martes, 8 de abril de 2014

XVIII. Dos piratas en una estufa


Cualquier otro hombre que no hubiese sido un malayo, se habría sin duda roto las piernas en aquel salto, pero no sucedió así con Sandokan que, más allá de ser sólido como el acero, poseía una agilidad de cuadrumano. Había apenas tocado tierra, hundiéndose en medio de un parterre, que estaba ya en pie con el kris en el puño, listo para defenderse. El portugués afortunadamente estaba ahí. Le saltó encima y aferrándolo por los hombros lo empujó bruscamente hacia un grupo de árboles diciéndole:
—¡Pero huye, desgraciado! ¿Quieres hacerte fusilar?
—Déjame Yanez —dijo el pirata que estaba presa de una viva exaltación—. ¡Asaltemos la villa!
Tres o cuatro soldados aparecieron de una ventana poniéndolos en la mira con los fusiles.
—¡Sálvate, Sandokan! —se oyó gritar a Marianna.
El pirata dio un salto de diez pasos saludado por una descarga de fusiles y una bala le atravesó el turbante. Se volvió rugiendo como una fiera y descargó su carabina contra una ventana rompiendo los vidrios y golpeando en la frente a un soldado.
—¡Ven! —gritó Yanez, arrastrándolo hacia la empalizada—. Ven, testarudo imprudente.
La puerta del palacete se había abierto y diez soldados seguidos por otros tantos indígenas armados de antorchas se lanzaron fuera.
El portugués hizo fuego a través del follaje. El sargento que comandaba la pequeña escuadra cayó.
—Mueve las piernas, hermanito mío —dijo Yanez, mientras los soldados se habían detenido alrededor de su jefe.
—No puedo decidirme a dejarla sola —dijo Sandokan a quien la pasión le turbaba el cerebro.
—Te ha dicho que huyas. Ven o te llevo.
Dos soldados aparecieron a solo treinta pasos y detrás de ellos un pelotón numeroso. Los dos piratas no dudaron más. Se metieron en medio de los matorrales y los parterres y se pusieron a correr hacia la cerca saludados por algunos tiros de fusil disparados al azar.
—Hila derecho, hermanito mío —dijo el portugués que cargaba la carabina, siempre no obstante corriendo—. Mañana restituiremos a aquellos miserables los fusilazos que nos han disparado por detrás.
—Temo haber arruinado todo, Yanez —dijo el pirata con voz triste.
—¿Por qué amigo mío?
—Ahora que saben que estoy aquí no se dejarán más sorprender.
—No digo que no, pero si los praos han llegado tendremos cien tigres para lanzar al asalto. ¿Quién resistirá semejante carga?
—Tengo miedo del lord.
—¿Qué crees que haga?
—Es un hombre capaz de matar a su sobrina, antes que dejarla caer en mis manos.
—¡Diablos! —exclamó Yanez rascándose furiosamente la frente—. No había pensado en esto.
Estaba por detenerse a fin de retomar aliento y encontrar una solución a aquel problema, cuando en medio de la profunda oscuridad vio correr reflejos rojizos.
—¡Los ingleses! —exclamó—. Han encontrado nuestros rastros y nos persiguen a través del parque. ¡A paso de trote, Sandokan!
Ambos partieron corriendo, adentrándose siempre más en el parque, a fin de llegar a la cerca.
A medida no obstante que se alejaban, la marcha se hacía siempre más difícil. Por todas partes árboles grandísimos, lisos y derechos los unos, nudosos y torcidos los otros, se erguían sin dejar ningún pasaje.
Siendo no obstante hombres que sabían orientarse hasta por instinto, estaban seguros de llegar en breve a la cerca.
En efecto, atravesada la parte boscosa del parque, se encontraron sobre terrenos cultivados.
Pasaron sin detenerse delante del quiosco chino; habiendo regresado atrás para no perderse entre aquellas gigantescas plantas, se metieron nuevamente en medio de los parterres y corriendo a través de las flores llegaron finalmente junto a la cerca sin haber sido descubiertos por los soldados que inspeccionaban ya todo el parque.
—Despacio, Sandokan —dijo Yanez, conteniendo al compañero que estaba por lanzarse hacia la empalizada—. Los tiros pudieron haber atraído a los soldados que hemos visto partir después del ocaso.
—¿Habrán ya entrado en el parque?
—¡Eh...! ¡Calla...! Agazápate aquí cerca y escucha.
Sandokan aguzó las orejas pero no oyó más que el murmullo de las hojas.
—¿Has visto a alguien? —preguntó.
—He oído una rama quebrarse detrás de la empalizada.
—Pudo haber sido cualquier animal.
—Y pudieron haber sido los soldados. ¿Quieres que te diga más? Me ha parecido haber oído a personas charlar. Apostaría el diamante de mi kris contra una piastra que detrás de esta empalizada hay casacas rojas emboscados. ¿No recuerdas aquel pelotón que ha dejado el parque?
—Sí, Yanez. Nosotros no obstante no nos detendremos en el parque.
—¿Qué quieres hacer?
—Asegurarme si el camino está libre.
Sandokan, vuelto ahora bastante más prudente, se alzó sin hacer rumor y después de haber lanzado una rápida mirada bajo los árboles del parque, se trepó con la ligereza de un gato, sobre la empalizada.
Había apenas alcanzado a la cima, cuando oyó de la otra parte voces bajas.
—Yanez no se había engañado —murmuró.
Se inclinó delante y miró bajo los árboles que crecían del otro lado de la cerca. Aún cuando la oscuridad fuese profunda, divisó vagamente sombras humanas reunidas cerca del tronco de una colosal casuarina. Se apresuró a descender y alcanzar a Yanez que no se había movido.
—Tenías razón —le dijo—. Más allá de la cerca hay hombres al acecho.
—¿Son muchos?
—Me parecieron una media docena.
—¡Por Júpiter...!
—¿Qué hacemos, Yanez?
—Alejarnos enseguida y buscar en otro lugar un camino de salvación.
—Temo que sea demasiado tarde. ¡Pobre Marianna...! Quizá nos creerá ya lejos y quizá muertos.
—No pensemos en la niña por ahora. Somos nosotros los que corremos un grave peligro.
—Vámonos.
—Calla Sandokan. Al otro lado de la cerca oigo hablar.
En efecto se oían voces, una rauca y la otra imperiosa que hablaban cerca de la empalizada. El viento que soplaba de la floresta las llevaba distintamente a los oídos de los dos piratas.
—Te digo —decía la voz imperiosa—, que los piratas han entrado en el parque para intentar un golpe de mano sobre la villa.
—No creo, sargento Bell —respondió la otra.
—¿Crees, estúpido, que nuestros camaradas dispararon cartuchos por diversión? Tienes un cerebro vacío, Willi.
—Entonces no podrán escapársenos.
—Lo espero. Somos treinta y seis y podemos velar toda la cerca y reunirnos a la primer señal. Arriba, rápido, despleguémonos y abre bien los ojos. Quizá nos la tengamos que ver con el Tigre de la Malasia.
Después de aquellas palabras se oyeron ramas quebrarse y hojas resonar, luego nada más.
—Aquellos bribones se han acrecentado en buen número —murmuró Yanez inclinándose hacia Sandokan—. Estamos por quedar cercados, hermanito mío, y si no actuamos con suma prudencia caeremos en la red que nos han tendido.
—¡Calla...! —dijo el Tigre de la Malasia—. Oigo hablar.
La voz imperiosa había reanudado entonces:
—Tú, Bob, permanecerás aquí mientras yo voy a emboscarme detrás de aquel árbol de alcanfor. Ten el fusil armado y los ojos fijos sobre la cerca.
—No tema, sargento —respondió aquel que había sido llamado Bob—. ¿Cree que verdaderamente nos la tendremos que ver con el Tigre de la Malasia?
—Aquel audaz pirata se ha locamente enamorado de la sobrina de lord Guillonk, un bocado destinado al baronet Rosenthal, y puedes imaginarte si aquel hombre permanecerá tranquilo. Estoy segurísimo de que esta noche ha intentado raptarla, a pesar de la vigilancia de nuestros soldados.
—¿Y cómo ha hecho para desembarcar sin que haya sido visto por nuestros cruceros?
—Habrá aprovechado el huracán. Es más, se dice que praos han sido vistos navegar a lo largo de nuestra isla.
—¡Qué audacia...!
—¡Oh...! ¡Veremos muchas otras! El Tigre de la Malasia nos dará que hacer, de lo digo yo, Bob. Es el hombre más audaz que haya conocido.
—Pero esta vez no se nos escapará. Si se encuentra en el parque no saldrá tan fácilmente.
—Basta: a tu puesto, Bob. Tres carabinas cada cien metros pueden ser suficientes para detener al Tigre de la Malasia y a sus compañeros. No olvides que hay mil libras esterlinas de ganancia si logramos matar al pirata.
—Una bella cifra a fe mía —dijo Yanez, sonriendo—. Lord James te valora mucho, hermanito mío.
—Que esperen ganarlas —respondió Sandokan. Se alzó y miró hacia el parque.
A lo lejos vio puntos luminosos aparecer y desaparecer entre los parterres. Los soldados de la villa habían perdido los rastros de los fugitivos y buscaban al azar, esperando probablemente el alba para emprender la verdadera batida.
—Por ahora no tenemos nada que temer por parte de aquellos hombres —dijo.
—¿Quieres que intentemos huir por alguna otra parte? —preguntó Yanez—. El parque es vasto y quizá no toda la cerca esté vigilada.
—No, amigo. Si nos descubren tendremos a las espaldas una cuarentena de soldados y no podremos tan fácilmente huir a sus tiros. Nos conviene por ahora escondernos en el parque.
—¿Y dónde?
—Ven conmigo, Yanez, y verás bellezas. Me has dicho que no cometa locuras y voy a mostrarte que soy prudente. Si me mataran, mi niña no sobreviviría a mi muerte, por lo tanto no intentemos un paso desesperado.
—¿Y si nos descubren los soldados?
—No lo creo. Sin embargo pararemos mucho aquí. Mañana a la noche, pase lo que pase, tomaremos vuelo. Ven Yanez. Te conduciré a un lugar seguro.
Los dos piratas se alzaron poniéndose las carabinas bajo el brazo y se alejaron de la cerca manteniéndose escondidos en medio de los parterres.
Sandokan hizo atravesar al compañero una parte del parque y lo condujo a un pequeño edificio de una sola planta, que servía de invernadero para las flores, y que surgía alrededor de quinientos pasos del palacete de lord Guillonk. Abrió sin hacer ruido la puerta y avanzó a tientas.
—¿Adónde vamos? —preguntó Yanez.
—Enciende un pedazo de yesca —respondió Sandokan.
—¿No divisarán la luz desde afuera?
—No hay peligro. Este edificio está rodeado por plantas espesísimas.
Yanez obedeció.
Aquella estancia estaba llena de grandes macetas conteniendo plantas exhalando agudos perfumes, estando ya casi todas en flor y obstruida por sillas y por mesas de bambú de extrema ligereza.
En la extremidad opuesta el portugués vio una estufa de dimensiones gigantescas, capaz de contener a una media docena de hombres.
—¿Es aquí donde nos esconderemos? —preguntó a Sandokan—. ¡Uf! El lugar no me parece tan seguro. Los soldados no dejarán de venir a explorarlo especialmente con aquel millar de libras esterlinas que lord James ha prometido por tu captura.
—No te digo que no vengan.
—Entonces nos atraparán.
—Despacio, amigo Yanez.
—¿Qué quieres decir?
—Que no les vendrá la idea de irnos a buscar dentro de una estufa.
Yanez no supo refrenar un estallido de risa.
—¡En aquella estufa...! —exclamó.
—Sí, nos esconderemos ahí dentro.
—Nos pondremos más negros que los africanos, hermanito mío. El hollín no debe escasear en aquel monumental calorífero.
—Nos lavaremos más tarde. Yanez.
—Pero... ¡Sandokan...!
—Si no quieres venir arréglatelas tú con los ingleses. No hay para escoger Yanez, o en la estufa o hacerse atrapar.
—No se puede dudar sobre la elección —respondió Yanez riendo—. Vamos mientras tanto a visitar nuestro domicilio para ver si es al menos cómodo.
Abrió la puerta de hierro, encendió otro pedazo de yesca y se metió resueltamente en la inmensa estufa estornudando sonoramente. Sandokan lo había seguido sin dudar. Lugar había suficiente, pero había también gran abundancia de cenizas y de hollín. El horno era tan alto que los dos piratas podían mantenerse cómodamente derechos.
El portugués a quien el humor alegre no le había jamás faltado, se abandonó a una hilaridad clamorosa no obstante la peligrosa situación.
—¿Quién jamás podrá imaginarse que el terrible Tigre de la Malasia ha venido a refugiarse aquí? —dijo—. ¡Por Júpiter! Estoy seguro de que la pasaremos pulida.
—No hables tan fuerte, amigo —dijo Sandokan—. Podrían oírnos.
—¡Bah! Deben estar lejos todavía.
—No tanto como crees. Antes de entrar en el invernadero he visto dos hombres examinar los parterres a pocos centenares de pasos de nosotros.
—¿Vendrán a visitar también este lugar?
—Estoy seguro.
—¡Diablos...! ¿Si quisieran mirar también la estufa?
—No nos dejaremos atrapar tan fácilmente, Yanez. Tenemos nuestras armas, por consiguiente podemos sostener un asedio.
—Y ni siquiera un bizcocho, Sandokan. Espero que no te contentes con comer del hollín. Y luego las paredes de nuestra fortaleza no me parecen muy sólidas. Con un buen golpe de hombros se pueden arrasar.
—Antes de que derriben las paredes nos lanzaremos al ataque —dijo Sandokan, que tenía, como siempre, una inmensa confianza en su propia audacia y en su propio valor.
—Sería necesario no obstante procurarnos víveres.
—Los encontraremos, Yanez. He visto bananos y pombos crecer alrededor de este invernadero e iremos a saquearlos.
—¿Cuándo?
—¡Calla...! ¡Oigo voces!
—Me haces venir escalofríos.
—Ten lista la carabina y no temas. ¡Escucha!
Afuera se oían personas hablar y acercarse. Las hojas resonaban y las piedritas de la senda que conducía al invernadero chirriaban bajo los pies de los soldados.
Sandokan hizo apagar la yesca, dijo a Yanez de no moverse, luego abrió con precaución la puerta de hierro y miró fuera.
El invernadero estaba entonces todo oscuro, no obstante a través de los vidrios vio algunas antorchas brillar en medio de los matorrales de bananos que crecían a lo largo de la senda. Mirando con mayor atención divisó cinco o seis soldados precedidos por dos negros.
—¿Se preparan para examinar el invernadero? —se preguntó con cierta ansiedad. Cerró con precaución la puerta y alcanzó a Yanez en el momento en que un rayo de luz iluminaba el interior del pequeño edificio.
—Vienen —dijo al compañero que no osaba casi más respirar—. Estemos dispuestos a todo, hasta a lanzarnos contra aquellos inoportunos. ¿Está montada tu carabina?
—Tengo ya el dedo sobre el gatillo.
—Buenísimo: desenvaina también el kris.
El pelotón entraba entonces en el invernadero iluminándolo completamente. Sandokan que se mantenía cerca de la puerta vio los soldados desplazar las macetas y las sillas examinando todos los ángulos de la gran estancia. A pesar de su inmenso coraje no supo reprimir un estremecimiento.
Si los ingleses rebuscaban en aquel modo, era probable que no se les escapara a sus ojos la amplitud de la estufa. Era por consiguiente de esperarse, de un momento a otro, su poco grata visita.
Sandokan se apuró en alcanzar a Yanez que se había acurrucado en el fondo, semi sumergido en las cenizas y el hollín.
—No te muevas —le susurró Sandokan—. Quizá no nos descubran.
—¡Calla! —dijo Yanez—. ¡Escucha!
Una voz decía:
—¿Aquel condenado pirata habrá precisamente tomado vuelo?
—¿O se habrá hundido bajo tierra? —dijo otro soldado.
—¡Oh! Aquel hombre es capaz de todo, amigos míos —dijo un tercero—. Si les digo que aquel gigantón no es un hombre como nosotros, sino un hijo del compadre Belcebú.
—Yo no soy de parecer contrario, Varrez —retomó la primera voz con cierto temblor, que indicaba cómo su propietario tenía encima una buena dosis de miedo—. No he visto mas que una sola vez a aquel hombre tremendo y me ha bastado. No era un hombre, sino un verdadero tigre y les digo que ha tenido el coraje de arrojarse contra cincuenta hombres sin que una bala pudiese cogerlo.
—Me da miedo, Bob —dijo otro soldado.
—¿Y a quién no le da miedo? —retomó aquel que se llamaba Bob—. Creo que ni siquiera lord Guillonk se sentiría con ánimo de afrontar a aquel hijo del infierno.
—De cualquier manera nosotros procuraremos atraparlo; es imposible que ya se nos fugue. El parque está todo circundado y si quiere escalar la cerca dejará los huesos. Apostaría dos meses de mi paga contra dos penny a que nosotros lo capturaremos.
—Los espíritus no se atrapan.
—Estás loco, Bob, por creerlo un ser infernal. ¿Acaso los marineros del crucero, que derrotaron a los dos praos en la desembocadura del riachuelo, no le han metido una bala en el pecho? Lord Guillonk que tuvo la desventura de curar la herida, aseguró que el Tigre es un hombre como nosotros y que de su cuerpo salía sangre igual que nosotros. ¿Ahora admites que los espíritus tienen sangre?
—No.
—Entonces aquel pirata no es otro que un bribón muy audaz, muy valeroso, pero siempre un villano digno de la horca.
—Canalla —murmuró Sandokan—. ¡Si no me encontrase aquí dentro te haría ver quién soy!
—Vamos —retomó la voz de antes—. Busquémoslo o perderemos las mil libras esterlinas que lord James Guillonk nos ha prometido.
—Aquí no está. Vamos a buscarlo a otro lugar.
—Despacio, Bob. Veo allá una estufa monumental capaz de servir de refugio a varias personas. En mano las carabinas y vamos a ver.
—¿Quieres burlarte de nosotros, camarada? —dijo un soldado—. ¿Quién crees que vaya a esconderse ahí dentro? No permanecerían ahí dentro ni siquiera los pigmeos del Rey de Abisinia.
—Vamos a examinarla, les digo.
Sandokan y Yanez se retiraron lo más que pudieron en la extremidad opuesta de la estufa y se tendieron entre las cenizas y el hollín para mejor escapar a las miradas de aquellos curiosos.
Un instante después la puerta de hierro fue abierta y un rayo de luz se proyectaba en el interior, insuficiente no obstante para iluminar la estufa entera. Un soldado introdujo la cabeza pero súbitamente la retiró estornudando sonoramente. Un puñado de hollín, lanzado sobre su rostro por Sandokan lo había vuelto más negro que un deshollinador y lo había medio cegado.
—¡Al diablo quién ha tenido la idea de hacerme meter la nariz dentro de este almacén de negro de humo...! —exclamó el inglés.
—Era ridícula —dijo otro soldado—. No perdamos aquí tiempo precioso sin ningún resultado. El Tigre de la Malasia debe encontrarse en el parque y quizá a esta hora busca superar la cerca.
—Apresurémonos a salir —dijeron todos—. No será aquí que nos ganaremos las mil libras esterlinas prometidas por el lord.
Los soldados se batieron precipitadamente en retirada cerrando con estrépito la puerta del invernadero. Por algunos instantes se oyeron sus pasos y sus voces, después nada más.
El portugués cuando no oyó más nada respiró largo.
—¡Por cien mil espingardas...! —exclamó—. Me parece haber vivido cien años en solo pocos minutos. Ya no daba una piastra por nuestro pellejo. Con un poco que aquel soldado se hubiese alargado nos descubría a los dos. Se podría encender un cirio a la Vírgen del Pilar.
—No niego que el momento haya sido terrible —respondió Sandokan—. Cuando he visto a sólo pocos palmos de mí aquella cabeza, he visto rojo delante de mis ojos y no sé quién me ha contenido de hacer fuego.
—¡Qué feo asunto habría sido...!
—Ahora no obstante no tenemos más nada que temer. Continuarán su búsqueda en el parque, luego terminarán por persuadirse de que no estamos más aquí.
—¿Y cuándo nos iremos...? No tendrás ciertamente la idea de quedarte aquí una semana. Piensa que los praos pueden ahora estar ya junto a la desembocadura del riachuelo.
—No tengo ninguna intención de detenerme aquí, tanto mas que los víveres no abundan. Esperemos a que la vigilancia de los ingleses se modere un poco y verás que tomaremos vuelo. Incluso tengo el vivísimo deseo de saber si nuestros hombres han llegado, porque sin su concurrencia no será posible raptar a mi Marianna.
—Sandokan mío, vamos a ver si hay algo que poner bajo los dientes o para bañar la garganta.
—Salgamos Yanez.
El portugués, que se sentía sofocado dentro de aquella estufa hollinienta, empujó adelante la carabina, luego se arrastró hasta la puerta saltando ágilmente sobre una maceta que estaba cerca a fin de no dejar sobre el suelo huellas del hollín. Sandokan imitó aquella prudente maniobra y brincando de maceta en maceta llegaron a la puerta del invernadero.
—¿Se ve alguien? —preguntó.
—Todo está oscuro en el exterior.
—Entonces vamos a saquear los bananos.
Se apresuraron hacia los matorrales que crecían a lo largo de la senda y encontraron algunos bananos y pombos, hicieron una amplia provisión a fin de calmar los estiramientos del estómago y los ardores de la sed. Estaban por regresar al invernadero, cuando Sandokan se detuvo diciendo:
—Espérame aquí, Yanez. Quiero ir a ver a dónde están los soldados.
—Es una imprudencia la que quieres cometer —respondió el portugués—. Deja que busquen donde quieran. ¿Qué nos importa ya a nosotros?
—Tengo un proyecto en la cabeza.
—Al diablo tu plan. Por esta noche nada se puede hacer.
—¿Quién lo sabe? —respondió Sandokan—. Quizá nosotros podamos irnos sin esperar hasta mañana. Por otro lugar mi ausencia será breve.
Dio a Yanez la carabina, aferró el kris y se alejó silenciosamente manteniéndose bajo la lóbrega sombra de los matorrales.
Habiendo llegado junto al último grupo de bananos, divisó a gran distancia algunas antorchas que se dirigían hacia la cerca.
—Parece que se alejan —murmuró—. Veamos qué sucede en el palacete de lord James. ¡Ah...! Si pudiese ver, aunque sea por unos instantes a mi niña... Me iría de aquí más tranquilo.
Sofocó un suspiro y se dirigió hacia la senda procurando mantenerse a reparo de los troncos de los árboles y de los arbustos.
Llegado a vista del palacete, se detuvo bajo un matorral de mangos y miró. Su corazón se sobresaltó viendo la ventana de Marianna iluminada.
—¡Ah! ¡Si pudiese raptarla! —murmuró, mirando ardientemente fijo la luz que brillaba a través de la reja.
Dio entonces tres o cuatro pasos manteniéndose inclinado en el suelo, a fin de no hacerse descubrir por algún soldado que podía encontrarse emboscado en aquellos alrededores, luego se detuvo nuevamente.
Había divisado una sombra pasar delante de la luz y le había parecido la de la niña amada.
Estaba por lanzarse adelante, cuando bajando la mirada vio una forma humana parada delante de la puerta del palacete. Era un centinela que estaba apoyado sobre su carabina.
—¿Me habrá descubierto? —se preguntó.
Su indecisión duró un sólo instante. Había visto entonces la sombra de la niña pasar otra vez detrás de la reja.
Sin cuidarse del peligro se lanzó adelante. Había hecho apenas diez pasos cuando vio al centinela empuñar rápidamente la carabina.
—¿Quién vive? —gritó.
Sandokan se había detenido.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuadrumano: Se dice de los animales mamíferos en cuyas extremidades, tanto torácicas como abdominales, el dedo pulgar es oponible a los otros dedos.

Piastra: Moneda de plata, de valor variable según los países que la usan.

Casuarina: Árbol de la familia de las Casuarináceas, que vive en Australia, Java, Madagascar y Nueva Zelanda. Sus hojas son parecidas a las plumas del casuario, y sus ramas producen con el viento un sonido algo musical.

Calorífero: Aparato con que se calientan las habitaciones.

Belcebú: También llamado “Beelzebub”, era el nombre de una divinidad filistea Baal Sebaoth (Deidad de los ejércitos) en hebreo. Adorada en épocas bíblicas en la ciudad filistea de Ecrón. Posteriormente sería asimilada a la tradición cristiana donde se la empleó para designar al Príncipe de los demonios, de acuerdo a la antigua costumbre hebrea de representar deidades ajenas en forma maligna.

Abisinia: Actual Etiopía, país situado en el Cuerno de África. Abisinia estuvo en conflicto con Italia a fines del siglo XIX y a principios del XX, donde la colonizó momentáneamente.

Negro de humo: “Nerofumo” en el original, es el polvo que se recoge de los humos de materias resinosas y se emplea en la confección de algunas tintas, en el betún para el calzado y en otras preparaciones.

Vírgen del Pilar: “Madonna del Pilar” en el original. Nuestra Señora del Pilar, es una advocación mariana católica. La imagen original se venera en la Catedral-Basílica a la que da nombre, en la ciudad de Zaragoza, España.

Palmo: Distancia que va desde el extremo del pulgar hasta el del meñique, estando la mano extendida y abierta. Medida de longitud de unos 20 cm, que equivalía a la cuarta parte de una vara y estaba dividida en doce partes iguales o dedos.

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