viernes, 24 de enero de 2014

XII. La canoa de Giro-Batol


La cabaña de Giro-Batol surgía precisamente en el medio de aquel densísimo gran matorral, entre dos colosales pombo que con la enorme masa de sus frondas, la reparaban completamente de los rayos del sol.
Era una casucha más que una habitación, apenas capaz de albergar a alguna pareja de salvajes, baja, estrecha, con el techo formado por hojas de banano, superpuestas en estratos y las paredes de ramas entrecruzadas groseramente. La única abertura era una puerta, de ventanas ningún rastro. ¡El interior desde luego no valía más! No se encontraba mas que un lecho de hojas secas, dos toscas ollas de arcilla mal cocida y dos piedras que debían servir de fogón.
Había no obstante víveres en abundancia, frutas de toda especie y hasta media babirusa de pocos meses, suspendida del techo por las patas traseras.
—Mi cabaña no vale gran cosa, capitán —dijo Giro-Batol—. Aquí no obstante puede reposar con comodidad sin temor a ser molestado. Hasta los indígenas de los alrededores ignoran que aquí se encuentra un refugio. Si quiere dormir puedo ofrecerle este lecho de frescas hojas cortadas esta mañana; si tiene sed hay aquí una olla repleta de agua fresca y si tiene hambre hay fruta y deliciosas chuletas.
—No pido más, mi bravo Giro-Batol —respondió Sandokan—. No esperaba encontrar tanto.
—Concédame media hora para asarle un pedazo de babirusa. Mientras tanto puede saquear mi despensa. Hay aquí ananás excelentes, bananas perfumadas, pombo suculentos como no ha probado en Mompracem, frutas de artocarpus de inverosímil grosor y durián que son mejores que la crema. Todo está a su disposición.
—Gracias, Giro-Batol. Me aprovecharé porque estoy hambriento como un tigre en ayuno por una semana.
—Mientras tanto encenderé el fuego.
—¿No se divisará el humo?
—¡Oh...! no tema, mi capitán. Los árboles son tan altos, y tan densos que no lo permitirán.
Sandokan, que estaba muy hambriento a causa de aquellas largas marchas a través de la floresta, asaltó un palmito que no pesaba menos de veinte libras y se puso a resquebrajar aquella sustancia blanca y dulce que le recordaba el sabor de las almendras.
Mientras tanto el malayo, habiendo acumulado sobre el fogón ramas secas, lo encendía sirviéndose para hacer esto de dos pedacitos de bambú quebrados por la mitad. Es bastante curioso el sistema usado por los malayos para procurarse fuego sin tener necesidad de fósforos.
Toman dos bambúes quebrados y sobre la superficie convexa de uno hacen un corte.
Con el otro comienzan a frotar sobre aquel corte, utilizando el borde, primero lentamente luego siempre más de prisa. El polvillo generado por aquel frotamiento poco a poco se incendia y cae sobre un poco de yesca de fibra de gamuto. La operación es bastante fácil y rápida y no requiere una especial habilidad.
Giro-Batol puso a asar un buen pedazo de babirusa ensartado en una baqueta verde, sostenida por dos ramas bifurcadas fijadas al suelo, luego fue a hurgar bajo un montón de hojas verdes sacando un vaso que exhalaba un perfume poco prometedor, pero que hacía dilatar las narices al salvaje hijo de la floresta malaya.
—¿Qué me ofreces, Giro-Batol? —preguntó Sandokan.
—Un plato delicioso, mi capitán.
Sandokan miró dentro del vaso e hizo una mueca.
—Prefiero la chuleta de babirusa, amigo mío. El belacan no está hecho para mí. Gracias igualmente por tu buena intención.
—Lo había conservado para una extraordinaria ocasión, mi capitán —dijo el malayo mortificado.
—Sabes bien que yo no soy malayo. Mientras saqueo tus frutas, come tu famoso plato. En el mar se estropearía.
El malayo no se lo hizo decir dos veces y asaltó codiciosamente la olla manifestando un gran placer.
El belacan es ávidamente buscado por los malayos que en cuestión de alimentos, pueden dar los puntos a los chinos, los menos exigentes de todos los pueblos. No desdeñan las serpientes, ni las bestias en putrefacción, los gusanos en salsa y ni siquiera las larvas de las termitas, por las cuales hasta hacen verdaderas locuras.
El belacan pasa no obstante toda imaginación. Es una mezcolanza de calamares y pequeños pescados molidos a la vez, dejados pudrir al sol y luego salados. El olor que exhala de aquel amasijo es tal que no se puede resistir, hasta hace mal. Los malayos y hasta los javaneses son sin embargo golosísimos por aquel plato inmundo y lo prefieren a los pollos y la las chuletas suculentas de la babirusa. Mientras esperaban el asado habían reanudado la conversación.
—Partiremos esta noche, ¿verdad mi capitán? —preguntó Giro-Batol.
—Sí, apenas la luna esté puesta —respondió Sandokan.
—¿Estará libre el camino?
—Lo espero.
—Temo siempre otro dañino encuentro, mi capitán.
—No te preocupes, Giro-Batol. No se pueden tener sospechas de un sargento.
—¿Y si alguien lo reconoce aún bajo aquella vestimenta?
—No son más que poquísimas las personas que me conocen y estoy seguro de que aquellas no las encontraré sobre mis pasos.
—¿Ha hecho relaciones entonces?
—Y con personas importantes, con barones y condes —dijo Sandokan.
—¿Usted el Tigre de la Malasia? —exclamó Giro-Batol, estupefacto.
Luego mirando a Sandokan con cierto embarazo, le preguntó vacilando:
—¿Y la niña blanca?
El Tigre de la Malasia realzó bruscamente la cabeza, fijó sobre el malayo una mirada que mandaba oscuros resplandores, luego con un suspiro profundo, dijo:
—Calla, Giro-Batol. ¡Calla! ¡No despiertes en mí terribles recuerdos...!
Estuvo algunos instantes silencioso, tomándose la cabeza estrechamente entre las manos y los ojos fijos en el vacío, luego hablando como para sí, retomó:
—Regresaremos pronto, aquí, a esta isla. El destino será más poderoso que mi voluntad y luego... hasta a Mompracem, entre mis valerosos, ¿como olvidarla? ¿La derrota no bastaba entonces? ¡Debo dejar hasta el corazón en esta isla maldita...!
—¿De quién habla, mi capitán? —preguntó, Giro-Batol, al colmo de la sorpresa.
Sandokan se pasó una manos sobre los ojos como si quisiera anular una visión, luego sacudiéndose, dijo:
—No preguntes nada, Giro-Batol.
—¿Pero regresaremos aquí, verdad?
—Sí.
—Y vengaremos a nuestros compañeros muertos combatiendo en las playas de esta tierra execrada.
—Sí, pero quizá sería mejor para mí no volver a ver nunca más esta isla.
—¿Qué dice capitán?
—Digo que esta isla podrá dar un golpe mortal al dominio de Mompracem y quizá encadenar para siempre al Tigre de la Malasia.
—¿A usted, tan fuerte y tan tremendo? ¡Oh! usted no puede tener miedo de los leopardos de Inglaterra.
—No, de ellos no, pero... ¿quién podrá leer el destino? Mis brazos son todavía formidables y ¿mi corazón lo será?
—¡El corazón! No lo comprendo mi capitán.
—Mejor así. A la mesa Giro-Batol. No pensemos en el pasado.
—Usted me da miedo, capitán.
—Calla Giro-Batol —dijo Sandokan con acento imperioso.
El malayo no osó continuar. Quitó el asado que mandaba un perfume apetitoso, lo puso sobre una ancha hoja de banano y lo ofreció a Sandokan, luego fue a hurgar en un ángulo de la casucha y de un agujero quitó una botella semi partida, pero cuidadosamente cubierta con un cucurucho formado con unas fibras de rotang hábilmente entrelazadas.
—Ginebra, mi capitán —dijo mirando aquella botella con dos ojos ardientes—. He debido trabajar no poco para sonsacársela a los indígenas y la conservo para fortalecerme en mar. Puede vaciarla hasta la última gota.
—Gracias, Giro-Batol —respondió Sandokan con una melancólica sonrisa—. La dividiremos fraternalmente.
Sandokan comió en silencio haciendo menos honores a la comida de cuanto había creído el bravo malayo, bebió algunos sorbos de ginebra luego se tendió sobre las frescas hojas, diciendo:
—Reposemos algunas horas. Mientras tanto calará la noche y luego deberemos esperar a que la luna se ponga.
El malayo habiendo cerrado cuidadosamente la cabaña, apagado el fuego y vaciado la botella se acurrucó en un ángulo soñando ya encontrarse en Mompracem. Sandokan en cambio, aún cuando estuviese cansadísimo habiendo caminado la entera noche precedente, no fue capaz de cerrar los ojos.
No era ya por un tema de ser, de un instante a otro sorprendido por los enemigos, no siendo posible que ellos pudiesen encontrar aquella cabaña tan bien oculta a los ojos de todos. Era el pensamiento de la joven inglesa que lo tenía despierto. ¿Qué había acaecido con Marianna después de los pasados sucesos? ¿Qué había sucedido entre ella y lord James...? ¿Y qué acuerdos habían ocurrido entre el viejo lobo de mar y el baronet William Rosenthal? ¿La hallaría aún en Labuan y aún libre a su regreso? ¡Qué tremenda celosía ardía en el corazón del formidable pirata! ¡Y nada podía hacer por aquella mujer amada! ¡Nada, excepto huir para no caer bajo los tiros de los odiados adversarios...!
—¡Ah...! —exclamaba Sandokan meneándose sobre el lecho de hojas—. ¡Daría la mitad de mi sangre por encontrarme otra vez cerca de aquella niña que ha sabido hacer palpitar el corazón del Tigre de la Malasia...! ¡Pobre Marianna...! Quién sabe qué angustias la atormentan. ¡Quizá me crea vencido, herido, quizá hasta muerto...! ¡Mis tesoros, mis navíos, mi isla por poder decirle que el Tigre de la Malasia está todavía vivo y que la recordará siempre...! ¡Vamos, coraje...! Esta noche dejaré esta isla maldita llevando conmigo su promesa, pero regresaré aunque tenga que arrastrar conmigo hasta el último hombre; aunque deba empeñar una lucha desesperada contra todas las fuerzas de Labuan; aunque deba sufrir otra derrota y ser nuevamente herido.
Sandokan, así pensando, esperó a que el sol se hubiese puesto, luego, cuando la oscuridad había invadido la cabaña y el matorral, despertó a Giro-Batol que roncaba como un tapir.
—Vamos, malayo —le dijo—. El cielo se ha cubierto de nubes, por consiguiente es inútil esperar a que la luna decaiga. Ven enseguida porque siento que si debiera permanecer aquí aún algunas horas de más, rehusaría seguirte.
—¿Y usted dejaría Mompracem por esta isla maldita?
—Calla Giro-Batol —dijo Sandokan casi con ira—. ¿Dónde se encuentra tu canoa...?
—A diez minutos de camino.
—¿Está tan cerca entonces el mar?
—Sí, Tigre de la Malasia.
—¿Has puesto víveres dentro?
—He pensado en todo, capitán. No faltan ni frutas, ni agua, ni los remos, ni tampoco la vela.
—Partamos, Giro-Batol.
El malayo tomó un pedazo de asado que había puesto aparte, se armó de un nudoso bastón y siguió a Sandokan.
—La noche no podía ser más propicia —dijo, mirando al cielo que estaba cubierto de nubarrones—. Nos haremos a la mar sin ser descubiertos.
Habiendo atravesado el matorral, Giro-Batol, se paró un momento para escuchar, luego seguro del profundo silencio que reinaba en la floresta, retomó la marcha doblando hacia el oeste.
La oscuridad era densísima bajo aquellos grandes árboles, pero el malayo veía incluso de noche quizá mejor que los gatos y luego era experto en aquellos lugares. Ahora arrastrándose entre las cien mil raíces que obstruían el suelo, ahora izándose entre las densas redes entrelazadas por los larguísimos calamus y por los nepentes y ahora superando los troncos colosales caídos quizá por decrepitud, Giro-Batol avanzaba siempre más en la oscura floresta sin jamás desviarse. Sandokan sombrío, taciturno, lo seguía de cerca, imitando todas aquellas maniobras.
Si un rayo de luna hubiese iluminado el rostro del fiero pirata, lo habría mostrado alterado por un intenso dolor.
Aquel hombre que veinte días antes habría dado la mitad de su sangre por poder encontrarse en Mompracem, ahora le resultaba inmensamente penoso abandonar aquella isla en la cual dejaba sola, e indefensa, a la mujer que amaba con locura.
Cada paso que lo acercaba al mar repercutía en su pecho como un golpe de puñal, y le parecía que la distancia, que lo separaba de la Perla de Labuan, crecía minuto a minuto enormemente.
Ciertos momentos se detenía indeciso de si debía volver o seguir adelante, pero el malayo que sentía quemar el terreno bajo sus pies y que añoraba el instante de embarcarse lo decidía a continuar el camino haciéndole observar cuán peligroso era el mínimo retraso.
Caminaban por una media hora, cuando Giro-Batol se detuvo imprevistamente, aguzando las orejas.
—¿Oye aquel fragor? —preguntó.
—Lo oigo: es el mar —respondió Sandokan—. ¿Dónde está la canoa?
—Aquí cerca.
El malayo guió a Sandokan a través de una densa cortina de follaje y pasada ésta le mostró el mar que gruñía, rompiendo en los bancos de la isla.
—¿Ve algo? —preguntó.
—Nada —respondió Sandokan cuyos ojos recorrieron rápidamente el horizonte.
—La fortuna está con nosotros: los cruceros duermen aún.
Descendió a la playa, removió las ramas de un árbol y mostró una embarcación que se mecía en el fondo de una pequeña bahía.
Era una barcaza excavada en el tronco de un grueso árbol, con fuego y con el hacha, semejante a aquellas que utilizan los indios del río Amazonas y los polinesios del Pacífico.
Desafiar al mar con semejante barca de formas barrocas era de una temeridad sin par, ya que bastarían pocas olas para volcarla, pero los dos piratas no eran personas de espantarse.
Giro-Batol fue el primero en brincar dentro y alzar un pequeño mástil al cual había adaptado una pequeña vela de fibras vegetales cuidadosamente entrelazadas.
—Venga capitán —le dijo disponiéndose a tomar los remos—. Dentro de pocos minutos el camino podría estar cortado.
Sandokan, sombrío, con la cabeza inclinada y los brazos sobre el pecho, estaba aún en tierra mirando hacia el este, como si procurase discernir, entre la profunda oscuridad y los grandes árboles, la habitación de la Perla de Labuan. Parecía que ignoraba que el momento de la fuga había llegado y que un pequeño retraso podía resultarles fatal.
—Capitán —repitió el malayo—. ¿Quiere hacernos atrapar por los cruceros? Venga, venga, o será demasiado tarde.
—Te sigo —respondió Sandokan con voz triste.
Brincó en la canoa, cerrando los ojos y mandando un profundo suspiro.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Pombo: Según un apunte de Salgari, hace referencia al fruto del árbol Citrus maxima, la pamplemusa, limonzón, cimboa o pomelo chino, un hesperidio de color amarillo pálido o rosado, sabor ligeramente ácido con un pequeño toque de amargor y gran tamaño. Es el origen de otros cítricos como la naranja, la toronja, o el pomelo. Sin embargo, del nombre “pombo” no hay referencias, por lo que podría tratarse de un neologismo creado por Salgari. Quizá derive del malayo (o del indonesio) “pohon”, que significa “árbol”.

Libras: 1 lb = 0,45359237 kg. Por lo tanto, 20 lb equivalen a 9,07 kg.

Baqueta: Vara delgada y ancha en un extremo, que se introduce por el cañón de un arma de fuego para limpiarlo, o, antiguamente, para compactar la pólvora, taco y proyectil antes del disparo.

Belacan: “Blaciang” en el original, es el nombre malayo que se le da a la pasta de gambas. Está preparada a base de camarones frescos que son picados hasta llegar a la consistencia de una pasta y son apilados para que fermenten durante varios meses. La pasta se desentierra y se fríe, para volver a ser presionada en prensas especiales. Se emplea como ingrediente de muchos platos, o ingerido sólo, acompañado de arroz.

Tapir: Mamífero de Asia y América del Sur, del orden de los Perisodáctilos, del tamaño de un jabalí, con cuatro dedos en las patas anteriores y tres en las posteriores, y la nariz prolongada en forma de pequeña trompa. Su carne es comestible.

Nepentes: Planta tipo de la familia de las Nepentáceas, insectívoras, de hábito trepador o postrado.

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