jueves, 12 de diciembre de 2013

IV. Tigres y leopardos


En menos de diez minutos, los dos piratas llegaron a la orilla del riachuelo. Todos sus hombres estaban subidos a bordo de los praos y estaban bajando las velas siendo que el viento había cesado.
—¿Qué sucede? —preguntó Sandokan, brincando al puente.
—Capitán, nos asaltan —dijo Giro-Batol—. Un crucero nos bloquea el camino en la desembocadura del río.
—¡Ah! —dijo el Tigre—. ¿Vienen a asaltarme hasta aquí estos ingleses? Pues bien cachorros, empuñen las armas y salgamos al mar. ¡Mostraremos a estos hombres cómo combaten los tigres de Mompracem!
—¡Viva el Tigre! —aullaron las dos tripulaciones, con terrible entusiasmo—. ¡Al abordaje! ¡Al abordaje!
Un instante después los dos leños descendían el riachuelo y tres minutos más tarde salían a pleno mar.
A seiscientos metros de la costa, un gran navío de línea, con un peso de más de mil quinientas toneladas y potentemente armado, navegaba a poco vapor cerrando el camino del oeste.
Sobre su puente se oían redoblar los tambores que llamaban a los hombres a los puestos de combate y se oían los comandos de los oficiales. Sandokan miró fríamente a aquel formidable adversario y, antes que espantarse de su mole, de su numerosa artillería y de su tripulación tres y quizá cuatro veces más numerosa, tronó:
—¡Cachorros, a los remos!
Los piratas se precipitaron bajo el puente metiendo mano a los remos, mientras los artilleros apuntaban los cañones y las espingardas.
—Ahora a nosotros dos, navío maldito —dijo Sandokan, cuando vio los praos hilar como flechas bajo el impulso de los remos.
Súbitamente un chorro de fuego relampagueó sobre el puente del crucero y una bala de grueso calibre silbó entre los mástiles del prao.
—¡Patan! —gritó Sandokan—. ¡A tu cañón!
El malayo, que era uno de los mejores cañoneros que ostentaba la piratería, dio fuego a su pieza. El proyectil, que se alejaba silbando, fue a quebrar el asta de la bandera.
El leño de guerra, en vez de responder, viró de bordo presentando las troneras de babor, de las cuales salían las extremidades de una media docena de cañones.
—Patan no pierdas un solo tiro —dijo Sandokan, mientras un cañonazo retumbaba sobre el prao de Giro-Batol—. Rompe los mástiles de aquel maldito, quiébrale las ruedas, desmóntale las piezas y cuando no tengas más el ojo asegurado, hazte matar.
En aquel instante el crucero pareció incendiarse. Un huracán de hierro atravesó el aire y chocó de lleno a los dos praos alisándolos como pontones. Alaridos espantosos de rabia y de dolor se alzaron entre los piratas, sofocados por una segunda andanada que mandó desordenadamente remeros, artillería y artilleros.
Hecho esto el leño de guerra, envuelto entre torbellinos de humo negro y blanco, viró de bordo a menos de cuatrocientos pasos de los praos y se fue un kilómetro más lejos, listo a recomenzar el fuego. Sandokan, que permanecía ileso, pero derribado por una verga, se había enseguida realzado.
—¡Miserable! —tronó, mostrando el puño al enemigo—. ¡Vil, tú huye, pero te alcanzaré!
Con un silbido llamó a sus hombres en cubierta.
—¡Pronto, echen una barricada delante de los cañones y luego adelante!
En un santiamén, en la proa de los dos leños fueron acumulados mástiles de recambio, toneles llenos de balas, viejos cañones desmontados, y escombros de todo tipo, formando una sólida barricada. Veinte hombres, los más robustos, redescendieron para maniobrar los remos, pero los otros se agolparon detrás de las barricadas con sus manos arrugadas alrededor de las carabinas y los dientes apretados sobre los puñales que centelleaban entre los estremecidos labios.
—¡Adelante! —comandó el Tigre.
De ambas partes se reanudó la música infernal, respondiendo golpe por golpe, bala por bala, metralla contra metralla.
Los tres leños, decididos a sucumbir, pero no a retroceder, casi no se divisaban más, envueltos como estaban en inmensas nubes de humo que una calma obstinada mantenía sobre los puentes, pero rugían con igual furor y los relámpagos se sucedían a los relámpagos y las detonaciones a las detonaciones.
El navío de línea tenía la ventaja de su mole y de su artillería, pero los dos praos, que el valeroso Tigre conducía al abordaje, no cedían. Rasos como pontones, horadados en cien lugares, descosidos, irreconocibles, ya con el agua en la bodega, ya llenos de muertos y de heridos, continuaban tirando adelante, a pesar del continuo acoso de las balas.
El delirio se había apoderado de aquellos hombres y todos no pedían más que subir al puente de aquel formidable navío de línea y, si no para vencer, al menos para morir en campo enemigo.
Patan, fiel a la palabra dada, se había hecho matar detrás de su cañón, pero otro hábil artillero había tomado su lugar; otros hombres habían caído y otros todavía, horrendamente heridos, con los brazos o con las piernas cortados, se debatían desesperadamente entre torrentes de sangre.
Un cañón había sido desmontado en el prao de Giro-Batol y una espingarda casi no tiraba más, ¿pero qué importaba?
Sobre el puente de los dos leños resistían otros tigres sedientos de sangre, que cumplían valerosamente su deber.
El hierro silbaba sobre aquellos valientes, arrancaba brazos y hundía pechos, regaba los puentes, quebraba las amuras, trituraba todo, pero ninguno hablaba de retroceder, antes insultaban al enemigo y aún lo desafiaban y, cuando un golpe de viento desembarazaba a aquellos pobres leños de los nubarrones que los cubrían, se veían, detrás de las semi rotas barricadas, rostros sombríos y fruncidos de furor, ojos inyectados de sangre que centelleaban fuego con cada relampaguear de la artillería, dientes que chirriaban sobre las hojas de los puñales y en medio de aquella horda de verdaderos tigres, su jefe, el invencible Sandokan que, con la cimitarra en el puño, la mirada ardiente, los largos cabellos sueltos sobre los húmeros, animaba a los combatientes con una voz que resonaba como una tromba entre el retumbar de los cañones. La terrible batalla duró veinte minutos, luego el crucero se puso a otros seiscientos pasos más atrás, para no ser abordado.
Un alarido de furor estalló a bordo de los dos praos, ante aquella nueva retirada. Ya no era más posible luchar con aquel enemigo que, aprovechándose de su máquina, evitaba cada abordaje. Sandokan no obstante no quería ceder todavía.
Derribando con un irresistible empujón a los hombres que lo circundaban se inclinó sobre el cañón que estaba cargado, corrigió la puntería y dio fuego. Pocos segundos después el palo mayor del crucero, disparado en la base, se precipitaba al mar con todos los tiradores de las cofas y de las crucetas. Mientras el navío de línea se detenía para salvar a sus hombres que estaban por ahogarse y suspendía el fuego, Sandokan aprovechaba para embarcar en su propio leño a la tripulación de Giro-Batol.
—¡Y ahora, a la costa y al vuelo! —tronó.
El prao de Giro-Batol, que se mantenía a flote por un verdadero prodigio, fue súbitamente desalojado y abandonado a las olas con su carga de cadáveres y con sus piezas de artillería ya inservibles.
Súbitamente los piratas pusieron mano a los remos y aprovechando la inacción del navío de línea, se alejaron deprisa refugiándose en el riachuelo. ¡Era tiempo! El pobre leño, que hacía agua por todas partes, no obstante los tapones metidos apresuradamente en los agujeros abiertos por las balas del crucero, se hundía lentamente.
Gemía como un moribundo bajo el peso del líquido invasor y tambaleaba, tendiendo a inclinarse a babor.
Sandokan, que se había puesto a la caña del timón, lo dirigió hacia la ribera cercana y lo encalló en un banco de arena.
Apenas los piratas se dieron cuenta de que no corría ningún peligro de hundirse, irrumpieron sobre la toldilla como una manada de tigres hambrientos, con las armas en puño, las facciones contraídas por el furor, prontos a recomenzar la lucha con igual ferocidad y resolución.
Sandokan los detuvo con un gesto, luego dijo, mirando el reloj que llevaba a la cintura:
—Son las seis: dentro de dos horas el sol habrá desaparecido y la oscuridad se desplomará sobre el mar. Que todo el mundo se ponga prontamente a trabajar a fin de que el prao, para la medianoche, esté listo a retomar el mar.
—¿Atacaremos al crucero? —preguntaron los piratas, agitando frenéticamente las armas.
—No se los prometo, pero les juro que llegará muy pronto el día en que vengaremos la derrota. Nosotros mostraremos, al relampaguear de los cañones, nuestra bandera blandiendo sobre los bastiones de Victoria.
—¡Viva el Tigre! —aullaron los piratas.
—Silencio —tronó Sandokan—. Manden a dos hombres a la desembocadura del riachuelo a espiar al crucero y otros dos a los bosques, a fin de evitar ser sorprendidos, curen a los heridos, luego todos a trabajar.
Mientras los piratas se apresuraban a vendar las heridas referidas por sus compañeros, Sandokan se fue a popa y permaneció algunos minutos en observación, apresurando la mirada hacia la bahía, en cuyo espejo de agua se divisaba un fragmento de la floresta. Buscaba sin duda descubrir al crucero, pero éste parecía que no había osado entrar cerca de la costa, quizá por temor a encallarse en los numerosos bancos de arena que allí se extendían.
—Ellos saben cómo mantenerse —murmuró el formidable pirata—. Esperen a que nosotros salgamos de nuevo al mar para exterminarlos, pero si creen que yo voy a lanzar a mis hombres al abordaje se engañan. El Tigre también sabe ser prudente.
Se sentó sobre el cañón, luego llamó a Sabau.
El pirata, uno de los más valerosos, que ya se había ganado el grado de subjefe, después de haber jugado veinte veces su propia piel, acudió.
—Patan y Giro-Batol están muertos —le dijo Sandokan con un suspiro—. Se han hecho matar sobre su propio prao, a la cabeza de los valerosos que buscaban arrastrar a la nave maldita. El comando te pertenece ahora a ti y te lo confiero.
—Gracias, Tigre de la Malasia.
—Tú serás valeroso a la par del resto.
—Cuando mi jefe me ordene hacerme matar, estaré listo para obedecerle.
—Ahora ayúdame.
Reunieron sus fuerzas, empujaron a popa el cañón y las espingardas, y los apuntaron hacia la pequeña bahía a fin de barrerla a tiros de metralla, en el caso de que las chalupas del crucero hubiesen intentado forzar la desembocadura del riachuelo.
—Ahora podemos estar seguros —dijo Sandokan—. ¿Has mandado a dos hombres a la desembocadura?
—Sí, Tigre de la Malasia. Deben haberse emboscado entre los cañaverales.
—¡Buenísimo!
—¿Esperaremos la noche para salir al mar?
—Sí, Sabau.
—¿Conseguiremos engañar al crucero?
—La luna se alzará muy tarde y quizá lo hagamos a menos que se muestre. Veo alzarse nubes del sur.
—¿Pondremos rumbo a Mompracem, jefe?
—Directamente.
—¿Y sin venganza?
—Somos muy pocos, Sabau, para enfrentar a la tripulación del crucero y, luego, ¿como responder a su artillería? Nuestro leño no está en condiciones de sostener un segundo combate.
—Es verdad, jefe.
—Paciencia por ahora; el día de la revancha vendrá y muy pronto.
Mientras los dos jefes charlaban, sus hombres trabajaban con febril ensañamiento. Eran todos útiles marineros y entre ellos no faltaban ni los carpinteros ni los maestros del hacha.
En sólo cuatro horas irguieron dos nuevos masteleros, repararon las amuras, taparon todos los agujeros y renovaron las maniobras, habiendo a bordo abundancia de cabos, fibras, cadenas y cuerdas.
A las diez el leño podía no sólo retomar el mar, sino hasta afrontar un nuevo combate, habiendo sido erguidas incluso barricadas formadas con troncos de árboles, a fin de proteger el cañón y las espingardas. Durante aquellas cuatro horas, ninguna chalupa del crucero había osado mostrarse en las aguas de la bahía.
El comandante inglés, sabiendo con qué individuos tenía que tratar, no había creído oportuno empeñar a sus hombres en una lucha terrestre. Por otra parte se creía ciertamente seguro para obligar a los piratas a rendirse o de rechazarlos hacia la costa, estuvo tentado de asaltarlos o de hacerse a la mar. Hacia las once, Sandokan, que estaba resuelto a intentar la salida al mar, hizo volver a llamar a los hombres que había mandado a vigilar la desembocadura del río.
—¿Está libre la bahía? —les preguntó.
—Sí —respondió uno de los dos.
—¿Y el crucero?
—Se encuentra delante de la bahía.
—¿Muy lejos?
—Una media milla.
—Tendremos espacio suficiente para pasar —murmuró Sandokan—. La oscuridad protegerá nuestra retirada.
Luego, volviéndose hacia Sabau, dijo:
—Partamos.
Enseguida quince hombres descendieron al banco y con una sacudida poderosa empujaron al prao en el río.
—Que ninguno mande un grito por ningún motivo —dijo Sandokan, con voz imperiosa—. Tengan en cambio bien abiertos los ojos y las armas listas. Nos estamos por jugar una tremenda partida.
Se sentó cerca de la caña del timón, con Sabau al lado y guió resueltamente el leño a la desembocadura del riachuelo.
La oscuridad favorecía su fuga. Sin luna en el cielo, es más ni siquiera una estrella, ni tampoco aquel vago claror que proyectan las nubes cuando el astro nocturno las ilumina superiormente.
Gruesas nubes habían invadido la bóveda celeste, interceptando completamente casi cualquier claror. La sombra luego proyectada por los gigantescos durián, las palmeras y las desmesuradas hojas de los bananos, era tal que Sandokan penaba mucho para distinguir las dos orillas del riachuelo.
Un silencio profundo, apenas roto por el leve borbotar del agua reinaba sobre aquel pequeño curso de agua. No se oía ningún susurro de hojas, no habiendo ningún hálito de viento bajo las densas bóvedas de aquellos grandes vegetales y hasta sobre el puente del leño no se oía ningún murmullo.
Parecía que todos aquellos hombres desplegados entre la proa y la popa, no respiraban más, por temor a perturbar aquella calma.
El prao estaba ya junto a la desembocadura del riachuelo, cuando después de un leve roce se detuvo.
—¿Encallados? —preguntó brevemente Sandokan.
Sabau se inclinó sobre la amura y escrutó atentamente las aguas.
—Sí —dijo luego—. Hay un banco debajo de nosotros.
—¿Podremos pasar?
—La marea sube rápido y creo que dentro de pocos minutos podremos continuar el descenso del río.
—Esperemos entonces.
La tripulación, aún cuando ignorase a consecuencia de qué causa el prao se había detenido, no se había movido. No obstante Sandokan había oído el crujido bien conocido de las carabinas que fueron armadas y había divisado a los artilleros inclinarse silenciosamente sobre la pieza de cañón y sobre las dos espingardas. Pasaron algunos minutos de angustiosa expectación por todos, luego se oyeron hacia la proa y bajo la quilla los crujidos. El prao, levantado por la marea que subía rápida, se deslizaba sobre el banco de arena. De pronto se liberó de aquel fondo tenaz, ondulando levemente.
—Desplieguen una vela —comandó brevemente Sandokan a los hombres de maniobra.
—¿Bastará, jefe? —preguntó Sabau.
—Por ahora sí.
Un momento después una vela latina fue desplegada sobre el trinquete. Estaba pintada de negro, de modo que debía confundirse completamente con las sombras de la noche.
El prao apresuró el descenso, siguiendo el serpenteo del riachuelo. Superó felizmente la barrera pasando entre los bancos de arena y los escollos, atravesó la pequeña bahía y salió silenciosamente al mar.
—¿El navío de línea? —preguntó Sandokan, saltando en pie.
—Ahí está, allá, a media milla de nosotros —respondió Sabau.
En la dirección indicada, se divisaba confusamente una masa oscura, sobre la cual giraban de vez en cuando pequeños puntos luminosos, ciertamente las escorias escapadas de la chimenea.
Escuchando atentamente, se oían también los sordos quejidos de las calderas.
—Tienen los fuegos todavía encendidos —murmuró Sandokan—. Ellos entonces nos esperan.
—¿Pasaremos inadvertidos, jefe? —preguntó Sabau.
—Lo espero. ¿Ves alguna chalupa?
—Ninguna, jefe.
—Rozaremos primero la playa, para mejor confundirnos con la masa de las plantas, luego nos haremos a la mar.
El viento era más bien débil, pero el mar estaba calmo como si fuese de aceite. Sandokan mandó desplegar también sobre el palo mayor una vela, luego apresuró el leño hacia el sur, siguiendo la sinuosidad de la costa.
Estando las playas cubiertas por grandes árboles que proyectaban sobre las aguas una oscura sombra, había pocas probabilidades de que el pequeño leño corsario pudiese ser descubierto.
Sandokan, siempre a la caña del timón, no perdía de vista al formidable adversario que de un instante a otro podía de golpe despertarse y podría cubrir el mar y la costa con huracanes de hierro y de plomo.
Estudiaba para engañarlo, pero en el fondo del alma el orgulloso hombre se dolía de dejar aquellos parajes sin la revancha. Habría deseado encontrarse ya en Mompracem, pero habría también deseado otra tremenda batalla. Él, el formidable Tigre de la Malasia, el invencible jefe de los piratas de Mompracem, tenía casi vergüenza de irse así, discretamente, como un ladrón nocturno. Solamente esta idea le hacía bullir la sangre y le hacía inflamar la mirada en una cólera tremenda. ¡Oh! ¡Cómo habría saludado un tiro de cañón, hasta algún signo de una nueva y más desastrosa derrota! El prao se había ya alejado a quinientos o seiscientos pasos de la bahía y se preparaba para hacerse a la mar, cuando a popa, en la estela, apareció un extraño centellear. Parecía que miríadas de llamitas surgían de la profundidad tenebrosa del mar.
—Estamos por traicionarnos —dijo Sabau.
—Tanto mejor —respondió Sandokan con una sonrisa feroz—. No, esta retirada no era digna de nosotros.
—Es verdad, capitán —respondió el malayo—. Mejor morir con las armas en puño que huir como chacales.
El mar continuaba poniéndose fosforescente. Delante de la proa y detrás de la popa del leño, los puntos luminosos se multiplicaban y la estela se ponía aún más luminosa. Parecía que el prao dejase atrás un surco de betún ardiente o de azufre licuado.
Aquella franja, que centelleaba vivamente entre la oscuridad circunstante, no debía pasar inobservada a los hombres de guardia del crucero. De un instante a otro podía tronar imprevistamente el cañón.
Hasta los piratas, desplegados en la toldilla, se habían dado cuenta de aquella fosforescencia, pero ninguno había hecho un solo gesto o había pronunciado una sola palabra que pudiese traicionar alguna aprensión. Incluso ellos no sabían resignarse a irse sin disparar un tiro de fusil.
Un granizo de metralla habría sido saludado con un alarido de alegría. Habían apenas transcurrido dos o tres minutos, cuando Sandokan, que tenía siempre la mirada fija sobre el crucero, vio encenderse los fanales de navegación.
—¿Nos han avisado, quizá? —se preguntó.
—Lo creo, jefe —respondió Sabau.
—¡Mira!
—Sí, veo que las escorias escapan más numerosas de la chimenea. Alimentan los fuegos.
De pronto Sandokan saltó en pie con la cimitarra en puño.
—¡A las armas! —habían gritado a bordo del leño de guerra.
Los piratas se habían de pronto reanimado, mientras los artilleros se habían precipitado sobre el cañón y las dos espingardas. Todos estaban listos para empeñar la lucha suprema.
Después de aquel primer grito había sucedido un breve silencio a bordo del crucero, pero luego la misma voz, que el viento llevaba claramente hacia el prao, repitió:
—¡A las armas! ¡A las armas! ¡Los piratas huyen!
Poco después se oyó un tambor redoblar sobre el puente del crucero. Llamaba a los hombres a sus puestos de combate.
Los piratas adosados a las amuras o atestados detrás de las barricadas formadas con troncos de árboles, no respiraban, pero sus facciones, vueltas feroces, traicionaban su estado de ánimo. Sus dedos se arrugaban sobre las armas, impacientes por apretar los gatillos de sus formidables carabinas.
Los tambores continuaban redoblando sobre el puente del leño enemigo. Se oían las cadenas de las anclas chirriar a través de los escobenes y los golpes secos del cabrestante.
El navío de línea se preparaba a dejar el anclaje para asaltar a la pequeña nave corsaria.
—¡A tu pieza, Sabau! —comandó el Tigre de la Malasia—. ¡Ocho hombres a las espingardas!
Había apenas dado aquel comando, cuando una llama brilló a proa del crucero, sobre el castillo, iluminando bruscamente el trinquete y el bauprés. Una detonación aguda atronó, seguida de súbito por el ronquido metálico del proyectil sibilante a través de los estratos de aire.
El proyectil embotó la extremidad de la verga mayor y se perdió en el mar, levantando un gran estallido espumante.
Un alarido de furor resonó a bordo del leño corsario. Ahora ya era necesario aceptar la batalla y era esto lo que deseaban aquellos atrevidos espumantes del mar malayo.
Un humo rojizo escapaba de la chimenea del navío de línea. Se oían las ruedas morder apresuradamente las aguas, los quejidos roncos de las calderas, los comandos de los oficiales, los pasos precipitados de los hombres. Todos se apresuraban a correr a sus puestos de combate.
Los dos fanales fueron vistos cambiar de posición. El navío de línea corría sobre el pequeño leño corsario para cortarle la retirada.
—¡Preparémonos para morir como valientes! —gritó Sandokan que ya no se ilusionaba sobre el éxito de aquella tremenda pugna.
Un alarido solo le respondió:
—¡Viva el Tigre de la Malasia!
Sandokan, con un vigoroso golpe de caña, viró de bordo, y mientras sus hombres orientaban rápidamente las velas, apresuró el leño al encuentro del navío de línea para intentar abordarlo y arrojar a sus hombres sobre el puente del enemigo.
El cañoneo comenzó muy pronto de una parte y de la otra. Se tiraban bala y metralla.
—¡Vamos ahora, cachorros, al abordaje! —tronó Sandokan—. ¡La partida no está igualada, pero nosotros somos los tigres de Mompracem!
El crucero avanzaba rápidamente, mostrando su agudo espolón y rompiendo la oscuridad y el silencio con un furioso cañoneo. El prao, verdadero juguete frente a aquel gigante, a quien le bastaba un solo golpe para mandarlo a pique quebrado en dos, con una audacia increíble sin embargo lo asaltaba, cañoneando lo mejor que podía.
La partida no obstante, como había dicho Sandokan, no estaba igualada, es más, era demasiado desigual. Nada podía intentar aquel pequeño leño contra aquella poderosa nave construida en hierro, y armada poderosamente.
El éxito final, a pesar del valor desesperado de los tigres de Mompracem, no debía de ser difícil de adivinar.
Todavía los piratas no perdían el ánimo y quemaban sus cargas con admirable rapidez, intentando exterminar a los artilleros de la cubierta y abatir a los marineros de las maniobras, disparando furiosamente sobre el alcázar, sobre el castillo de proa y sobre las cofas.
Dos minutos después no obstante, su leño, oprimido por los tiros de la artillería enemiga, no era más que ruinas.
Los mástiles estaban caídos, las amuras habían sido desfondadas, y hasta las barricadas de troncos de árbol no ofrecían más reparo a aquella tempestad de proyectiles. El agua ya entraba por los numerosos desgarros, inundando la bodega. Sin embargo, ninguno hablaba de rendición. Querían morir todos, pero allí arriba, sobre el puente enemigo. Las descargas mientras tanto se hacían siempre más tremendas. La pieza de Sabau ya había sido desmontada y media tripulación yacía sobre la toldilla masacrada por la metralla.
Sandokan comprendió que la última hora estaba por tocar para los tigres de Mompracem.
La derrota era completa. No era más posible hacer frente a aquel gigante que vomitaba a cada instante nubarrones de proyectiles. No quedaba más que intentar el abordaje, una locura, ya que ni siquiera sobre el puente del crucero la victoria podía sonreirles a aquellos valerosos.
No quedaban en pie más que doce hombres, doce tigres no obstante guiados por un jefe cuyo valor era increíble.
—¡A mí, mis valientes! —gritó él.
Los doce piratas, con los ojos trastornados, espumantes de rabia, con los puños cerrados como tenazas alrededor de las armas, escudándose en los cadáveres de los compañeros, se le estrecharon alrededor.
El navío de línea corría entonces a todo vapor sobre el prao, para hundirlo con el espolón, pero Sandokan, apenas lo vio a pocos pasos, con un golpe de caña evitó el choque y lanzó su leño contra la rueda de babor del enemigo. Ocurrió un choque violentísimo. El leño corsario se plegó sobre estribor embarcando agua y vertiendo muertos y heridos al mar.
—¡Lancen los garfios! —tronó Sandokan.
Dos garfios de abordaje se fijaron en los flechastes del crucero. Entonces los trece piratas, locos de furor, sedientos de venganza, se lanzaron como un solo hombre al abordaje.
Ayudándose con las manos y con los pies, agarrándose a las ventanillas de las baterías y a las guindalezas, se treparon por la rueda, alcanzaron la amura y se precipitaron sobre el puente del crucero, antes aún de que los ingleses, estupefactos por tanta audacia, hubieran pensado en rechazarles.
Con el Tigre de la Malasia a la cabeza se precipitaron sobre los artilleros, masacrándolos sobre sus piezas, desbarataron a los fusileros que habían acudido para cerrarles el paso, luego, acosando con golpes de cimitarra a diestra y siniestra, se dirigieron a popa.
En aquel lugar, a los gritos de los oficiales, se habían prontamente reunido los hombres de la batería. Eran sesenta o setenta, pero los piratas no se detuvieron a contarlos y se arrojaron furiosamente sobre las puntas de las bayonetas empeñando una lucha titánica. Lanzando golpes desesperados, cortando brazos y quebrando cabezas, aullando para propagar mayor terror, cayendo y realzándose, ahora retrocediendo, ahora avanzando, por algunos minutos pusieron a prueba a todos aquellos enemigos, pero, golpeados por los mosquetes de los hombres de las cofas, por los sablazos a la espalda, acosados por delante por las bayonetas, aquellos valerosos cayeron.
Sandokan y otros cuatro, cubiertos de heridas, con las armas ensangrentadas hasta la empuñadura, con un esfuerzo poderoso se abrieron paso e intentaron ganar la proa, para detener a tiros de cañón aquella avalancha de hombres.
A mitad del puente Sandokan cayó golpeado en pleno pecho por una bala de carabina, pero de súbito se realzó, aullando:
—¡Mátenlos! ¡Mátenlos...!
Los ingleses avanzaban a paso de carga con las bayonetas caladas. El choque fue mortal.
Los cuatro piratas que se habían arrojado delante de su capitán para cubrirlo, desaparecieron entre una descarga de fusiles, permaneciendo tiesos; pero no sucedió así con el Tigre de la Malasia.
El formidable hombre, a pesar de la herida que mandaba borbotones de sangre, con un salto inmenso alcanzó la amura de babor, abatió con el tocón de la cimitarra a un gaviero que buscaba retenerlo y se arrojó de cabeza al mar, desapareciendo bajo las negras olas.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

El primer enfrentamiento del que somos testigos y Sandokan resulta vencido. Varios términos navales aparecen nuevamente en este capítulo, muchos de los cuales se repiten de “Los misterios de la jungla negra”.

Cuando la nave enemiga enciende los fanales de navegación, en el original dice que son fanales de posición. Pero los de posición se utilizan cuando el buque está anclado, por eso ajusté la traducción.

Navío de línea: “Vascello” en el original, el que por su fortaleza y armamento puede combatir con otros en batalla ordenada o en formaciones de escuadra.

“...con un peso de...”: “...della portata di...” en el original, en realidad hace referencia al peso muerto (“portata lorda”) del barco. Es la medida para determinar la capacidad de carga sin riesgo y se expresa en toneladas métricas (masa).

Troneras: “Sabordi” en el original, son las aberturas en el costado de un buque, en el parapeto de una muralla o en el espaldón de una batería, para disparar con seguridad y acierto los cañones.

“...quiébrale las ruedas...”: “...schiantagli le route...” en el original. Los buques primitivos a vapor se los conocía en castellano como “vapor de ruedas” por llevar unas ruedas con paletas situadas generalmente a ambos lados del casco, o en la popa.

Castillo de proa: “Castello di prua” en el original, es la parte del buque que se eleva sobre la cubierta principal en el extremo de proa.

Cofas: “Coffe” en el original, es una meseta colocada horizontalmente en el cuello de un palo para fijar los obenques de gavia, facilitar la maniobra de las velas altas, y antiguamente, también para hacer fuego desde allí en los combates.

Caña del timón: “Barra” en el original, es la palanca encajada en la cabeza del timón y con la cual se maneja.

Crucetas: “Crocette” en el original, son las mesetas que en la cabeza de los masteleros sirven para los mismos fines que la cofa en los palos mayores, de la cual se diferencian en ser más pequeñas y no estar entabladas.

Chalupa: Embarcación pequeña, que suele tener cubierta y dos palos para velas.

Masteleros: “Alberetti” en el original, son los palos o mástiles menores que se ponen en los navíos y demás embarcaciones de vela redonda sobre cada uno de los mayores, asegurados en las cabezas de estos.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 0,5 mi equivalen a 0,80 km.

Vela latina: Vela triangular, envergada en entena, que suelen usar las embarcaciones de poco porte.

Fanal: Cada uno de los grandes faroles que, colocados en la popa de los buques, servían como insignia de mando.

Escobenes: “Cubie” en el original, son los agujeros a uno y otro lado de la roda de un buque, por donde pasan los cables o cadenas de amarra.

Cabrestante: “Argano” en el original, es un torno de eje vertical que se emplea para mover grandes pesos por medio de una maroma o cable que se va arrollando en él a medida que gira movido por la potencia aplicada en unas barras o palancas que se introducen en las cajas abiertas en el canto exterior del cilindro o en la parte alta de la máquina.

Bauprés: “Bompresso” en el original, es el palo grueso, horizontal o algo inclinado, que en la proa de los barcos sirve para asegurar los estayes del trinquete, orientar los foques y algunos otros usos.

Sibilante: Dicho de un sonido: Semejante a un silbido.

Verga mayor: “Pennone maestro” en el original, es la de mayores dimensiones, que es la que en barcos de cruz va cruzada en el cuello del palo mayor.

Espolón: Punta en que remata la proa de la nave.

Alcázar: “Cassero” en el original, es el espacio que media, en la cubierta superior de los buques, desde el palo mayor hasta la popa o hasta la toldilla, si la hay.

Guindalezas: “Gomene” en el original, en marina son cabos de 12 a 25 cm de mena (circunferencia), de tres o cuatro cordones corchados de derecha a izquierda y de 167 o más metros de largo, que se usan a bordo y en tierra.

Bayonetas: “Baionette” en el original, es un arma blanca que usan los soldados de infantería, complementaria del fusil, a cuyo cañón se adapta exteriormente junto a la boca.

Mosquete: “Moschetto” en el original, es un arma de fuego antigua, mucho más larga y de mayor calibre que el fusil, la cual se disparaba apoyándola sobre una horquilla.

Paso de carga: “Passo di carica” en el original, es el paso ligero o sea, el de la marcha con velocidad de 180 por minuto y longitud de 83 cm.

Gaviero: “Gabbiere” en el original, es el marinero a cuyo cuidado está la gavia y el registrar cuanto se pueda ver desde ella.

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