lunes, 16 de diciembre de 2013

V. La Perla de Labuan


Un hombre tal, dotado de una fuerza tan prodigiosa, de una energía tan extraordinaria y de un coraje tan grande, no debía morir.
En efecto, mientras el piróscafo proseguía su carrera transportado por los últimos batires de las ruedas, el pirata con un vigoroso golpe de talón volvía a salir a flote y se hacía a la mar, para no ser cortado en dos por el espolón del enemigo o atrapado por tiros de fusil.
Reteniendo los gemidos que le arrancaba la herida y refrenando la rabia que lo devoraba, se acurrucó, manteniéndose casi todo sumergido, en espera del momento oportuno para ganar las costas de la isla.
El leño de guerra viraba entonces de bordo, a menos de trescientos metros. Avanzó hacia el lugar donde se había hundido el pirata, con la esperanza de destrozarlo con las ruedas, luego volvió a virar.
Se detuvo un momento, como si volviese a escrutar aquel trecho de mar por él agitado, luego retomó la marcha, cortando en todas formas aquella porción de agua, mientras los marineros, calados en la red de chinchorro y sobre las mesas de guarnición, proyectaban por todos lados la luz de algunos fanales.
Convencidos de la inutilidad de la búsqueda, al fin se alejaron en dirección de Labuan.
El Tigre emitió entonces un grito de furor.
—¡Vete, navío execrado! —exclamó—. ¡Vete, pero llegará el día en que te mostraré cuán terrible es mi venganza!
Se pasó la faja sobre la sangrante herida, para detener la hemorragia que podía matarlo, luego, recogiendo sus propias fuerzas, se puso a nadar, buscando la playa de la isla.
Veinte veces sin embargo el formidable hombre se detuvo para mirar al leño de guerra que apenas distinguía y para lanzarle detrás una terrible amenaza. Había ciertos momentos en los cuales aquel pirata, herido quizá mortalmente, quizá aún demasiado lejos de las costas de la isla, se ponía a perseguir a aquel leño que le había hecho morder el polvo y lo desafiaba con alaridos que nada tenían de humano.
La razón finalmente lo venció, y Sandokan retomó el fatigoso ejercicio escrutando la oscuridad que escondía las costas de Labuan. Nadó así por mucho tiempo, deteniéndose de trecho en trecho para retomar aliento y desembarazarse de los vestidos que lo entorpecían, luego sintió que las fuerzas iban rápidamente a menos.
Se le endurecían los miembros, la respiración se le hacía siempre más difícil, y para colmo de desgracias la herida continuaba arrojando sangre, produciéndole dolores agudos por el contacto con el agua salada.
Se agazapó sobre sí mismo y se dejó transportar por el flujo, agitando débilmente los brazos. Buscaba reponerse del mejor modo para retomar aliento. De pronto sintió un golpe. Algo lo había tocado. ¿Había sido un tiburón quizá? A aquella idea, no obstante su coraje de león, sintió la piel de gallina.
Alargó instintivamente la mano y aferró un objeto escabroso que parecía flotar a ras del agua.
Lo tiró para sí y vio que se trataban de pecios. Era un trozo de la cubierta del prao del cual estaban todavía colgadas cuerdas y una verga.
—¡Era tiempo! —murmuró Sandokan—. Mis fuerzas se me iban.
Se izó fatigosamente sobre el pecio, poniendo al descubierto la herida, de cuyos bordes, henchidos y carcomidos por el agua marina, salía todavía un hilo de sangre. Por otra hora, aquel hombre que no quería morir, que no quería darse por vencido, luchó con las olas, que de vez en cuando sumergían los pecios, pero luego las fuerzas le fueron a menos y se abatió sobre sí mismo, con las manos no obstante cerradas todavía alrededor de la verga.
Comenzaba a alborear cuando un choque violentísimo lo arrancó de aquel abatimiento, que podía hasta llamarse casi un desvanecimiento. Se alzó fatigosamente sobre los brazos y miró delante de sí. Las olas se rompían con estruendo en torno a los pecios, enrollándose y espumando. Parecía que se arrollaban sobre los bajíos.
A través como de una niebla sanguínea, el herido divisó a breve distancia una costa.
—Labuan —murmuró—. ¿Arribaré aquí, a la tierra de mis enemigos?
Tuvo una breve indecisión pero luego, reunidas las fuerzas, abandonó aquella tabla que lo había salvado de una muerte casi cierta y sintiendo bajo los pies un banco de arena, avanzó hacia la costa.
Las olas lo golpeaban por todas partes, aullándole como molosos en furor, intentando abatirlo y ahora empujándolo, ahora rechazándolo. Parecía que quisieran impedirle llegar a aquella tierra maldita. Avanzó bamboleándose a través de los bancos de arena y, después de haber luchado contra las últimas olas de la resaca, alcanzó la orilla coronada de grandes árboles, dejándose caer pesadamente al suelo.
Aún cuando se sintiera agotado por la larga lucha sostenida y por la gran pérdida de sangre, puso al desnudo la herida y la observó largo tiempo. Había recibido una bala, quizá de pistola, bajo la quinta costilla del flanco derecho y aquel pedazo de plomo, después de haberse deslizado entre los huesos, se había perdido en el interior, pero sin tocar, por cuanto parecía, ningún órgano vital. Quizá aquella herida no era grave, pero podría serlo si no se curaba prontamente, y Sandokan, que entendía un poco, lo sabía. Oyendo a breve distancia el murmullo de un arroyo, se arrastró hasta ahí, abrió los bordes de la herida hinchados por el prolongado contacto con el agua marina, y la lavó cuidadosamente comprimiéndola luego hasta hacerle salir todavía algunas gotas de sangre.
La juntó bien, la fajó con un pedazo de su camisa, única prenda que aún tenía encima, más allá de la faja sosteniendo el kris.
—Sanará —murmuró él cuando hubo terminado, y pronunció aquella palabra con tanta energía como para creer casi que él fuera el árbitro absoluto de su propia existencia. Aquel hombre de hierro, aún cuando estaba abandonado en aquella isla, donde no podía encontrar más que enemigos, sin refugio, sin recursos, sangrando, sin una mano amiga que lo socorriese, estaba seguro de salir victorioso de aquella tremenda situación.
Bebió algunos sorbos de agua para calmar la fiebre que comenzaba a tomarlo, luego se arrastró bajo una areca cuyas hojas gigantescas, largas de no menos de quince pies y anchas de cinco o seis, proyectaban alrededor una fresca sombra. Había apenas llegado que sintió que le faltaban nuevamente las fuerzas. Cerró los ojos que se revolvían en un círculo sanguinolento, y después de haber intentado en vano, mantenerse erguido, cayó entre las hierbas permaneciendo inmóvil. No se reanimó hasta muchas horas después, cuando ya el sol después de haber tocado el sur, descendía hacia occidente.
Una sed quemante lo devoraba y la herida sin refrescar, le producía dolores agudos, insoportables.
Procuró realzarse para arrastrarse hasta el arroyito, pero de súbito recayó. Entonces aquel hombre que quería ser fuerte como la fiera de la cual llevaba el nombre, con un esfuerzo poderoso, se irguió sobre las rodillas, gritando casi en tono de desafío:
—¡Yo soy el Tigre...! ¡A mí mis fuerzas...!
Agarrándose al tronco de betel, se irguió en pie y, manteniéndose solo por un prodigio de equilibrio y energía, caminó hasta el pequeño curso de agua, sobre cuya orilla recayó.
Extinguida la sed, bañó nuevamente la herida, luego se tomó la cabeza entre las manos y fijó la mirada sobre el mar que venía a romperse a pocos pasos borboteando sordamente.
—¡Ah! —exclamó él, rechinando los dientes—. ¿Quién hubiera dicho que un día los leopardos de Labuan habrían vencido a los tigres de Mompracem? ¿Quién hubiera dicho que yo, el invencible Tigre de la Malasia, habría arribado aquí, derrotado y herido? ¿Y para cuándo la venganza? ¡La venganza...! ¡Todos mis praos, mi isla, mis hombres, mis tesoros con tal de destruir a estos odiosos hombres blancos que me disputan este mar! ¿Qué importa si hoy me han hecho morder el polvo, cuando dentro de un mes o dos volveré aquí con mis leños a lanzar sobre esta playa mis formidables bandas sedientas de sangre? ¿Qué importa si hoy el leopardo inglés está orgulloso de su victoria? ¡Será él entonces quien caerá moribundo a mis pies! ¡Tiemblen entonces todos los ingleses de Labuan, porque mostraré a la luz de los incendios mi sangrienta bandera!
El pirata, así hablando, se había nuevamente realzado con los ojos llameantes, agitando amenazadoramente la mano derecha como si estrechara todavía la terrible cimitarra, temblando, tremendo. Aún herido era todavía el indomable Tigre de la Malasia.
—Paciencia por ahora Sandokan —retomó, recayendo entre las hierbas y las malezas—. Sanará, aunque tenga que vivir un mes, dos, tres en esta floresta y alimentarme de ostras y de fruta; pero cuando recupere mis fuerzas volveré a Mompracem, aunque deba construirme una balsa o asaltar una canoa y expugnarla a golpes de kris.
Estuvo varias horas extendido bajo las largas hojas de la areca mirando profundamente las olas que iban a morir casi a sus pies con mil murmullos. Parecía que buscase, bajo aquellas aguas, los cascos de sus dos leños calados en aquellos parajes o los cadáveres de sus desgraciados compañeros.
Una fiebre fuertísima en tanto lo asaltaba, mientras sentía oleadas de sangre subirle al cerebro. La herida le producía espasmos incesantes, pero ningún lamento salía de los labios del formidable hombre.
A las ocho el sol se precipitó en el horizonte y, después de un brevísimo crepúsculo, la oscuridad caló sobre el mar e invadió la floresta.
Aquella oscuridad produjo una inexplicable impresión sobre el ánimo de Sandokan. ¡Tenía miedo de la noche, él, el orgulloso pirata, que no había jamás temido a la muerte y que había afrontado con coraje desesperado los peligros de la guerra y los furores de las olas!
—¡La oscuridad! —exclamó levantando la tierra con las uñas—. ¡No quiero que descienda la noche...! ¡No quiero morir...!
Se comprimió con ambas manos la herida, luego se alzó como resorte. Miró el mar ya vuelto negro como si fuese de tinta; miró bajo los árboles indagando su densa sombra; luego, tomado quizá por un imprevisto ataque de delirio, se puso a correr como un loco, internándose en la selva. ¿Adónde iba? ¿Por qué huía? Ciertamente un extraño temor lo había invadido. En su delirio le parecía oír a lo lejos ladridos de perros, gritos de hombres, rugidos de fieras. Creía quizá ya haber sido descubierto y verse perseguido. Muy pronto aquella carrera devino vertiginosa. Completamente fuera de sí, se precipitaba adelante a lo loco, arrojándose en medio de los matorrales, brincando sobre troncos derribados, cruzando torrentes y estanques, aullando, imprecando y agitando desatinadamente el kris, cuya empuñadura, agobiada de diamantes, mandaba fugaces resplandores.
Continuó así por diez o quince minutos, internándose siempre más bajo los árboles, despertando con sus gritos los ecos de la floresta tenebrosa, luego se detuvo ansioso, jadeante.
Tenía los labios cubiertos de una espuma sanguinolenta y los ojos trastornados. Agitó locamente los brazos, luego se desplomó al suelo como un árbol quebrado por un rayo.
Deliraba; la cabeza le parecía que estaba por estallar y que diez martillos le percutían las sienes. El corazón le brincaba en el pecho, como si quisiese salírsele y de la herida le parecía que salían torrentes de fuego.
Creía ver enemigos por todas partes. Bajo los árboles, bajo los matorrales, en medio de los desmoronamientos y en las raíces que serpenteaban por el suelo, sus ojos divisaban hombres escondidos, mientras que por el aire le parecía ver girar legiones de fantasmas, y esqueletos danzantes en torno a las grandes hojas de los árboles.
Seres humanos surgían del suelo, gimiendo, aullando, unos con las cabezas sangrantes, otros con los miembros truncados y con los flancos desgarrados. Todos reían sarcásticamente, como si se burlaran de la impotencia del terrible Tigre de la Malasia. Sandokan, presa de un espantoso acceso de delirio, rodaba por el suelo, se alzaba, caía, tendía el puño y amenazaba a todos.
—¡Fuera de aquí, perros! —aullaba—. ¿Qué quieren de mí...? ¡Yo soy el Tigre de la Malasia y no les temo...! ¡Vengan a asaltarme si lo osan...! ¡Ah! ¿Ustedes se ríen...? ¿Me creen impotente porque los leopardos han herido y vencido al Tigre...? ¡No, no tengo miedo...! ¿Por qué me miran con esos ojos de fuego...? ¿Por qué vienen a danzar a mi alrededor...? ¿Incluso tú Patan vienes a reírte de mí...? ¿Incluso tú Araña de Mar...? ¡Malditos, los rechazaré al infierno de donde han salido...! ¿Y tú Kimperlain, qué quieres...? No ha bastado entonces mi cimitarra para matarte... ¡Fuera todos, vuelvan al fondo del mar... al reino de las tinieblas... a los abismos de la tierra o los mataré otra vez a todos...! ¿Y tú Giro-Batol qué quieres? ¿La venganza? ¡Sí, tú la tendrás porque el Tigre sanará... volverá a Mompracem... armará sus praos... vendrá aquí a exterminar a todos los leopardos ingleses... todos hasta el último...!
El pirata se detuvo con las manos en torno al cabello, los ojos estrambóticos, las facciones espantosamente alteradas, luego alzándose como resorte reanudó su loca carrera, aullando:
—¡Sangre...! ¡Denme sangre que apague mi sed...! Yo soy el Tigre del mar malayo...
Corrió por bastante tiempo, siempre aullando y amenazando. Salió de la floresta y se precipitó a través de una pradera a la extremidad de la cual le pareció ver confusamente una empalizada, luego se detuvo otra vez cayendo sobre las rodillas. Estaba agotado, anhelante.
Permaneció algunos instantes, derrumbado sobre sí mismo, luego intentó otra vez realzarse, pero en un trecho las fuerzas le fueron a menos, un velo de sangre le cubrió los ojos y se desplomó al suelo, mandando un último alarido que se perdió en la oscuridad.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Este capítulo en la versión en español lleva el nombre de “Fuga y Delirio”. Sin embargo, su contenido permanece fiel al original de Salgari.

Red de chinchorro: “Rete della delfiniera” en el original, red a modo de barredera y semejante a la jábega, aunque menor, que se coloca en el bauprés.

Mesas de guarnición: “Bancazze” en el original, voz veneciana de “parasarchie”. Son una especie de plataformas que se colocan en los costados de los buques, frente a cada uno de los tres palos principales, y en la que se afirman las tablas de jarcia (conjunto de obenques) respectivas.

Pecio: Pedazo o fragmento de la nave que ha naufragado.

Bajíos: “Bassifondi” en el original, son elevaciones del fondo en los mares, ríos y lagos.

Molosos: “Molossi” en el original, se dice de cierta casta de perros procedente de Molosia, en la antigua región de Epiro al noreste de Grecia.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 15 pie equivalen a 4,57 m; 5 pie equivalen a 1,52 m; 6 pie equivalen a 1,83 m.

Betel: Planta trepadora de la familia de las Piperáceas. Tiene cierto sabor a menta y estimula la producción de saliva. Es usado para prevenir diarreas y parásitos intestinales así como tos, asma y halitosis.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario