lunes, 10 de marzo de 2014

XVI. La expedición contra Labuan


Los noventa hombres se embarcaron en los praos: Yanez y Sandokan tomaron puesto sobre el más grande y más sólido, que llevaba el doble de cañones y una media docena de gruesas espingardas y que además estaba defendido por gruesas láminas de hierro.
Las anclas fueron zarpadas, las velas orientadas y la expedición salió de la bahía entre las aclamaciones de las bandas atestadas en las orillas y sobre los bastiones.
El cielo estaba sereno y el mar liso como si fuese de aceite, pero hacia el sur aparecían algunas nubes de un color particular, de una forma extraña y que nada presagiaban de bueno.
Sandokan, más allá de ser un catalejo excelente era también un buen barómetro, olfateó una próxima perturbación atmosférica, sin embargo no se inquietó.
—Si los hombres no son capaces de detenerme, tanto menos lo hará la tempestad. Me siento tan fuerte como para desafiar hasta a los furores de la naturaleza —dijo.
—¿Temes un violento huracán? —preguntó Yanez.
—Sí, pero no me hará volver atrás. Es más, nos será favorable, hermanito mío, porque podremos desembarcar sin ser inquietados por los cruceros.
—¿Y apenas en tierra, qué harás?
—No lo sé todavía, pero me siento capaz de todo, tanto de enfrentar incluso a la entera escuadra inglesa si tratasen de bloquearme el camino, como de lanzar a mis hombres contra la villa para expugnarla.
—Si anuncias el desembarco con alguna batalla, el lord no permanecerá más entre los bosques, sino que huirá a Victoria bajo la protección del fuerte y de los navíos.
—Es verdad, Yanez —respondió Sandokan, suspirando—. Y todavía es necesario que Marianna sea mi esposa, porque siento que, sin ella, jamás se apagará el fuego que me devora el corazón.
—Razón de más para actuar con la máxima prudencia, a fin de sorprender al lord.
—¡Sorprenderlo! ¿Y crees tú que el lord no está en guardia? Él sabe que soy capaz de todo y habrá reunido en su parque a soldados y marineros.
—Puede ser, pero recurriremos a alguna astucia. Quizá, algo me da vueltas ya en la cabeza y podría mutar. Pero, dime amigo mío, ¿se dejará raptar Marianna?
—¡Oh! sí, me lo ha jurado.
—¿Y la conducirás a Mompracem?
—Sí.
—Y, después de haberla desposado, ¿la mantendrás por siempre?
—No lo sé Yanez —dijo Sandokan, emitiendo un profundo suspiro—. ¿Quieres que la relegue a mi salvaje isla por siempre? ¿Quieres que ella viva por siempre entre mis cachorros que no saben otra cosa que sacar arcabuces, llevar el kris y el hacha? ¿Quieres que muestre a sus dulces ojos, espectáculos horrendos, sangre y estragos por todas partes, que la ensordesca con los alaridos de los combatientes y el rugido de los cañones y que la exponga a un continuo peligro...? Dime, Yanez, en mi caso, ¿tú harías eso?
—Pero piensa, Sandokan, en lo que se volverá Mompracem sin su Tigre de la Malasia. Contigo volvería a brillar, tanto como para eclipsar a Labuan y a todas las otras islas y haría aún temblar a los hijos de aquellos hombres que destruyeron a tu familia y a tu pueblo. Hay millares de dayak y de malayos que no esperan más que un llamado para acudir a engrosar la banda de los tigres de Mompracem.
—He pensado en todo eso, Yanez.
—¿Qué te ha dicho el corazón?
—Lo he sentido sangrar.
—Y no obstante dejarás perecer tu dominio por aquella mujer.
—La amo, Yanez. ¡Ah, no quisiera haber sido jamás el Tigre de la Malasia...!
El pirata que, cosa insólita, estaba extremadamente conmovido, se sentó sobre la cureña de un cañón tomándose la cabeza entre las manos, como si quisiese sofocar los pensamientos que se le amotinaban en el cerebro.
Yanez lo miró por largo tiempo en silencio, luego se puso a pasear por el puente negando varias veces con la cabeza.
En tanto los tres leños continuaban navegando hacia oriente, empujados no obstante por un viento ligero y que por demás soplaba irregularmente, haciendo algunas veces enlentecer mucho la carrera. En vano las tripulaciones, que eran presa de una vivísima impaciencia, que calculaban metro a metro el camino recorrido, añadieron nuevas velas, foques, pequeñas velas al tercio y bonetas para recoger más viento. La carrera se hacía siempre más lenta, a medida que las nubes se alzaban sobre el horizonte. Esto sin embargo no iba a durar. De hecho, hacia las nueve de la noche, el viento comenzó a soplar con cierta violencia viniendo de la dirección de donde se alzaban las nubes, signo evidente de que alguna tempestad desbarataba el océano meridional. Las tripulaciones saludaron con alegres gritos aquellos soplos vigorosos, en absoluto espantados por el huracán que los amenazaba y que podía resultar funesto para sus leños. Solo el portugués comenzó a ponerse inquieto y habría querido al menos disminuir la superficie de las velas, pero Sandokan no se lo permitió, ansioso como estaba por llegar cerca de las orillas de Labuan, que esta vez le parecían inmensamente lejanas.
Al día siguiente el mar estaba malísimo. Largas oleadas que subían del sur, recorriendo aquel vasto espacio, golpeándose las unas con las otras con profundos bramidos, haciendo vivamente balancear y cabecear a los tres leños. En el cielo, luego, corrían desenfrenadamente inmensas nubes, negras como peces y con franjas de un color rojo fuego.
A la noche el cielo redobló la violencia amenazando con quebrar los mástiles, si no se disminuía la superficie de las velas.
Cualquier otro navegante, viendo aquel mar y aquel cielo, se habría apresurado por arribar hacia la tierra más cercana, pero Sandokan, que sabía ya estar a setenta u ochenta millas de Labuan, y que antes de perder una sola hora habría perdido con gusto uno de sus leños, ni siquiera lo pensó.
—Sandokan —dijo Yanez que estaba cada vez más inquieto—. Cuidado que corremos un grave peligro.
—¿A qué temes, hermano mío? —preguntó el Tigre.
—Temo que el huracán nos mande a todos a beber de la gran taza.
—Nuestros leños son sólidos.
—Pero el huracán me parece que amenaza con volverse tremendo.
—No le temo, Yanez. Sigamos adelante, que Labuan no está lejana. ¿Divisas a los otros leños?
—Me parece ver uno hacia el sur. La oscuridad es tan profunda que no se ve más allá de cien metros.
—Si se perdieron sabrán reencontrarnos.
—Pero pueden también perderse para siempre, Sandokan.
—No retrocedo, Yanez.
—Está en guardia, hermano.
En aquel momento un relámpago deslumbrante desgarró la oscuridad, iluminando el mar hasta los extremos límites del horizonte, seguido de súbito por un trueno espantoso.
Sandokan, que estaba sentado, se alzó de pronto mirando fieramente las nubes y, extendiendo la mano hacia el sur, dijo:
—Ven a luchar conmigo, oh huracán: ¡yo te desafío...!
Atravesó el puente y se puso a la caña del timón, mientras que sus marineros aseguraban los cañones y las espingardas, armas que no querían perder bajo ningún concepto, y tiraban en cubierta las embarcaciones de desembarco y reforzaban las maniobras de firme triplicando los cabos.
Las primeras ráfagas llegaban ya del sur, con aquella rapidez que suelen adquirir los vientos en las tempestades, empujando ante ellos las primeras montañas de agua.
El prao, con el velamen reducido, se puso a hilar con la rapidez de una flecha hacia oriente, manteniendo bravamente cabeza a los elementos desencadenados y sin desviarse una sola línea de su rumbo, bajo la férrea mano de Sandokan. Por media hora duró un poco la calma, rota sólo por los bramidos del mar y por el resonar de las descargas eléctricas que crecían a cada instante en intensidad, pero hacia las once el huracán se desencadenó casi imprevistamente en toda su terrible majestad; poniendo al revés cielo y mar.
Las nubes, acaballadas desde el día anterior, corrían entonces furiosamente a través del espacio, ahora empujadas a lo alto y ahora expulsadas tan abajo como para tocar, con sus negros bordes, las olas, mientras el mar se precipitaba con ímpetu extraño hacia el norte casi como si fuese una inmensa inundación.
El prao, verdadera cáscara de nuez que desafiaba a la naturaleza irritada, ahogado por los golpes de mar que lo asaltaban por todas partes, se bamboleaba desordenadamente, ahora sobre las crestas espumantes de las olas y ahora en el fondo de los movedizos abismos, derribando a los hombres, haciendo crujir los mástiles, sacudir los motones y crepitar las velas con tanta fuerza que parecían estar a punto de estallar.
Pero Sandokan, a pesar de aquel furioso revolvimiento de agua, no cedía y guiaba al leño hacia Labuan, desafiando impávido la tempestad. Era bello ver a aquel hombre, firme a la caña del timón, con los ojos en llamas, con los largos cabellos desatados al viento, inmóvil entre los desencadenados elementos que rugían a su alrededor; era entonces el Tigre de la Malasia que no contento con haber desafiado a los hombres desafiaba ahora a los furores de la naturaleza.
Sus hombres no eran menos que él. Agarrados a las maniobras, miraban impasibles aquellos asaltos del mar, listos para cumplir la más peligrosa maniobra, aunque les costase la vida a todos.
Y mientras tanto el huracán crecía siempre en intensidad, como si quisiera desplegar toda su potencia para tomar la cabeza de aquel hombre que lo desafiaba. El mar se alzaba en montañas de agua que corrían al asalto con mil alaridos, mil tremendos rugidos, contrayéndose las unas y las otras y cavando abismos profundos que parecía debían llegar hasta las arenas del océano; el viento aullaba en todos los tonos, empujando hacia sí verdaderas columnas de agua y mezclando horriblemente las nubes, entre las cuales retumbaban incesantemente los truenos.
El prao luchaba desesperadamente oponiendo a las olas que querían arrastrarlo al norte, los robustos flancos. Se bandeaba siempre muy espantosamente, se enderezaba como un caballo desbocado, se zambullía azotando el agua con la proa, gemía como si estuviera a punto de abrirse en dos y en ciertos momentos se balanceaba tanto como para temer que no podría más reponer el equilibrio.
Luchar entonces contra aquel mar que se hacía siempre más impetuoso era una locura. Era absolutamente necesario dejarse transportar al norte, como quizá habían ya hecho los otros dos praos que hacía varias horas habían desaparecido.
Yanez, que comprendía cuán imprudente era el obstinarse en aquella lucha, estaba por ir a popa a fin de rogar a Sandokan cambiar de rumbo, cuando una detonación, que no se podía confundir con la del estrépito de un relámpago, resonó en el ancho.
Un instante después una bala pasaba silbando sobre cubierta, embotando la verga de trinquete.
Un alarido de rabia estalló a bordo del prao, a aquella inesperada agresión que ninguno ciertamente esperaba con semejante tiempo y en momentos tan críticos.
Sandokan, habiendo abandonado la caña del timón a un marinero, se lanzó a proa intentando descubrir al audaz que lo asaltaba en medio de la tempestad.
—¡Ah! —exclamó—. ¿Hay cruceros que vigilan aún?
De hecho el agresor, que en medio de aquel formidable revolvimiento del mar, había lanzado tan bien aquella bala, era un gran navío a vapor sobre cuyo pico blandía la bandera inglesa y sobre la cima del mastelero mayor la gran cinta de los leños de guerra. ¿Qué hacía en pleno mar con aquel tiempo? ¿Cruzaba delante de las costas de Labuan o venía de alguna cercana isla?
—Viremos, Sandokan —dijo Yanez, que lo había alcanzado.
—Sí, hermanito mío. Aquel leño sospecha en nosotros a piratas dirigiéndose a Labuan.
Un segundo tiro de cañón tronó sobre el puente del navío de línea y una segunda bala silbó a través de los aparejos del prao.
Los piratas, no obstante los violentos balanceos, se precipitaron hacia los cañones y las espingardas para responder, pero Sandokan los detuvo con un gesto.
De hecho no era necesario. El gran navío de línea, que se esforzaba por mantener cabeza a las olas que lo asaltaban a proa, hundiéndose casi todo bajo el peso de su construcción de hierro, era a su pesar arrastrado hacia el norte. En breves instantes estuvo tan lejos como para no temer más a su artillería.
—Lástima que me encontraba en medio de esta tempestad —dijo Sandokan con acento tétrico—. Lo habría asaltado y expugnado a pesar de su mole y de su tripulación.
—Mejor así, Sandokan —dijo Yanez—. Que el diablo se lo lleve y lo meta al fondo del mar.
—¿Pero qué hacía aquel leño en pleno mar mientras todos buscan un refugio? ¿Es que estamos cerca de Labuan?
—También lo sospecho.
—¿Ves algo delante de nosotros?
—Nada excepto montañas de agua.
—Sin embargo siento que mi corazón late fuerte, Yanez.
—Los corazones de vez en cuando se equivocan.
—No el mío. ¡Ah...!
—¿Qué has visto?
—Un punto oscuro hacia el este. Lo he distinguido al claror de un relámpago.
—Pero aún cuando estuviésemos cerca de Labuan, ¿cómo quieres arribar con semejante tiempo?
—Arribaremos, Yanez, aunque deba hacer añicos mi leño.
En aquel momento se oyó a un malayo gritar de lo alto de la verga de trinquete:
—¡Tierra derecho a la roda...!
Sandokan envió un grito de alegría:
—¡Labuan...! ¡Labuan...! —exclamó—. A mí la caña del timón.
Volvió a atravesar el puente a pesar de las olas que lo barrían a cada instante y se puso al timón, lanzando el prao sobre el camino del este.
No obstante, mientras se acercaba a la costa, el mar parecía que redoblaba el furor, como si quisiese impedir a toda costa el desembarque. Olas monstruosas, producidas por el así llamado mar de fondo, brincaban en todas las direcciones, mientras que el viento redoblaba su violencia roto por las alturas de la isla.
Sandokan, no obstante, no cedía y con los ojos fijos hacia el este continuaba impávido su camino, valiéndose de la luz de los relámpagos para dirigirse. Muy pronto se encontró a pocos cables de la costa.
—Prudencia, Sandokan —dijo Yanez que se le había puesto al lado.
—No temas, hermano.
—Cuidado con los escollos.
—Los evitaré.
—¿Pero dónde encontrarás reparo?
—Lo verás.
A dos cables se dibujaba confusamente la costa contra la cual rompía con furia indecible el mar. Sandokan la examinó por algunos segundos, luego con un vigoroso golpe de caña dobló a babor.
—¡Atención! —gritó a los piratas que estaban en las brazas de las maniobras.
Empujó el prao adelante con una temeridad como para hacer erizar los cabellos a los más intrépidos lobos de mar, atravesó un estrecho paso abierto entre dos grandes peñas y entró en una pequeña pero profunda bahía, que parecía terminar en un río.
La resaca era, no obstante, tan violenta dentro de aquel refugio como para poner al prao en gravísimo peligro. Era mejor desafiar la ira del mar abierto que un arribo en aquellas riberas barridas por las olas arrolladas y encaballadas.
—No se puede intentar nada, Sandokan —dijo Yanez—. Si procuramos arrimarnos haremos añicos nuestro leño.
—¿Eres un hábil nadador, verdad? —preguntó Sandokan.
—Como nuestros malayos.
—De las olas no tienes miedo.
—No les temo.
—Entonces arribaremos igualmente.
—¿Qué quieres intentar?
En vez de responder Sandokan gritó:
—¡Paranoa...! ¡A la caña del timón...!
El dayak se lanzó hacia popa aferrando la caña del timón que Sandokan abandonaba.
—¿Qué debo hacer? —le preguntó.
—Mantener por ahora el prao a través del viento —respondió Sandokan—. Cuidado de no mandarlo a través de los bancos.
—No tema, Tigre de la Malasia.
Se volvió hacia los marineros y les dijo:
—Preparen la chalupa e ízenla sobre la amura. Cuando la ola barra a babor la dejarán ir.
¿Qué intenciones tenía el Tigre de la Malasia? ¿Quería intentar el desembarco en aquella chalupa, mísero juguete entre aquellas tremendas oleadas? Sus hombres, oyendo aquel comando, se miraron unos a otros con viva ansiedad, sin embargo se apresuraron a obedecer sin pedir explicaciones.
Alzaron a fuerza de brazos la chalupa y la izaron sobre la amura de estribor, después de haber metido dentro, por orden de Sandokan, dos carabinas, municiones y víveres. El Tigre de la Malasia se acercó a Yanez diciéndole:
—Sube en la chalupa, hermanito mío.
—¿Qué quieres intentar, Sandokan?
—Quiero arribar.
—Nos estrellaremos contra la playa.
—¡Bah...! Sube Yanez.
—Estás loco.
En vez de responder Sandokan lo tomó y lo puso en la chalupa, luego a su vez brincó dentro. Una ola monstruosa entraba entonces en la bahía bramando tremendamente.
—¡Paranoa! —gritó Sandokan—. Estás listo a virar de bordo.
—¿Debo salir entonces al mar? —preguntó el dayak.
—Remonta hacia el norte capeando. Cuando el mar se haya calmado regresarán aquí.
—Está bien, capitán. ¿Pero ustedes...?
—Arribaremos...
—Dejarán la vida.
—¡Calla...! ¡Está atento a dejar la chalupa! ¡He aquí la ola!
La oleada se acercaba con la cresta cubierta de cándida espuma. Se partió a la mitad delante de las dos riberas, luego entró en la bahía precipitándose encima del prao.
En un relampaguear se le fue encima envolviéndolo en un nubarrón de espuma y saltando a través de las amuras.
—Déjala ir —aulló Sandokan.
La chalupa abandonada a sí misma fue llevada fuera junto a los dos valerosos que la montaban. Casi en el mismo instante el prao viraba de bordo y aprovechando una contra oleada salía al ancho desapareciendo detrás de uno de los acantilados.
—Arranquemos, Yanez —dijo Sandokan aferrando un remo—. Nosotros desembarcaremos en Labuan a pesar de la tempestad.
—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués—. ¡Es una locura!
—¡Arranca...!
—¿Y el choque?
—¡Calla! ¡Atento a las olas!
La embarcación se balanceaba espantosamente entre la espuma de la resaca, ahora descendiendo y ahora suspendida entre las crestas. Las olas no obstante la empujaban hacia la playa, la cual, por buena fortuna, descendía dulcemente y estaba desprovista de escollos.
Alzada por otra oleada recorrió cien metros. Subió una cresta, luego se precipitó, por consiguiente ocurrió un choque violentísimo.
Los dos valerosos sintieron faltar el fondo bajo sus pies. La quilla había sido triturada por el golpe.
—¡Sandokan! —gritó Yanez que veía entrar el agua a través de los desgarrones.
—No abandones...
La voz fue sofocada por un tremendo golpe de mar sucediéndose al anterior. La chalupa fue nuevamente levantada. Se balanceó un instante sobre la cresta de la oleada luego se precipitó adelante tocando nuevamente, pero las olas rodantes la empujaron todavía más adelante sacudiéndola contra el tronco de un árbol con tal violencia que los dos piratas fueron arrojados fuera. Sandokan, que había ido a caer en medio de un montón de hojas y de ramas, se había de súbito realzado recogiendo las dos carabinas y las municiones.
Una nueva oleada remontaba entonces la ribera. Encontrada la chalupa la arrolló por algún trecho, luego la barrió sumergiéndola.
—¡Al infierno todos los enamorados! —gritó Yanez que se había alzado todo machacado—. Son cosas de locos, estas.
—¿Pero estás vivo todavía? —dijo Sandokan riendo.
—¿Querías que me hubiese matado?
—¡No me hubiera consolado nunca, Yanez! ¡Eh! ¡mira el prao!
—¿Cómo? ¿No se ha hecho a la mar?
El velero revisaba entonces delante de la desembocadura de la bahía, hilando con la rapidez de una flecha.
—Que fieles compañeros —dijo Sandokan—. Antes de alejarse han querido asegurarse de que hemos arribado.
Se arrancó de encima la ancha faja de seda roja y la desplegó al viento. Un instante después un tiro resonaba sobre el puente del velero.
—Nos han visto —dijo Yanez—. Confiemos en que se salven.
El prao había virado de bordo reemprendiendo su carrera hacia el norte. Yanez y Sandokan se quedaron en la playa mientras pudieron divisarlo, luego se metieron bajo las grandes plantas para ponerse a cubierto de la lluvia que caía a cántaros.
—¿A dónde vamos, Sandokan? —le preguntó Yanez.
—No lo sé.
—¿No sabes dónde nos encontramos?
—Es imposible por ahora. Supongo sin embargo que no estamos lejos del riachuelo.
—¿De qué río hablas?
—De aquel que sirvió de refugio a mi prao después de la batalla contra el crucero.
—¿Se encuentra cerca de aquel lugar la villa de lord James?
—A algunas millas.
—Será necesario por consiguiente buscar primero aquel curso de agua.
—Ciertamente, Yanez.
—Mañana inspeccionaremos la costa.
—¡Mañana! —exclamó Sandokan—. ¿Y crees tú que puedo esperar tantas horas y permanecer aquí inactivo? ¿Pero no sabes entonces que tengo fuego en las venas? ¿No te has dado cuenta de que nosotros estamos en Labuan, sobre la tierra donde brilla mi estrella?
—¿Crees que no sé que nos encontramos en la isla de los casacas rojas?
—Entonces debes comprender mi impaciencia.
—De ninguna manera, Sandokan —respondió pacatamente el portugués—. ¡Por Júpiter! ¡Estamos todavía todo trastornados y tú pretendes que nos pongamos en camino con esta noche de infierno! Estás loco, hermanito mío.
—El tiempo huye, Yanez. ¿No recuerdas aquello que ha dicho el caporal...?
—Perfectamente, Sandokan.
—De un momento a otro lord James puede refugiarse en Victoria.
—No lo hará ciertamente con este tiempo de perros.
—No bromees, Yanez.
—No tengo ningún deseo, Sandokan. Vamos, discutamos con calma, hermanito mío. ¿Tú quieres ir a la villa...? ¿A hacer qué...?
—Para verla, al menos —dijo Sandokan, con un suspiro.
—Y para cometer luego alguna imprudencia, ¿verdad?
—No.
—¡Uf...! Sé de lo que eres capaz. Calma, hermanito mío. Piensa que estamos los dos solos y que en la villa hay soldados. Esperemos a que los praos regresen, luego actuaremos.
—¡Pero si tú sabes lo que siento encontrándome en esta tierra! —exclamó Sandokan con voz rauca.
—Me lo imagino, pero no puedo permitirte cometer locuras que puedan serte fatales. ¿Quieres ir a la villa a asegurarte de que Marianna se encuentra aún...? Iremos, pero después de que el huracán haya cesado. Con esta oscuridad y esta lluvia no podremos ni orientarnos ni encontrar el riachuelo. Mañana cuando el sol haya despuntado, nos pondremos en camino. Por ahora busquemos refugio.
—¿Y tendré que esperar hasta mañana?
—No faltan más que tres horas para el alba.
—¡Una eternidad...!
—Una miseria, Sandokan. Y mientras tanto el mar puede calmarse, el viento disminuir de violencia y los praos regresar aquí. Vamos, tirémonos bajo aquellas arecas de hojas desmesuradas, que nos protegerán mejor que una tienda y esperemos a que despunte el alba.
Sandokan estaba indeciso a seguir el consejo. Miró al fiel amigo esperando decidido aún a partir, luego cedió y se dejó caer cerca del tronco del árbol, mandando un largo suspiro.
La lluvia continuaba cayendo con extrema violencia y sobre el mar el huracán arreciaba siempre tremendamente. A través de los árboles, los dos piratas divisaban las olas acaballarse rabiosamente y precipitarse contra la playa con ímpetu irresistible, rompiéndose y volviéndose a romper.
Divisando aquellas oleadas, que en vez de disminuir se agigantaban siempre más, Yanez no pudo contenerse de preguntar:
—¿Qué será de nuestros praos con semejante tempestad...? ¿Crees, Sandokan, que se salvarán...? ¿Si fueran a naufragar qué sucedería con nosotros...?
—Nuestros hombres son valientes marineros —respondió Sandokan—. Ellos sabrán librarse del apuro.
—¿Y si naufragasen...? ¿Qué podrías hacer tú sin su ayuda?
—¿Qué haría...? Raptaría igualmente a la niña.
—Corres demasiado, Sandokan. Dos hombres solos, aunque sean dos tigres de la salvaje Mompracem, no pueden enfrentar a veinte, treinta y quizá cincuenta mosquetes.
—Recurriremos a la astucia.
—¡Uf!
—¿Me creerías capaz de renunciar a mi proyecto...? ¡No, Yanez...! No volveré a Mompracem sin Marianna.
Yanez no respondió. Encendió un cigarrillo, y se tumbó en medio de la hierba que estaba casi seca protegida por las anchas hojas del árbol, cerrando los ojos.
Sandokan en cambio se alzó apresurándose hacia la playa. El portugués, que no dormía, lo vio circundar el margen de la floresta ahora subiendo hacia el norte y ahora descendiendo hacia el sur.
Ciertamente buscaba orientarse y reconocer aquella costa que quizá había ya recorrido durante su estancia en aquella isla.
Cuando regresó comenzaba a alborear. La lluvia hacía algunas horas que había cesado y hasta el viento no rugía tan fuerte a través de los miles de árboles de la floresta.
—Sé donde nos encontramos —dijo a Yanez.
—¡Ah...! —dijo éste, preparándose para levantarse.
—El riachuelo debe encontrarse hacia el sur y quizá no esté lejos.
—¿Quieres que vayamos a buscarlo...?
—Sí, Yanez.
—Espero que no te atreverás a acercarte a la villa de día.
—Pero esta noche nadie me detendrá.
Luego añadió con la entonación de una persona que quisiera expresar la eternidad:
—¡Doce horas todavía...! ¡Qué tortura...!
—En la floresta el tiempo pasa pronto, Sandokan —respondió Yanez sonriendo.
—Vamos.
—Estoy dispuesto a seguirte.
Se arrojaron a la espalda las carabinas, se metieron en los bolsillos las municiones y se internaron en la gran floresta, procurando no obstante no alejarse demasiado de la playa.
—Evitaremos las profundas ensenadas que describe la costa —dijo Sandokan—. El camino será menos fácil pero más breve.
—Te cuidado de no perdernos.
—¡No temas, Yanez!
La floresta no presentaba mas que raros pasajes, pero Sandokan era un verdadero hombre de los bosques, que sabía arrastrarse como una serpiente y dirigirse hasta sin estrellas y sin sol. Se dirigía hacia el sur, manteniéndose a breve distancia de la costa a fin de buscar ante todo el riachuelo dentro del cual se habían metido en la precedente expedición. Llegado allí no era difícil alcanzar la villa que el pirata sabía que estaba alejada quizá un par de kilómetros. El camino no obstante, a medida que procedían hacia el sur, se hacía más difícil a causa de los estragos hechos por el huracán. Numerosos árboles, abatidos por el viento, bloqueaban el paso, obligando a los dos piratas a hacer audaces ascensiones y largos giros. Luego había montones inmensos de ramas que embarazaban su camino e inmensas cantidades de lianas que se enlazaban a sus piernas, retardándoles el camino. Sin embargo, trabajando con el kris, subiendo y descendiendo, saltando y escalando árboles y troncos derribados, tiraban adelante procurando siempre de no alejarse mucho de la costa. Hacia el mediodía, Sandokan se detuvo, diciendo al portugués:
—Estamos cerca.
—¿Del río o de la villa...?
—Del curso de agua —respondió Sandokan—. ¿No oyes este gorgoteo que repercute bajo estas densas bóvedas de follaje?
—Sí —dijo Yanez, después de haber escuchado algún instante—. ¿Es precisamente el riachuelo que buscamos?
—No puedo equivocarme. Ya he recorrido estos lugares.
—Vayamos adelante.
Atravesaron ágilmente el último monte de la gran floresta y diez minutos después se encontraban delante de un pequeño curso de agua que desembocaba en una bahía graciosa cercada por árboles inmensos.
El azar los había conducido a aquel mismo lugar donde habían arribado los praos de la primera expedición. Se veían todavía las vigas dejadas por el segundo, cuando rechazado por los tremendos cañonazos del crucero se había allí refugiado para reparar sus graves averías.
Sobre la orilla se veían trozos de vergas, fragmentos de amuras, pedazos de tela, cordajes, balas de cañón, cimitarras, hachas rotas y sobras de herramientas.
Sandokan arrojó una sombría mirada sobre aquellos restos que le recordaban su primera derrota y suspiró pensando en aquellos valientes que habían sido destruidos por el fuego implacable del crucero.
—Descansan allá abajo, fuera de la bahía, en el fondo del mar —dijo a Yanez con voz triste—. ¡Pobres muertos, aún sin venganza...!
—¿Es aquí donde habías arribado...?
—Sí, aquí, Yanez. Entonces era el invencible Tigre de la Malasia, entonces no tenía cadenas en torno al corazón ni visiones delante de los ojos. Me he batido como un desesperado, arrastrando a mis hombres al abordaje con furor salvaje, pero me han aplastado. ¡El maldito que nos cubría de hierro y de plomo estaba allá...! Me parece todavía verlo como en aquella tremenda noche que lo he asaltado a la cabeza de pocos valientes. ¡Qué momento terrible, Yanez, qué estrago...! Todos han caído, menos uno: ¡yo...!
—¿Lamentas aquella derrota, Sandokan?
—No lo sé. Sin aquella bala que me golpeó, quizá no habría conocido a la niña de los cabellos de oro.
Calló y descendió a la playa, apresurando la mirada bajo las azules aguas de la bahía, luego se detuvo con los brazos tensos, indicando a Yanez el lugar donde había sucedido el tremendo abordaje.
—Los praos descansan allá abajo —dijo—, quién sabe cuántos muertos contienen todavía sus cascos.
Se sentó sobre el tronco de un árbol caído quizá por decrepitud, se tomó la cabeza entre las manos y se sumergió en profundos pensamientos.
Yanez lo dejó absorto en sus meditaciones y se aventuró entre los arrecifes hurgando, con un bastón puntiagudo, en las hendiduras para ver si conseguía descubrir alguna ostra gigante.
Después de haber deambulado por un cuarto de hora, volvió a la playa con una tan grande que le era incómodo alzarla. Encender un buen fuego y abrirla fue para él cosa de pocos instantes.
—Vamos, hermanito mío, deja los praos bajo el agua y a los muertos en la boca de los peces y ven a dar un golpe de diente a esta pulpa exquisita. Ya aunque pienses y repienses no harás salir a flote ni a los unos ni a los otros.
—Es verdad, Yanez —respondió Sandokan suspirando—. Aquellos valientes no volverán a la vida nunca más.
El almuerzo fue exquisito. Aquella ostra gigantesca contenía una pulpa tan delicada como para hacer entrar en éxtasis a aquel óptimo portugués, a quien el aire marino unido a los perfumes de la floresta habían aguzado extraordinariamente el apetito. Terminada aquella comida muy abundante, Yanez se preparaba a tumbarse bajo un soberbio durián que dominaba sobre la orilla del río para fumar beatíficamente un par de cigarrillos, pero Sandokan con un gesto le indicó la floresta.
—La villa está quizá lejos —le dijo.
—¿No sabes precisamente dónde se encuentra?
—Vagamente, habiendo recorrido estos lugares presa del delirio.
—¡Diablo!
—¡Oh! No temas Yanez. Sabré encontrar el sendero que conduce al parque.
—Vamos, ya que lo quieres; basta no obstante con no cometer imprudencias.
—Estaré calmado, Yanez.
—Una palabra todavía, hermanito.
—¿Qué quieres?
—Espero que aguardarás la noche para entrar al parque.
—Sí Yanez.
—¿Me lo prometes?
—Tienes mi palabra.
—Entonces en marcha.
Siguieron por algún trecho la orilla derecha del riachuelo, luego se arrojaron resueltamente en la gran floresta.
Parecía que el huracán se había enfurecido tremendamente en aquella parte de la isla. Numerosos árboles, abatidos o por el viento o por los rayos, yacían en el suelo; algunos se encontraban todavía semi suspendidos, habiendo sido retenidos por las lianas y otros completamente caídos. Por todas partes, luego, matorrales desgarrados y torcidos, montones de follajes y de fruta, ramas partidas, en medio de las cuales aullaban varios simios heridos. A pesar de aquellos numerosos obstáculos, Sandokan no se detenía. Continuó marchando hasta el ocaso, sin jamás vacilar sobre el camino a tomar. Calaba la noche y ya Sandokan desesperaba por encontrar el riachuelo, cuando se encontró de improviso delante de un largo sendero.
—¿Qué has visto? —preguntó el portugués, viéndolo detenerse.
—Estamos cerca de la villa —respondió Sandokan con voz sofocada—. Este sendero conduce al parque.
—¡Por Baco! ¡Qué bella fortuna, hermanito mío! Sigue adelante, pero cuida de no cometer locuras.
Sandokan no esperó a que terminase la frase. Armada la carabina a fin de no ser sorprendido desarmado, se lanzó sobre el sendero con tanta rapidez que el portugués penaba por mantenerse cerca.
—¡Marianna! ¡niña divina...! ¡Amor mío! —exclamaba devorando el camino con creciente rapidez—. ¡No tengas más miedo que ahora estoy cerca de ti...!
En aquel momento el formidable pirata habría derribado a un regimiento entero con tal de llegar a la villa. No tenía más miedo de nadie; la muerte misma no lo habría hecho retroceder.
Anhelaba, se sentía invadido por un fuego intenso que le ardía en el corazón y en el cerebro, agitado por mil temores. Temía llegar demasiado tarde, de no volver a encontrar más a la mujer tan inmensamente amada y corría siempre más, olvidando toda prudencia, rompiendo y quebrando las ramas de los matorrales, lacerando impetuosamente las lianas, saltando con impulsos de león los mil obstáculos que le bloqueaban el camino.
—¡Eh! Sandokan, loco endemoniado —decía Yanez que trotaba como un caballo—. ¡Espera un poco a que te alcance! Para, por mil espingardas, o me harás estallar.
—¡A la villa...! ¡A la villa! —respondía invariablemente el pirata.
No se detuvo mas que delante de la empalizada del parque, más por esperar al compañero que por prudencia o cansancio.
—¡Uf! —exclamó el portugués alcanzándolo—. ¿Crees que soy un caballo para hacerme correr así? La villa no escapa, te lo aseguro yo, y tú no sabes quién puede ocultarse detrás de aquella cerca.
—No tengo miedo de los ingleses —respondió el Tigre que era presa de una viva exaltación.
—Lo sé, pero si te haces matar, no verás más a tu Marianna.
—Pero no puedo permanecer aquí, es necesario que vea a la lady.
—Calma, hermanito mío. Obedéceme y verás que algo podrás ver.
Le hizo una seña de estar callado y se trepó sobre la cerca con la agilidad de un gato, mirando atentamente en el parque.
—Me parece que no hay ningún centinela —dijo—. Entremos pues.
Se dejó caer del otro lado mientras Sandokan hacía otro tanto y los dos se adentraron silenciosamente en el parque, manteniéndose escondidos detrás de los matorrales y los parterres, y con los ojos fijos sobre el palacete que surgía confusamente en la oscuridad.
Habían así llegado a un tiro de arcabuz, cuando Sandokan se detuvo de golpe empujando ante sí la carabina.
—Detente Yanez —murmuró.
—¿Qué has visto?
—Hay hombres firmes delante del palacete
—¿Es el lord con Marianna?
Sandokan, a quien le latía furiosamente el corazón, se alzó lentamente y aguzó los ojos mirando aquellas figuras humanas con profunda atención.
—¡Maldición! —murmuró rechinando los dientes—. ¡Soldados...!
—¡Oh! ¡Oh! La madeja se enmaraña —refunfuñó el portugués—. ¿Qué hacemos?
—Si hay soldados es signo de que Marianna se encuentra aún en la villa.
—Me parece a mí también.
—Ataquémolos entonces.
—¡Estás loco...! ¿Quieres hacerte matar? Nosotros somos dos y ellos son quizá diez, quince, quizá hasta treinta.
—¡Pero es necesario que la vea! —exclamó Sandokan mirando al portugués con dos ojos que parecían los de un loco.
—Cálmate, hermanito mío —dijo Yanez aferrándolo estrechamente por un brazo a fin de impedirle de cometer alguna locura—. Cálmate y quizá la veas.
—¿De qué modo?
—Esperemos a que se haga tarde.
—¿Y luego?
—Tengo mi plan. Túmbate aquí cerca, refrena los ímpetus del corazón y no habrás de arrepentirte.
—¿Pero los soldados?
—¡Por Júpiter! Espero que se vayan a dormir.
—Tienes razón, Yanez: ¡esperaré!
Se acostaron detrás de un espeso matorral pero de modo de no perder de vista a los soldados y aguardaron el momento oportuno para actuar.
Pasaron dos, tres, cuatro horas, largas para Sandokan como cuatro siglos, luego finalmente los soldados se retiraron a la villa cerrando ruidosamente la puerta. El Tigre hizo acto de lanzarse adelante, pero el portugués lo detuvo rápidamente, luego arrastrándolo bajo la densa sombra de un grandísimo pombo, le dijo cruzando los brazos y mirándolo fijo:
—Dime, Sandokan: ¿qué esperas hacer esta noche?
—Verla.
—¿Y crees que será fácil...? ¿Has encontrado el modo de poder verla delante de todos?
—No, pero...
—¿Sabe tu niña que tú estás aquí...?
—No es posible.
—Sería necesario por consiguiente llamarla.
—Sí.
—Y los soldados saldrán porque no se puede admitir que sean sordos y nos atraparán a tiros de carabina.
Sandokan no respondió.
—Bien ves, mi pobre amigo, que esta noche nada podrá hacerse.
—Puedo treparme hasta su ventana —dijo Sandokan.
—¿Y no has visto aquel soldado emboscado cerca del ángulo del pabellón?
—¿Un soldado...?
—Sí, Sandokan. Mira: se ve brillar el cañón de su fusil.
—¿Qué me aconsejas hacer entonces...? ¡Habla...! ¡La fiebre me devora...!
—¿Sabes qué parte del parque frecuenta tu niña?
—Todos los días va a bordar al quiosco chino.
—Buenísimo. ¿Dónde se encuentra?
—Está aquí cerca.
—Condúceme a aquel lugar.
—¿Qué quieres hacer, Yanez?
—Es necesario advertirle que estamos aquí.
El Tigre de la Malasia aún cuando sintiese todas las penas del infierno al alejarse de aquel lugar, se metió en una senda lateral y condujo a Yanez al quiosco. Era aquel un gracioso pabelloncito, de paredes perforadas y pintado de vivaces colores y coronado por una especie de cúpula de metal dorado, erizado de puntas y de dragones chirriantes.
Alrededor se extendía un boscaje de lilas y de grandes céspedes de rosas chinas exhalando agudos perfumes.
Yanez y Sandokan, después de haber armado las carabinas, no estando seguros de que estuviese desierto, entraron. No había nadie.
Yanez encendió un fósforo y vio sobre una ligerísima mesa trabajada, un cestillo conteniendo encajes e hilo y cerca de estos una mandola taraceada de madreperla.
—¿Cosas suyas? —preguntó a Sandokan.
—Sí —respondió éste con un acento de infinita ternura.
—¿Estás seguro de que regresará aquí?
—Es su lugar preferido. Es aquí que aquella divina niña viene a respirar el aire embalsamado de las lilas en flor, que viene a cantar sus dulces canciones del país natal y es aquí donde ella me juró eternamente afecto.
Yanez arrancó de un librito una hoja de papel, hurgó en un bolsillo y habiendo encontrado un pedazo de lápiz, mientras Sandokan encendía otro fósforo, escribió las siguientes palabras:
Hemos desembarcado ayer durante el huracán. Mañana a la noche, a medianoche, estaremos bajo su ventana. Procure una soga para ayudar la escalada de Sandokan.
Yanez de Gomera
—Espero que mi nombre no le sea desconocido —dijo.
—¡Oh! No —respondió Sandokan—. Ella sabe que eres mi mejor amigo.
Plegó la carta y la puso en la cesta de labores, de modo que pudiese verla de inmediato, mientras Sandokan arrancaba algunas rosas de China y las arrojaba encima.
Los dos piratas se miraron a la cara el uno al otro a la lívida luz de un relámpago; uno estaba calmo, el otro estaba presa de una gran emoción.
—Vamos, Sandokan —dijo Yanez.
—Te sigo —respondió el Tigre de la Malasia, con un suspiro reprimido.
Cinco minutos después cruzaban la empalizada del parque volviéndose a meter en medio de la oscura floresta.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Finalmente llegamos a la mitad de la novela y Sandokan sigue en veremos. Por lejos, el capítulo más largo que me tocó traducir en los dos libros y es el primero de la novela que tiene pequeños faltantes en la traducción al castellano (por lo menos la que leí yo en su momento).

En cuanto al texto, cuando Sandokan dialoga con Yanez en la playa, en un momento le pregunta si no recuerda lo que dijo el caporal que aparece en el capítulo anterior. En realidad en el original dice: “Non ti ricordi di ciò che ha detto il sergente?”. La traducción literal hace referencia a un “sargento”. Pero los caporales son cabos, no sargentos. Así que cambié la traducción para darle coherencia.

Tengan cuidado, existe una traducción al castellano que lleva por título “Sandokán” y que se corresponde con los capítulos 1 al 16 —actual capítulo— de “Los tigres de Mompracem”. ¿A quién se le ocurre cortar por la mitad una novela?

Arcabuz: Arma antigua de fuego, con cañón de hierro y caja de madera, semejante al fusil, que se disparaba prendiendo la pólvora del tiro mediante una mecha móvil colocada en la misma arma.

Foques: “Fiocchi” en el original, toda vela triangular que se orienta y amura sobre el bauprés y, por antonomasia, la mayor y principal de ellas, que es la que se enverga en un nervio que baja desde la encapilladura del velacho a la cabeza del botalón de aquel nombre.

Velas al tercio: “Rande” en el original, velas trapezoidales que solo se diferencian de la tarquina en ser menos altas por la parte de la baluma y menos bajas por el lado de la caída.

Bonetas: “Scopamari” en el original, son paños que se añaden a algunas velas para aumentar su superficie.

Arribar: “Poggiare” en el original, es maniobrar un velero de modo que la proa se aleje de la dirección de donde proviene el viento.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 70 mi equivalen a 112,65 km; 80 mi equivalen a 128,75 km.

Maniobras de firme: “Manovre fisse” en el original, también llamadas jarcia firme o jarcia muerta, es la jarcia que está siempre fija y que, tensa, sirve para sujetar los palos.

Brazas: “Bracci” en el original, son los cabos que laborean por el penol de las vergas y sirven para mantenerlas fijas y hacerlas girar en un plano horizontal.

Encaballar: Colocar una pieza de modo que se sostenga sobre la extremidad de otra.

Motones: “Boscelli” en el original, son las garruchas —poleas— por donde pasan los cabos.

Verga de trinquete: “Pennone di trinchetto” en el original, en los buques de cruz, es la segunda en cuanto a tamaño y va cruzada en el cuello del palo trinquete.

Mastelero mayor: “Alberetto di maestro” en el original, también llamado “mastelero de gavia”, es el palo o mástil menor que se pone en los navíos y demás embarcaciones de vela redonda sobre cada uno de los mayores, asegurado en la cabeza de este, que va sobre el palo mayor y sirve para sostener la verga y vela de gavia.

Roda: “Asta di prua” en el original, es la pieza gruesa y curva, de madera o hierro, que forma la proa de la nave.

Mar de fondo: “Flutti di fondo” en el original, es la agitación de las aguas del mar propagada desde el interior y que en forma atenuada alcanza los lugares próximos a la costa. También puede producirse en alta mar sin efectos en la costa, con propagación de olas, aun débiles, de un lugar a otro.

Cables: 1 cable = 185,20 m. Por lo tanto, 2 cables equivalen a 370,40 m.

Capeando: “Mettendoti alla cappa” en el original, también se puede encontrar como “cappeggiare”. Esto es, disponer las velas de modo que la embarcación ande poco; mantenerse sin retroceder más de lo inevitable cuando el viento es duro y contrario; sortear el mal tiempo con adecuadas maniobras.

Júpiter: “Giove” en el original, es el dios principal de la mitología romana, padre de dioses y de hombres. Hijo de Saturno y Ops, Júpiter fue la deidad suprema de la tríada capitolina, integrada además por su hermana y esposa, Juno, y su hija, Minerva. Sus atributos son el águila, el rayo, y el cetro. Su equivalente en la mitología griega es Zeus.

Baco: Dios del vino en la mitología griega, también llamado Dioniso. Inspirador de la locura ritual y el éxtasis. Es el dios patrón de la agricultura y el teatro.

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