viernes, 10 de enero de 2014

X. La caza del pirata


En otros tiempos, Sandokan, aún cuando casi inerme y frente a un enemigo cincuenta veces más numeroso, no habría vacilado un solo instante en arrojarse sobre las puntas de las bayonetas, para abrirse paso a cualquier costo; pero ahora que amaba, ahora que sabía ser correspondido, ahora que aquella divina criatura quizá lo seguía ansiosamente con la mirada, no quería cometer semejante locura, que podía costarle la vida y a ella quizá muchas lágrimas.
Era necesario, sin embargo, abrirse paso para alcanzar la floresta y de allí al mar, su única salvación.
—Regresemos —dijo—. Luego veremos.
Volvió a subir la escalera, sin haber sido descubierto por los soldados y reingresó en la sala, con el kris en el puño.
El lord estaba todavía ahí, ceñudo, con los brazos cruzados; la joven lady en cambio había desaparecido.
—Señor —dijo Sandokan, acercándosele—. Si yo lo hubiese hospedado, si lo hubiese llamado amigo y luego descubierto como un mortal enemigo, le habría señalado la puerta, pero no le habría tendido una vil emboscada. Allá abajo, sobre la misma calle que debería recorrer, hay cincuenta, quizá cien hombres, listos para fusilarme; hágalos retirar y que me dejen libre el paso.
—¿Este invencible Tigre tiene entonces miedo? —preguntó el lord, con fría ironía.
—¿Miedo yo? No realmente, milord, pero aquí no se trata de combatir, sino de asesinar a un hombre inerme.
—Eso no me concierne. Salga, no deshonre aún más mi casa o por Dios...
—No me amenace, milord, porque el Tigre sería capaz de morder la mano que lo ha curado.
—Salga, le digo.
—Haga primero retirar a aquellos hombres.
—A nosotros dos entonces oh Tigre de la Malasia —aulló el lord, desenvainando el sable y cerrando la puerta.
—¡Ah! Sabía que habría procurado asesinarme a traición —dijo Sandokan—. Vamos, milord, ábrame el paso o me arrojo en contra suyo.
El lord, en vez de obedecer, arrancó de un clavo un cuerno y lanzó una nota aguda.
—¡Ah traidor! —gritó Sandokan, que sintió hervir nuevamente la sangre en las venas.
—Es tiempo oh aciago de que tú caigas en nuestras manos —dijo el lord—. Dentro de pocos minutos los soldados estarán aquí y dentro de veinticuatro horas serás colgado.
Sandokan mandó un sordo rugido. Con un salto de felino se apoderó de una pesada silla y se lanzó sobre la mesa que estaba en medio de la sala.
Daba miedo; sus facciones estaban ferozmente contraídas por el furor, sus ojos parecían mandar llamas, y una sonrisa de fiera le erraba en los labios. En aquel instante se oyó de afuera un toque de trompeta y en el corredor una voz, aquella de Marianna, gritar desesperadamente:
—¡Huye, Sandokan...!
—¡Sangre...! ¡Veo sangre! —aulló el pirata.
Levantó la silla y la precipitó con fuerza irresistible contra el lord que golpeado en pleno pecho, se desplomó pesadamente al suelo. Rápido como un relámpago, Sandokan se le fue encima con el kris alzado.
—Máteme, asesino —agonizó el lord.
—Recuerde lo que le dije hace días —dijo el pirata—. Lo perdono, pero es necesario que lo deje impotente.
Diciendo ésto, con una destreza extraordinaria, lo dio vuelta y le ató sólidamente los brazos y las piernas con su propia faja.
Le tomó luego el sable, y se lo lanzó al corredor, gritando:
—¡Marianna, aquí estoy...!
La joven lady se precipitó entre sus brazos, luego, llevándolo a su propia estancia, le dijo llorando:
—Sandokan, he visto a los soldados. ¡Ah! mi Dios, estás perdido.
—No todavía —respondió el pirata—. Huiré de los soldados, lo verás.
La tomó por un brazo y conduciéndola delante de la ventana la contempló por algunos instantes a los rayos de la luna, fuera de sí.
—Marianna —dijo—, júrame que serás mi esposa.
—Te lo juro sobre la memoria de mi madre —respondió la joven.
—¿Y me esperarás?
—Sí, te lo prometo.
—Está bien; huyo, pero dentro de una semana o dos a lo sumo, volveré aquí a tomarte, a la cabeza de mis valerosos cachorros. ¡Ahora a ustedes, perros ingleses! —exclamó, irguiendo fieramente su alta estatura—. Me bato por la Perla de Labuan.
Sobrepasó rápidamente el alféizar y brincó en medio de un denso parterre, que lo ocultaba completamente.
Los soldados, que eran sesenta o setenta, habían entonces circundado completamente el parque y avanzaban lentamente hacia el palacete, con los fusiles en mano, listos para hacer fuego.
Sandokan, que se mantenía emboscado como un tigre, con el sable en la derecha y el kris en la izquierda, no respiraba, ni se movía, pero se había recogido sobre sí mismo, listo para precipitarse sobre el círculo y romperlo con ímpetu irresistible.
El único movimiento que hacía era el de alzar la cabeza hacia la ventana, donde sabía se encontraba su dilecta Marianna que sin duda atendía, quién sabe con qué angustias, al éxito de la lucha suprema.
Muy pronto los soldados no se encontraban mas que a pocos pasos del parterre, donde él se mantenía siempre oculto. Llegados a aquel lugar se detuvieron, como si estuvieran indecisos sobre lo que hacer e inquietos sobre lo que podía suceder.
—Adelante, jovencitos —dijo un caporal—. Esperemos la señal, antes de seguir adelante.
—¿Teme que el pirata se haya emboscado? —preguntó un soldado.
—Temo más bien que haya masacrado a todos los habitantes de la casa, porque no se oye ningún ruido.
—¿Es que habrá sido capaz de tanto?
—Es un bandolero capaz de todo —respondió el caporal—. ¡Ah! Cómo estaría contento de verlo danzar en la extremidad de una verga, con un metro de cuerda al cuello.
Sandokan, que no perdía una sola palabra, hizo un sordo gruñido y fijó sobre el caporal dos ojos inyectados de sangre.
—Espera un momento —murmuró, rechinando los dientes—. El primero en caer serás tú.
En aquel instante se oyó el cuerno del lord resonar en el palacete.
—¿Otra vez una señal? —murmuró Sandokan.
—¡Adelante! —comandó el caporal—. El pirata está en torno a la casa.
Los soldados se arrimaron lentamente, arrojando miradas inquietas para todos lados. Sandokan midió con una mirada la distancia, se irguió sobre las rodillas, luego con un salto se precipitó encima de los enemigos.
Quebrar el cráneo al caporal y desaparecer en medio de los matorrales vecinos fue cosa de un solo momento.
Los soldados, sorprendidos de tanta audacia, aterrados por la muerte de su caporal, no pensaron de súbito hacer fuego. Aquella breve indecisión bastó a Sandokan para alcanzar el cerco, cruzarlo con un solo salto y desaparecer del otro lado.
Alaridos de furor estallaron enseguida, acompañados de varias descargas de fusiles. Todos, oficiales y soldados, se lanzaron como un solo hombre fuera del parque, dispersándose en todas las direcciones y tirando por todas partes fusilazos, con la esperanza de coger al fugitivo, pero ya era demasiado tarde. Sandokan, milagrosamente escapado de aquel círculo de armas, galopaba como un caballo, adentrándose en la floresta que circundaba la hacienda de lord James.
Libre en el denso monte, donde tenía campo para desplegar mil astucias, para esconderse en cualquier lugar, para oponer alguna resistencia, no temía más a los ingleses. ¿Qué le importaba a él que lo siguieran, que lo buscaran por todas partes, cuando ahora ya tenía espacio por delante y cuando, al oído, una voz le susurraba sin tregua “huye que yo te amo”?
—Que me vengan a buscar aquí, en medio de la naturaleza salvaje —decía, corriendo siempre—. Encontrarán al Tigre libre, dispuesto a todo, resuelto a todo. Surquen también, en sus indignos cruceros, las aguas de la isla; lancen también a sus soldados a través del monte; llamen también en su ayuda a todos los habitantes de Victoria, yo pasaré igualmente entre sus bayonetas y sus cañones. ¡Pero regresaré en breve, oh niña celestial, te lo juro, regresaré aquí, a la cabeza de mis valerosos, no como vencido, sino como vencedor y te arrancaré por siempre de estos lugares execrables!
A cada paso que se alejaba, los gritos de los perseguidores y los tiros de fusil se hacían siempre más flojos, hasta que se apagaron completamente. Se paró un momento a los pies de un gigantesco árbol, para retomar aliento y para escoger el camino a recorrer a través de aquellos millares de plantas, las unas más grandes y más intrincadas que las otras.
La noche era clara, merced a la luna que brillaba en un cielo sin nubes, expandiendo bajo las frondas de la floresta sus rayos azulados, de una infinita dulzura, y de una transparencia vaporosa.
—Veamos —dijo el pirata, orientándose con las estrellas—. A la espalda tengo a los ingleses; delante hacia el oeste está el mar. Si tomo directamente esta dirección puedo tropezarme con algún pelotón, porque supondrán que busco alcanzar la costa más cercana. Es mejor desviarse de la línea recta, doblar hacia el sur y alcanzar el mar a una notable distancia de aquí. Vamos, en camino, y ojos y oídos atentos.
Recogió toda su energía y todas sus fuerzas, volvió la espalda a la costa, que no debía estar muy lejana y se internó de nuevo en la floresta, abriéndose paso entre los matorrales con mil precauciones, escalando troncos de árboles caídos por decrepitud o abatidos por rayos, y trepándose sobre plantas, cuando se encontraba delante de una barrera vegetal tan densa como para impedir el paso hasta a un simio.
Continuó así caminando por tres horas, parándose cuando un pájaro espantado por su presencia se elevaba, mandando un chirrido, o cuando un animal salvaje huía aullando, y se detuvo delante de un torrente de aguas negras.
Ingresó, lo remontó por una cincuentena de metros, aplastando millares de gusanos de agua, y, llegado frente a una gruesa rama, se agarró, izándose sobre un frondoso árbol.
—Con esto basta para para hacer perder mis rastros hasta a los perros —dijo—. Ahora puedo reposar, sin temor a ser descubierto.
Estaba allí por una media hora, cuando un leve rumor, que habría escapado a un oído menos agudo que el suyo, se hizo oír a breve distancia. Apartó lentamente las frondas, reteniendo la respiración, y arrojó bajo la honda sombra del bosque una mirada indagatoria.
Dos hombres, encorvados, hacia la tierra, avanzaban, mirando atentamente a derecha, a izquierda y adelante. Sandokan reconoció en ellos a dos soldados.
—¡El enemigo! —murmuró—. ¿Me he perdido o me han seguido muy de cerca?
Los dos soldados, que buscaban las huellas del pirata por cuanto parecía, después de haber recorrido algunos metros se pararon casi bajo el árbol, que servía de refugio a Sandokan.
—Sabes, John —dijo uno de los dos, cuya voz temblaba—, ¿que tengo miedo de encontrarme en este oscurísimo monte?
—También yo, James —respondió el otro—. El hombre que buscamos es peor que un tigre, capaz de caernos imprevistamente encima y despacharnos a ambos. ¿Has visto cómo ha matado en el parque a nuestro compañero?
—No lo olvido más, John. Parecía no un hombre, sino un gigante, dispuesto a hacernos a todos en pequeñísimos pedazos. ¿Crees que conseguiremos atraparlo?
—Tengo mis dudas, aún cuando el baronet William Rosenthal había prometido cincuenta flamantes libras esterlinas por su cabeza. Mientras todos nosotros lo perseguimos hacia el oeste para impedirle de embarcarse sobre algún prao, quizá, corre hacia el norte o al sur.
—Pero mañana, o pasado mañana, a más tardar, partirá algún crucero y le impedirá huir.
—Tienes razón, amigo. Es así, ¿qué hacemos?
—Vayamos primero a la costa, luego veremos.
—¿Esperaremos antes al sargento Willis, que nos sigue?
—Lo esperaremos en la costa.
—Confiemos en que escape al pirata. Vamos, pongámonos en marcha, por ahora.
Los dos soldados dieron una última mirada a su alrededor y se pusieron a rastrear hacia el oeste, desapareciendo entre las sombras de la noche.
Sandokan, que no había perdido sílaba de su conversación, esperó una media hora, luego se dejó deslizar dulcemente a tierra.
—Está bien —dijo—. Me persiguen todos hacia el oeste; yo doblaré siempre hacia el sur, ahora ya sé dónde no encontraré enemigos. Estemos atentos, no obstante. Tengo al sargento Willis a los talones.
Reanudó la silenciosa marcha, dirigiéndose hacia el sur, volvió a atravesar el torrente y se abrió paso a través de una densa cortina de plantas.
Estaba por girar alrededor de un grueso árbol de alcanfor, que le cerraba el paso, cuando una voz amenazadora, imperiosa, gritó:
—¡Si da un paso, si hace un gesto, lo mato como a un perro!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Caporal: Cabo que manda una escuadra de soldados.

Cincuenta libras esterlinas: El valor relativo de £50,00 en 1850 corresponden a £4.527,00 en 2012, utilizando IPC (índice de precios al consumidor).

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