sábado, 4 de enero de 2014

VIII. La caza del tigre


Cuando, a los primeros albores, el lord vino a llamar a la puerta, Sandokan no había aún cerrado los ojos.
Acordándose de la partida de caza, en un instante brincó del lecho, se pasó entre los pliegues de la faja su fiel kris y abrió la puerta, diciendo:
—Aquí estoy, milord.
—Buenísimo —dijo el inglés—. No creí encontrarlo listo, querido príncipe. ¿Cómo está?
—Me siento tan fuerte como para derribar un árbol.
—Entonces apresurémonos. En el parque nos esperan seis bravos cazadores que están impacientes por descubrir al tigre que mis batidores han cazado en un bosque.
—Estoy dispuesto a seguirles; ¿y lady Marianna vendrá con nosotros?
—Ciertamente, también creo que lo espera.
Sandokan apenas sofocó un grito de alegría.
—Vamos, milord —dijo—, ardo de deseos de encontrar al tigre.
Salieron y pasaron a una sala, cuyas paredes estaban tapizadas por todo tipo de armas. Fue allí que Sandokan encontró a la joven lady, más bella que nunca, fresca como una rosa, espléndida en su vestimenta azul, que resaltaba vivamente bajo sus cabellos rubios.
Al verla, Sandokan se detuvo como deslumbrado, luego moviéndose rápidamente a su encuentro le dijo, estrechándole la mano:
—¿También usted es de la partida?
—Sí, príncipe; me han dicho que sus compatriotas son muy valientes en semejantes cacerías y quiero verlo.
—Yo clavaré al tigre con mi kris y le regalaré su piel.
—¡No...! ¡No...! —exclamó ella con espanto—. Le podría tocar alguna nueva desgracia.
—Por usted, milady, me haría descuartizar, pero no tema, el tigre de Labuan no me derribará.
En ese momento el lord se acercó, ofreciendo a Sandokan una rica carabina.
—Tome príncipe —dijo—. Una bala a veces vale más que el kris mejor templado. Ahora vamos que los amigos nos esperan.
Descendieron al parque donde eran esperados por cinco cazadores; cuatro eran colonos de los alrededores, el quinto era en cambio un elegante oficial de marina, Sandokan, al verlo, sin saber precisamente por qué, sintió de súbito por aquel joven una violenta antipatía, sin embargo reprimió aquel sentimiento y ofreció a todos la mano.
Al encuentro, el oficial lo quedó mirando largamente y de extraña manera, luego, aprovechando el momento en el cual nadie le prestaba atención, se acercó al lord, que estaba examinando los arreos de un caballo, diciéndole a quemarropa:
—Capitán, creo haber visto antes a aquel príncipe malayo.
—¿Dónde? —preguntó el lord.
—No lo recuerdo bien, pero estoy seguro.
—¡Bah! Se engaña, amigo mío.
—Lo veremos enseguida, milord.
—Tanto así. ¡A las sillas de montar, amigos, que todo está listo...! Cuidado que el tigre es muy grande y tiene poderosas garras.
—Lo mataré con una sola bala y ofreceré su piel a lady Marianna —dijo el oficial.
—Espero matarlo antes que usted, señor —dijo Sandokan.
—Lo veremos, amigos —dijo el lord—. ¡Vamos, a las sillas de montar!
Los cazadores montaron los caballos que habían sido conducidos a aquel lugar por algunos sirvientes, mientras que lady Marianna subía sobre un bellísimo poney de capa cándida como la nieve.
A una señal del lord todos salieron del parque, precedidos por varios batidores y por dos docenas de grandes perros.
Apenas fuera, el pelotón se dividió, debiendo hurgar en un gran bosque que se prolongaba hasta el mar.
Sandokan, que montaba un fogoso animal, se metió en un estrecho sendero, apresurándose audazmente adelante, a fin de ser el primero en descubrir a la bestia; los otros tomaron diferentes direcciones y otros senderos.
—¡Vuela, vuela! —exclamó el pirata, espoleando furiosamente al noble animal, que seguía a algunos perros que ladraban—. Es necesario que muestre a aquel impertinente oficial, de cuánto soy capaz. No, no será él quien ofrezca la piel del tigre a la lady, aunque deba perder el brazo o hacerme descuartizar.
En aquel instante un toque de trompetas resonó en medio del bosque.
—El tigre ha sido descubierto —murmuró Sandokan—. ¡Vuela corcel, vuela...! Atravesó como un relámpago un pedazo de floresta erizada de durián, palmitos, arecas, colosales árboles de alcanfor y llegó junto a seis o siete batidores que huían.
—¿Adónde corren? —preguntó.
—¡El tigre! —exclamaron los fugitivos.
—¿Dónde está?
—Cerca del estanque.
El pirata descendió de la silla de montar, ató el caballo al tronco de un árbol, se puso el kris entre los dientes y aferrada la carabina se apresuró hacia el estanque indicado.
Se sentía en el aire un fuerte olor salvaje, olor particular a los felinos y que dura algún tiempo aún después de su paso.
Miró sobre las ramas de los árboles de las cuales el tigre podía brincarle encima y siguió con precaución la orilla del estanque, cuya superficie había sido desplazada.
—La fiera ha pasado por aquí —dijo—. El furtivo ha pasado el estanque para hacer perder las huellas a los perros, pero Sandokan es un tigre más astuto.
Volvió al caballo y subió al arzón. Estaba por partir, cuando oyó a breve distancia un disparo seguido de una exclamación cuyo acento lo hizo estremecer. Se dirigió directamente hacia el lugar donde había retumbado la detonación y en medio de un pequeño claro divisó a la joven lady, sobre su blanco poney y la carabina aún humeante en mano. Como un relámpago le estuvo cerca, mandando un grito de alegría.
—¡Tú... aquí... sola...! —exclamó.
—¿Y usted, príncipe, cómo me encontró aquí? —preguntó ella sonrojándose.
—Seguía los rastros del tigre.
—También yo.
—¿Pero sobre quién ha hecho fuego?
—Sobre la fiera, pero ha huido sin haber sido tocada.
—¡Gran Dios...! ¿Por qué expone su vida contra semejante fiera?
—Para impedir que cometa la imprudencia de apuñalarla con su kris.
—Está equivocada, milady. Pero la fiera está aún viva y mi kris está listo para desgarrarle el corazón.
—¡No lo haga! Es valeroso, lo sé, lo leo en sus ojos, es fuerte, es ágil como un tigre, pero una lucha cuerpo a cuerpo con la fiera podría serle fatal.
—¡Qué importa! Yo quisiera que me cause tan crueles heridas, de tenerlas por un año entero.
—¿Y por qué tanto? —preguntó la joven sorprendida.
—Milady —dijo el pirata, acercándose más—. ¿Pero no sabe que mi corazón estalla, cuando pienso que llegará el día en el cual deba dejarla para siempre y no volver a verla jamás? Si el tigre me despedazara, al menos permanecería aún bajo su mismo techo, gozaría otra vez de aquellas dulces emociones sentidas, cuando vencido y herido yacía sobre el lecho de dolor. ¡Sería feliz, muy feliz, si otras crueles heridas me obligaran a permanecer otra vez cerca de usted, a respirar su mismo aire, a volver a oír otra vez su deliciosa voz, a embriagarme otra vez con sus miradas, con sus sonrisas! Milady, usted me ha embrujado, siento que lejos de usted no sabría vivir, no tendría más paz, sería un infeliz. ¿Pero qué ha hecho de mí? ¿Qué ha hecho de mi corazón que en otro tiempo era inaccesible a toda pasión? Mire; con solo verla tiemblo todo y siento la sangre quemarme las venas.
Marianna, ante aquella apasionada e imprevista confesión, permaneció muda, estupefacta, pero no retiró las manos que el pirata le había tomado y que estrechaba con frenesí.
—No se irrite, milady —retomó el Tigre, con una voz que descendía como una música deliciosa al corazón de la huérfana—. No se irrite si le confieso mi amor, si le digo que yo, aún siendo hijo de una raza de color, la adoro como a un dios, y que un día también usted me amará. No sé, desde el primer momento en que se me apareció, no estuve más sobre esta tierra, mi cabeza se ha perdido, usted está siempre aquí, fija en mi pensamiento día y noche. ¡Escúcheme, milady, tan potente es el amor que me arde en el pecho, que por usted lucharía contra los hombres todos, contra el destino, contra Dios! ¿Quisiera ser mía? ¡Yo haré de usted una reina de estos mares, la reina de la Malasia! A una palabra suya, trescientos hombres más feroces que los tigres, que no temen ni al plomo, ni al acero, surgirían e invadirían los estados de Borneo para darle un trono. Diga todo aquello que la ambición le pueda sugerir y lo tendrá. Tengo tanto oro como para comprar diez ciudades, tengo naves, tengo soldados, tengo cañones y soy poderoso, más poderoso de lo que usted pueda suponer.
—Dios mío, ¿pero quién es usted? —preguntó la joven, aturdida por aquel torbellino de promesas y fascinada por aquellos ojos que parecían mandar llamas.
—¡Quién soy yo! —exclamó el pirata, mientras su frente se ensombrecía—. ¡Quién soy yo...!
Él se acercó aún más a la joven lady y, mirándola fijamente, le dijo con voz densa:
—Hay oscuridad en torno mío que es mejor no desgarrar, por ahora. Sepa que detrás de esta oscuridad hay algo terrible, tremendo, y sepa también que llevo un nombre que aterroriza no solo a todas las poblaciones de estos mares, sino que hace temblar al sultán de Borneo e incluso a los ingleses de esta isla.
—Y usted dice que me ama, usted, tan poderoso —murmuró la joven con voz sofocada.
—Tanto que por usted me sería posible cualquier cosa; la amo con aquel amor que hace cumplir milagros y delitos al mismo tiempo. Póngame a prueba: hable y yo la obedeceré como un esclavo, sin un lamento, sin un suspiro. ¿Quiere que me convierta en rey para darle un trono? Yo me convertiré. Quiere que yo, que la amo con locura, regrese a aquella tierra de la cual he partido, regresaré, debiendo martirizar mi corazón por siempre; quiere que me mate delante de usted, me mataré. ¡Hable, mi cabeza se extravía, la sangre me abrasa, hable, milady, hable...!
—Pues bien... ámeme —murmuró ella, que se sentía vencida por tanto amor.
El pirata arrojó un grito, pero uno de aquellos gritos que raramente salen de una garganta humana. Casi en el mismo tiempo resonaron dos o tres tiros de fusil.
—El tigre —exclamó Marianna.
—¡Es mío! —gritó Sandokan.
Metió las espuelas en el vientre del caballo y partió como un rayo, con los ojos centelleantes de atrevimiento y el kris en el puño, seguido por la joven que se sentía atraída hacia aquel hombre, que jugaba tan audazmente la propia existencia, para mantener una promesa.
Trescientos pasos más allá, estaban los cazadores. Delante de ellos, a pie, avanzaba el joven oficial de marina con el fusil apuntando hacia un grupo de árboles. Sandokan se arrojó del arzón, gritando:
—¡El tigre es mío!
Parecía un segundo tigre; daba saltos de dieciséis pies y rugía como una fiera.
—¡Príncipe! —gritó Marianna, que había descendido del caballo.
Sandokan no oía a nadie en aquel momento, y continuaba avanzando corriendo.
El oficial de marina que lo precedía diez pasos, oyéndolo acercarse, apuntó rápidamente el fusil e hizo fuego sobre el tigre que estaba a los pies de un grueso árbol, con las pupilas contraídas, las potentes garras abiertas, listo para lanzarse. El humo no se había aún disipado que se lo vio atravesar el espacio con ímpetu irresistible y derribar al imprudente y desairado oficial. Estaba por retomar impulso para arrojarse sobre los cazadores, pero Sandokan estaba ahí. Empuñando sólidamente el kris se precipitó contra la fiera, y antes que ésta, sorprendida por tanta audacia, pensase en defenderse, la derribaba al suelo, cerrándole la garganta con tal fuerza como para sofocarle los rugidos.
—¡Mírenme! —dijo—. También yo soy un Tigre.
Luego, rápido como el pensamiento, hundió la hoja serpenteante de su kris en el corazón de la fiera que se extendió como fulminada.
Un hurra estruendoso saludó aquella proeza. El pirata, salido ileso de aquella lucha, arrojó una mirada desdeñosa sobre el joven oficial que estaba realzándose, luego, volviéndose a la joven lady, que permaneció muda por el terror y la angustia, con un gesto del cual habría estado orgulloso un rey, le dijo:
—Milady, la piel del tigre es suya.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Batidor: Hombre que levanta la caza en las batidas.

Poney: Es un caballo de cierta raza de poca alzada. En castellano se escribe “poni” o “póney”. Salgari utiliza la palabra en francés, que deriva del inglés “pony”, así que la mantuve.

Palmitos: “Cavoli palmisti” en el original, son los cogollos comestibles de algunas palmas, blancos, casi cilíndricos, de tres a cuatro centímetros de largo y uno de grueso. Salgari, como muchos otros viajeros, llama así a las distintas palmas que los producen, como la Arenga pinnata (Arenga saccharifera).

Árboles de alcanfor: “Alberi della canfora” en el original, se trata del Dryobalanops sumatrensis, más conocido como alcanfor de Borneo, Malayo o de Sumatra y una de las principales fuentes de alcanfor, utilizado en incienso y perfumes. Puede alcanzar los 65 metros de altura. Actualmente está en peligro crítico de extinción.

Arzón: “Arcione” en el original, es la parte delantera o trasera que une los dos brazos longitudinales del fuste de una silla de montar.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 16 pie equivalen a 4,88 m.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario