jueves, 30 de enero de 2014

XIII. Rumbo a Mompracem


El viento soplaba del este, vale decir que no podía ser más favorable. La canoa, con su vela extendida, hilaba bastante rápido inclinada sobre estribor, interponiendo, entre el pirata que se sentía extremadamente conmovido y la pobre Marianna, el vasto mar de la Malasia.
Sandokan, sentado a popa, con la cabeza entre las manos, no hablaba y tenía los ojos fijos en Labuan que poco a poco se perdía en la oscuridad; Giro-Batol sentado a proa, feliz, sonriente charlaba por diez, manteniendo los ojos hacia el oeste, allá donde se debía mostrar la formidable isla de Mompracem.
—Vamos, capitán —dijo éste, que no podía callar un solo instante—. ¿Por qué ponerse sombrío ahora que estamos por volver a ver nuestra isla? Se diría que usted añora Labuan.
—Sí, la añoro, Giro-Batol —respondió Sandokan con voz sorda.
—¡Oh! ¿Quizá lo han embrujado aquellos perros ingleses? Sin embargo, capitán, le daban caza por los bosques y por las praderas, ávidos de su sangre. ¡Ah! Querría verlos mañana si se darán cuenta de su fuga, morderse los dedos por la rabia y querría oír las imprecaciones de sus mujeres.
—¡De sus mujeres! —exclamó Sandokan, sacudiéndose.
—Sí, porque nos odian quizá más que los hombres.
—¡Oh! ¡No todas Giro-Batol!
—Son peores que las víboras, capitán, se lo aseguro.
—¡Calla, Giro-Batol, calla! ¡Si tú repites aquellas palabras te precipito al mar...!
Era tal el acento de amenaza en la voz de Sandokan que el malayo enmudeció de golpe. Miró largo tiempo al terrible hombre, que miraba fijo siempre a Labuan comprimiéndose el pecho con ambas manos, como si quisiese sofocar un dolor inmenso, luego se retiró lentamente a proa murmurando:
—Los ingleses lo han embrujado.
Toda la noche, la canoa, empujada por el viento del este, hiló sin encontrar ningún crucero y comportándose bastante bien, a pesar de las olas que de vez en cuando la embestían haciéndola balancear peligrosamente. El malayo, por temor a que Sandokan efectuase la amenaza, no hablaba más; sentado a proa escrutaba atentamente la sombría línea del horizonte, para ver si alguna nave aparecía.
Su compañero en cambio, tendido en popa, no separaba la mirada del lugar donde debía encontrarse la isla de Labuan, ya desaparecida entre las sombras de la noche. Navegaron por un par de horas, cuando los ojos agudísimos del malayo divisaron un punto luminoso brillar sobre la línea del horizonte.
—¿Un velero o un leño de guerra? —preguntó con ansiedad.
Sandokan, siempre inmerso en sus dolorosos pensamientos, no se había percatado de nada.
El punto luminoso se agrandaba pavorosamente y parecía que se alzaba siempre más sobre la línea del horizonte. Aquella luz blanca no debía pertenecer mas que a un navío a vapor. Debía ser un fanal encendido en la cima del trinquete. Giro-Batol comenzaba a agitarse; sus inquietudes aumentaban de momento a momento, tanto más cuando aquel punto luminoso parecía que se dirigiese directamente hacia la canoa.
Muy pronto por encima del fanal blanco aparecieron otros dos; uno rojo y uno verde.
—Una nave a vapor —dijo.
Sandokan no respondió. Quizá no lo había oído.
—Mi capitán —repitió—. ¡Una nave a vapor...!
El jefe de los piratas de Mompracem esta vez se sacudió, mientras un terrible rayo le relampagueaba en su sombría mirada.
—¡Ah...! —dijo.
Se volvió con ímpetu y miró la inmensa extensión del mar.
—¿Otra vez un enemigo? —murmuró, mientras su derecha corría instintivamente al kris.
—Lo temo, mi capitán —dijo el malayo.
Sandokan miró fijo, por algunos instantes, a aquellos tres puntos luminosos que se acercaban rápidamente, luego dijo:
—Parece que corre hacia nosotros.
—Lo temo, mi capitán —respondió el malayo.
—Su comandante habrá visto nuestro bote.
—Es probable. ¿Qué hacemos, mi capitán?
—Dejémoslo arrimarse.
—Y si nos capturan.
—Yo no soy más el Tigre de la Malasia, sino un sargento de los cipayos.
—¿Y si alguno lo reconoce...?
—Muy pocos han visto al Tigre de la Malasia. Si aquella nave viniese de Labuan sería de temer; viniendo del ancho podremos engañar a su comandante.
Permaneció callado por algunos instantes, mirando atentamente al enemigo, luego dijo:
—Tendremos que vérnosla con una cañonera.
—¿Vendrá de Sarawak?
—Es probable, Giro-Batol. Ya que se dirige sobre nosotros esperémosla.
La cañonera había en efecto apuntado la proa en dirección de la canoa y aceleraba la carrera para alcanzarla. Viéndola tan lejana de las costas de Labuan, quizá creía que los hombres que la montaban habían sido empujados al ancho por algún golpe de viento y acudía para recogerlos; quizá no obstante su comandante quería averiguar si se trataban de piratas o de náufragos. Sandokan había dado orden a Giro-Batol de retomar los remos y de poner proa en dirección a las Romades, grupo de isletas situadas más al sur. Ya había hecho su plan para engañar al comandante.
Media hora después la cañonera se encontraba a pocos cables de la canoa. Era un pequeño leño de popa baja, armado con un solo cañón situado sobre la plataforma posterior y equipado con un solo mástil.
Su tripulación no debía superar los treinta o cuarenta hombres. El comandante, o el oficial de guardia quien fuese, hizo maniobras de modo de pasar a solo pocos metros de la canoa, luego dado el comando de detener las ruedas, se inclinó sobre la borda gritando:
—¡Alto, o los hago ir a pique...!
Sandokan se había vivamente alzado, diciendo en buen inglés:
—¿Por quién me tomas...?
—¡Oh...! —exclamó el oficial con estupor—. ¡Un sargento de los cipayos...! ¡Qué hace usted aquí, frente a las costas de Labuan...!
—Voy a las Romades, señor —respondió Sandokan.
—¿A hacer qué?
—Debo llevar las órdenes para el yacht de lord James Guillonk.
—¿Se encuentra allá aquel leño?
—Sí, comandante.
—¿Y va en una canoa?
—No he podido encontrar nada mejor.
—Cuidado, porque vi dos praos malayos que zumbaban el ancho.
—¡Ah...! —dijo Sandokan, frenando apenas la alegría.
—Ayer a la mañana he visto dos y apostaría a que venían de Mompracem. Si hubiese tenido algunos cañones más no sé si a esta hora estarían aún a flote.
—Me cuidaré de aquellos leños, comandante.
—¿Necesita algo, sargento?
—No, señor.
—Buen viaje.
La cañonera reemprendió la carrera dirigiéndose hacia Labuan, mientras Giro-Batol orientaba la vela para hilar hacia Mompracem.
—¿Has oído? —le preguntó Sandokan.
—Sí, mi capitán.
—Nuestros leños baten el mar.
—Lo buscan todavía, mi capitán.
—No creerán en mi muerte.
—No por cierto.
—Qué sorpresa para el buen Yanez, cuando me vea. ¡Bravo y encariñado compañero!
Volvió a sentarse a popa, con la mirada siempre fija en dirección de Labuan y no habló más. El malayo no obstante lo oyó varias veces suspirar.
Al alba, solo ciento cincuenta millas separaban a los fugitivos de Mompracem, distancia que podían superar en menos de veinticuatro o treinta horas si el viento no iba a menos.
El malayo extrajo de una vieja vasija de barro asegurada a un travesaño de la canoa provisiones y le ofreció a Sandokan, pero éste, absorto siempre en sus contemplaciones y en sus angustias, no respondió siquiera, ni abandonó su primera posición.
—Está embrujado —repitió el malayo sacudiendo la cabeza—. ¡Si es verdad ay de los ingleses...!
Durante el día el viento cayó varias veces y la canoa, que se hundía pesadamente en las concavidades de las olas, embarcó varias veces mucha agua. A la noche no obstante un fresco viento del sudeste se levantó, empujándola rápidamente hacia el oeste y se mantuvo así hasta el día siguiente.
Al caer el día el malayo, que se mantenía en pie a proa, divisó finalmente una masa oscura que se elevaba sobre el mar.
—¡Mompracem...! —exclamó.
A aquel grito, Sandokan, por primera vez desde que había puesto pie en la canoa, se movió alzándose de golpe.
No era entonces más el hombre de antes: la melancólica expresión de su rostro había completamente desaparecido. Sus ojos mandaban rayos y sus facciones no estaban más alteradas por aquel sombrío dolor.
—¡Mompracem! —exclamó, enderezando la alta estatura.
Y permaneció allí contemplando su salvaje isla, el baluarte de su dominio, de su grandeza en aquel mar que no injustamente llamaba suyo. Él sentía el regresar, en aquel momento, del formidable Tigre de la Malasia de las legendarias hazañas.
Su mirada, que desafiaba a los mejores catalejos, divisó las costas de la isla, deteniéndose sobre la alta peña donde ondeaba aún la bandera de la piratería, sobre las fortificaciones que defendían la aldea y sus numerosos praos que se mecían en la bahía.
—¡Ah...! Finalmente te vuelvo a ver —exclamó.
—Estamos salvados, Tigre —dijo el malayo, que parecía enloquecido de la alegría.
Sandokan lo miró casi estupefacto.
—¿Entonces merezco aún este nombre, Giro-Batol? —preguntó.
—Sí, capitán.
—Sin embargo creía no merecerlo más —murmuró Sandokan, suspirando.
Aferró la pagaya que servía de timón y dirigió la canoa hacia la isla que se hundía lentamente en la oscuridad. A las diez, los dos piratas, sin haber sido escoltados por nadie, arribaban cerca de la gran peña.
Sandokan, al poner los pies en su isla, respiró largo y quizá en aquel momento no añoraba Labuan, y quizá hasta por un momento olvidó a Marianna.
Giró rápidamente alrededor de la peña y alcanzó los primeros escalones de la tortuosa escalera que llevaba a la gran cabaña.
—Giro-Batol —dijo, volviéndose al malayo que se había detenido—. Vuelve a tu cabaña, advierte a mis piratas de mi arribo, pero diles que me dejen tranquilo porque allá arriba debo decir ciertas cosas, que deben ser un secreto para ustedes.
—Capitán, ninguno vendrá a molestarlo, porque tal es su deseo. Y ahora, deje que le agradezca el haberme acompañado aquí y que le diga que si necesita un hombre para sacrificar, aunque sea para salvar a un inglés o a una mujer de su raza, estaré siempre dispuesto.
—¡Gracias, Giro-Batol, gracias... y ahora vete!
El pirata, expulsando de nuevo al fondo del corazón el recuerdo de Marianna, involuntariamente evocado por el malayo, subió los escalones, elevándose en la oscuridad.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Los barcos con propulsión mecánica llevan un fanal blanco, por eso saben que se trata de una nave a vapor. Los fanales verde y rojo son de posición e indican estribor y babor, respectivamente.

Cables: “Gomene” en el original, es una unidad de longitud náutica utilizada para medir distancias cortas o la profundidad de un cuerpo en el agua. Es considerada arcaica e imprecisa y cayó prácticamente en desuso. Por definición, un cable es la décima parte de una milla náutica, o sea 185,2 metros.

Yacht: Salgari utiliza la palabra en inglés para denominar al “yate”, embarcación de gala o de recreo.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 150 mi equivalen a 241,40 km.

Pagaya: “Pagaia” en el original, es un remo filipino, especie de zagual, pero más largo y de pala mayor, sobrepuesta y atada con bejuco (planta trepadora). Sirve indistintamente para bogar y sustituir al timón, como la espadilla.

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