martes, 25 de marzo de 2014

XVII. El encuentro nocturno


La noche era tempestuosa, no habiéndose aún calmado el huracán. El viento rugía y ululaba en mil tonos bajo los montes, torciendo las ramas de las plantas y haciendo girar en lo alto masas de follaje, doblando y arrancando los jóvenes árboles y sacudiendo poderosamente a aquellos añosos. De vez en cuando los relámpagos deslumbrantes rompían la densa oscuridad y los rayos caían abatiendo e incendiando las más altas plantas de la floresta.
Era una verdadera noche de infierno, una noche propicia para intentar un audaz golpe de mano sobre la villa. Desgraciadamente los hombres de los praos no estaban allí para ayudar a Sandokan en la temeraria empresa.
Aún cuando el huracán arreciase, los dos piratas no se detenían. Guiados por las luces de los relámpagos buscaban llegar al riachuelo para ver si algún prao había podido refugiarse en la pequeña bahía.
Sin preocuparse por la lluvia que caía a torrentes, pero cuidándose bien de hacerse golpear por las gruesas ramas que el viento quebraba, después de dos horas llegaron inesperadamente cerca de la desembocadura del riachuelo, mientras que para ir a la villa habían empleado el doble de tiempo.
—En medio de la oscuridad nos hemos guiado mejor que en pleno día —dijo Yanez—. Una verdadera fortuna con semejante noche.
Sandokan descendió a la orilla y, esperado un relámpago, lanzó una rápida mirada sobre las aguas de la bahía.
—Nada —dijo con la voz sorda—, ¿les habrá tocado alguna desgracia a mis leños?
—Creo que aún no han abandonado sus refugios —respondió Yanez—. Se habrán percatado de que otro huracán amenazaba con estallar y como gente prudente no se habrán movido. Sabes que no es fácil arribar aquí cuando arrecian las olas y los vientos.
—Tengo vagas inquietudes, Yanez.
—¿Qué temes?
—Que hayan naufragado.
—¡Bah! Nuestros leños son sólidos. Dentro de algunos días nosotros los volveremos a ver llegar. ¿Has dado la cita en esta pequeña bahía, verdad?
—Sí, Yanez.
—Vendrán. Busquemos un refugio, Sandokan. Llueve intensamente y este huracán no se calmará muy pronto.
—¿Adónde vamos? Está la cabaña construida por Giro-Batol durante su estancia en esta isla, pero dudo poderla encontrar.
—Arrojémonos en medio de aquel gran matorral de bananos. Las gigantescas hojas de aquella planta nos repararán mejor.
—Mejor construir un attap, Yanez.
—No lo había pensado. En pocos minutos podemos tenerlo.
Sirviéndose del kris cortaron algunos bambúes que crecían sobre las orillas del riachuelo y los plantaron bajo un soberbio pombo, cuyo follaje bastante denso era casi suficiente como para repararlos de la lluvia. Cruzados como el esqueleto de una tienda de techo a dos aguas, los cubrieron con las gigantescas hojas de los bananos, superponiéndolas en modo de formar un techo a dos aguas.
Como Yanez había dicho, pocos minutos fueron suficientes para construir aquel reparo.
Los dos piratas se metieron debajo, llevando con ellos un racimo de bananas, luego, después de una parca cena compuesta únicamente por aquella fruta, procuraron dormirse mientras el huracán se desencadenaba con mayor violencia, con acompañamiento de relámpagos y de truenos ensordecedores.
La noche fue pésima. Varias veces Yanez y Sandokan fueron obligados a reforzar la choza y a recubrirla de ramas y de hojas de bananos para repararse de la lluvia diluvial e incesante.
Hacia el alba no obstante el tiempo se mantuvo un poco en calma, permitiendo a los dos piratas dormir tranquilamente hasta las diez de la mañana.
—Vamos a buscar la comida —dijo Yanez, cuando se despertó—. Espero encontrar aún alguna ostra colosal.
Se apresuraron hacia la bahía siguiendo la ribera meridional y, hurgando los numerosos arrecifes, consiguieron adquirir varias docenas de ostras de increíble grosor y hasta algunos crustáceos. Yanez agregó bananas y algunos pombos, cítricos bastante grandes y muy suculentos.
Terminada la comida, remontaron la costa hacia el septentrión esperando descubrir alguno de sus praos, pero no vieron ninguno navegando el ancho.
—La borrasca no les habrá permitido redescender al sur —dijo Yanez a Sandokan—. El viento ha soplado constantemente desde el mediodía.
—Sin embargo estoy bastante inquieto sobre su suerte, amigo —respondió el Tigre de la Malasia—. Este retraso me hace nacer graves temores.
—¡Bah...! Nuestros hombres son marineros habilísimos.
Durante gran parte del día circundaron por aquellas playas, luego hacia el ocaso se volvieron a meter bajo los bosques para acercarse a la villa de lord James Guillonk.
—¿Crees que Marianna haya encontrado nuestra tarjeta? —preguntó Yanez a Sandokan.
—Estoy seguro —respondió el Tigre.
—Entonces vendrá al encuentro.
—Siempre y cuando esté libre.
—Qué quieres decir, Sandokan.
—Temo que lord James la vigile estrechamente.
—¡Diablo...!
—Nosotros no obstante iremos igualmente al encuentro, Yanez. El corazón me dice que la veré.
—Cuidado con cometer imprudencias no obstante. En el parque y en la villa habrá ciertamente soldados.
—De eso estoy seguro.
—Procuremos no ser sorprendidos.
—Actuaré con calma.
—¿Me lo prometes?
—Sí.
—Entonces vamos.
Procediendo despacio, con los ojos en guardia, las orejas aguzadas, espiando prudentemente la densa maleza y los matorrales, a fin de no caer en alguna emboscada, hacia las siete de la tarde llegaban a las vecindades del parque. Quedaban todavía pocos minutos de crepúsculo, y podían bastar para examinar la villa.
Después de haberse asegurado de que ningún centinela se encontraba escondido en aquellos matorrales, se acercaron a la empalizada y ayudándose el uno al otro la escalaron. Habiéndose dejado caer en la otra parte, se metieron en medio de los parterres devastados en gran parte por el huracán y se escondieron entre un grupo de peonías de China.
Desde aquel lugar podían observar cómodamente lo que sucedía en el parque y hasta en el chalé, no habiendo delante más que escasos árboles.
—Veo un oficial en una ventana del chalé —dijo Sandokan.
—Y yo un centinela que vela cerca del ángulo del pabellón —dijo Yanez.
—Si aquel hombre permanece allí hasta después de calar la oscuridad, nos dará no poco fastidio.
—Lo despacharemos —dijo Sandokan resueltamente.
—Sería mejor sorprenderlo y amordazarlo. ¿Tienes alguna cuerda?
—Tengo mi faja.
—Buenísimo y... ¡allí! ¡Bribones...!
—¿Qué pasa Yanez?
—¿No has observado que han puesto rejas a todas las ventanas...?
—¡Maldición de Alá...! —exclamó Sandokan con los dientes estrechados.
—Hermanito mío, lord James debe conocer mucho la audacia del Tigre de la Malasia. ¡Por Baco...! ¡Cuántas precauciones...!
—Entonces Marianna estará vigilada.
—Ciertamente, Sandokan.
—Y no podrá venir a mi encuentro.
—Es probable, Sandokan.
—Pero la veré igualmente.
—¿En qué modo...?
—Escalando la ventana. Tú ya habías previsto esto y le habíamos escrito que se procurase una soga.
—¿Y si los soldados nos sorprenden...?
—Daremos batalla. Tú sabes que tienen miedo de nosotros.
—No digo que no.
—Y que nosotros nos batimos como diez hombres.
—Sí, cuando las balas no llueven demasiado densas. ¡Eh...! Mira, Sandokan.
—¿Qué ves...?
—Un pelotón de soldados que deja la villa —respondió el portugués que se había izado sobre una gruesa raíz de un cercano pombo para mejor observar.
—¿Adónde van?
—Dejan el parque.
—¿Irán a vigilar los alrededores...?
—Lo temo.
—Mejor para nosotros.
—Sí, quizá. Y ahora esperemos la medianoche.
Encendió con precaución un cigarrillo y se tumbó al lado de Sandokan, fumando tranquilamente como si se encontrase sobre el puente de uno de sus praos. Sandokan en cambio, consumido por la impaciencia, no podía estarse quieto un instante. De vez en cuando se alzaba para escrutar procurando discernir lo que ocurría en el palacete del lord o de descubrir a la joven. Vagos temores lo agitaban, creyendo que le hubiesen preparado una emboscada en los alrededores de las habitaciones. Quizá la tarjeta podía haber sido encontrada por alguien y llevada a lord James en vez de Marianna. No sabiendo más refrenarse, continuaba interrogando a Yanez, pero éste continuaba fumando sin responder. Finalmente llegó la medianoche.
Sandokan se había alzado de golpe listo para lanzarse hacia el palacete, aún a riesgo de encontrarse imprevistamente delante de los soldados de lord James. Yanez no obstante, que también había brincado en pie, lo había aferrado por un brazo.
—Despacio, hermanito —le dijo—. Me has prometido ser prudente.
—No temo más a nadie —dijo Sandokan—. Estoy decidido a todo. Me oprime la piel, amigo.
—Te olvidaste que hay un centinela cerca del pabellón.
—Vamos a matarlo entonces.
—Basta que no dé la alarma.
—Lo estrangularemos.
Dejaron el gran matorral de peonías y se pusieron a arrastrarse entre los parterres escondiéndose detrás de la maleza y detrás de las rosas chinas que crecían numerosas. Habían llegado a alrededor de cien pasos del palacete cuando Yanez detuvo a Sandokan.
—¿Ves a aquel soldado? —le preguntó.
—Sí.
—Me parece que se ha dormido apoyado sobre su fusil.
—Tanto mejor, Yanez. Ven y estate listo a todo.
—He preparado mi pañuelo para amordazarlo.
—Y yo tengo en mano el kris. Si manda un grito lo mato.
Se metieron ambos en medio de un denso parterre que se prolongaba en dirección del pabellón y arrastrándose como dos serpientes llegaron a sólo pocos pasos del soldado.
Aquel pobre joven, seguro de no verse estorbado, se había apoyado en el muro del pabellón y dormitaba teniendo el fusil entre las manos.
—¿Estás listo, Yanez? —preguntó Sandokan con un hilo de voz.
—Adelante.
Sandokan con un salto de tigre se abalanzó sobre el joven soldado y aferrándolo estrechamente por la garganta, con un empujón terrible lo derribó. Yanez también se había lanzado. Con mano ágil amordazó al prisionero, luego le ató las manos y las piernas diciéndole con voz amenazadora:
—¡Cuidado...! Si haces un solo gesto te planto mi kris en el corazón.
Luego volviéndose hacia Sandokan:
—A tu niña, ahora. ¿Sabes cuáles son sus ventanas?
—¡Oh sí! —exclamó el pirata que ya la miraba fijo—. Allí están, sobre aquel parral. ¡Ah! ¡Marianna si supieras que estoy aquí...!
—Ten paciencia, hermanito mío, y si el diablo no mete la cola, la verás.
De pronto Sandokan retrocedió mandando un verdadero rugido.
—¿Qué haces? —preguntó Yanez palideciendo.
—¡Han cerrado sus ventanas con una reja!
—¡Diablos...! ¡Bah! ¡No importa!
Recogió un puñado de guijarros y lanzó uno contra los vidrios produciendo un ligero rumor. Los dos piratas esperaron conteniendo la respiración, presa de una viva emoción.
Ninguna respuesta. Yanez lanzó un segundo guijarro, luego un tercero, por tanto un cuarto.
De imprevisto los vidrios se abrieron y Sandokan, a la azul luz del astro nocturno, divisó una forma blanca que reconoció de súbito.
—¡Marianna! —silbó alzando los brazos hacia la joven que se había inclinado sobre la reja.
Aquel hombre tan enérgico, tan fuerte, vacilaba como si hubiese recibido una bala en medio del pecho y permaneció ahí, como absorto, con los ojos desorbitados, pálido, tembloroso.
Un ligero grito irrumpió del pecho de la lady que había de súbito reconocido al pirata.
—Vamos Sandokan —dijo Yanez saludando galantemente a la joven—. Alcanza la ventana, pero date prisa que aquí no tira buen viento para nosotros.
Sandokan se lanzó hacia el palacete, se trepó sobre el parral y se agarró a los hierros de la ventana.
—¡Tú! ¡Tú...! —exclamó la joven loca de alegría—. ¡Gran Dios!
—¡Marianna! ¡Oh mi adorada niña! —murmuró con voz sofocada cubriéndole las manos de besos—. ¡Finalmente te vuelvo a ver! ¡Eres mía, verdad, mía, todavía mía!
—Sí, tuya, Sandokan, en la vida y en la muerte —respondió la ligera lady—. ¡Verte otra vez después de haberte llorado por muerto! ¡Es demasiada alegría, amor mío!
—¿Me creías entonces apagado?
—Sí, y he sufrido bastante, inmensamente, creyéndote perdido para siempre.
—No, dilecta Marianna, no muere tan rápido el Tigre de la Malasia. He pasado sin ser herido en medio del fuego de tus compatriotas, he atravesado el mar, he apelado a mis hombres y he vuelto aquí a la cabeza de cien tigres, dispuestos a todo para salvarte.
—¡Sandokan! ¡Sandokan!
—Escucha ahora, Perla de Labuan —respondió el pirata—. ¿Está aquí el lord?
—Sí y me tiene prisionera temiendo tu aparición.
—He visto los soldados.
—Sí y hay muchos que velan día y noche en las estancias inferiores. Estoy cercada por todas partes, encerrada entre las bayonetas y las rejas, con la absoluta imposibilidad de dar un paso en el aire libre. Mi valiente amigo, temo no poder jamás convertirme en tu mujer, de no poder jamás ser feliz, porque mi tío que ahora me odia, no consentirá jamás emparentarse con el Tigre de la Malasia y hará todo para alejarnos, para interponer entre tú y yo la inmensidad del océano y la inmensidad de los continentes.
Dos lágrimas, dos perlas, cayeron de sus ojos.
—¡Lloras! —exclamó este con tormento—. Amor mío, no llores o me vuelvo loco y cometo alguna locura. ¡Óyeme, Marianna! Mis hombres no están lejos, hoy son pocos, pero mañana o pasado mañana serán muchos y sabes qué hombres son los míos. Por cuanto el lord atrinchere la villa, nosotros entraremos, aunque tengamos que incendiarla y derribar las murallas. Yo soy el Tigre y por ti me siento capaz meter hierro y fuego no a la villa de tu tío sino a Labuan entera. ¿Quieres que te rapte esta noche? No somos más que dos, pero si quieres infringiremos los hierros que te mantienen prisionera, aunque tengamos que pagar con nuestra vida tu libertad. ¡Habla, habla Marianna que mi afecto por ti me vuelve loco y me infunde tanta fuerza como para expugnar yo solo esta villa...!
—¡No...! ¡No...! —exclamó ella—. ¡No, mi valeroso! Muerto tú, ¿qué sería de mí? ¿Crees que te sobreviviría? Tengo confianza en ti, sí, tú me salvarás, pero cuando hayan llegado tus hombres, cuando seas fuerte, tan poderoso como para aplastar a los hombres que me mantienen prisionera o para romper los barrotes que me encierran.
En aquel instante se oyó bajo el parral un ligero silbido. Marianna se estremeció.
—¿Has oído? —preguntó.
—Sí —respondió Sandokan—. Es Yanez que se impacienta.
—Quizá ha vislumbrado un peligro, Sandokan. En las sombras de la noche quizá se oculta algo grave para ti, oh mi valiente amigo. ¡Gran Dios! La hora de la separación ha llegado.
—¡Marianna!
—¡Si no nos viéramos nunca más...!
—No lo digas, amor mío, porque dondequiera que te lleven sabré alcanzarte.
—Pero mientras tanto...
—Se trata de pocas horas, mi dilecta. Mañana quizá mis hombres llegarán y hundiremos estas murallas.
El silbido del portugués se oyó otra vez.
—Parte mi noble amigo —dijo Marianna—. Corres quizá grandes peligros.
—¡Oh! No les temo.
—Parte Sandokan, te lo ruego, parte antes de que nos sorprendan.
—¡Dejarte...! No puedo decidirme a abandonarte. ¿Por qué no he conducido a mis hombres aquí? Habría podido asaltar imprevistamente esta casa y raptarte.
—¡Pero huye, Sandokan! He oído un paso en el corredor.
—¡Marianna...!
En aquel momento en la estancia resonó un alarido feroz.
—¡Miserable! —tronó una voz.
El lord, porque era precisamente él, aferró a Marianna por los hombros procurando arrancarla de los hierros mientras se oían quitar los cerrojos de la puerta de planta baja.
—¡Huye! —gritó Yanez.
—¡Huye Sandokan! —repitió Marianna.
No había un solo momento para perder. Sandokan, que ya se veía perdido si no huía, con un salto inmenso atravesó el parral precipitándose en el jardín.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Golpe de mano: Acción violenta, rápida e imprevista, que altera una situación en provecho de quien da el golpe.

Attap: Paja hecha en el sudeste asiático con las hojas de la palmera Nypa (también llamada “attap”). La palabra proviene del malayo “atap” y significa “techo, paja”. En este caso la utilizan para referirse a un “attap hut” o “refugio attap”.

Cítricos: “Aranci” en el original, en realidad la traducción literal sería “naranjos”, que son aquellas plantas que producen naranjas, justamente. Como Salgari previamente especifica el nombre de la planta, que no es naranjo, decidí utilizar el genérico de “cítricos”.

Peonías: Planta de la familia de las Ranunculáceas, de grandes flores rojas o rosáceas, propia de lugares húmedos y laderas montañosas. Se cultiva como ornamental.

4 comentarios:

  1. Parece que el "pombo" es el mismo pomelo.

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    1. En su momento busqué alguna referencia por ese lado, pero no encontré nada que se le acercara. Por eso no lo aclaré.

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    2. Mira aquí lo mencionan, así como otras curiosidades del libro: http://parole-sante.blogspot.com/2011/12/marianna.html

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    3. Gracias! Ya actualicé la definición en el capítulo 12.

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