miércoles, 16 de abril de 2014

XIX. El fantasma de los casacas rojas


La partida ya estaba irremediablemente perdida, mejor dicho amenazaba con volverse seriamente peligrosa para el pirata y para su compañero.
No era para presumir que el centinela por causa de la oscuridad y la distancia hubiese podido divisar distintamente al pirata que se había prontamente escondido detrás de un matorral, no obstante, podía abandonar su puesto e ir a descubrirlo o llamar a otros compañeros.
Sandokan comprendió de súbito que estaba por exponerse a un gran peligro, por esto en vez de avanzar permaneció inmóvil detrás de aquel reparo. El centinela repitió la intimación, luego no recibiendo ninguna respuesta dio algunos pasos adelante encorvándose a derecha e izquierda para mejor asegurarse de lo que se escondía detrás del matorral; luego, pensando quizá haberse engañado, volvió hacia el palacete poniéndose en guardia en la entrada.
Sandokan, aún cuando sintiese encima un vivísimo deseo de cumplir la temeraria empresa, se puso a retroceder lentamente con mil precauciones, pasando de un tronco a otro y arrastrándose detrás de los matorrales, sin despegar la mirada del soldado que tenía siempre el fusil en mano, dispuesto a descargarlo.
Llegado en medio de los parterres apuró el paso y se metió en el invernadero donde el portugués lo esperaba presa de mil ansiedades.
—¿Qué has visto? —le preguntó Yanez—. He temblado por ti.
—Nada bueno para nosotros —respondió Sandokan, con sorda cólera—. El palacete está defendido por centinelas y el parque es recorrido en todos los sentidos por numerosos soldados. Esta noche no podremos intentar absolutamente nada.
—Aprovecharemos para tomar una siesta. Por cierto, aquí no regresarán más a molestarnos.
—¿Quién puede asegurarlo?
—¿Quieres hacerme venir la fiebre, Sandokan?
—Algún otro pelotón puede pasar por estas vecindades y hacer una nueva exploración.
—Me parece que va mal para nosotros, hermanito mío. ¡Si tu niña pudiera sacarnos de esta mala situación!
—¡Pobre Marianna! ¡Quién sabe cómo será vigilada...! ¡Y quién sabe cómo sufrirá no teniendo nuevas nuestras...! Daría cien gotas de mi sangre por decirle que nosotros estamos todavía vivos.
—Se encuentra en condiciones mucho mejores que nosotros, hermanito mío. No te preocupes por ella por ahora. ¿Quieres que aprovechemos este momento de tregua para dormir algunas horas? Un poco de reposo nos hará bien.
—Sí, pero con un ojo abierto.
—Quiero dormir con los dos ojos abiertos. Vamos, tumbémonos detrás de aquellas macetas y procuremos dormir.
El portugués y su compañero, aún cuando no se sintieran completamente tranquilos, se acomodaron lo mejor que pudieron en medio de las rosas chinas procurando tomar un poco de descanso.
A pesar de toda su buena voluntad, no fueron capaces de cerrar los ojos. El tema de ver aparecer otra vez a los soldados de lord James los mantuvo constantemente despiertos. Es más, varias veces para calmar su creciente ansiedad se alzaron y salieron del invernadero para ver si sus enemigos se acercaban. Cuando despuntó el alba los ingleses rebuscaban otra vez el parque con mayor ensañamiento, hurgando los matorrales de bambú y de bananos, los arbustos y los parterres. Parecía que estaban seguros de descubrir, tarde o temprano, a los dos audaces piratas que habían cometido la imprudencia de sobrepasar la cerca del parque. Yanez y Sandokan viéndolos lejos, aprovecharon para saquear una planta de cítricos que producía una fruta grande como la cabeza de un niño y bastante suculenta, conocida por todos los malayos con el nombre de buah kadangsa, luego volvieron a esconderse en la estufa, después de haber tenido la precaución de borrar cuidadosamente los rastros de hollín dejados en el suelo.
Aún cuando el invernadero hubiese sido ya inspeccionado, los ingleses podían regresar para asegurarse mejor, con la luz del día, que no se escondían allí los dos audaces piratas.
Sandokan y Yanez, devorada su magra comida, encendieron los cigarrillos y se acomodaron entre las cenizas y el hollín esperando que la noche volviese a calar para intentar la fuga.
Se encontraban allí por varias horas cuando a Yanez le pareció oír afuera pasos. Ambos se alzaron teniendo en el puño el kris.
—¿Regresan? —se preguntó el portugués.
—¿Te has engañado? —dijo Sandokan.
—No: alguien ha pasado por la senda.
—Si fuese cierto que se tratase de un solo hombre saldría para hacerlo prisionero.
—Estás loco, Sandokan.
—Por él podríamos saber dónde se encuentran los soldados y por qué parte pasar.
—¡Uf...! Estoy seguro de que nos engañaría.
—No lo osaría con nosotros, Yanez. ¿Quieres que vayamos a ver?
—No te fíes, Sandokan.
—Sin embargo algo es necesario intentar, amigo mío.
—Deja que salga yo.
—¿Y deberé permanecer aquí inactivo?
—Si necesito ayuda te llamaré.
—¿No oyes nada?
—No.
—Ve entonces, Yanez. Yo me mantendré listo para lanzarme fuera.
Yanez estuvo primero algunos instantes escuchando, luego atravesó el invernadero y salió fuera mirando atentamente bajo los matorrales de bananos. Estando escondido en medio de un matorral vio todavía algunos soldados que batían, desganadamente, los parterres del parque.
Los otros debían ya haberse apresurado fuera de la cerca habiendo perdido la esperanza de encontrar a los dos piratas cerca de la villa.
—Esperemos —dijo Yanez—. Si en el plazo de estas horas no nos encuentran, se persuadirán quizá de que nosotros hemos conseguido hacernos a la mar a pesar de su vigilancia. Si todo va bien esta noche podremos dejar nuestro escondite y arrojarnos a la floresta.
Estaba por regresar, cuando girando su mirada hacia el palacete vio a un soldado avanzar sobre la senda que conducía al invernadero.
—¿Me habrá descubierto? —se preguntó ansiosamente.
Se arrojó en medio de los bananos y manteniéndose escondido detrás de aquellas gigantescas hojas, alcanzó prontamente a Sandokan. Éste viéndolo con el rostro trastornado se imaginó de súbito que algo grave debía haber ocurrido.
—¿Te han seguido? —le preguntó.
—Temo que me han visto —respondió Yanez—. Un soldado se dirige hacia nuestro refugio.
—¿Un soldado?
—Sí, solo.
—He aquí el hombre que necesito.
—¿Qué quieres decir?
—¿Están lejos los otros?
—Están junto a la cerca.
—Entonces lo atraparemos.
—¿A quién? —preguntó Yanez con espanto.
—Al soldado que se dirige a esta bóveda.
—Pero quieres perdernos, Sandokan.
—Aquel hombre me es necesario. Pronto sígueme.
Yanez quería protestar, pero ya Sandokan se encontraba fuera del invernadero. De buena o mala voluntad se vio obligado a seguirlo a fin de impedirle al menos cometer alguna gran imprudencia.
El soldado, que Yanez había divisado, no distaba más de doscientos pasos. Era un joven delgado, pálido con los cabellos rojos y aún imberbe, probablemente un soldado novato.
Avanzaba con descuido, silbando entre dientes y manteniendo el fusil en bandolera. Ciertamente no se había ni siquiera percatado de la presencia de Yanez, porque de otra manera habría empuñado el arma y no habría avanzado sin tomar algunas precauciones o llamar en su socorro a algún camarada.
—Su captura será fácil —dijo Sandokan inclinándose hacia Yanez que ya lo había alcanzado—. Mantengámonos escondidos en medio de estos matorrales de bananos y apenas aquel joven haya pasado lo desplomaremos de espalda. Prepara un pañuelo para amordazarlo.
—Estoy listo —respondió Yanez—, pero te digo que cometes una imprudencia.
—El hombre no podrá oponer mucha resistencia.
—¿Y si manda un grito?
—No tendrá tiempo. ¡Ahí está!
El soldado había ya sobrepasado el matorral sin haberse percatado de nada.
Yanez y Sandokan de común acuerdo lo desplomaron de espalda con un solo impulso.
Mientras el Tigre lo aferraba por el cuello, el portugués le arrojaba la mordaza en la boca. Aún cuando aquel ataque había sido fulmíneo, el joven tuvo todavía tiempo de mandar un alarido agudo.
—Pronto, Yanez —dijo Sandokan.
El portugués tomó entre los brazos al prisionero y lo transportó rápidamente a la estufa.
Sandokan pocos instantes después lo alcanzó. Estaba bastante inquieto porque no había tenido tiempo de recoger la carabina del prisionero habiendo divisado a dos soldados lanzarse hacia la senda.
—Estamos amenazados, Yanez —dijo, metiéndose apresuradamente en la estufa.
—¿Se han percatado de que hemos raptado al soldado? —preguntó Yanez palideciendo.
—Deben haber oído el grito.
—Entonces estamos perdidos.
—No todavía. Pero si ven en tierra la carabina de su camarada vendrán por cierto aquí a buscar.
—No perdamos tiempo, hermanito mío. Salgamos de aquí y corramos hacia la cerca.
—Nos fusilarán antes de haber recorrido cincuenta pasos. Resistamos aquí en la estufa y esperemos con calma los acontecimientos. Sin embargo estamos armados y decididos a todo.
—Me parece que vienen.
—No te espantes, Yanez.
El portugués no se había engañado. Algunos soldados habían ya llegado junto al invernadero y comentaban la misteriosa desaparición de su camarada.
—Si ha dejado aquí el arma quiere decir que alguien lo ha sorprendido y llevado —decía un soldado.
—Me parece imposible que los piratas se encuentren todavía aquí y que hayan tenido tanta audacia como para intentar semejante golpe —decía otro—. ¿Barry habrá querido burlarse de nosotros?
—No me parece que sea el momento de bromear.
—Sin embargo, no estoy convencido de que le haya sucedido una desgracia.
—Y yo te digo que ha sido asaltado por los dos piratas —dijo una voz nasal de pronunciación escocesa—. ¿Quién ha visto a aquellos dos hombres cruzar la empalizada?
—¿Y dónde crees que están escondidos? Hemos examinado todo el parque sin encontrar sus rastros. ¿Aquellos villanos serán verdaderamente dos espíritus infernales como para poder esconderse bajo tierra o en el tronco de los árboles?
—¡Eh...! ¡Barry...! —gritó una voz tonante—. Déjate de bromas bribón o te hago azotar como a un marinero.
Naturalmente nadie respondió. El joven lo habría hecho de buena gana, pero amordazado como se encontraba y por demás amenazado con los kris de Sandokan y de Yanez no podía absolutamente hacerlo.
Aquel silencio confirmó mayormente en los soldados la sospecha de que a su camarada le había sucedido una desgracia.
—¿Vamos, qué hacemos? —dijo el escocés.
—Busquémoslo, amigos —dijo otro.
—Ya hemos hurgado los matorrales.
—Entremos en el invernadero —dijo un tercero.
Los dos piratas oyendo aquellas palabras se sintieron invadir por una viva inquietud.
—¿Qué hacemos? —preguntó Yanez.
—Matemos primero que todo al prisionero —dijo Sandokan resueltamente.
—La sangre nos traicionaría. Creo sin embargo que este pobre joven está medio muerto por el espanto y que no puede perjudicar.
—Así sea, dejémosle con vida. Tú ponte cerca de la puerta y estrella el cráneo al primer soldado que intente entrar.
—¿Y tú?
—Prepararé una bella sorpresa a los casacas rojas.
Yanez tomó la carabina, la armó y se tumbó entre las cenizas. Sandokan se inclinó hacia el prisionero, diciéndole:
—Cuidado que si intentas mandar un solo grito te planto mi puñal en la garganta y te advierto que la punta está envenenada con el jugo mortal del upas. Si quieres vivir no debes hacer un gesto.
Dicho ésto se alzó y golpeó las paredes de la estufa en diversos lugares.
—Será una espléndida sorpresa —dijo—. Esperemos el momento oportuno para mostrarnos.
Mientras tanto los soldados habían entrado en el invernadero y removían con rabia las macetas, imprecando contra el Tigre de la Malasia y hasta contra su camarada. No encontrando nada fijaron sus miradas sobre la estufa.
—¡Por mis cañones! —exclamó el escocés— ¿Nuestro camarada habrá sido asesinado y luego escondido allá dentro?
—Vamos a ver —dijo otro.
—Despacio, compañeros —dijo un tercero—. La estufa es bastante amplia como para esconder a más de un hombre.
Sandokan se había entonces apoyado contra las paredes listo a dar un golpe tremendo.
—Yanez —dijo—. Prepárate para seguirme.
—Estoy listo.
Sandokan oyendo abrirse la puerta se alejó algunos pasos luego se precipitó. Se oyó un sordo crujido, luego las paredes, desfondadas por aquella sacudida poderosa, cayeron.
—¡El Tigre! —gritaron los soldados, arrojándose a derecha e izquierda.
Entre el desplome de los ladrillos había imprevistamente aparecido Sandokan con la carabina en puño y el kris entre los dientes.
Disparó sobre el primer soldado que vio delante, luego se arrojó con ímpetu irresistible encima de los otros, derribando todavía a dos, por consiguiente atravesó el invernadero seguido por Yanez.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cítricos: “Aranci” en el original, en realidad la traducción literal sería “naranjos”. Como Salgari a continuación especifica el nombre de la planta, que no es naranjo, decidí utilizar el genérico de “cítrico”.

Buah kadangsa: “Buà kadangsa” en el original, palabra malaya que significa “fruta pomelo”.

Upas: Palabra de origen javanés que significa “veneno”. Se utiliza para designar al veneno extraído del látex del árbol Antiaris toxicaria de la familia de las moráceas.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario