, de aspecto tan imponente como el rajput.
Vestía como un rajá y sobre el turbante anchísimo llevaba un penacho de crines de caballo blanco lleno de pequeños diamantes.
—¿Dónde está Kammamuri, el amigo del maharajá? —preguntó avanzando y haciendo caracolear a su bellísimo caballo negro.
—¡Aquí estoy, Khampur! —gritó el maratí, que también había salido de la torre ardiente junto con el gurú y el joven buscador de pistas—. Te debemos la vida.
—¿Quién los asediaba e intentaba asarlos? —preguntó el jefe.
—La gente de Sindhia.
—¿Aquellos que hemos puesto en fuga?
—Sí, Khampur, y estaban por atraparnos. ¿Dónde está la rani?
—Está sobre el camino de la montaña junto a mi hijo, escoltada por quince mil jinetes resueltos a conquistar otra vez Assam. Es hora de terminar con aquel Sindhia. ¿Y el maharajá sigue resistiendo? Hemos sabido que se había atrincherado sobre una colina junto a los hombres venidos del mar con el Tigre de la Malasia.
—Espero que aquellos valerosos todavía no se hayan rendido.
—También hemos sabido que el cólera ha estallado en los campamentos del rajá y que hace estragos.
—Aquella enfermedad la ha desencadenado un famoso médico que el Tigre había conducido consigo.
—¿Cuántos hombres podrá tener Sindhia?
—Hace un mes tenía veinte mil, pero ahora no creo que tenga tantos.
—Son bandidos, parias, faquires y brahmanes, ¿verdad? ¡Oh, qué pésimos combatientes! —dijo el viejo montañés.
—Tendremos que ajustar cuentas también con un millar de rajputs.
—Somos un buen número, y la rani y el maharajá recuperarán otra vez su imperio.
Hizo descender a tierra a cuatro hombres e hizo conducir a sus caballos delante de Kammamuri.
—Monten y síganme —dijo—. Tenemos prisa por alcanzar al maharajá y dar otra batalla, y decisiva, a aquel obstinado Sindhia.
—A tus órdenes, Khampur.
En aquel momento la veranda de la torre y la cúpula, consumidas por las llamas que continuaban elevándose, se desplomaron con un inmenso fragor, levantando una gran nube de humo y chispas.
—¡Por Shivá! —dijo el rajput ayudando al gurú a montar a caballo—. Si estos bravos montañeses tardaban un poco más, a esta hora estaríamos muertos y sepultados.
En medio de las densas plantas se oyeron algunos disparos.
—¿Todavía no ha terminado? —preguntó Khampur, que estaba impaciente por alcanzar a la rani para acudir luego en ayuda del príncipe blanco—. ¿Aquellos bandidos habrán pretendido medirse con nosotros? Que cien hombres acampen aquí y que esperen mis órdenes. ¡Pronto, partamos!
Cincuenta jinetes aparecieron detrás de los matorrales de mahuwa con las carabinas todavía humeantes en la mano.
—¿Han huido o los han fusilado? —preguntó el viejo montañés.
—Hay diez o doce muertos, jefe —dijo el comandante del pelotón—. Los otros han conseguido escapar, atravesando un canal que podía ser peligroso.
—Toma otros cincuenta hombres y permanece aquí —dijo Khampur—. Si aquellos bribones regresan, fusílalos como perros rabiosos. ¡Al galope!
Los cuatrocientos jinetes se pusieron rápidamente en movimiento, en filas cerradas, atravesando el último pedazo de la jungla.
Otros cien habían acampado alrededor de la torre, que continuaba llameando, amenazando de un momento a otro con la ruina completa.
Los primeros, después de diez minutos alcanzaron el camino de la montaña, que estaba lleno, hasta donde alcanzaba la vista, de jinetes de aspecto imponente, con largas barbas, armados de grandes fusiles, pesadas cimitarras y pistolones de doble cañón.
Estaban ahí los quince mil montañeses que Khampur, por segunda vez, estaba por desencadenar contra el rajá loco.
Las líneas se abrieron fácilmente, siendo el camino anchísimo y el jefe, Kammamuri y sus amigos llegaron muy pronto allí donde se encontraba la rani, princesa de Assam, mujer de Yanez, rodeada por cincuenta jinetes de estatura imponente.
—¡Ah...! ¡Kammamuri! —gritó la bella princesa, que montaba una cándida yegua y llevaba puesto un largo vestido de seda azul—. ¿Finalmente me traes noticias de mi marido?
—Creo, señora, que sigue resistiendo en los alrededores de la capital junto con el Tigre y los cachorros de Mompracem.
—¿No se habrán rendido por el hambre?
—¡Pero qué! Tenían caballos y elefantes, y para defenderse, las terribles ametralladoras.
—¿Es verdad que en los campos de Sindhia ha estallado el cólera?
—Un amigo del Tigre ha traído botellas que contenían gérmenes terribles y algunos de los nuestros se han encargado de vaciarlas alrededor de las carpas del rajá.
—¿Y mis hombres no caerán también destruidos por la terrible epidemia?
—El señor Sandokan tiene a sus órdenes un famoso tôbib que puede desencadenar y también curar rápidamente aquella terrible enfermedad.
La rani miró a Khampur y a su hijo, un joven alto y robusto, sólido como la cima de una peña y formidablemente armado, y luego hizo una seña.
En aquel momento la niebla se había alzado y la luna comenzaba a hacer su aparición sobre las junglas. Hacia el sur la torre todavía ardía, cayendo pedazo a pedazo y continuaba lanzando al aire nubarrones de chispas y humo.
—¿Cuándo podremos llegar a Gauhati? —preguntó la rani al maratí, que había tomado las riendas de la blanca yegua.
—Mañana al alba podremos caer sobre las hordas del rajá.
—¿Estás seguro de que no son bravos guerreros?
—Son bandidos más acostumbrados a manejar el cuchillo y el bastón. ¿Y el pequeño Soarez?
—Lo he dejado en las montañas —respondió la princesa—. Está bien protegido y ningún enemigo llegará allí arriba.
—Entonces podemos partir —dijo Khampur, que frenaba a duras penas su caballo, negro como la noche—. Haremos una sola carrera y acabaremos con los campos de Sindhia, antes de que los rajputs, los únicos guerreros temibles, se preparen para una vigorosa defensa.
—¡Vamos! —gritó la rani—. Vamos a salvar al maharajá y al Tigre de la Malasia.
Un toque de trompeta resonó y entonces todos aquellos jinetes se movieron a gran trote, dirigiéndose hacia la capital de Assam, en cuyos alrededores debían aún resistir el maharajá, Sandokan y los tigres arreados con los shikaris, los famosos cazadores de tigres.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Hasta ahora ni palabra de los shikaris...

Derrengado: Muy cansado.

¿Qué me quieres hacer tragar, amigo?: “A chi la dai a bere, amigo?” en el original. La traducción literal sería: “¿A quién le das de beber, amigo?”. Sin embargo, “darla a bere” hace referencia a dar a entender o hacer creer verdadera una cosa falsa. En este caso, Kammamuri le estaría preguntando a quién le quiere hacer creer esa mentira. Por lo tanto ajusté la frase por una similar utilizada en castellano.

Shikaris: “Sikkari” en el original, palabra que proviene del hindi šikārī, o sea, cazador. Es el nombre con el que se conocía a los cazadores nativos profesionales en India.

Negro: “Morello” en el original, la palabra en italiano alude al nombre del pelaje negro de los caballos, y no tiene una traducción particular.

Tôbib: “Tobib” en el original, es una palabra malaya derivada del árabe ṭabīb, que se utiliza para referirse al practicante en el sistema musulmán de medicina.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario