lunes, 19 de septiembre de 2022

XX. La muerte del rajá


El encuentro entre los tres elefantes, descendidos a gran carrera por los tres distintos vallecitos, y los hombres de Sindhia había sido espantoso.
Los pobres animales heridos en cien partes, todos chorreando sangre, se habían arrojado con terrible furia agitando las trompas.
Los asaltantes encerrados en los vallecitos, empujados por aquellos que venían detrás en millares y millares (ya que el rajá había empeñado toda su reserva compuesta casi exclusivamente de faquires, pésimos combatientes, como hemos dicho, pero que despreciaban absolutamente la vida), habían recibido un golpe terrible.
Espantados por la furia de los tres paquidermos, que no habían conseguido calmar con las carabinas, se habían aplastado, por así decirlo, contra las paredes rocosas de los tres valles y se dejaban matar sin siquiera defenderse.
Por otra parte, las ametralladoras continuaban tronando y se acumulaban cadáveres sobre cadáveres.
—¡Saccaroa! —exclamó Sandokan—. No esperaba tanto de estos animales completamente agotados por el hambre. ¡Cómo trabajan! ¡Rompen cabezas y resisten todavía! ¡Qué golpes! Parece que centenares de calabazas o durianes se chocaran. ¿Ves, Yanez? El asalto ha sido detenido.
—¿Hasta cuándo? —preguntó el portugués, que se encontraba a poca distancia del terrible pirata, detrás de una trinchera, sentado detrás de su ametralladora.
—Resistirán mientras puedan aquellos buenos animales. No pretendo que eliminen a los quince mil bandidos de Sindhia.
—Dentro de pocos minutos aquellas pobres bestias estarán en tierra. ¿Oyes cómo barritan raucamente? Estoy seguro de que ya soplan sangre por sus probóscides.
—Y nosotros lanzaremos ahora a todos nuestros caballos que haremos atar de seis en seis. Incluso aquellas bestias ya no son más necesarias para nosotros; y luego están agotadas.
—¡Buena idea! —dijo el maharajá—. Una carga de cien caballos siempre es impresionante, y nosotros los volveremos furiosos llenándoles sus orejas de ceniza caliente. Verás cómo hilarán: nadie los detendrá.
—Mientras yo me ocupo de las ametralladoras, tú has preparar los caballos. Apresúrate Yanez: nuestros elefantes están acabados.
En efecto, los tres gigantescos paquidermos, después de haber derribado a centenares de asaltantes y haber matado a no pocas docenas con grandes golpes de probóscide, no resistían más.
Un fuego infernal los golpeaba justo de frente, aumentando sus heridas ya numerosas. Si la primera línea de los faquires y de los parias había cedido bajo el brutal asalto y se había desmoronado, intentando salvarse por sobre las rocas, las otras que avanzaban siempre muy densas, disparaban furiosamente, llenando los tres vallecitos de nubes de humo pesado.
—Se acabó —dijo de pronto Sandokan, que comenzaba a preocuparse bastante por aquel formidable asalto, que solamente los montañeses de Khampur habrían podido detener—. ¡Pobres bestias!
Los tres paquidermos habían caído, uno después de otro, obstruyendo con sus cuerpazos el paso de los vallecitos. ¡Debían tener plomo en el cuerpo!
Los asaltantes de las primeras líneas, que se habían puesto a salvo sobre las rocas, viendo a los tres peligrosos adversarios caer para no levantarse más, habían bajado y retomado la marcha, ya seguros de conseguir conquistar el espolón que era la llave de la colina.
Mientras tanto, Yanez había llamado a reunir a todos los hombres disponibles y había hecho atar los caballos con cuerdas en varios grupos de seis cada uno.
Las pobres bestias, como si hubieran presagiado su estrago, habían intentado rebelarse, de modo que incluso los malayos, que combatían detrás de las trincheras al costado de las ametralladoras, habían tenido que dejar por un momento las carabinas y ayudar a los dayak y a los shikaris.
—¡Pronto! ¡Pronto! —gritaba Sandokan, que no conseguía contener más a los asaltantes que avanzaban furiosamente, escalando los cuerpazos inanimados y sangrantes de los paquidermos—. ¡Dentro de pocos minutos estarán sobre el espolón y entonces no sé qué sucederá...!
Los cien caballos, divididos como hemos dicho, fueron empujados con grandes gritos y golpes hacia la desembocadura de los vallecitos. Allí otros hombres los esperaban para llenarles sus orejas de ceniza caliente, operación un poco difícil, pero que sin embargo, fue llevada a cabo rápidamente.
Enloquecidos, los pobres animales que se sentían perseguidos por sus antiguos amos, se lanzaron abajo a carrera desenfrenada por los vallecitos, enfrentando resueltamente el fuego de los parias y faquires.
—Algo harán también estos —dijo Sandokan a Yanez—. Al menos retrasarán un poco el asalto.
—¡Y Khampur no se ve...! —respondió el portugués, cuya frente se había ofuscado bastante—. ¿Esta vez verdaderamente deberé perder la corona y también a la rani?
—Aquellos montañeses ya deberían estar aquí. ¿Kiltar nos habrá engañado?
—No creo. Aquel buen hombre nos ha dado muchas pruebas de amistad.
—¡Ah, pobres caballos! ¡Vamos, todos a las carabinas, cachorros de Mompracem! Dentro de poco aquí estará muy caliente y muchos de nosotros caeremos.
Las ametralladoras habían vuelto a funcionar, apoyadas por densas descargas de fusilería que batían los tres vallecitos.
Mientras tanto, los cien caballos se habían arrojado furiosamente contra los asaltantes, derribándolos y pisoteándolos, pero no tenían la resistencia de los paquidermos. Caían en grupos, fusilados casi a quemarropa, u horrendamente heridos por las largas lanzas de los faquires.
No habían transcurrido ni diez minutos, que ninguno más permanecía en pie. Pero la gente de Sindhia se encontraba ahora bastante incómoda como para abrirse paso en aquella carnicería que se extendía en los tres desfiladeros.
Había elefantes, había centenares de cadáveres humanos destripados por el fuego terrible de las ametralladoras, y caballos caídos en grupos y aún sujetos por las cuerdas.
Sin embargo, los asaltantes, enfurecidos por las grandes pérdidas sufridas, e incitados por los gritos terribles de los brahmanes, no dejaban de avanzar, deseosos de eliminar a aquel grupo de hombres que resistía tan tenazmente detrás de sus trincheras.
Ya se habían reunido en la extremidad de los vallecitos y comenzaban a dar el ataque al espolón.
Sandokan se había levantado, dejando por un momento la ametralladora. Cruzó los brazos sobre el pecho y mirando a Yanez, le dijo:
—Si dentro de media hora tus montañeses no están aquí, estaremos todos muertos. No creía que aquellos parias y faquires tuvieran tanta resistencia y tanto coraje; a pesar de que tienen los bacilos del cólera bajos sus morenas pieles. ¿Quieres que intentemos una carga desesperada?
—¿Un contraataque?
—Lancemos a los dayak con los campilán en puño y a los malayos detrás con las carabinas.
—¡Mala carta! —dijo el maharajá—. Apenas estén sobre el espolón, todos serán fulminados. Al menos aquí todavía tenemos defensas.
—Que durarán muy poco —respondió el Tigre de la Malasia, retomando su puesto—. Aquellos salvajes, derriban todo, si consiguen llegar hasta nosotros, y entonces...
—¡Calla! He oído hacia la jungla, sobre el gran camino que conduce a las montañas, una descarga de fusiles.
—¿Serán los montañeses de Khampur?
—Eso espero —respondió el portugués, cuyo rostro se había serenado—. ¡Vienen! ¡Vienen! Ya los oigo galopar.
—Yo también —dijo el Tigre—. Llegarán en un buen momento para salvar tu corona y la piel de todos los cachorros que he traído de la lejana Malasia. Vamos, consumamos todas las municiones e intentemos contener a aquellos rastreros hasta que lleguen los salvadores.
Las ametralladoras y carabinas habían reanudado su música infernal. Las balas barrían el espolón que los parias ya habían conquistado, abatiendo a un gran número de enemigos.
Como sabemos, todos los hombres que Sandokan había conducido consigo eran tiradores de primera, que difícilmente erraban el tiro; los shikaris de Yanez, viejos cazadores, no valían menos.
Ya las primeras columnas, desafiando impertérritas el fuego infernal que hacía grandes vacíos, estaban por lanzarse al asalto de la colina, cuando fueron vistas detenerse, y luego volver a bajar a través de los vallecitos, para refugiarse en los campamentos e intentar salvar a su señor.
Descargas formidables resonaban en el último tramo del camino que conducía de la capital a las montañas, acompañadas por alaridos ensordecedores.
—¡Abran paso a la rani! ¡Viva el maharajá!
Quince mil jinetes de Khampur se habían lanzado al ataque de los tres campos de Sindhia, dispersando rápidamente a los defensores o arrojándolos a tierra con golpes de cimitarra.
Los parias y faquires, que se encontraban sobre el espolón de la colina, se habían apresurado animadamente al encuentro con los jinetes, perseguidos por los cachorros de Mompracem, que consumían sus últimas cargas sin contarlas más.
Yanez, Tremal-Naik y Sandokan dejaron las ametralladoras en aquel momento siendo demasiado peligrosas para los montañeses que combatían y que se podían encontrar en la línea de tiro, y también se precipitaron a través de uno de los valles para apoyar a sus amigos.
En los tres campos de Sindhia se combatía ferozmente, pero ya todo era inútil para la gente del rajá, ya desmoralizada por el primer combate que había hecho grandes vacíos.
Intentaban aquí y allá reunirse conducidos por los brahmanes, que mostraban un coraje más que extraordinario, pero enseguida fueron a la ruina bajo los asaltos siempre más impetuosos de los montañeses.
La lucha se había concentrado alrededor de la gran tienda del rajá, que tres mil o cuatro mil faquires, decididos a hacerse degollar con tal de salvar a su señor, intentaban aún defender.
En cambio los parias habían sido los primeros en escapar, sin siquiera ocuparse de los coléricos que yacían en grandísimo número bajo las tiendas.
El ejército se disolvía rápidamente, a pesar de los esfuerzos desesperados de los brahmanes, que animaban con altísimos gritos a los combatientes.
Después de tres o cuatro cargas, Khampur, Kammamuri, Timul, el gurú y la rani, habiendo eliminado también a los faquires, cayeron dentro de la gran tienda del rajá, seguidos por una fuerte escolta.
Los otros daban caza a los fugitivos para impedirles reagruparse, y los perseguían hasta en los montes.
El rajá, sorprendido por la rapidez del ataque, no había tenido tiempo de huir. Quizá había contado demasiado con sus bandas escogidas, que no podían tener mucha consistencia.
Había quedado solo con Kiltar, y empuñaba dos largas pistolas, manteniéndose bajo la gran lámpara de plata.
—¡Atrás! —gritó viendo a Khampur y a los otros irrumpir en la vasta tienda—. ¡Soy el rajá de Assam y ustedes todavía son mis súbditos! ¡Atrás, miserables! ¡No tienen derecho a poner sus manos sobre mi persona, que es de sangre principesca!
—Hemos venido aquí para arrestarlo, Alteza —dijo Khampur—. Hemos recibido la orden.
—¿De quién?
—De la rani.
—¡Bromeas! Aquella mujer no osaría tanto contra mí, ahora que el maharajá ha sido asesinado por mis valientes sobre la cima de la colina.
—¡Ah, canalla! —gritó una voz—. ¿También esto inventas para espantar a mi mujer? ¡Mírame! Estoy más vivo que antes.
Era Yanez que así había hablado y que había llegado justo en buen momento. Sandokan y Tremal-Naik lo habían seguido, abriéndose impetuosamente paso entre los montañeses que llenaban la tienda, y que por temor a alguna traición se habían estrechado alrededor de la rani.
El rajá, viendo a Yanez, rechinó los dientes como un chacal enojado y dio cinco o seis pasos atrás empuñando siempre las pistolas.
—¡Ríndete! —gritó el portugués—. Ya todo tu ejército se ha esfumado y no tienes más fondos para contratar otra gente.
—¿Rendirme? —exclamó el rajá con voz oscura—. ¿Y qué harás conmigo?
—¡Te mandaremos de nuevo a Calcuta! —gritó una voz femenina de acento metálico.
—¡Surama! —gritó Yanez.
—Sí, soy yo, esposo dilecto.
—¿Y nuestro hijo?
—Está seguro en la montaña.
—Lo mandaremos de nuevo a Calcuta a este hombre, o lo embarcaremos para Malasia junto con Sandokan y con los tigres de Mompracem. Así no nos fastidiará más.
Sindhia prorrumpió en una gran carcajada.
—Ah —dijo luego—, ¿ustedes quieren llevarme de nuevo entre los locos y piensan ahora sacarme de la India para conducirme a aquel país de bárbaros? Sindhia, el rajá de Assam, morirá a la sombra de las pagodas y será sepultado en tierra sagrada.
—Te obligaremos a embarcarte —dijo Yanez—. Estamos decididos.
—Yo te digo, príncipe blanco, que no dejaré este país.
—Te pondremos sobre uno de los elefantes que me has sacado junto con mis rajputs.
—La guerra es la guerra —respondió Sindhia.
Dio otros cinco pasos atrás y dijo a Kiltar, que había sido el único en permanecer de todos sus combatientes:
—Dame una copa de gin o brandy. Tengo sed.
—No hay más jarros, Alteza —respondió el brahmán—. En la lucha se han roto todos.
—Pero hay una botella en aquella esquina y que apenas debe estar destapada. Dame de beber: me quemo.
Kiltar interrogó con la mirada a Yanez y en vez de obedecer, se arrojó detrás de las filas de los montañeses y de los malayos.
—¡Ah, también tú me traicionas! —aulló el loco—. ¿Entonces no soy nada más aquí? ¿No tengo ni siquiera un sirviente que me dé de beber?
Luego, con un arrebato salvaje se precipitó hacia la botella que debía contener todavía un par de quintas partes de ginebra y la vació de un trago, antes de que Khampur, que era el más cercano, hubiera podido impedírselo.
Entonces apuntó las dos pistolas gritando con voz terrible:
—Aquí morirán el maharajá y también el rajá.
Dos tiros de fuego resonaron.
El loco había disparado contra Yanez y había errado. Sus manos ya temblorosas no le permitían servirse más de aquellas espléndidas armas.
Cuando la nube de humo se esparció y los montañeses furiosos se lanzaban adelante con las cimitarras empuñadas, atronaron otras dos detonaciones.
El rajá, como el cruel Teodoro II, emperador de Abisinia, se había disparado en la boca volándose los sesos.
—¡Desgraciado! —gritó la rani.
Sandokan y Yanez se habían precipitado sobre el cuerpo del rajá, que había caído sobre una espléndida alfombra persa.
El rostro estaba destrozado, los ojos habían sido arrancados y de las orejas le salían pedazos de materia gris.
—En su lugar yo habría hecho lo mismo —dijo el Tigre de la Malasia.
—Sin embargo, todavía habría podido vivir feliz —dijo Yanez con voz triste.
Kiltar había acudido llevando un chal de Cachemira que arrojó sobre el cuerpo de su amo.
—Salgamos —dijo Yanez, tomando del brazo a la rani—. Aquí no tenemos nada más que hacer.
—Y por poco no te asesina —dijo Surama, que estaba presa de una violenta agitación.
—Vamos —dijo Sandokan—. Aquí reina el cólera: no lo olviden. Regresemos a nuestra saludable colina. Es verdad que tenemos al médico holandés, pero no sé si él solo podría curar a millares de enfermos.
—Y ni siquiera nuestra colina podría bastar para contenernos a todos nosotros —dijo Yanez—. Dejaremos aquí a un millar de hombres, pero nosotros, ahora que ningún peligro nos amenaza, alcanzaremos enseguida Jatrapur que cuenta con cien mil habitantes, los cuales no se han movido ni ante las peticiones ni las amenazas de Sindhia. Aquí ya todo está infectado. Se mueren y se pudren caballos, elefantes y centenares de hombres.
—¿Será aquella tu nueva capital?
—¿Quién sabe?
Barritos ensordecedores llegaron en aquel momento a sus oídos.
Kammamuri, ayudado por los cornac, había descubierto los veinte elefantes que el rajá había hecho esconder dentro de una densa floresta.
Los colosales animales bien apacentados no pedían más que dar un largo paseo.
—Partamos —dijo Yanez, ayudando a la rani a subir sobre el elefante más gigantesco, que había sido completamente enjaezado—. Con fuego y con balas bromeo, pero con el cólera, no.
Un cuarto de hora después una imponente caravana dejaba la capital destruida, que por el momento no podía servir más, moviéndose hacia Jatrapur. Se componía de veinte elefantes y catorce mil jinetes.
Mil hombres habían sido dejados en los campos de Sindhia para sepultar los cadáveres y curar a los coléricos, que eran un buen número, y gemían bajo las tiendas. El doctor holandés había tomado el comando de aquellos valerosos, que habrían podido huir enseguida para respirar aire puro.
Afortunadamente estaba la colina, con capacidad para que acampe un pequeño ejército.
Dos días después la rani y Yanez entraban en Jatrapur saludados por el pueblo jubiloso, que temió demasiado que el cruel Sindhia se hubiera sentado nuevamente en el imperio de Assam.
Kiltar, encargado de sepultar al suicida en uno de los mausoleos de la vieja capital que había escapado al fuego, enseguida los había alcanzado.
—¿Qué novedades, entonces? —le preguntó enseguida Yanez, que finalmente podía fumar cigarrillos a voluntad.
—El ejército del rajá se ha licuado y ya debe haber atravesado la frontera de Bengala. No regresarán más, ahora que no tienen un hombre que los guíe.
—¿Y el cólera?
—Aquel tôbib es extraordinario, Alteza. Los enfermos comienzan a mejorar.
—Y tú no llevas encima los gérmenes de la terrible epidemia, espero.
—No, Alteza, porque antes me he desinfectado cuidadosamente.
—Entonces puedes tomar parte de nuestra pequeña corte. Sabes que la rani te ha nombrado ministro de guerra. Merecías esta recompensa.
Por dos meses Yanez, su mujer y Sandokan, con Tremal-Naik y Kammamuri, permanecieron en la ciudad, luego, habiendo terminado la epidemia, regresaron a Gauhati para reedificar la capital.
Ya millares y millares de habitantes habían regresado y se habían puesto prontamente a trabajar ayudados por los mil montañeses que no tenían más coléricos que curar.
—¿Será esta la última vez que me harás venir de Mompracem? —preguntó el Tigre una linda mañana a Yanez, mientras eran enjaezados cuatro elefantes y armados con ametralladoras.
—Al griego lo matamos en el lago Kinabalu; Sindhia se ha matado. Ahora espero reinar finalmente tranquilo y poder dedicarme entero a mi hijo.
—Recuerda, hermanito, que estoy siempre listo. Estas carreras me gustan. Ya en Mompracem no se combate más y mis cachorros engordan enormemente.
Se abrazaron como si fueran dos verdaderos hermanos, besándose varias veces en las mejillas, luego Sandokan, después de haber saludado a la rani que tenía en brazos al pequeño Soarez, montó sobre el primer elefante con el médico holandés.
Los otros tres los seguían con los howdah llenos de gente resuelta: eran malayos y dayak, gente que ciertamente no tenía miedo ni de los parias ni de los faquires.
Tres semanas después un despacho llegaba a Yanez. Anunciaba que la travesía había sido feliz y que Sandokan había vuelto a encontrar a su amiga holandesa más bella que nunca.
Un año después Gauhati había resurgido más espléndida que antes.
Yanez finalmente podía respirar y dedicarse a su pueblo.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

No estoy del todo seguro de que la ciudad a la que se dirigen sea Jatrapur. En el original el nombre es Jaintapru, sin embargo, en los mapas antiguos no encontré esta ciudad. Por cercanía, creo que mi suposición puede ser cierta.

Y con este capítulo terminan las andanzas de Sandokan, Yanez, Tremal-Naik, Kammamuri y los terribles cachorros de Mompracem, relatadas por Emilio Salgari. Quedan otras aventuras surgidas de diferentes plumas, pero ese es otro tema.

Durián: “Durion” en el original, es un árbol de unos 25 m de alto, originario del sudeste asiático. Su fruto tiene varias formas y puede llegar a los 40 cm de circunferencia y entre 2 y 3 kg de peso. Tiene un caparazón de espinas verdes o café. Tiene gusto intenso y agradable, textura cremosa y olor muy fuerte. En donde crece, se lo considera el rey de las frutas.

Gin: Voz inglesa que en castellano se conoce como ginebra, una bebida alcohólica obtenida de semillas y aromatizada con las bayas del enebro.

Brandy: Voz inglesa que en castellano se conoce como brandi, un aguardiente, sobre todo coñac, elaborado fuera de Francia.

Teodoro II: “Teodoro” en el original, fue emperador de Abisinia entre 1855 y 1868. Se suicidó con un revólver entregado por la reina Victoria de Inglaterra.

Abisinia: Actual Etiopía, país situado en el Cuerno de África. Abisinia estuvo en conflicto con Italia a fines del siglo XIX y a principios del XX, donde la colonizó momentáneamente.

Cachemira: “Cachemire” en el original, es una región ubicada al norte del subcontinente Indio, compartida por China, India y Pakistán.

Jatrapur: “Jaintapru” en el original, es una ciudad de la división de Rangpur en Bangladés. Está ubicada a unos 300 km al oeste de Guwahati, sobre el río Brahmaputra. También se la puede encontrar como Jatnapur.

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