jueves, 26 de diciembre de 2013

VII. Curación y amor


Lady Marianna Guillonk había nacido bajo el bello cielo de Italia, sobre la orilla del espléndido golfo de Nápoles, de madre italiana y de padre inglés. Quedó huérfana a los once años y heredera de un conspicuo fondo, había sido recogida por su tío James, el único pariente que por entonces se encontraba en Europa.
En aquellos tiempos James Guillonk era uno de los más intrépidos lobos de mar de los dos mundos, propietario de una nave armada y equipada para la guerra, a fin de cooperar con James Brooke, convertido más tarde en rajá de Sarawak, en el exterminio de los piratas malayos, terribles enemigos del comercio inglés en aquellos lejanos mares. Aún cuando lord James, áspero como todos los marineros, incapaz de nutrir una afección cualquiera, no demostraba ternura excesiva por la joven sobrina, antes que confiarla a manos extrañas, la había embarcado sobre su propio leño conduciéndola a Borneo y exponiéndola a los graves peligros de aquellos duros cruceros. Por tres años la muchachita había sido testigo de aquellas sangrientas batallas, en las cuales perecían millares de piratas y que dieron al futuro rajá Brooke aquella triste celebridad que conmovió profundamente e indignó a sus mismos compatriotas.
Un día no obstante lord James, cansado de carnicerías y de peligros, quizá acordándose de tener una sobrina, había abandonado el mar y se había establecido en Labuan, sepultándose bajo los grandes bosques del centro.
Lady Marianna, que tocaba entonces el decimocuarto año, y que en aquella vida peligrosa había adquirido una fiereza y energía única, aún cuando pareciera una débil niña, había buscado rebelarse a la voluntad del tío, creyendo no poderse habituar a aquel aislamiento y a aquella vida casi salvaje, pero el lobo de mar, que parecía no nutrir mucha afección por ella, había permanecido inflexible.
Constreñida a sufrir aquel extraño cautiverio, se había enteramente dado a completar su propia educación, que hasta entonces no había tenido tiempo de cuidar. Dotada de una tenaz voluntad, poco a poco había modificado los ímpetus feroces, contraídos en aquellas ásperas y sangrientas batallas, y aquella rudeza contraída en el continuo contacto con la gente de mar. Así pues convertida en una apasionada amante de la música, de las flores, de las bellas artes, merced a las instrucciones de una antigua confidente de su madre, fallecida más tarde por el ardiente clima tropical. Con el progresar de la educación, sin embargo conservando en el fondo del alma algo de la antigua fiereza, se había vuelto bondadosa, generosa, caritativa.
No había abandonado la pasión por las armas y los ejercicios violentos, y muy a menudo, indómita amazona, recorría los grandes bosques, persiguiendo incluso a tigres, o igual a una náyade se zambullía intrépidamente en las azules olas del mar malayo; pero más a menudo se encontraba allí donde la miseria o la desventura se ensañaban, llevando socorro a todos los indígenas de los alrededores, a aquellos indígenas que lord James odiaba a muerte, como descendientes de antiguos piratas.
Y así aquella niña, con su intrepidez y su bondad y por su belleza, se había merecido aquel sobrenombre de Perla de Labuan, sobrenombre que había volado tan lejos y que había hecho latir el corazón del formidable Tigre de la Malasia. Pero bajo aquellos bosques, casi alejada de toda criatura civilizada, la niña, convertida en muchacha, nunca se había percatado de ser mujer; pero cuando hubo visto a aquel fiero pirata, sin saber el por qué, ella había sentido una extraña turbación. ¿Qué era? Ella lo ignoraba, pero se veía siempre ante sus ojos, y a la noche se le aparecía en sueños, aquel hombre de figura tan fiera, que tenía la nobleza de un sultán y que poseía la galantería de un caballero europeo, aquel hombre de los ojos centelleantes, de los largos cabellos negros y aquel rostro sobre el cual leíase en claras palabras un coraje más que indómito y una energía más única que rara. Después de haberlo fascinado con sus ojos, con su voz, con su belleza, había permanecido a su vez fascinada y vencida.
Había primero tratado de reaccionar contra aquel latir del corazón, que para ella era nuevo, como era nuevo para Sandokan, pero en vano. Sentía siempre que una fuerza irresistible la empujaba a volver a ver a aquel hombre y que no encontraba la calma de antes mas que cerca de él; se sentía solamente feliz cuando se encontraba junto a su lecho y cuando le mitigaba los agudos dolores de la herida con su charla, con sus sonrisas, con su incomparable voz y con su mandola. Y era necesario ver en esos momentos, a Sandokan, cuando ella cantaba las dulces canciones del lejano país natal, acompañándose con los delicados sonidos del melodioso instrumento.
Entonces no era más el Tigre de la Malasia, no era más el sanguinario pirata. Mudo, ansioso, empapado de sudor, reteniendo la respiración, para no perturbar con el aliento a aquella voz argentina y melodiosa, escuchaba como un hombre que sueña, como si hubiese querido imprimirse en la mente aquella lengua desconocida que lo embriagaba, que le sofocaba las torturas de la herida, y cuando la voz, después de haber vibrado una última vez, moría con la última nota de la mandola, se lo veía permanecer largo tiempo en aquella posición, con los brazos tensos como si quisiera atraer para sí a la niña, con la mirada llameante fija en aquella húmeda de ella, con el corazón suspendido y las orejas aguzadas como si escuchase todavía.
En aquellos momentos él no recordaba más ser el Tigre, se olvidaba de su Mompracem, y sus praos, y sus cachorros y del portugués, que quizá en aquella hora, creyéndolo por siempre apagado, vengaba su muerte quizá con algunas sanguinarias represalias.
Los días así volaban rápidos y la curación, potentemente ayudada por la pasión que le devoraba la sangre, avanzaba rápida.
En la tarde del decimoquinto día el lord, entrado repentinamente, encontró al pirata en pie, listo para salir.
—¡Oh! ¡mi digno amigo! —exclamó alegremente—. ¡Estoy muy contento de verle en pie!
—No me era más posible permanecer en el lecho, milord —respondió Sandokan—. Por otro lugar me siento tan fuerte como para luchar con un tigre.
—¡Buenísimo, entonces lo pondré pronto a prueba!
—¿De qué modo?
—He invitado a algunos buenos amigos a la cacería de un tigre que viene con frecuencia a refunfuñar cerca de las murallas de mi parque. Ya que lo veo curado, esta noche iré a advertirles que mañana a la mañana cazaremos a la fiera.
—Seré de la partida, milord.
—Lo creo, pero dígame ahora, espero que permanezca algún tiempo como mi huésped.
—Milord, graves negocios me llaman en otro lugar y es necesario que me apresure a dejarlo.
—¡Dejarme! Ni lo piense, para los negocios siempre hay tiempo y le advierto que yo no lo dejaré partir antes de algunos meses; vamos prométame que se queda.
Sandokan lo miró con dos ojos que mandaban relámpagos. Para él, permanecer en aquella villa, cerca de la joven que lo había fascinado, era la vida, era todo. No pedía más por el momento.
¿Qué le importaba que los piratas de Mompracem lo lloraran como muerto, cuando podía seguir viendo por muchos días aún a aquella divina niña? ¿Qué le importaba que su fiel Yanez, que quizá lo buscaba ansiosamente sobre la ribera de la isla, se jugara su propia existencia, cuando Marianna comenzaba a amarlo? ¿Y qué le importaba si no oía más el tronar de humeantes artillerías, cuando podía otra vez oír la voz deliciosa de la mujer amada, o sentir las terribles emociones de las batallas, cuando ella le hacía sentir las emociones más sublimes? ¿Y qué le importaba en fin si corría el peligro de verse descubierto, quizá atrapado, quizá muerto, cuando podía aún respirar el mismo aire que alimentaba a su Marianna, vivir en medio de los grandes bosques donde vivía ella?
Todo habría olvidado por continuar aún así por cien años, su Mompracem, sus cachorros, sus leños e incluso sus sangrientas venganzas.
—Sí, milord, yo permaneceré mientras quiera —dijo él, con ímpetu—. Acepto la hospitalidad que usted cordialmente me ofrece y si algún día, no olvide estas palabras, milord, nosotros debiéramos encontrarnos no más amigos, sino fieros enemigos, con las armas en puño, sabré entonces recordar el agradecimiento que le debo.
El inglés lo miró estupefacto.
—¿Por qué me habla así? —preguntó.
—Quizá un día lo sepa —respondió Sandokan, con voz grave.
—No voy a indagar por ahora en sus secretos —dijo el lord, sonriendo—. Esperaré ese día.
Tomó el reloj y lo miró.
—Es necesario que parta enseguida, si debo avisar a los amigos de la cacería que emprenderemos. Adiós mi querido príncipe —dijo.
Estaba por salir, cuando se paró, diciendo:
—Si quisiera descender al parque, encontrará a mi sobrina, que espero le será buena compañía.
—Gracias, milord.
Era lo que Sandokan deseaba; poderse encontrar, incluso por pocos minutos, solo con la joven, quizá para develar la gigantesca pasión que le devoraba el corazón.
Apenas se vio solo, se acercó rápidamente a una ventana que miraba a un inmenso parque.
Allí, a la sombra de una magnolia de China agobiada de flores de agudo perfume, sentada sobre el tronco derribado de una arenga, estaba la joven lady. Estaba sola, en actitud pensativa, con la mandola sobre las rodillas. A Sandokan le pareció una visión celestial. Toda la sangre le afluyó a la cabeza, el corazón se puso a latir con vehemencia indescriptible.
Permaneció ahí, con los ojos ardientemente fijos sobre la joven, reteniendo incluso la respiración, como si tuviese miedo de perturbarla.
De pronto, no obstante, le dio la espalda, mandando un grito sofocado, que parecía un lejano rugido. La cara se alteró espantosamente, tomando una feroz expresión.
El Tigre de la Malasia, hasta entonces fascinado, embrujado, ahora que se sentía curado, repentinamente se despertaba. Regresaba el hombre feroz, despiadado, sanguinario, de corazón inaccesible a toda pasión.
—¿Qué estoy por hacer yo? —exclamó, con voz rauca, pasándose las manos sobre la ardiente frente—. ¿Pero será realmente verdad que yo amo a aquella niña? ¿Ha sido un sueño o una inexplicable locura? ¿Que yo no sea más el pirata de Mompracem, por sentirme atraído por una fuerza irresistible hacia aquella hija de una raza, a la cual yo he jurado odio eterno? ¡Yo amar...! ¡Yo que no he sentido otro que ímpetus de odio y que llevo el nombre de una fiera sanguinaria...! ¿Olvidaré quizá a mi salvaje Mompracem, a mis fieles cachorros, a mi Yanez, que me esperan quién sabe con qué ansias? ¿Me olvido quizá que los compatriotas de aquella niña, no esperan más que el momento propicio para destruir mi dominio? ¡Fuera esta visión que me ha perseguido por tantas noches, fuera estos estremecimientos que son indignos del Tigre de la Malasia! ¡Apaguemos este volcán que me arde en el corazón y hagamos en cambio surgir miles de abismos entre mí y aquella sirena encantadora...! ¡Arriba, Tigre, haz oír tu rugido, sepulta el agradecimiento que debes a estas personas que te han curado, ve, huye lejos de estos lugares, regresa a aquel mar que sin quererlo te empujó sobre estas playas, vuelve a ser el temido pirata de la formidable Mompracem!
Sandokan así hablando se había erguido delante de la ventana con los puños cerrados y los dientes apretados, todo temblando de cólera.
Le parecía haberse convertido en un gigante y oír a lo lejos los alaridos de sus cachorros que lo llamaban a la lucha y el retumbar de la artillería.
Todavía permanecía ahí, como clavado delante de la ventana, retenido por una fuerza superior a su furor, con los ojos siempre ardientemente fijos sobre la joven lady.
—¡Marianna! —exclamó de pronto—. ¡Marianna!
A aquel nombre adorado, aquella inundación de ira y de odio se esfumó como niebla al sol. ¡El Tigre volvía a ser hombre y más aún amante...!
Sus manos fueron involuntariamente al gancho y con un rápido gesto abrió la ventana.
Un bufo de aire tibio, cargado del perfume de mil flores, entró en la estancia. Al respirar aquellos perfumes balsámicos, el pirata se sintió embriagar y despertársele en el corazón, más fuerte que nunca, aquella pasión que un momento antes había tratado de sofocar.
Se inclinó sobre el alféizar y admiró en silencio, estremecido, delirante, a la bella lady. Una fiebre intensa lo devoraba, el fuego se escurría por las venas vertiéndose en el corazón, nubes rojas le corrían delante de los ojos, pero incluso en medio de éstas veia siempre a aquella que lo había embrujado.
¿Cuánto permaneció allí? Mucho tiempo sin duda, porque cuando se sacudió, la joven lady no estaba más en el parque, el sol se estaba poniendo, la oscuridad había calado y en el cielo centelleaban miríadas de estrellas.
Se puso a pasear por la estancia, con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza inclinada, absorto en densos pensamientos.
—¡Mira! —exclamó, regresando hacia la ventana y exponiendo la frente ardiente al fresco aire de la noche—. ¡Aquí la felicidad, aquí una nueva vida, aquí una nueva embriaguez, dulce, tranquila; allá Mompracem, una vida tempestuosa, huracanes de hierro, tronar de artillería, carnicerías sangrientas, y mis rápidos praos, y mis cachorros, y mi buen Yanez! ¿Cuál de estas dos vidas? ¡Sin embargo toda mi sangre arde, cuando pienso en aquella niña que me ha hecho latir el corazón aún antes de que la viese, y en mis venas siento correr el bronce fundido, cuando pienso en ella! ¡Se diría que la antepongo a mis cachorros y a mi venganza! ¡Sin embargo siento vergüenza de mí, pensando que ella es hija de aquella raza que odio tan profundamente! ¿Si la olvidase? ¡Ah! Tú sangras mi pobre corazón, ¿tú no lo quieres entonces? ¡Antes era el terror de estos mares, antes nunca había sabido qué era el afecto, antes no había saboreado mas que la embriaguez de las batallas y de la sangre... y ahora siento que no podré saborear nada más alejado de ella!
Se calló poniéndose a escuchar el susurro de las frondas y el silbido de su sangre.
—¿Y si interpusiera entre mí y aquella mujer divina la floresta, luego el mar, luego el odio...? —retomó—. ¡El odio...! ¿Y podré yo odiarla? ¡Sin embargo es necesario que huya, que regrese a mi Mompracem, entre mis cachorros...! Si permanezco aquí la fiebre terminará por devorar toda mi energía, siento que extinguirá por siempre mi dominio, que no seré más el Tigre de la Malasia... ¡Vamos, partamos!
Miró abajo: solo tres metros lo separaban del suelo. Tensando los oídos no oyó ruido alguno.
Sobrepasó el alféizar, y saltó ligeramente entre los parterres y se dirigió hacia el árbol, sobre el cual pocas horas antes se había sentado Marianna.
—Era aquí que ella reposaba —murmuró él con voz triste— ¡Oh! ¡cuán bella eras Marianna...! ¡Y no te veré nunca más...! ¡Y no oiré nunca más tu voz, nunca... nunca...!
Se inclinó sobre el árbol y recogió una flor, una rosa de los bosques, que la joven lady había dejado caer. La admiró largo tiempo, la olfateó varias veces, y apasionadamente se la escondió en el pecho, de allí se movió rápidamente hacia la cerca del parque murmurando:
—¡Vamos Sandokan; todo ha terminado...!
Había llegado bajo la empalizada y estaba por tomar impulso, cuando retrocedió vivamente, con las manos en los cabellos, la mirada torva, emitiendo una especie de sollozo.
—¡No...! ¡No...! —exclamó, con acento desesperado—. ¡No puedo...! ¡No puedo...! ¡Que se hunda Mompracem, que maten a mis cachorros, que se disperse mi dominio, yo me quedo...!
Se puso a correr en el parque como si tuviese miedo de permanecer bajo la empalizada de la cerca y no se detuvo mas que bajo la ventana de su estancia. Vaciló otra vez, luego con un salto se agarró a la rama de un árbol y alcanzó el alféizar.
Cuando se encontró en aquella casa que había dejado con la firme decisión de jamás regresar, un segundo sollozo le retumbó en el fondo de la garganta.
—¡Ah! —exclamó—. ¡El Tigre de la Malasia está por decaer...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Náyade: “Najade” en el original; cada una de las ninfas que residían en los ríos y en las fuentes.

Parterre: “Aiuole” en el original, es un jardín o parte de él con césped, flores y anchos paseos.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario