martes, 6 de septiembre de 2022

XIX. Sindhia al rescate


—¡Otro parlamentario! Denle un fucilazo antes de que venga a traernos el cólera —gritó Sandokan, que velaba día y noche en las trincheras improvisadas con grandes troncos de árbol.
—Espera un poco —dijo Yanez levantándose—. Podría ser Kiltar, y no querría matar a aquel brahmán que nos da rendido tantos favores.
—En efecto, me parece que es precisamente él —dijo Tremal-Naik, que fumaba plácidamente su pipa, tendido sobre un denso estrato de hojas frescas.
—Es inútil que venga aquí otra vez —dijo el Tigre—. Que se quede en medio de los microbios.
—Sindhia tendrá alguna noticia importante que comunicarnos —dijo el maharajá.
—Lo usual, hermanito: ¡Ríndanse o los exterminaremos a todos!
—Y ante todo, ¡entreguen los tesoros de la corona! —añadió Tremal-Naik—. Aquel bribón se preocupa por despojar a la rani de sus joyas.
—Debe estar corto de dinero —dijo Yanez—. Veinte mil hombres cuestan, aún cuando los parias y faquires se contentan con un poco de arroz con algunos pedazos de pescado seco y un poco de fruta. Vamos, dejémoslo entrar.
—Es la cuarta vez que viene, Yanez —dijo Sandokan, que parecía estar de muy mal humor—. Sería hora de que le rascara los pies al rajá.
—¡Si es su primer ministro...!
—Un ministro tambaleante. No querría encontrarme en su lugar. Verás que un día u otro aquel loco de Sindhia lo hará aplastar por alguno de sus elefantes.
—Es decir, de los míos —corrigió Yanez—. Vamos a ver. Mientras tanto, que nuestro famoso médico tome las precauciones necesarias, a fin de que el cólera no estalle también entre nosotros.
Dayak, malayos, shikaris y mahout, viendo a los tres jefes avanzar hacia el último espolón de la colina, se habían reagrupado prontamente colocando las ametralladoras, temiendo siempre alguna sorpresa por parte de aquellos veinte mil desesperados, si realmente eran todavía veinte mil.
Kiltar, el brahmán a quien un día Yanez había perdonado la vida mientras ya había sido atado a la boca de un cañón, subía lentamente la cuesta de la colina, teniendo en la mano una lanza sobre la cual colgaba una bandera más o menos blanca.
Estaba solo; pero a mil pasos de distancia trescientos o cuatrocientos rajputs se habían formado en la llanura, delante de los vastos campamentos del rajá, listos para protegerlo.
—¿Qué nuevas entonces, señor ministro del rajá de Assam? —gritó Yanez con voz irónica, haciendo señas al parlamentario de detenerse—. Podemos hablar también a cincuenta metros de distancia. Los microbios no darán saltos tan largos: nosotros no queremos saber nada del cólera.
—Me manda mi amo —respondió el brahmán deteniéndose junto a una peña y plantando la bandera.
—¿Me traes cigarrillos? ¿Sabes que no tengo más y que estoy furibundo?
—No tenemos más que pésimo tabaco de Mysore, Alteza —respondió el brahmán—. Todo lo que teníamos, lo ha consumido el rajá.
—¡El rajá! ¡Alto ahí, amigo! ¿Rajá de qué? ¿De Bengala, quizá, o de Guyarat, o de la Costa de Coromandel?
—De Assam, dice él.
—¡Ah, dice él! No estamos vencidos todavía y la rani con los montañeses de Sadiya, no tardará en llegar y derramará sobre los campos de Sindhia millares y millares de jinetes aguerridos.
—Venía justamente a decirle, Alteza, que la ayuda está por llegar. Hemos sido informados que la rani, su mujer, marcha con gran furia sobre la capital.
—¡Mi capital! —gritó Yanez, rompiendo en una estruendosa carcajada—. Será necesario rehacerla de arriba a abajo.
—Cuando haya reconquistado nuevamente el imperio, Alteza, hará construir palacios más grandiosos que antes. El dinero no le falta, por cierto, a la rani ni tampoco a usted.
—Pues bien, ¿qué quieres? El Tigre de la Malasia ya había dado la orden de fusilarte.
—Vengo como parlamentario y como parlamentario amigo.
—Sea pues, pero mantente lejos. El cólera nos ha perdonado hasta ahora y no desearíamos agarrárnoslo ahora, justo en el momento de la suprema lucha. ¿Caen los guerreros de Sindhia?
—Han desaparecido al menos cinco mil en pocos días.
—¿Y Sindhia?
—Goza de óptima salud y no se desespera por retomar Assam y es más, también a la bella rani.
—¿Tomar a mi mujer? —aulló el portugués con voz rauca.
—Y también intentará raptar a tu hijo.
—¡Ah, bandido! ¿Tan fuerte se cree aún? Aquel hombre está loco y terminará su vida en un manicomio. ¿Se emborracha siempre?
—Siempre, para preservarse del cólera, dice él.
—Pues bien, ¿qué quieres?
—Mi amo querría hacer la paz contigo con la condición de que le dejes todo Assam occidental.
—Que es el más rico y más poblado.
—Y mantengas a la rani en las montañas de Sadiya.
—¡Ah, ah! —exclamó Yanez—. Aquel hombre es absolutamente extraordinario. Se cree un Timur o un Tipu Saib.
—No sé qué decir, Alteza —dijo el brahmán que permanecía siempre en el mismo lugar, vigilado por una docena de rajputs—. Esta es la última propuesta que te hace.
—¿Y me dejará a la rani?
—Ciertamente, si usted aceptara.
—¿Y raptará a mi hijo?
—Tenía la intención, pero creo que se ha enfriado en vista de la imposibilidad de la empresa. ¿Está entre los montañeses tu hijo, verdad?
—Y bien protegido —respondió Yanez—. No serán los parias, ni los faquires de Sindhia los que irán a meterse en medio de aquellos desfiladeros para intentar semejante empresa.
—También lo creo —dijo Kiltar—. ¡Y luego con el cólera que arrecia cada vez más...! ¿No podría, Alteza, mandarnos al tôbib blanco?
—Mi médico está enfermo porque no tiene más cigarrillos.
—Que fume pipa.
—No le gusta. Entonces, amigo, puedes regresar donde tu amo para advertirle que dentro de poco lo eliminaremos junto con sus hordas.
—Tiene un millar de rajputs y una veintena de elefantes.
—Los montañeses de Sadiya jamás han tenido miedo de aquellos barbudos guerreros.
—¿De modo qué, Alteza...?
—He dicho.
—¿No acepta?
—No seré tan estúpido.
—Cuidado que el rajá hará otro intento supremo para atraparlo.
—Y nosotros estamos aquí para esperarlo —dijo Sandokan, que hasta entonces había permanecido en silencio.
—Cuenta con los montañeses. Sabemos que se acercan por grandes etapas y que son muchísimos. Si llegan a tiempo, al menos perdone mi cabeza.
—Tú eres nuestro amigo —dijo Yanez— y es más, sabré recompensarte cuando esta guerra haya terminado.
—¡Adiós, Maharajá! Que Brahma, Shivá y Visnú velen por usted.
Arrancó la lanza, hizo ondear la bandera y luego se fue descendiendo lentamente el último espolón de la colina, que declinaba hacia la destruida capital y a los campos del rajá.
—¿Qué me dices, Sandokan? —preguntó Yanez al Tigre de la Malasia.
—Que reconquistarás Assam —respondió el famoso pirata—. Si los montañeses ya se han movido y avanzan velocísimos, pondremos otra vez en su lugar a aquel obstinado que quiere asir la corona de tu mujer.
—¿Podremos resistir?
—Hace siete días que combatimos y todavía ninguno de aquellos predadores ha conseguido poner un pie sobre esta colina. Tienen demasiado miedo a las ametralladoras.
—Pero todavía son muchos y tienen elefantes y también cañones.
—Que ni siquiera saben operar —dijo Tremal-Naik, que terminaba su pipa, sentado sobre un gran tronco de árbol, que servía de trinchera.
—Querría que Khampur ya estuviera aquí —dijo Yanez—. Me sentiría más tranquilo. Verás que esta noche el rajá intentará otro golpe desesperado para atraparnos a todos.
—¡Si consigue atraparnos! —dijo Sandokan—. De aquellos guerreros no debemos tener más miedo.
—A pesar de todo, has visto que por tres veces han montado al asalto con gran coraje.
—Para escapar después como chacales a los primeros tiros de las ametralladoras. No somos mas que cien y no hemos perdido hasta ahora mas que seis hombres, mientras que el rajá tiene cinco mil cadáveres en sus campos. Sin embargo, tomemos precauciones. No nos dejemos sorprender.


Desde que Yanez, Sandokan y Tremal-Naik, con sus valerosos dayak y malayos habían dejado las grandes cloacas para refugiarse sobre aquella colina aislada, que surgía justo de frente a las ruinas de la capital, los combates habían seguido ahora de día y ahora de noche, pero las inseguras bandas del rajá jamás habían conseguido vencer.
Habían dejado a lo largo de los espolones de la altura, centenares de hombres fulminados por las ametralladoras y por el fuego cerrado de las carabinas, y ahora inmensas turbas de marabúes o ayudantes, los estaban descarnando.
El rajá había intentado poner en batería media docena de viejos cañones, pero los rajputs, los únicos que hubieran sabido operarlos, habían sido los primeros golpeados por el cólera, y después de pocos tiros, sin ningún resultado, las grandes bocas se habían vuelto mudas, ya que ni los parias, ni los faquires, ni los brahmanes entendían aquellas armas tan grandes.
Era mucho si sabían utilizar las carabinas y dispararlas como conscriptos.
Sin embargo, Sindhia no había perdido el coraje y había dispuesto columnas sobre columnas hacia la colina, ya completamente defendida por grandes árboles y por grandes empalizadas que los piratas se habían apresurado a derribar.
Por consiguiente, todos los esfuerzos del loco habían sido absolutamente nulos y había perdido cada noche un buen número de desgraciados parias y faquires, diezmados cruelmente por el fuego regular de los tigres de la Malasia y de las ametralladoras.
Durante aquellos siete días de asedio el valeroso pelotón no había sufrido ni hambre ni sed, ya que los caballos abundaban y todavía había elefantes. El que primero se había lamentado por la duración de la guerra había sido el maharajá, porque se había quedado sin cigarrillos y no podía adaptarse a la pipa.


Sandokan y sus amigos siguieron con la mirada al brahmán que siempre les había dado valiosas informaciones, luego cuando lo vieron desaparecer bajo la altísima tienda de seda roja del rajá, se replegaron hacia las trincheras haciendo poner en batería a las ametralladoras.
Estaban segurísimos de que no iban a pasar la noche tranquila y se preparaban animosamente para la última prueba en espera de los montañeses de Khampur.
—Tu corona depende quizá de esta noche —dijo Sandokan a Yanez, que continuaba hurgando los bolsillos, siempre con la esperanza de descubrir un cigarrillo.
—También yo lo temo; sin embargo, no estoy en absoluto espantado. Aquellos bandidos piojosos no pueden resistir cinco minutos de fuego cerrado. Pero que Sindhia intente un gran golpe, estoy segurísimo.
—¡Y quizá Khampur no esté lejos!
—Y con él estará también, espero, Kammamuri —dijo el viejo cazador de la jungla negra.
—Es astuto y no se dejará atrapar fácilmente —dijo Yanez—. Vale por cinco hombres.
—¿Y si lo hubieran matado? Tú sabes que el rajá ha mandado jinetes a perseguir a nuestros amigos que se dirigían hacia las montañas.
—Tiene consigo al gigantesco rajput, otro hombre que vale por diez en fuerza, y luego a Timul.
—Sin embargo, no estoy tranquilo, Yanez —dijo Tremal-Naik, cuya frente se había oscurecido.
En aquel momento el cazador de ratas, elevado al cargo de gran cocinero, se acercó a los tres jefes anunciándoles que la cena estaba lista.
Había hecho derribar un elefante que estaba por morir de hambre, no habiendo más hojas ni hierbas sobre la colina, y había cocinado las patas y la trompa. El médico holandés había tomado parte en el descuartizamiento del gigantesco animal, siendo también un terrible cirujano.
—Que los sahibs me sigan —dijo el cazador de ratas—. El sol está por ponerse y los bocados escogidos del paquidermo están humeando. ¡Ah, qué perfume!
Para los jefes, en medio de las trincheras improvisadas, había sido levantada una espaciosa cabaña bien reparada por montones de viejas hojas, que ya los caballos y los elefantes no comían más.
Delante de la puerta, cuatro dayak, bajo la supervisión del médico holandés, ya habían sacado de los hornos improvisados las mejores piezas de la gran bestia y las habían puesto sobre las últimas hojas de banano, que todavía habían conseguido descubrir en los alrededores de la colina.
Un aroma exquisito se esparcía alrededor de la casa, que varios malayos protegían con las carabinas en bandolera, temiendo siempre alguna fea sorpresa por parte de los parias, que se habían arriesgado varias veces hasta allí arriba para intentar destruir las trincheras.
A pesar de sus preocupaciones, Yanez y sus compañeros hicieron honor a un pedazo de probóscide, dejando a los otros las monstruosas patas, bocados igualmente excelentes, regando la cena con su última botella de güisqui, que el médico holandés había reservado para las grandes ocasiones.
Sandokan y Tremal-Naik habían encendido sus pipas, mientras que Yanez por centésima vez hurgaba los bolsillos, siempre con la esperanza de encontrar algún cigarrillo, cuando Sambigliong, el viejo jefe de los malayos, entró diciendo:
—Se ve en las llanuras de oriente un fuego que arde y no parece expandirse. Diría que es un faro.
—Jamás ha habido faros en mi Estado —dijo Yanez—. Torres y pagodas, las que quieras: se encuentran incluso en medio de las más salvajes junglas.
—¿Será una señal? —dijo Sandokan—. Vamos a ver, Yanez. No estoy en absoluto tranquilo ahora.
—¿Una señal hecha por quién? Al oriente no debe haber guerreros de Sindhia.
—Si fueran los montañeses de Sadiya...
—Veremos —respondió Yanez con un suspiro—. El hecho es que ciertamente pasaremos una pésima noche y deberemos defendernos peor que los tigres.
—No has pensado en los otros tres elefantes que también están por morir.
—¿Qué quieres decir, Sandokan?
—Que los arrojaremos encima de las bandas de Sindhia cuando intenten trepar la cresta.
—En efecto, no había pensado en aquellas pobres bestias que continúan pidiendo del alba a la noche, el desayuno, el almuerzo y la cena con barritos que comienzan a volverse espantosos.
—Y entonces los sacrificaremos —dijo Sandokan—. Sindhia tiene otros, aquellos que te tomó con la infame traición de los rajputs canallas.
—Me ha quitado veinte.
—¡Lo creen un loco! En cambio yo lo creo un hombre de guerra capaz de intentar todo. Pero no irá más allá, esperemos, si los montañeses de tu mujer llegan a tiempo para liberarnos de este fastidioso asedio.
—El faro, torre, pagoda o lo que sea, sigue ardiendo —dijo en aquel momento Sambigliong volviendo a entrar—. Vengan a ver.
Todos se levantaron tomando sus armas y municiones, contando con dirigirse a la avanzada para vigilar los movimientos de las bandas del rajá.
El sol se había puesto hacía unas horas y una densa neblina se extendía en el cielo cubriendo los astros.
Abajo en la llanura, hacia los bastiones semi destruidos de la capital incendiada, brillaban numerosos fuegos. En los campos de Sindhia velaban asiduamente aquella noche.
—¿Dónde está esta pagoda que arde? —preguntó Yanez a Sambigliong—. Yo no veo mas que los fuegos que iluminan a los coléricos.
—No mire hacia aquella parte, Alteza —dijo el viejo malayo—. La llama misteriosa brilla allá abajo, hacia las junglas pantanosas.
—No me parece que sea una pagoda que arda —dijo Sandokan, que había fijado enseguida sus ojos poderosos sobre aquella especie de cohete que lanzaba al cielo, a intervalos, miríadas de chispas—. Yo digo que se trata de una torre.
—Entonces nos hacen señales —dijo Yanez.
—¿Qué tan lejos estará aquel fuego?
—A quince o veinte millas, por lo menos.
—¿Conoces aquellas junglas?
—Me he metido muchas veces y he matado tigres con la ayuda de mis shikaris.
—¿Has visto torres?
—Allá abajo la vegetación es tan densa que no se podría descubrir ni siquiera una gran pagoda.
—¿Será Khampur que señala su arribo? —preguntó Tremal-Naik.
—Puede ser —respondió Yanez.
Jamás podrían haber imaginado que dentro de la torre habían debido refugiarse el valiente maratí y sus compañeros, perseguidos por los jinetes de Sindhia.
Esperaron una buena hora, luego, cuando aquella luz se apagó, regresaron solícitamente hacia las trincheras.
El cazador de ratas junto con los jefes malayos y dayak, tomaron todas las medidas para volver el campo inaccesible, al menos por varias horas.
Los tres elefantes, que barritaban cada vez más espantosamente y que ya estaban destinados a morir por falta de sustento, habían sido conducidos, con grandes esfuerzos por los cornac, hacia el espolón de la colina y enseguida había sido acumulada detrás de ellos leña bien seca.
Se sabe que todos los paquidermos temen al fuego y que cuando lo ven inflamarse a sus espaldas, no vacilan en precipitarse sin cuidarse del peligro.
Mientras tanto, los dayak y malayos habían reforzado las trincheras con los howdah, o sea con las cajas que sirven para llevar a los viajeros sobre el dorso de los gigantes, y habían colocado las ametralladoras en los lugares más oportunos para batir al enemigo, si estuviera decidido a montar al asalto.
En los pequeños y estrechos desfiladeros, que conducían hacia la cima de la colina, los guerreros de Sindhia habían subido, no pudiendo rodear el obstáculo que detrás estaba cortado casi a pico, y los malayos y dayak los vigilaban atentamente, manteniéndose bien escondidos entre las rocas y los árboles ya privados de hojas.
Yanez, Sandokan y Tremal-Naik, después de haberse asegurado bien de que sus hombres estaban en sus puestos, en pequeños grupos, listos para desencadenar las ametralladoras y las carabinas, se habían arriesgado nuevamente hacia la extremidad del espolón, escoltados por una docena de malayos y media docena de shikaris.
Estaban más que seguros de que iban a sufrir un nuevo asalto y más desesperado que los otros. Kiltar, el bravo brahmán siempre agradecido, había hablado bastante como para suponerlo.
Por otra parte, el rajá no podía esperar a los jinetes de la montaña, que podían llegar de un momento a otro y atacarlo ferozmente. Su salvación estaba sólo en la captura del maharajá, ya que podría negociar con la rani.
—Será una noche pesada —dijo Sandokan, que escrutaba atentamente los campos del rajá, que ninguna hoguera más iluminaba.
—Tú, que tienes los ojos mejor que nosotros, ¿los ves moverse? —preguntó Yanez, que atormentaba el gatillo de su carabina.
—No los veo, pero en cambio los oigo —respondió el famoso pirata—. Ya deben estar en marcha.
—¿Cuántos serán?
—El cólera habrá eliminado a muchos e inmovilizado a muchos otros; pero Sindhia es siempre el más fuerte y si en vez de emborracharse hubiera derramado desde el principio a todos sus hombres en contra nuestro con gran impulso, no sé si todavía seríamos libres.
—Es un pésimo conductor de tropas —dijo Yanez—. Y luego los parias y los faquires no pueden resistir el fuego. Ya lo has visto.
—Y sobre todo le tienen miedo a las ametralladoras. He tenido una buena idea en traer de Mompracem estas armas para nada voluminosas que de vez en cuando pueden competir con las artillerías de estos países.
—Regresemos —dijo Tremal-Naik, que había alcanzado el último límite del espolón—. Los bandidos han retirado los campos y se acercan a nosotros en densas masas, introduciéndose en los pequeños desfiladeros.
En aquel momento un destello rompió las nieblas que bajaban contínuamente sobre la ciudad destruida y una fragorosa detonación resonó.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez, que había recuperado su usual buen humor—. Sindhia nos saluda con tiros de cañón. Se ve que no todos mis rajputs traidores han muerto de cólera.
—Han disparado desde un bastión de la ciudad —dijo Tremal-Naik.
—¿Has oído el estruendo de la bala, tú?
—Yo no, Yanez.
—Entonces los hombres que sirven aquella pieza deben estar luchando con los calambres y los vómitos. Incluso quizá se olvidaron de poner dentro el proyectil.
—Pero no se han olvidado los parias, los faquires y los brahmanes, aún cuando sean pésimos tiradores.
—Capaces de fusilarse entre ellos —dijo Yanez riendo—. No se improvisa un ejército apto para combatir.
—¡En retirada! —gritó Tremal-Naik.
Toda la llanura estaba surcada por destellos y los disparos se sucedían a los disparos. Sindhia empujaba enérgicamente a sus hombres, resuelto a capturar a su rival, el maharajá, antes de que recibiera ayuda a tiempo.
Las balas caían copiosamente sobre la cima del espolón y dentro de los profundos desfiladeros, pero no había peligro de que hicieran daño.
Los malayos y dayak, apoyados por los shikaris, se habían desplegado enseguida, apenas vieron regresar a sus jefes.
—¿Debemos responder? —preguntó el viejo Sambigliong acercándose a Yanez, que estaba haciendo encender las fogatas detrás de los tres elefantes.
—Y sin demora —respondió el maharajá—. ¿Quieres esperar a que estén sobre el espolón? ¿Cuántos tiros tienen para disparar todavía las ametralladoras?
—Al menos cinco mil, Alteza.
—Creo que bastarán para estos pésimos soldados.
Luego, alzando la voz, gritó:
—¡No se contengan más! Quemen toda la pólvora que puedan y cuiden sobre todo de golpear. En este momento se juega mi corona.
Un gran alarido respondió:
—¡Viva el maharajá! ¡Muerte a Sindhia!
Luego, las ametralladoras y las carabinas comenzaron a tronar con un crescendo espantoso, metiéndose en los desfiladeros ya ocupados rápidamente por los asediantes.
—¿Qué te dice tu corazón? —preguntó Sandokan a Yanez, que parecía haber perdido su usual buen humor—. ¿Vendrás conmigo a Borneo, donde puedo darte a ti, a tu mujer y a tu hijo un reino, o la corona de Assam permanecerá todavía en tu cabeza?
—Será un poco pesada esta corona, pero mi corazón está tranquilo. Huir ante estos indios, como un bandido venido de ultramar en busca de rupias, ¡nunca! Hemos amasado bastante fortuna en Malasia; ¿verdad, Sandokan?
—¡Saccaroa! Tengo todavía a tu disposición cinco millones de florines que te esperan y que he hecho rendir fabulosamente en el sultanato de Borneo. ¿Sabes que aquel querido sultán siempre está seco de monedas...? Tienes razón. Hombres como nosotros no se hacen matar; vencen siempre, haciendo agitar la roja bandera que por tantos años nos ha protegido.
—Y mientras tanto, mientras tú hablas de florines, aquí el plomo cae en abundancia. Sindhia quiere darme una última batalla antes de que lleguen los montañeses.
Y el plomo caía realmente denso denso sobre el campamento de los cien hombres, acribillando de vez en cuando a los pobres elefantes que se encontraban completamente expuestos.
Los malayos y dayak, por otra parte, no dejaban de hacer tronar las ametralladoras y las carabinas, derribando detrás de los desfiladeros grandes masas de enemigos.
Otros parias, otros faquires, otros brahmanes, como poseídos por el demonio de la guerra, se sucedían sin tregua, rellenando los vacíos y apresurándose resueltamente bajo la metralla.
Disparaban al azar porque eran pésimos tiradores, pero también daban miedo.
¡Ay si hubieran conseguido forzar los tres pequeños desfiladeros y trepar sobre el espolón de la colina! Los cien hombres de Yanez corrían el peligro de ser eliminados o precipitados al barranco que se abría detrás de ellos.
Ya era medianoche y la batalla seguía arreciando. Las masas hacían breves pausas bajo las descargas de las ametralladoras, pero luego reanudaban la marcha mandando alaridos salvajes y derrochando pólvora.
Poco a poco fueron apareciendo por los tres desfiladeros.
Sandokan, que hasta entonces había manejado una de las cuatro ametralladoras golpeando de lleno a los asaltantes, dejó el lugar a Sambigliong y se acercó a Yanez, que a la cabeza de cincuenta hombres, se preparaba para intentar un desesperado contraataque.
—¿Qué haces, hermano? —le preguntó—. ¿Quieres hacerte fusilar? No te empeñes en los desfiladeros. Nuestro lugar está aquí arriba.
—Pero suben contínuamente, aún cuando deben haber sufrido pérdidas crueles. No creí que aquellos bandidos fueran capaces de semejante esfuerzo.
—Este es el momento para jugar nuestra última carta, Yanez —dijo el Tigre de la Malasia—. Los elefantes están acribillados de proyectiles y buscan huir, ahora que el fuego se inflama detrás de ellos. Dejémoslos y si no bastan, derramaremos en el desfiladero toda nuestra caballería.
—¿Podrán los cornac todavía hacerse obedecer?
—Esperemos. Apresurémonos: ya hemos perdido a doce hombres.
—¡Un lindo vacío para una columna tan minúscula! —respondió Yanez—. Un par de horas más de este fuego infernal, aunque sin ningún objetivo y todos nosotros estaremos muertos. ¡Y Khampur no llega...!
—Llegará cuando menos te lo esperes, hermanito. Vamos, arrojemos los elefantes dentro de los desfiladeros. Harán un hermoso estrago.
La orden había sido dada rápidamente. Los cornac no podían contener más a las tres grandes bestias que el fuego, encendido detrás de ellas, las espantaba, y que goteaban sangre de numerosas heridas, ya que algunas balas habían llegado también sobre la cima de la colina.
—¿Pueden lanzarlos? —preguntó a los conductores el maharajá.
—Tienen demasiado miedo al fuego y prefieren enfrentar a las carabinas de los parias, Alteza —respondió un cornac.
—Ya están casi moribundos, pero algo harán todavía cuando se encuentren estrechados entre las bandas de Sindhia.
Las tres grandes bestias, que barritaban siempre más espantosamente y que casi no obedecían más a sus conductores, fueron empujadas hacia los tres desfiladeros, acosadas por una lluvia de tizones ardientes.
—¡Fuera! —gritó Sandokan, retomando su lugar detrás de la ametralladora—. ¡Láncenlos!
Los tres paquidermos intentaron primero retroceder, pero viendo las hogueras quemar en gran número, espantados también por los gritos feroces de los dayak y malayos, tomados casi por una imprevista locura, se precipitaron cada uno en un desfiladero, agitando furiosamente las poderosas probóscides.
—Veamos —dijo Sandokan—. Si este intento no consigue detener a aquellos canallas, no nos queda mas que rendirnos. Tenemos el barranco detrás nuestro, que los caballos jamás podrían saltar.
En aquel momento, alaridos espantosos dominados por los barritos no menos espantosos se alzaron dentro de los tres desfiladeros ya llenos de cadáveres.
El choque de las tres grandes bestias con la gente de Sindhia había sucedido.
—¡Cómo gritan los faquires! —dijo Sandokan, que había retomado su lugar detrás de la ametralladora—. Ciertamente reciben buenos golpes de trompa.
Luego, alzando la voz, gritó:
—¡Vamos, tigres de la Malasia, un esfuerzo y habremos vencido por segunda vez a aquel loco! Aceleren el fuego y manténganse detrás de las trincheras.
Y volvió a comenzar a descargar torrentes de proyectiles, imitado por Yanez, por Sambigliong y por el doctor holandés, que eran los únicos que manejaban aquellos terribles instrumentos de guerra.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Como en el título de la séptima novela, “Sandokan alla riscossa”, este capítulo se llama “Sindhia a la riscossa”. Me decidí por la misma traducción de la palabra “riscossa” que utilicé en su momento para el título de la novela. Siendo que la primera acepción de la palabra “rescate” en el diccionario de la RAE es: “recobrar por precio o por fuerza lo que el enemigo ha cogido, y, por extensión, cualquier cosa que pasó a mano ajena”.

Mahout: “Maout” en el original, es aquella persona que maneja y conoce a un elefante. Proviene del hindi “mahaut” y “mahavat”, que significa “montador de elefantes”.

Espolón: Ramal corto y escarpado que parte de una sierra en dirección aproximadamente perpendicular a ella.

Mysore: El reino de Mysore fue un reino en la zona sur de la India, fundado en 1399 en las proximidades de la actual ciudad de Mysore. Estaba gobernado por la familia Wadiyar, inicialmente era un estado vasallo del Imperio Vijayanagara. Actualmente es la segunda ciudad más grande en el estado de Karnataka, en la India.

Guyarat: “Guzerate” en el original, es un estado que en la época de la colonia británica pertenecía a la provincia de Bombay. Está al noroeste de India limitando con Pakistán, actualmente es su estado más industrializado después de Maharashtra. En la ciudad de Surat, se concentra un importante centro de comercio de diamantes.

Costa de Coromandel: “Coromondal” en el original, es el nombre dado a la franja marítima de Tamil Nadu, en el sudeste de la India, bañada por el océano Índico.

Timur: Más conocido como Tamerlán, fue el último gran conquistador nómada turcomongol de Asia Central. Llegó a conquistar 8 millones de kilómetros cuadrados entre 1382 y 1405.

Tipu Saib: “Tippo Saib” en el original, nombre con el que se conocía al sultán indio Fateh Ali Tipu (20/11/1750 — 4/5/1799). Luchó contra ingleses y franceses durante su reinado. Intentó abolir el hinduismo en favor del islam.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 15 mi equivalen a 24,14 km; 20 mi equivalen a 32,19 km.

Florines: Dada la época en que transcurre la historia, deberían tratarse de los florines británicos, monedas acuñadas entre 1849 y 1967, equivalentes a un décimo de libra. Por lo tanto, 5.000.000 florines equivaldrían a 500.000 libras esterlinas. Siendo que la novela está ambientada en 1883, aproximadamente, a valores actuales (2022) se trataría de unas 67.572.850 libras esterlinas.

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