lunes, 10 de febrero de 2014

XIV. Amor y embriaguez


Llegado a la cima de la gran peña, Sandokan se detuvo sobre el borde y su mirada se fue lejos, lejos hacia el este, en dirección de Labuan.
—¡Gran Dios! —murmuró—. ¡Qué distancia me separa de aquella criatura celestial! ¿Qué hará ella a esta hora? ¿Me llorará por muerto o me llorará prisionero?
Un sordo gemido le salió de los labios e inclinó la cabeza sobre el pecho.
—¡Fatalidad! —murmuró.
Aspiró el viento de la noche como si aspirase el lejano perfume de su dilecta, luego se acercó a lentos pasos a la gran cabaña, donde había aún iluminada una estancia.
Miró a través de los vidrios de una ventana y vio a un hombre sentado delante de una mesa, con la cabeza entre las manos.
—Yanez —dijo, sonriendo tristemente—. ¿Qué dirá cuando sepa que el Tigre regresa vencido y embrujado?
Sofocó un suspiro y abrió la puerta poco a poco, sin que Yanez lo oyese.
—Y bien, hermano —dijo, después de algunos instantes—. ¿Has olvidado al Tigre de la Malasia?
Las palabras no habían aún terminado, que Yanez se lanzaba entre sus brazos, exclamando:
—¡Tú! ¡tú...! ¡Sandokan...! ¡Ah! ¡Yo te creía ya perdido para siempre!
—No, he regresado, como bien ves.
—Pero desgraciado amigo, ¿dónde has estado todos estos días? Hace cuatro semanas que espero presa de mil ansias. ¿Qué has hecho en tanto tiempo? ¿Has saqueado el sultanato de Varani o la Perla de Labuan te ha embrujado? Responde hermano mío, que la impaciencia me consume.
En vez de responder a todas aquellas preguntas, Sandokan se puso a mirar fijo en silencio, con los brazos cruzados sobre el pecho, la mirada torva y el rostro ofuscado.
—Vamos —dijo Yanez, sorprendido por aquel silencio—. Habla: ¿qué significa la vestimenta que llevas puesta y por qué me miras así? ¿Te ha sucedido alguna desgracia?
—¡Desgracia! —exclamó Sandokan con voz rauca—. ¿Pero ignoras entonces que de los cincuenta cachorros que conducía contra Labuan, no sobrevivió mas que Giro-Batol? ¿No sabes entonces que han caído todos sobre las costas de la isla maldita, destripados por el hierro de los ingleses, que yo he caído gravemente sobre el puente de un crucero y que mis leños reposan en el fondo del mar de la Malasia?
—¡Batido tú...! ¡Es imposible...! ¡Es imposible...!
—¡Sí, Yanez, he sido vencido y herido, y mis hombres han sido destruidos y regreso mortalmente enfermo...!
El pirata hizo correr, con un gesto convulso, una silla hacia la mesa, vació uno detrás de otro tres vasos de güisqui, luego con voz rota o animada, rauca o estridente, alternando gestos violentos e imprecaciones, narró con pelos y señales todo aquello que le había sucedido, el desembarco en Labuan, el encuentro con el crucero, la pugna tremenda comprometida, el abordaje, la herida recibida, los sufrimientos y la curación.
Cuando no obstante fue a hablar de la Perla de Labuan, toda su ira se esfumó. Su voz poco antes rauca, estrangulada por el furor, tomó entonces otro tono volviéndose dulce, acariciadora, apasionada.
Describió con impulso poético las bellezas de la joven lady, aquellos ojos grandes, dulces, melancólicos, azules como el agua del mar que lo habían profundamente conmovido; habló de aquellos cabellos largos, más rubios que el oro, más sutiles que la seda, más perfumados que las rosas de los bosques; de aquella voz incomparable, angelical que había hecho extrañamente vibrar las cuerdas de su corazón hasta ahora inaccesible y de aquellas manos que sabían sacar de la mandola aquellos sonidos tan suaves, tan dulces que lo habían fascinado, que lo habían encantado.
Pintó con viva pasión los queridos momentos pasados al lado de la mujer amada, momentos sublimes, durante los cuales ya no se acordaba ni de Mompracem ni de sus cachorros y en los cuales se olvidaba hasta de ser el Tigre de la Malasia, viniendo luego poco a poco a narrar todas las aventuras que siguieron después, o sea la caza del tigre, la confesión de su amor, la traición del lord, la fuga, el encuentro con Giro-Batol y el embarco para Mompracem.
—Óyeme, Yanez —continuó con acento ahora conmovido—. En el momento en que puse pie en la canoa para abandonar indefensa a aquella criatura, he creído que se me laceraba el corazón. Habría querido más bien que dejar aquella isla, sumergir la canoa de Giro-Batol; habría querido hacer regresar el mar en la tierra y hacer surgir en su lugar un mar de fuego a fin de no poder más atravesarlo. En aquel momento habría destruído sin añoranza mi formidable Mompracem, hundido mis praos, dispersado a mis hombres y no hubiera querido jamás ser... ¡el Tigre de la Malasia!
—¡Ah! ¡Sandokan! —exclamó Yanez, con tono de reproche.
—¡No me reproches, Yanez! ¡Si tu supieras lo que he sentido aquí, en este corazón que creía de hierro, inaccesible a cualquier pasión! Óyeme: amo a aquella mujer a tal punto de que si ella se me apareciese delante y me dijese de renegar a mi nacionalidad y de hacerme inglés... yo, el Tigre de la Malasia, que juré odio eterno a aquella raza... ¡lo haría sin vacilar...! Tengo un fuego indomable que me corre sin pausa por las venas, que me consume las carnes; me parece estar siempre delirando, y de tener un volcán en medio del corazón; ¡me parece que me estoy volviendo loco, loco...! Y es desde el día en que he visto a aquella criatura que estoy en este estado, Yanez. Y tengo siempre delante aquella visión celestial; ¡dondequiera que dirija la mirada la veo siempre, siempre, siempre aquel genio centelleante de belleza que me abrasa, que me consume...!
El pirata se alzó con brusco gesto, con el rostro alterado, con los dientes convulsivamente estrechados. Dio algunos giros alrededor de la estancia, como si buscase alejarse de aquella visión que lo perseguía y calmar las ansias que lo turbaban, luego se paró delante del portugués, interrogándolo con la mirada, pero éste permaneció mudo.
—Tú no lo creerás —retomó Sandokan—, pero he luchado tremendamente antes de dejarme vencer por esta pasión. Pero ni la férrea voluntad del Tigre de la Malasia, ni mi odio por todo aquello que sabe a inglés han podido refrenar los ímpetus del corazón. ¡Cuántas veces he intentado cortar la cadena! Cuántas veces cuando me asaltaba el pensamiento de un día tener que, para esposar a aquella mujer, abandonar mi mar, poner fin a mis venganzas, abandonar mi isla, perder mi nombre con el cual iba un día tan altanero, perder a mis cachorros; ¡he procurado huir, poner entre mí y aquellos ojos fascinantes una barrera insuperable! A pesar de todo he debido ceder, Yanez. Me he encontrado entre dos abismos: aquí Mompracem con sus piratas, entre el relampaguear de sus cien cañones y sus victoriosos praos; allá aquella adorable criatura de los rubios cabellos y de los ojos azules. He estado ponderando por largo tiempo, vacilando y me he precipitado hacia aquella niña de la cual, lo siento, ninguna fuerza humana sabrá arrancarme. ¡Ah! ¡siento que el Tigre dejará de existir...!
—¡Olvídala entonces! —dijo Yanez sacudiéndose.
—¡Olvidarla...! ¡Es imposible Yanez, es imposible...! Siento que no podré jamás romper las cadenas doradas que ella ha arrojado a mi corazón. Ni las batallas, ni las grandes emociones de la vida piratesca, ni el amor de mis hombres, ni los más tremendos estragos, ni las más espantosas venganzas serán capaces de hacerme olvidar de aquella niña. Su imagen se interpone siempre entre mí y aquellas emociones y apagan la antigua energía y el valor del Tigre. ¡No, no, no la olvidaré jamás, será mi mujer aunque me cueste mi nombre, mi isla, mi dominio, todo, todo...!
Se detuvo por segunda vez, mirando a Yanez que había recaído en su mutismo.
—¿Y bien, hermano? —preguntó— Habla. ¿Me has comprendido?
—Sí.
—¿Qué me aconsejas? ¿Qué has de responderme ahora que te he develado todo?
—Olvida a aquella mujer, te he dicho.
—¡Yo...!
—¿Has pensado en las consecuencias que podrían derivar de este insensato amor? ¿Qué dirán tus hombres cuando sepan que el Tigre está enamorado? ¿Y luego qué harás tú de esta niña? ¿Y se convertirá luego en tu mujer? Olvídala, Sandokan, abandónala para siempre, regresa al Tigre de la Malasia del corazón de hierro.
Sandokan se alzó de golpe y se dirigió hacia la puerta que abrió con violencia.
—¿Adónde vas? —preguntó Yanez brincando en pie.
—Regreso a Labuan —respondió Sandokan—. Mañana dirás a mis hombres que he abandonado para siempre mi isla y que tú serás su nuevo jefe. No oirán nunca más hablar de mí, porque yo no regresaré más sobre estos mares.
—¡Sandokan! —exclamó Yanez aferrándolo estrechamente por el brazo—. ¿Estás loco para regresar solo a Labuan mientras aquí tienes naves, cañones y hombres devotos, listos para hacerse matar por ti o por la mujer de tu corazón? He querido tentarte, he querido ver si era posible desarraigar de tu corazón la pasión que nutres por aquella mujer que pertenece a una raza que tú debieras por siempre odiar...
—¡No, Yanez! No, no es inglesa aquella mujer, porque ella me ha hablado de un mar azul y más bello que el nuestro, y que lame su lejana patria, de una tierra cubierta de flores, dominada por un humeante volcán, de un paraíso terrestre donde se habla una lengua armoniosa, que nada tiene de común con aquella inglesa.
—No importa: inglesa o no, ya que tú la amas tan inmensamente, nosotros todos te ayudaremos a hacerla tu esposa con tal de que tú regreses feliz. Puede regresar entonces el Tigre de la Malasia aún esposando a la jovencita de los cabellos de oro.
Sandokan se precipitó entre los brazos de Yanez y aquellos dos hombres permanecieron por largo tiempo abrazados.
—Dime ahora —preguntó el portugués—, ¿qué piensas hacer?
—Partir tan pronto como sea posible para Labuan y raptar a Marianna.
—Tienes razón. El lord, si llega a saber que tú has dejado la isla y que has regresado a Mompracem, puede hacerse a la mar por miedo a verte regresar. Es necesario actuar prontamente o la partida estará perdida. Ve ahora a dormir que has de necesitar un poco de calma y deja a mi cuidado el preparar todo. Mañana la expedición estará lista a zarpar.
—Hasta mañana, Yanez.
—Adiós hermano —respondió el portugués, y salió descendiendo lentamente la escalera.
Sandokan quedándose solo, volvió a sentarse delante de la mesa, más sombrío y más agitado que nunca, haciendo saltar las tapas de varias botellas de güisqui.
Sentía la necesidad de aturdirse, para olvidar por algunas horas al menos a aquella jovencita que lo había embrujado y para calmar la impaciencia que lo carcomía. Se puso a beber con una especie de rabia, vaciando uno después de otro varios vasos.
—¡Ah! —exclamó—. Podría adormecerme y no despertarme mas que en Labuan. Siento que esta impaciencia, que este amor, que esta celosía me matará. ¡Sola...! ¡Sola en Labuan...! Y quizá mientras estoy aquí, el baronet le haga la corte.
Se alzó presa de un violentísimo ímpetu de furor y se puso a pasear como un loco derribando las sillas, rompiendo las botellas amontonadas en los ángulos, quebrando los vidrios de los grandes estantes repletos de oro y de joyas y se detuvo delante del armonio.
—Daría la mitad de mi sangre por poder imitar uno de aquellos queridos romances que ella me cantaba cuando languidecía vencido y herido en la villa del lord. ¡Y no es posible, no me acuerdo más nada! Era una lengua extranjera la suya, pero una lengua celestial que Marianna sola podía conocer. ¡Oh, cómo estabas bella entonces, Perla de Labuan! Qué embriaguez, qué felicidad vertías en mi corazón, en aquellos sublimes momentos, oh mi dilecta niña.
Hizo correr los dedos sobre el teclado tocando un romance salvaje, vertiginoso, de un efecto extraño, en el cual parecía algunas veces oír los estrépitos de un huracán o lo lamentos de gente que muere.
Se detuvo como si hubiese sido golpeado por un nuevo pensamiento y regresó a la mesa tomando una taza llena.
—¡Ah! Veo los ojos de ella en el fondo —dijo—. ¡Siempre sus ojos, siempre su figura, siempre la Perla de Labuan!
La vació, la llenó otra vez y volvió a mirar dentro.
—¡Manchas de sangre! —exclamó—. ¿Quién ha vertido sangre en mi taza? Sangre o licor, bebe Tigre de la Malasia que la embriaguez es la felicidad.
El pirata que ya estaba ebrio se puso a beber con nueva fogosidad, engullendo el ardiente líquido como si fuese agua, alternando imprecaciones y sonidos de risa.
Se irguió, pero cayó en la silla lanzando alrededor miradas torvas. Le parecía ver sombras correr por la estancia, fantasmas que le mostraban riendo sarcásticamente hachas, kris y cimitarras ensangrentadas. En una de aquellas sombras creyó reconocer a su rival, el baronet William.
Se sintió prender por un ímpetu de furor y rechinó ferozmente los dientes.
—Te veo, te veo maldito inglés —aulló—. ¡Pero ay de tí si puedo aferrarte! Quieres robarme la Perla, lo leo en tus ojos, pero te lo impediré, iré a destruir tu casa, la del lord, meteré hierro y fuego a Labuan, haré correr en todas partes sangre y los exterminaré a todos... ¡A todos! ¡Ah! ¡Ríes...! ¡Espera, espera a que vaya...!
Ahora había llegado al colmo de la embriaguez. Se sintió tomar por una agitación feroz de destruir todo, de todo derribar.
Después de reiterados esfuerzos se levantó, aferró una cimitarra y sosteniéndose a duras penas, apoyándose en los muros se puso a pegar golpes desesperados, por todas partes, corriendo detrás de la sombra del baronet que parecía que siempre se le escapaba, lacerando la tapicería, estrellando las botellas, arrojando tremendos golpes sobre las estanterías, sobre la mesa, sobre el armonio, haciendo llover de las vasijas torrentes de oro, de perlas y de diamantes, hasta que exhausto, vencido por la embriaguez cayó entre todas aquellas ruinas, durmiéndose profundamente.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Aclaro que este es el primer capítulo que no requiere ninguna aclaración...

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