jueves, 16 de enero de 2014

XI. Giro-Batol


El pirata sin espantarse por aquella brusca intimación, que podía costarle la vida, se volvió lentamente, estrechando el sable, listo para utilizarlo. A seis pasos, un hombre, un soldado, sin duda el sargento Willis mencionado poco antes por los dos rastreadores, se había alzado de detrás de un matorral y lo tenía fríamente en mira, resuelto, por cuanto parecía, a seguir al pie de la letra la amenaza.
Lo miró tranquilamente, pero con dos ojos que emitían extraños resplandores, en medio de aquella profunda oscuridad, y prorrumpió en un estrépito de risa.
—¿Por qué ríe? —preguntó el sargento, desconcertado y estupefacto—. Me parece que no es el momento.
—Río porque me parece extraño que tú oses amenazarme de muerte —respondió Sandokan—. ¿Sabes quién soy yo?
—El jefe de los piratas de Mompracem.
—¿Estás bien seguro? —preguntó Sandokan, cuya voz silbaba en extraño modo.
—¡Oh! Apostaría una semana de mi paga contra un penny, que yo no me engaño.
—¡En efecto yo soy el Tigre de la Malasia!
—¡Ah...!
Los dos hombres, Sandokan irónico, amenazador, seguro de sí y el otro, espantado de encontrarse solo delante de aquel hombre, cuyo valor era legendario, pero resuelto a no retroceder, se miraron en silencio por algunos minutos.
—¡Vamos! Willis, ven a prenderme —dijo Sandokan.
—¡Willis! —exclamó el soldado, presa de un supersticioso terror—. ¿Cómo sabe mi nombre?
—Nada puede ignorar un hombre escapado del infierno —dijo el Tigre, riendo burlonamente.
—Usted me da miedo.
—¡Miedo! —exclamó Sandokan—. ¡Willis sabes que veo sangre...!
El soldado que había bajado el fusil, sorprendido, espantado, no sabiendo más si estaba delante de un hombre o un demonio, retrocedió vivamente, cuidando de tenerlo en la mira, pero Sandokan, que no lo perdía de vista, como un relámpago se le fue encima, derribándolo a tierra.
—¡Piedad! ¡Piedad! —balbuceó el pobre sargento, que se vio delante de la punta del sable.
—Te perdono la vida —dijo Sandokan.
—¿Debo creerle?
—El Tigre de la Malasia no promete en vano. Levántate y escúchame.
El sargento se irguió, temblando, fijando sobre Sandokan dos ojos espantados.
—Hable —dijo.
—He dicho que te perdono la vida, pero debes responder a todas las preguntas que te haré.
—Diga.
—¿Adónde creen que he huido?
—Hacia la costa occidental.
—¿Cuántos hombres hay detrás de mí?
—No lo puedo decir; sería una traición.
—Tienes razón; no te lo reprocho, al contrario te estimo.
El sargento lo miró con estupor.
—¿Qué tipo de hombre es usted? —le preguntó—. Lo creía un miserable asesino, pero veo que todos se engañan.
—No me importa. Despójate de tu uniforme.
—¿Qué quiere hacerle?
—Me servirá para huir y nada más. ¿Hay soldados indios entre aquellos que me persiguen?
—Sí, cipayos.
—Está bien: desvístete y no opongas resistencia, si quieres que nos vayamos como buenos amigos.
El soldado obedeció. Sandokan bien o mal se puso el uniforme, se ciñó la daga y la cartuchera, se puso en la cabeza la gorra y se arrojó en bandolera la carabina.
—Déjate atar, ahora —dijo luego al soldado.
—¿Quieres hacerme devorar por los tigres?
—¡Bah! Los tigres no son tan numerosos como crees. Sin embargo es necesario que tome mis medidas, para impedir que me traiciones.
Aferró entre los robustos brazos al soldado que no osaba oponer resistencia, lo ató a un árbol con una sólida cuerda, luego se alejó a pasos rápidos, sin volverse atrás.
—Apresurémonos —dijo—. Es necesario que esta noche alcance la costa y me embarque, o mañana será demasiado tarde. Quizá con el disfraz que llevo me será fácil huir a los perseguidores y embarcarme sobre cualquier leño directo a las Romades. Desde allí podré alcanzar Mompracem y entonces... ¡Ah! ¡Marianna, me volverás a ver pronto, pero como terrible vencedor!
A aquel nombre, casi involuntariamente invocado, la frente del pirata se oscureció y las facciones se le contrajeron dolorosamente. Llevó las manos al corazón y suspiró.
—Silencio, silencio —murmuró, con voz oscura—. Pobre Marianna, quién sabe a esta hora qué ansiedades agitarán su corazón. Quizá me crea vencido, herido, o encadenado como una bestia feroz, quizá hasta muerto. ¡Daría toda mi sangre, gota a gota, por volverla a ver un solo instante, para decirle que el Tigre está vivo todavía y que regresará! Vamos, coraje, es lo que necesito. Esta noche abandonaré estas playas inhospitalarias, llevando conmigo su juramento y regresaré a mi salvaje isla. ¿Y luego qué haré? ¿Daré un adiós a mi vida de aventurero, a mi isla, a mis piratas, a mi mar? He jurado a ella todo aquello y por aquella criatura sublime, que ha sabido encadenar el corazón inaccesible del Tigre de la Malasia, todo haré. Silencio, no la nombraré más o enloqueceré. Adelante, sigamos avanzando.
Se puso nuevamente en camino, con paso más rápido, comprimiéndose fuertemente el pecho, como si quisiese sofocar los latidos precipitados del corazón. Caminó toda la noche, atravesando ahora los grupos de gigantescos árboles, de las pequeñas florestas y ahora de las praderas hundidas y ricas de torrentes, de estanques, procurando orientarse con las estrellas.
Al surgir el sol se detuvo cerca de un matorral de durián colosales, para tomar un poco de reposo y hasta para asegurarse si el camino estaba libre.
Estaba por ocultarse en medio de un festón de lianas cuando oyó una voz gritar:
—¡Eh, camarada! ¿Qué busca ahí adentro? Cuidado que no se esconda algún pirata mucho más terrible que los tigres de su país.
Sandokan, nada sorprendido, seguro de no tener nada que temer con el traje que llevaba puesto, se volvió tranquilamente y vio recostados a breve distancia, bajo la fresca sombra de una areca, a dos soldados.
Mirándolos atentamente, creyó reconocer en ellos a aquellos dos que habían precedido al sargento Willis.
—¿Qué hacen ustedes aquí? —preguntó Sandokan, con acento gutural y alterando el inglés.
—Reposamos un poco —respondió uno de los dos—. Hemos cazado toda la noche y no podemos más.
—¿Buscaban entonces ustedes al pirata...?
—Sí y le puedo decir, sargento, que hemos descubierto sus rastros.
—¡Oh! —dijo Sandokan, fingiendo estupor.
—¿Y dónde los han descubierto?
—En el bosque que justo hemos atravesado.
—¿Y los han perdido luego?
—No nos ha sido más posible reencontrarlos —dijo el soldado con rabia.
—¿A dónde se dirigían?
—Hacia el mar.
—Entonces estamos perfectamente de acuerdo.
—¿Qué quiere decir, sargento? —preguntaron los dos soldados brincando en pie.
—Que Willis y yo...
—¡Willis...! ¿Lo ha encontrado?
—Sí, y lo he dejado hace dos horas.
—Continúe, sargento.
—Quería decirles que Willis y yo lo hemos reencontrado en las cercanías de la colina roja. El pirata busca alcanzar la costa septentrional de la isla, no podemos engañarnos.
—¡Entonces nosotros hemos seguido un falso rastro...!
—No, amigos —dijo Sandokan—, es que el pirata nos la ha hábilmente jugado.
—¿En qué modo? —preguntó el más entrado en años de los dos soldados.
—Remontando hacia el norte, siguiendo el lecho de un torrente, el astuto ha dejado sus pisadas en los bosques, fingiendo huir hacia el este, pero luego ha regresado atrás.
—¿Qué debemos hacer, ahora?
—¿Dónde están sus compañeros?
—Batiendo la floresta a dos millas de aquí, avanzando hacia el este.
—Vuelvan inmediatamente atrás y den a los suyos la orden de dirigirse, sin perder tiempo, hacia las playas septentrionales de la isla. Dense prisa; el lord ha prometido cien libras esterlinas y un grado a quien descubra al pirata.
No se requería más para seducir a los dos soldados. Recogieron precipitadamente los fusiles, se metieron en el bolsillo las pipas que estaban fumando y, habiendo saludado a Sandokan, se alejaron rápidamente, desapareciendo bajo los árboles. El Tigre de la Malasia los siguió con la mirada hasta que pudo; luego volvió a meterse en medio de los matorrales, murmurando:
—Hasta que me despejen el camino puedo hacer una dormida de algunas horas. Más tarde veré qué puedo hacer.
Bebió algunos sorbos de güisqui, estando llena la cantimplora de Willis, comió algunas bananas que había recogido en la floresta, luego apoyó la cabeza sobre un fardo de hierbas y se adormeció profundamente, sin más ocuparse de sus enemigos. ¿Cuánto durmió? Ciertamente no más de tres o cuatro horas, porque cuando abrió los ojos el sol estaba todavía alto. Estaba por alzarse, a fin de retomar la marcha, cuando oyó un tiro de fusil disparado a breve distancia, seguido de súbito por el galope precipitado de un caballo.
—¿Es que me han descubierto? —murmuró Sandokan, dejándose recaer en medio del matorral.
Armó rápidamente la carabina, desplazó con precaución las hojas y miró. Primeramente no vio nada, oía sin embargo el galope que se acercaba rápidamente. Creía que se trataba de algún cazador lanzado sobre los rastros de alguna babirusa, pero pronto se percató de estar engañado. Se cazaba a un hombre. En efecto, un instante después un indígena o un malayo, a juzgar por el color negro-rojizo de su piel, atravesaba a gran carrera la pradera, procurando alcanzar un espeso matorral de plátanos.
Era un hombre bajo, membrudo, casi desnudo, no tenía más que un faldellín andrajoso y un sombrero de fibras de rotang, pero en la derecha empuñaba un nudoso bastón y en la izquierda un kris de hoja serpenteante. Su carrera era tan rápida que a Sandokan le faltó tiempo para observarlo mejor.
Lo vio no obstante meterse, con un último impulso, en medio de los plátanos y desaparecer bajo las gigantescas hojas.
—¿Quién será ese? —se preguntó Sandokan, estupefacto—. Un malayo ciertamente.
De pronto una sospecha le atravesó el cerebro.
—¿Si fuese uno de mis hombres? —se preguntó—. ¿Yanez habrá desembarcado a alguien para venir a buscarme? Él no ignoraba que yo iba a Labuan.
Estaba por salir del matorral para procurar divisar al fugitivo, cuando sobre el margen del bosque apareció un jinete.
Era un soldado del Regimiento de Caballería de Bengala.
Parecía furibundo, porque blasfemaba y maltrataba al caballo espoleándolo y atormentándolo con violentos rasguidos.
Llegado a cincuenta pasos del matorral de plátanos, brincó ágilmente en tierra, ató al caballo a la raíz de una planta, armó el mosquete y se puso a escuchar, escrutando atentamente los árboles cercanos.
—¡Por todos los truenos del universo! —exclamó—. ¡No habrá acaso desaparecido bajo tierra...! En algún lugar debe estar escondido y por Dios no huirá una segunda vez a mi mosquete. Sé bien que tengo que vérmelas con el Tigre de la Malasia, pero John Gibbis no tiene miedo. Si este condenado caballo no se hubiese encabritado, a esta hora aquel piratejo no estaría más vivo.
El soldado de caballería, así monologando, había desenvainado el sable y se había metido en medio de un matorral de arecas y de malezas, alejando con prudencia las ramas. Aquellos árboles lindaban con el matorral de plátanos, pero era de dudar que consiguiera descubrir al fugitivo. Éste se había alejado, arrastrándose a través de las lianas y las raíces y había encontrado un escondite tal como para ponerlo a seguro de cualquier búsqueda.
Sandokan, que no había abandonado los matorrales, en vano había intentado saber dónde aquel malayo se había ocultado. Por cuanto se alargase y mirase debajo y encima de las grandes hojas, no conseguía verlo en ningún lugar. No obstante se cuidaba bien de mantener al soldado de caballería por buen camino, temiendo traicionar a aquel pobre indígena que se había hecho perseguir por culpa ajena.
—Procuremos al contrario de salvarlo —murmuró—. Puede ser uno de mis hombres o algún explorador mandado aquí por Yanez. Es necesario mandar a otro lugar a aquel soldado de caballería o acabará por encontrarlo.
Estaba por presentarse, cuando a pocos pasos vio agitarse un festón de lianas. Volvió rápidamente la cabeza para aquella parte y vio aparecer al malayo. El pobre hombre, temiendo ser sorprendido, estaba trepándose sobre aquellas cuerdas vegetales para ganar la cima de un mango, entre cuyas hojas densísimas podía encontrar un óptimo escondite.
—¡Es astuto! —murmuró.
Esperó a que llegara entre las ramas y que se volviese. Apenas pudo divisar su cara, a duras penas contuvo un grito de alegría, y de estupor.
—¡Giro-Batol! —exclamó—. ¡Ah! ¡Mi bravo malayo...! ¿Cómo se encuentra todavía aquí y vivo...? A pesar de recordar haberlo abandonado sobre el prao hundiéndose, muerto o moribundo. ¡Qué suerte...! Ese debe tener el alma bien clavada en su cuerpo. ¡Vamos, salvémoslo...!
Armó la carabina, dio la vuelta al matorral y apareció bruscamente sobre el margen del bosque, gritando:
—¡Eh, amigo...! ¿Qué busca con tanto ensañamiento? ¿Ha herido a alguna babirusa...?
El soldado de caballería oyendo aquella voz brincó ágilmente fuera del matorral, manteniendo el mosquete apuntado adelante y mandó un grito de estupor:
—¡Oh! ¡Un sargento! —exclamó.
—¿Le sorprende, amigo?
—¿De dónde ha aparecido usted?
—De la floresta. He oído un tiro de fusil y me he apurado a venir aquí para ver qué había pasado. ¿Ha disparado contra una babirusa?
—Eh sí, contra una babirusa más peligrosa que un tigre —dijo el soldado de caballería, con una cólera mal escondida.
—¿Qué bestia era entonces?
—¿No busca a alguien también usted? —preguntó el soldado.
—Sí.
—¿Al Tigre de la Malasia, es verdad, sargento?
—Precisamente.
—¿Lo ha visto al terrible pirata?
—No, pero he descubierto sus rastros.
—Y yo, sargento, he encontrado en cambio al pirata en persona.
—¡Es imposible...!
—He hecho fuego contra él.
—Y... ¿ha fallado?
—Como un cazador novato.
—¿Y dónde se ha escondido?
—Temo que ahora ya esté lejos. Lo he visto atravesar la pradera y esconderse por estos matorrales.
—Entonces no lo encontrará más.
—Lo temo también yo. Aquel hombre es más ágil que un simio y más tremendo que un tigre.
—Capaz de mandarnos a nosotros dos al otro mundo.
—Lo sé, sargento. Si no fuese por aquellas cien libras esterlinas prometidas por lord Guillonk y con las que cuento para fundar una finca el día en que arroje el sable, no habría osado perseguirlo.
—¿Y ahora qué va a hacer?
—No lo sé. Creo que hurgando entre estos matorrales perderé inútilmente mi tiempo.
—¿Quiere un consejo?
—Diga, sargento.
—Vuelva a montar el caballo y dé la vuelta al bosque.
—¿Quiere venir conmigo? Los dos tendremos mayor coraje.
—No, camarada.
—¿Y por qué, sargento?
—¿Quiere dejar escapar al pirata?
—Explíquese.
—Si lo perseguimos los dos por una parte, el Tigre huirá por la otra. Usted da la vuelta al bosque y me deja a mí el cuidado de hurgar los matorrales.
—Aceptado, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que dividamos el premio si tenemos la fortuna de abatir al Tigre. No quiero perder las cien libras esterlinas.
—Lo consiento —respondió Sandokan sonriendo.
El soldado de caballería reenvainó el sable, remontó la silla, poniéndose delante el mosquete armado y saludó al sargento, diciéndole:
—Nos reencontraremos en el margen opuesto de la floresta.
—Me esperará mucho —murmuró Sandokan.
Esperó a que el soldado de caballería hubiese desaparecido entre los matorrales, luego se acercó al árbol sobre el cual se mantenía escondido a su malayo, diciendo:
—Desciende, Giro-Batol.
No había aún terminado la frase que ya el malayo caía a sus pies, gritando con voz rota:
—¡Ah... mi capitán...!
—¿Estás sorprendido de volver a verme aún vivo, mi valeroso?
—Puede creerlo, Tigre de la Malasia —dijo el pirata que tenía lágrimas en los ojos—. Creía que no lo volvería a ver nunca más, dando ya por cierto que los ingleses lo habían matado.
—¡Matado! Los ingleses no tienen hierro bastante para tocar el corazón del Tigre de la Malasia —respondió Sandokan—. Me habían gravemente herido, es verdad, pero como ves estoy curado y listo a recomenzar la lucha.
—¿Y todos los otros?
—Duermen en los abismos del mar —respondió Sandokan, con un suspiro—. Todos los valeroso que arrastré al abordaje del navío de línea maldito han caído bajo los tiros de los leopardos.
—¿Pero nosotros los vengaremos, es verdad capitán...?
—Sí, y muy pronto. ¿Pero como resultado de qué afortunada circunstancia te reencuentro aún vivo? Recuerdo haberte visto caer moribundo a bordo de tu prao, durante la primera lucha.
—Es verdad, capitán. Una esquirla de metralla me había golpeado la cabeza, pero no me había matado. Cuando volví en mí, el pobre prao, que usted había abandonado a las olas, acribillado por las balas del crucero, estaba por hundirse. Me agarré a un pecio y me impulsé hacia la costa. Erré varias horas sobre el mar, luego me desmayé. Me desperté en la cabaña de un indígena. Aquel bravo hombre me había recogido a quince millas de la playa, me había embarcado sobre su canoa y transportado a tierra. Me curó afectuosamente, hasta que estuve completamente curado.
—¿Y ahora a dónde huías?
—Estaba por ir a la costa a fin de echar al agua una canoa por mí excavada, cuando me vi asaltado por aquel soldado.
—¡Oh! ¿Tú posees una canoa?
—Sí, mi capitán.
—¿Querías regresar a Mompracem?
—Esta noche.
—Nos iremos juntos, Giro-Batol.
—¿Cuándo?
—Esta tarde nos embarcaremos.
—¿Quiere venir a mi cabaña a reposar un poco?
—¡Oh...! ¡Posees también una cabaña...!
—Una casucha donada por los indígenas.
—Vayamos enseguida. No podemos permanecer aquí sin correr el peligro de vernos sorprendidos por el soldado de caballería.
—¿Regresará? —preguntó Giro-Batol, con aprensión.
—Por supuesto.
—Huyamos, capitán.
—No hay prisa. Como ves me he convertido en un sargento del Regimiento de Infantería Nativa de Bengala, por consiguiente puedo protegerte.
—¿Ha despojado a algún soldado?
—Sí, Giro-Batol.
—¡Qué golpe maestro!
—Silencio, en marcha o tendremos encima al soldado de caballería. ¿Está lejos tu cabaña?
—Dentro de un cuarto de hora estaremos.
—Vayamos a reposar un poco y más tarde pensaremos en hacernos a la mar.
Los dos piratas salieron del matorral y, después de haberse asegurado de que no había nadie en los alrededores, atravesaron rápidamente la pradera alcanzando el margen de la segunda floresta.
Estaban por internarse entre las grandes plantas, cuando Sandokan oyó un galope furioso.
—Otra vez aquel pelmazo —exclamó—. ¡Pronto, Giro-Batol, métete en medio de aquellos matorrales...!
—¡Oh...! ¡Sargento...! —aulló el soldado de caballería que parecía furibundo—. ¿Es así como me ayuda a atrapar a aquel bribón de pirata...? Mientras yo hacía casi reventar a mi caballo, usted no se ha movido.
El soldado, así diciendo, espoleaba a su corcel, haciéndolo encabritar y relinchar de dolor.
Había ya atravesado la pradera y se había detenido cerca de un grupo de árboles que surgían aislados.
Sandokan se volvió hacia él y le respondió calmadamente:
—Habiendo descubierto los rastros del pirata, he creído inútil perseguirlo a través de la floresta. Por otro lado lo esperaba.
—¿Ha descubierto sus rastros...? ¡Por mil demonios...! ¿Pero cuántas huellas ha dejado aquel bribón...? Creo que se está divirtiendo engañándonos.
—Lo supongo también.
—¿Quién se las ha mostrado?
—Las he encontrado yo.
—¡Ya ya, sargento...! —exclamó el soldado de caballería con tono irónico.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Sandokan arrugando la frente.
—Que alguien se las ha indicado.
—¿Y quién...?
—He visto cerca suyo a un negro.
—Lo he encontrado por casualidad y me ha hecho compañía.
—¿Estaba bien seguro de que era un isleño?
—No soy ciego.
—¿Y dónde ha ido aquel negro?
—Se ha internado en el bosque. Seguía la pista de una babirusa.
—Ha hecho mal en dejarlo ir. Podía suministrarnos preciosas indicaciones y hacernos ganar todavía las cien libras esterlinas.
—¡Uf...! Comienzo a temer que ya se ha esfumado, camarada. Yo ya renuncio y me vuelvo a la villa de lord Guillonk.
—Yo no tengo miedo, sargento.
—¡Oh...! ¡Camarada...!
—Y continuaré persiguiendo al pirata.
—Como plazca.
—Feliz regreso —gritó el soldado de caballería con ironía.
—Que el diablo lo lleve —respondió Sandokan.
El soldado de caballería estaba ya lejos y espoleaba furiosamente a su caballo, dirigiéndose otra vez hacia el monte que poco antes había atravesado.
—Vamos —dijo Sandokan, cuando no lo vio más—. Si regresa otra vez lo saludaré con un buen tiro de carabina.
Se acercó al escondite de Giro-Batol y los dos retomaron la marcha, adentrándose en la floresta.
Habiendo atravesado otro claro, se metieron en medio de espesas plantas, abriéndose fatigosamente el paso entre un caos de calamus rotang que se entrelazaban de mil maneras y de una verdadera red de raíces que serpenteaban por el suelo en mil direcciones.
Caminaron por un buen cuarto de hora, atravesando numerosos torrentes, sobre cuyas orillas se veían los rastros recientes del paso de hombres, luego llegaron al medio de un gran matorral densísimo y tan cubierto que la luz no podía casi penetrar.
Giro-Batol se detuvo un momento a escuchar, luego dijo, volviéndose hacia Sandokan:
—Mi cabaña está ahí, en medio de aquellas plantas.
—Un asilo seguro —respondió el Tigre de la Malasia, con una leve sonrisa—. Admiro tu prudencia.
—Venga, mi capitán. Nadie vendrá a molestarnos.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En este capítulo se menciona a la babirusa, sin embargo, no se encuentra en Borneo. Es otro de los tantos errores de Salgari.

Penny: Mantuve la palabra en inglés sin traducir, tal como la escribió Salgari. En castellano es “penique”, moneda británica de cobre, que valía la duodécima parte del chelín, y después la centésima de la libra esterlina.

Cipayos: “Sipai” en el original, es el soldado indio de los siglos XVIII y XIX al servicio de Francia, Portugal y Gran Bretaña.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 2 mi equivalen a 3,22 km; 15 mi equivalen a 24,14 km.

Cien libras esterlinas: El valor relativo de £100,00 en 1850 corresponden a £9.054,00 en 2012, utilizando IPC (índice de precios al consumidor).

Babirusa: Cerdo salvaje que vive en Asia, de mayor tamaño que el jabalí, cuyos colmillos salen de la boca dirigiéndose hacia arriba y luego se encorvan hacia atrás. Su carne es comestible.

Soldado del Regimiento de Caballería de Bengala: “Cavalleggero del reggimento del Bengala” en el original; formaba parte de la Armada de Bengala (región noreste de la India). Si bien no aclara el regimiento, el mismo podría ser alguno de los 10 en que se subdividía la Caballería Ligera de Bengala o alguno de los 18 en los que se subdividía la Caballería Irregular de Bengala. Formaron parte de la Rebelión en la India de 1857 y desaparecieron.

Regimiento de Infantería Nativa de Bengala: “Reggimento di fanteria del Bengala” en el original; formaba parte de la Armada de Bengala (región noreste de la India). Si bien no aclara que se tratase de la infantería nativa —formada por soldados no europeos—, dado el origen asiático de Sandokan, asumo que es así. Llegaron a existir 74 regimientos, los cuales formaron parte de la Rebelión en la India de 1857 y desaparecieron.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario