martes, 18 de febrero de 2014

XV. El caporal inglés


Cuando se despertó se encontró acostado sobre una otomana, transportado por los malayos consagrados a su servicio.
Los vidrios partidos habían sido eliminados de allí, el oro y las perlas habían sido recolocados en las estanterías, los muebles enderezados y acomodados mejor. Solo se veían los rastros dejados por la cimitarra del pirata sobre la tapicería que pendía aún lacerada de los muros.
Sandokan se frotó varias veces los ojos y se pasó varias veces las manos sobre la ardiente frente como si buscase acordarse lo que había hecho.
—No pude haber soñado —murmuró—. Sí, estaba ebrio y me sentía feliz, pero ahora el fuego vuelve a inflamar mi corazón; ¿no lo podré apagar nunca más? ¡Qué pasión ha invadido el corazón del Tigre...!
Se arrancó el uniforme del sargento Willis, se puso nuevas vestimentas centelleantes de oro y perlas, se puso en la cabeza un rico turbante coronado con un zafiro grueso como una nuez, se pasó entre los pliegues de la faja un nuevo kris y una nueva cimitarra y salió.
Aspiró una bocanada de aire marino, que le disipó completamente los últimos vapores de la embriaguez, miró al sol que estaba ya bien alto, luego se volvió hacia oriente mirando en dirección de la lejana Labuan y suspiró.
—¡Pobre Marianna...! —murmuró, comprimiéndose el pecho.
Recorrió con aquellos ojos de águila el mar y miró a los pies de la peña. Tres praos, con las grandes velas desplegadas, estaban delante de la aldea, listos a hacerse a la mar.
Sobre la playa los piratas iban y venían, ocupados en embarcar armas, municiones de boca y de guerra y cañones. En medio de ellos Sandokan divisó a Yanez.
—Buen amigo —murmuró—. Mientras yo dormía él preparaba la expedición.
Descendió los escalones y se dirigió hacia la aldea. Apenas los piratas lo vieron, un inmenso alarido resonó:
—¡Viva el Tigre! ¡Viva nuestro capitán!
Luego todos aquellos hombres, que parecían haber estado presa de una súbita locura, se precipitaron confusamente alrededor del pirata aturdiéndolo con gritos de alegría, besándole las manos, la vestimenta, los pies, amenazando con sofocarlo. Los más viejos jefes de la piratería lloraban de alegría, al volver a verlo vivo, mientras lo habían creído muerto sobre las costas de la isla maldita.
Ningún lamento salía de aquellas bocas, ninguna añoranza por sus compañeros, por sus hermanos, por sus hijos, por sus parientes caídos bajo el hierro de los ingleses en la desastrosa expedición, pero de vez en cuando de aquellos pechos de bronce irrumpían tremendos los gritos de:
—¡Tenemos sed de sangre, Tigre de la Malasia! ¡Venganza por nuestros compañeros...! Vayamos a Labuan a exterminar a los enemigos de Mompracem.
—Amigos —dijo Sandokan con aquel acento metálico y extraño que fascinaba—. La venganza que ustedes reclaman no tardará. Los tigres que conducía a Labuan han caído bajo los tiros de los leopardos de piel blanca, cien veces más numerosos y cien veces mejor armados que los nuestros, pero la partida no está todavía cerrada. No, cachorros, los héroes que cayeron luchando sobre las playas de la isla maldita no permanecerán sin venganza. ¡Estamos por partir para aquella tierra de los leopardos y juntos allí devolveremos rugido por rugido, sangre por sangre! ¡El día de la lucha en que los tigres de Mompracem devorarán a los leopardos de Labuan!
—¡Sí, sí, a Labuan! ¡A Labuan! —gritaron los piratas agitando frenéticamente las armas.
—¿Yanez, está todo listo? —preguntó Sandokan.
Yanez parecía que no lo había escuchado. Estaba subido sobre una vieja cureña de un cañón y miraba atentamente hacia un promontorio que se prolongaba bastante sobre el mar.
—¿Qué buscas, hermanito? —le preguntó Sandokan.
—Veo la extremidad de un mástil despuntar detrás de aquellas escolleras —respondió el portugués.
—¿Uno de nuestros praos?
—¿Qué otro leño osaría acercarse a nuestras costas?
—¿No han regresado todos nuestros veleros?
—Todos menos uno, el de Pisangu, uno de los más grandes y de los mejor armados.
—¿A dónde lo has mandado?
—Hacia Labuan a fin de que te buscase.
—Sí, es el prao de Pisangu —confirmó un jefe de banda—. Veo no obstante un solo mástil, señor Yanez.
—¿Se habrá batido y habrá perdido el trinquete? —se preguntó Sandokan—. Esperémoslo. ¡Quién sabe...! Puede traernos alguna noticia de Labuan.
Todos los piratas se habían subido a sus bastiones para mejor observar a aquel velero que avanzaba lentamente, siguiendo el promontorio. Cuando hubo girado la punta extrema, un grito sólo escapó de todos los pechos:
—¡El prao de Pisangu!
Era realmente el velero que Yanez, tres días antes, había mandado hacia Labuan a fin de que buscase si había noticias del Tigre de la Malasia y de sus valientes, ¡pero en qué estado regresaba! Del mástil de trinquete no quedaba más que un tocón; el mayor resistía a duras penas, sostenido por una densa red de obenques y de brandales. Las amuras no existían casi más y hasta los flancos se veían gravemente dañados y erizados de tapones de madera para cerrar los agujeros abiertos por las balas.
—Aquel leño debe haberse batido bien —dijo Sandokan.
—Pisangu es un valeroso que no teme asaltar incluso a grandes naves —respondió Yanez.
—¡Uf...! Me parece que conduce algún prisionero. ¿No divisas una casaca roja entre nuestros bravos cachorros?
—Sí, me parece ver un soldado inglés atado al palo mayor —dijo Yanez.
—¿Lo habrán capturado en Labuan?
—No lo habrán ciertamente pescado en el mar.
—¡Ah...! Si pudiese darme noticias de...
—¿Marianna, verdad, hermanito mío?
—Sí —respondió Sandokan, con voz sorda.
—Lo interrogaremos.
El prao ayudado por los remos, siendo el viento bastante débil, avanzaba rápidamente. Su capitán, un borneano de alta estatura, de formas espléndidas, que lo hacía parecer a una soberbia estatua de bronce antigua hasta a causa de su color aceitunado, divisando a Yanez y Sandokan mandó un grito de alegría, luego alzando las manos aulló:
—¡Buena presa!
Cinco minutos después el velero entraba en la pequeña bahía arrojando el ancla a veinte pasos de la ribera. Una chalupa fue de súbito metida en el mar y Pisangu tomó lugar junto al soldado y a cuatro remeros.
—¿De dónde vienes? —le preguntó Sandokan apenas desembarcado.
—De las costas orientales de Labuan, mi capitán —dijo el borneano—. Me había dispuesto allí con la esperanza de tener noticias y estoy muy feliz de reencontrarlo aquí y sano todavía.
—¿Quién es aquel inglés?
—Un caporal, capitán.
—¿Dónde lo has hecho prisionero?
—Cerca de Labuan.
—Narra todo.
—Estaba inspeccionando la playa, cuando vi una canoa montada por aquel hombre aparecer de la desembocadura de un pequeño riachuelo. El bribón debía tener compañeros en las dos orillas, porque lo oí con frecuencia mandar silbidos agudísimos. Hice de súbito meter al mar la chalupa y con diez hombres le di caza, esperando que me diese noticias suyas. La captura no fue difícil, pero cuando quise abandonar la boca del riachuelo, me percaté de que el camino estaba cerrado por una cañonera. Empeñado resueltamente en luchar, intercambiando balas y metralla en abundancia. Una verdadera tempestad, mi capitán, que me destrozó media tripulación y que me arruinó el leño, pero que redujo a mal partido hasta la cañonera. Cuando vi que el enemigo se retiraba, con dos bordadas me hice a la mar regresando aquí más que deprisa.
—¿Y aquel soldado viene precisamente de Labuan?
—Sí, mi capitán.
—Gracias, Pisangu. Conduce al soldado.
Aquel desgraciado había sido ya dispuesto en la playa y rodeado por los piratas que habían ya comenzado a maltratarlo y a arrancarle los galones de caporal.
Era un joven de veinticinco o veintiocho años, gordo, de estatura más bien baja, rubio, rosado y cachetón.
Parecía bastante espantado por encontrarse en medio de aquellas bandas de piratas, pero ninguna palabra le salía de los labios.
Viendo a Sandokan, se esforzó por esbozar aquella sonrisa, luego dijo con cierto temblor en la voz:
—El Tigre de la Malasia.
—¿Me conoces? —le preguntó Sandokan.
—Sí.
—¿Dónde me has visto?
—En la villa de lord Guillonk.
—Estarás estupefacto por verme aquí.
—Es verdad. Lo hacía todavía en Labuan y ya en las manos de mis camaradas.
—¿Estabas también tú entre aquellos que me daban caza?
El soldado no respondió; luego sacudiendo la cabeza dijo:
—¿Esto está terminado para mí es verdad señor pirata?
—Tu vida depende de tus respuestas —respondió Sandokan.
—¿Quién puede fiarse de la palabra de un hombre que asesina a la gente como si bebiese una copita de gin o brandy?
Un rayo de cólera brilló en los ojos del Tigre de la Malasia.
—¡Mientes, perro...!
—Como quiera —respondió el caporal.
—Y hablarás.
—¡Uf...!
—¡Cuidado...! Tengo kris que cortan un cuerpo en mil pedazos; tengo mis tenazas incandescentes para arrancar la carne pedazo a pedazo; tengo el plomo fundido para derramar sobre las heridas o para hacer engullir a los recalcitrantes. Tú hablarás o te haré sufrir tanto como para invocar la muerte como una liberación.
El inglés palideció, pero en vez de abrir los labios se le cerraron entre los dientes, como si temiese que alguna palabra se le escape.
—Vamos, ¿dónde te encontrabas cuando he dejado la villa del lord...?
—En los bosques —respondió el soldado.
—¿Qué hacías?
—Nada.
—Quieres burlarte de mí. Labuan tiene muy pocos soldados como para mandarlos a pasear en los bosques, sin ningún motivo —dijo Sandokan.
—Pero...
—Habla, quiero saber todo.
—Yo no sé nada.
—¡Ah! ¿No? Lo veremos.
Sandokan había extraído el kris y con un rápido gesto lo había apuntado a la garganta del soldado, haciendo salir una gota de sangre. El prisionero no supo refrenar un grito de dolor.
—Habla o te mato —dijo fríamentente Sandokan, sin despegar el puñal, cuya punta comenzaba ya a enrojecer.
El caporal tenía aún una breve indecisión pero, viendo en los ojos del Tigre de la Malasia un rayo terrible, cedió.
—¡Basta! —dijo, sustrayéndose de la punta del kris—. Hablaré.
Sandokan hizo señas a sus hombres de alejarse, luego se sentó junto a Yanez sobre una cureña de cañón, diciendo al soldado:
—Te escucho. ¿Qué hacías en los bosques...?
—Seguía al baronet Rosenthal.
—¡Ah! —exclamó Sandokan, mientras un sombrío rayo le brillaba en la mirada—. ¡Él...!
—Lord Guillonk había sabido que el hombre recogido moribundo y que había curado en su propia casa no era un príncipe malayo, sino el terrible Tigre de la Malasia y de acuerdo con el baronet y con el gobernador de Victoria había preparado una emboscada.
—¿Y cómo lo había sabido?
—Lo ignoro.
—Continúa.
—Fueron recogidos cien hombres y los mandaron a rodear la villa para impedir su fuga.
—Esto lo sé. Dime qué ha ocurrido después, cuando logré forzar las líneas y me refugié en los bosques.
—Cuando el baronet entró en la villa, encontró a lord Guillonk presa de una tremenda excitación. Tenía una herida en la pierna hecha por usted.
—¡Por mí...! —exclamó Sandokan.
—Quizá inadvertidamente.
—Lo creo, porque si hubiese querido matarlo nadie habría podido impedírmelo. ¿Y lady Marianna?
—Lloraba. Parece que entre la bella niña y su tío había ocurrido una escena violentísima. El lord la acusaba de haber favorecido su fuga... y ella invocaba piedad por usted.
—¡Pobre niña! —exclamó Sandokan mientras una rápida conmoción alteraba sus facciones—. ¿Lo oíste, Yanez?
—Continúa —dijo el portugués al soldado—. Cuida sin embargo de decir la verdad porque tú permanecerás aquí hasta nuestro regreso de Labuan. Si has mentido no escaparás a la muerte.
—Es inútil que los engañe —respondió el caporal—. Siendo infructuosa la persecución, nos quedamos acampando cerca de la villa para protegerla contra el posible asalto de los piratas de Mompracem. Corrían voces poco tranquilizadoras. Se decía que los cachorros habían desembarcado y que el Tigre de la Malasia estaba escondido en los bosques, dispuesto a caer sobre la villa y a raptar a la niña. Qué sucedió después, lo ignoro. Pero debo decirle que lord Guillonk había hecho acuerdos oportunos para retirarse a Victoria, bajo la protección de los cruceros y los fuertes.
—¿Y el baronet Rosenthal?
—Desposará en breve a lady Marianna.
—¿Qué has dicho...? —gritó Sandokan, saltando en pie.
—Que él tomará a la niña.
—¿Quieres engañarme?
—¿Con qué objeto? Le digo que dentro de un mes aquel matrimonio se hará.
—Pero lady Marianna detesta a aquel hombre.
—¿Qué le importa a lord Guillonk?
Sandokan mandó un alarido de fiera herida y se tambaleó, cerrando los ojos. Un espasmo tremendo había descompuesto su rostro.
Se acercó al soldado y sacudiéndolo furiosamente, le dijo con voz sibilante:
—No me has engañado, ¿verdad?
—Le juro que he dicho la verdad...
—Permanecerás aquí y nosotros iremos a Labuan. Si no has mentido te daré tanto oro como pesas.
Luego volviéndose hacia Yanez, le dijo con voz decidida:
—Partamos.
—Estamos listos para seguirte —respondió simplemente el portugués.
—¿Todo está listo?
—No falta mas que escoger a los hombres que deberán seguirnos.
—Llevaremos con nosotros a los más valerosos, porque se trata de jugar una partida suprema.
—Deja no obstante aquí fuerzas suficientes como para defender nuestro refugio.
—¿Qué temes, Yanez?
—Los ingleses podrían aprovechar nuestra ausencia para arrojarse sobre nuestra isla.
—No osarían tanto, Yanez.
—Creo lo contrario. Ya en Labuan hay bastantes fuertes como para intentar la lucha, Sandokan. Un día u otro el choque decisivo deberá ocurrir.
—Nos encontrarán listos y veremos si serán más decididos y valerosos los tigres de Mompracem o los leopardos de Labuan.
Sandokan hizo formar a sus bandas que se contaban por más de doscientos cincuenta hombres, reclutados entre las más guerreras tribus de Borneo y de las islas del mar malayo, y escogió noventa cachorros, los más arrojados, y los más robustos, verdaderas almas condenadas que a una sola seña no habrían vacilado en precipitarse incluso contra los fuertes de Victoria, la ciudadela de Labuan.
Llamó luego a Giro-Batol y mostrándolo a las bandas que permanecían en defensa de la isla, dijo:
—He aquí un hombre que tiene la fortuna de ser uno de los más valiosos de la piratería, el único que sobrevivió de mis tripulaciones en la desgraciada expedición de Labuan. Durante mi ausencia obedezcan a él como si fuese mi persona. Y ahora, embarquémonos, Yanez.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Otomana: Sofá otomano, o sea al estilo de los que usan los turcos o los árabes.

Municiones de boca y de guerra: “Munizioni da bocca e da guerra” en el original. Se llaman “municiones de boca” a los víveres y forraje para la manutención de hombres y caballerías. Y se llaman “municiones de guerra” a las armas ofensivas y defensivas, pólvora, balas y demás pertrechos.

Cureña: “Affusto” en el original, es el armazón compuesta de dos gualderas fuertemente unidas por medio de teleras y pasadores, colocadas sobre ruedas o sobre correderas, y en la cual se monta el cañón de artillería.

Obenques: “Sartie” en el original, son cada uno de los cabos gruesos que sujetan la cabeza de un palo o de un mastelero a la mesa de guarnición o a la cofa correspondiente.

Brandales: “Paterazzi” en el original, son los cabos gruesos, firmes o volantes, que se dan en ayuda de los obenques de juanete.

Borneano: “Bornese” en el original, indica que pertenece a la isla de Borneo, sin precisar sultanato o tribu de origen.

Galones: “Galloni” en el original, son los distintivos que llevan en el brazo o en la bocamanga diferentes clases del Ejército o de cualquier otra fuerza organizada militarmente, hasta el coronel inclusive.

Ciudadela: Recinto de fortificación permanente en el interior de una plaza, que sirve para dominarla o de último refugio a su guarnición.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario