martes, 13 de mayo de 2014

XXI. El asalto de la pantera


Dos formidables enemigos estaban de frente a los dos piratas; el uno no menos peligroso que el otro, pero parecía por el momento que no tenían ninguna intención de ocuparse de los dos hombres porque, en vez de descender a lo largo del torrente, se movían rápidamente al encuentro como si hubiesen tenido intenciones de medir sus fuerzas. El animal que Sandokan había llamado harimau dahan era una espléndida pantera nebulosa de Borneo; el otro en cambio era uno de aquellos grandes simios, un orang utan, que son muy numerosos aún en Borneo y en las islas vecinas y que son tan temidos por su fuerza prodigiosa y hasta por su ferocidad.
La pantera quizá hambrienta, viendo al hombre de los bosques pasar sobre la orilla opuesta, se había prontamente lanzado sobre una gruesa rama que se curvaba casi horizontalmente sobre la corriente, formando una especie de puente.
Como se dijo, era una fiera bellísima y otro tanto peligrosa también.
Tenía la talla y un poco también el aspecto de un pequeño tigre, con la cabeza en cambio más redonda y poco desarrollada, piernas cortas y robustas y el pelaje amarillo oscuro con manchas y con arandelas más sombrías.
Debía medir al menos un metro y medio de longitud, por consiguiente debía ser uno de los más grandes de la familia.
Su adversario era un gran simio feo, alto de alrededor de un metro y cuarenta centímetros, pero con los brazos tan desmesurados como para tocar los dos metros y medio en total.
Su cara, bastante larga y rugosa, tenía un aspecto ferocísimo, especialmente con aquellos pequeños ojos hundidos y muy móviles y aquel pelaje rojizo que la enmarcaba.
El pecho de aquel cuadrumano tenía un desarrollo verdaderamente enorme y los músculos de los brazos y de las piernas formaban verdaderas nudosidades, indicio de una fuerza prodigiosa.
Estos grandes simios, que los indígenas llaman meias, maias y hasta mawas, habitan en lo más espeso de los bosques y prefieren las regiones más bien bajas y húmedas.
Construyen nidos bastante espaciosos sobre las cimas de los árboles, utilizando ramas gruesísimas que saben disponer hábilmente en forma de cruz. Son de humor bastante triste y no aman la compañía. Normalmente evitan al hombre y hasta a los otros animales; amenazados no obstante o irritados, se vuelven tremendos y casi siempre su fuerza extraordinaria triunfa sobre los adversarios.
El mawas, oyendo el rauco gruñido de la pantera, se había parado de golpe. Él se encontraba sobre la orilla opuesta del pequeño curso de agua, delante de un gigantesco durián que lanzaba su espléndido paraguas de hojas a sesenta metros del suelo.
Probablemente había sido sorprendido en el momento en el cual estaba por escalar al árbol a fin de saquearle sus numerosas frutas.
Viendo aquella peligrosa vecina, primeramente se había contentado con mirarla más con estupor que con ira, entonces de repente había mandado dos o tres silbidos guturales, indicio de un próximo brote de cólera.
—Creo que asistiremos a una terrible lucha entre aquellos dos animalazos —dijo Yanez que se había bien cuidado de moverse.
—No la tienen con nosotros, por ahora —respondió Sandokan—. Temía que nos quisieran atacar.
—También yo, hermanito mío. ¿Quieres que cambiemos rumbo?
Sandokan miró las dos orillas y vio que en aquel lugar era imposible dar la escalada y meterse en la floresta.
Dos verdaderas murallas de troncos, hojas, espinas, raíces y lianas, encerraban el curso de agua. Para abrirse paso habrían debido meter mano al kris y trabajar mucho.
—No podemos subir —dijo—. Al primer golpe de cuchillo, mawas y pantera se arrojarán contra nosotros de común acuerdo. Resistamos aquí y procuremos no hacernos ver. La lucha no será larga.
—Deberemos luego enfrentar al vencedor.
—Probablemente se encuentre en tan malas condiciones como para no contrarrestarnos el paso.
—¡Aquí vamos...! La pantera se impacienta.
—Y el mawas no puede más del deseo de romper las costillas a la vecina.
—Arma el fusil, Sandokan. No se sabe más lo que pueda ocurrir.
—Estoy listo a fusilar a uno y a otro y...
Un aullido espantoso parecido un poco al mugido de un toro en furor le truncó la palabra.
El orang utan había alcanzado el colmo de la rabia.
Viendo que la pantera no se decidía a abandonar la rama y descender hacia la orilla, el orang utan se hizo amenazadoramente adelante, mandando un segundo alarido y percutiéndose fuertemente el pecho que resonaba como un tambor.
Aquel gran simio daba miedo. Su pelaje rojizo se había vuelto erizado, su rostro había asumido una expresión de inaudita ferocidad y sus largos dientes, que son tan sólidos como para astillar el cañón de un fusil como un simple bastón, chirriaban.
La pantera, viéndolo acercarse, se había acurrucado sobre sí misma como si se preparase para lanzarse, no obstante, no parecía que tuviese prisa de abandonar la rama. El orang utan con un pie se agarró a una gruesa raíz serpenteante del suelo, luego apoyándose sobre el río tomó con ambas manos la rama sobre la cual se mantenía el adversario y la sacudió con fuerza hercúlea haciéndola crujir. La sacudida fue tan potente que la pantera, no obstante, habiendo plantado en el leño sus agudas garras, no pudo resistir y cayó en el río.
Fue, no obstante, un relámpago. Había apenas tocado el agua que ya se había lanzado nuevamente sobre la rama. Permaneció un momento, luego se abalanzó a cuerpo perdido sobre el simio gigante, plantándole las uñas sobre los hombros y los muslos.
El cuadrumano había mandado un alarido de dolor. La sangre de súbito había manado y corría entre los pelos goteando en el riachuelo.
Satisfecha por el feliz resultado de aquel fulmíneo ataque, la fiera procuró separarse para recuperar la rama antes de que el adversario se tome el desquite.
Con una voltereta magistral giró sobre sí misma, sirviéndose del ancho pecho del simio como punto de apoyo y saltó atrás.
Las dos patas se agarraron a la rama metiendo las uñas en la corteza, pero no pudo, no obstante, ir más adelante, como habría tenido intención.
El orang utan, a pesar de las espantosas laceraciones, había alargado rápidamente los brazos y había aferrado la cola de la adversaria.
Aquellas manos, dotadas de una fuerza terrible, no debían más dejar aquel apéndice. Estas se estrecharon como dos morsas, arrancando a la fiera un maullido de dolor.
—Pobre pantera —dijo Yanez, que seguía con vivo interés las diversas fases de aquella lucha salvaje.
—Está perdida —dijo Sandokan—. Si la cola no se rompe, cosa imposible, no huirá más a los apretones del mawas.
El pirata se engañaba. El orang utan, sintiendo entre las manos la cola, había brincado adelante subiendo sobre la rama.
Reuniendo sus fuerzas, levantó en brazos a la fiera, la hizo girar en el aire como si fuese un ratón, luego la arrojó con ímpetu irresistible contra el enorme tronco del durián.
Se oyó un golpe seco, como el de una caja ósea que se quiebra; por tanto la pobre bestia, abandonada por su enemigo, rodó inanimada al suelo, deslizándose luego entre las negras aguas del riachuelo.
El cráneo, partido, había dejado sobre el tronco del árbol una gran mancha sanguínea mezclada con pedazos de materia gris.
—¡Por Júpiter...! ¡Qué golpe maestro...! —murmuró Yanez—. No creía que aquel gran simio pudiese desembarazarse tan pronto de la pantera.
—Vence a todos los animales de la floresta, incluso a las serpientes pitones —respondió Sandokan.
—¿Existe el peligro de que se las agarre también con nosotros...?
—Está tan irritado que no nos perdonará si nos ve.
—Me parece no obstante que está en muy malas condiciones. Sangra por todas partes.
—Son, no obstante, animalazos los mawas que pueden sobrevivir hasta después de haber recibido varias balas en el cuerpo.
—¿Quieres que esperemos a su partida?
—Temo que la cosa vaya para demasiado largo.
—No tiene más nada que hacer aquí.
—Yo creo en cambio que tiene su nido sobre aquel durián. Me parece divisar entre el follaje una masa oscura y vigas arrojadas transversalmente entre las ramas.
—Entonces es necesario regresar.
—Ni siquiera en esto pienso. Deberemos hacer un giro inmenso, Yanez.
—Fusilemos a este gran simio y vayamos adelante siguiendo este arroyo.
—Era esto lo que quería proponerte —dijo Sandokan—. Somos hábiles tiradores y sabemos utilizar el kris mejor que los malayos. Acerquémonos un poco a fin de no fallar nuestros tiros. Hay tantas ramas aquí como para hacer desviar fácilmente nuestras balas.
Mientras se preparaban para asaltar al orang utan, este se había acurrucado sobre la orilla del riachuelo y se arrojaba con las manos agua sobre las heridas.
La pantera lo había dejado maltrecho horriblemente. Sus potentes uñas habían lacerado los hombros del pobre gran simio y tan profundamente como para descubrir las clavículas. Hasta los muslos habían sido atrozmente despedazados y la sangre manaba copiosamente formando en el suelo un verdadero charco. Los gemidos, que tenían algo de humano, salían de vez en cuando de los labios del herido, seguidos de alaridos feroces. La gran bestia no se había aún calmado y, hasta en medio de los espasmos, traicionaba su salvaje furor.
Sandokan y Yanez se habían arrimado a la orilla opuesta a fin de poder meterse prontamente en la floresta, en el caso de que hubiesen fallado sus tiros y que el orang utan no hubiese caído bajo la doble descarga.
Ya se habían detenido detrás de una gruesa rama que se lanzaba sobre el riachuelo y habían apoyado sobre aquel sus fusiles para mejor apuntar, cuando vieron al orang utan brincar imprevistamente en pie percutiéndose furiosamente el pecho y rechinando los dientes.
—¿Qué tiene? —preguntó Yanez—. ¿Ya nos ha descubierto?
—No —dijo Sandokan—. No es con nosotros que está por tomársela.
—¿Algún otro animal busca sorprenderlo?
—Estate callado: veo las ramas y las hojas moverse.
—¡Por Júpiter...! ¿Son los ingleses?
—Calla, Yanez.
Sandokan se izó silenciosamente sobre la rama y, manteniéndose escondido detrás de un grupo de rotang descendió de lo alto, miró hacia la orilla opuesta, allí donde se encontraba el orang utan.
Alguien se acercaba, moviendo con precaución las hojas. Ignorante quizá del grave peligro que le esperaba, parecía que se dirigiese precisamente allí donde se alzaba el colosal durián.
El gigantesco cuadrumano lo había ya sentido y se había arrojado detrás del tronco del árbol, dispuesto a desplomarse sobre aquel nuevo adversario y hacerlo pedazos. No gemía ni aullaba más; solamente un rauco respiro podía traicionar entonces su presencia.
—¿Pues, qué sucede? —preguntó Yanez a Sandokan.
—Alguien se acerca incautamente al mawas.
—¿Un hombre o un animal?
—No consigo aún divisar al imprudente.
—¿Si fuese algún pobre indígena?
—Estamos aquí nosotros y no daremos tiempo al cuadrumano para masacrarlo. ¡Eh...! Me lo había imaginado. He divisado una mano.
—¿Blanca o negra?
—Negra, Yanez. Apunta al orang utan.
—Estoy listo.
En aquel instante se vio al simio gigante precipitarse en medio de un denso matorral, mandando un alarido espantoso.
Las ramas y las hojas, arrancadas por el golpe de las potentes manos de la gran bestia, cayeron dejando ver a un hombre.
Se oyó un alarido de espanto seguido de pronto por dos tiros de fusil. Sandokan y Yanez habían hecho fuego.
El cuadrumano, golpeado en pleno dorso, se volvió aullando y viendo a los dos piratas, sin más ocuparse del incauto que se le había acercado, con un salto inmenso, brincó en el río.
Sandokan había abandonado el fusil y empuñado el kris, resuelto a empeñar una lucha cuerpo a cuerpo. Yanez en cambio, brincando sobre la rama, intentaba recargar precipitadamente el arma.
El orang utan, aún cuando nuevamente herido, se había arrojado encima de Sandokan. Ya estaba por alargar las vellosas garras, cuando se oyó, de la orilla opuesta un grito:
—El capitán.
Luego un disparo atronó.
El orang utan se había detenido llevándose las manos a la cabeza. Permaneció un instante erguido lanzando sobre Sandokan una última mirada llena de rabia feroz, luego se desplomó en el agua, alzando una gigantesca salpicadura.
En el mismo instante el hombre, que por poco no había caído en las manos del gran simio, se había también lanzado al riachuelo gritando:
—¡El capitán...! ¡El señor Yanez...! Estoy muy alegre por haber metido una bala en el cráneo de aquel mawas.
Yanez y Sandokan habían brincado rápidamente sobre la rama.
—¡Paranoa...! —exclamó, alegremente.
—En persona, mi capitán —respondió el malayo.
—¿Qué haces en esta floresta? —preguntó Sandokan.
—Lo buscaba, capitán.
—¿Y cómo sabías que nos encontrábamos aquí?
—Circulando sobre los márgenes de esta selva había divisado ingleses zumbar acompañados de varios perros y me había imaginado que los buscaban a ustedes.
—¿Y has osado meterte sólo aquí dentro? —preguntó Yanez.
—De las bestias no tengo miedo.
—No obstante por poco el orang utan te hacía pedazos.
—No me había aún atrapado, señor Yanez, y como ha visto, le he plantado una bala en su cabezota.
—¿Y los praos han llegado todos? —preguntó Sandokan.
—Cuando he partido para ponerme en busca de ustedes, ningún otro leño había llegado más allá del mío.
—¿Ningún otro? —exclamó Sandokan, con ansiedad.
—No, mi capitán.
—¿Cuándo has dejado la desembocadura del riachuelo?
—Ayer a la mañana.
—¿A los otros leños les habrá sucedido alguna desgracia? —se preguntó Yanez, mirando a Sandokan con angustia.
—Quizá la tempestad los haya transportado muy al norte —respondió el Tigre.
—Puede haber sucedido eso, mi capitán —dijo Paranoa—. El viento del sur soplaba tremendamente y no era posible resistirlo en modo alguno. Yo he tenido la fortuna de meterme dentro de una pequeña bahía, bien reparada no obstante, situada a sesenta millas de aquí, por eso he podido redescender pronto para encontrarme antes que todos a la cita. Por otro lado, como les dije, he desembarcado ayer a la mañana y en este tiempo también los otros leños podrían haber llegado.
—Todavía estoy muy inquieto, Paranoa —dijo Sandokan—. Quisiera ya estar en la desembocadura del riachuelo para quitarme estas inquietudes. ¿Has perdido algún hombre durante la borrasca?
—Ni siquiera uno, mi capitán.
—¿Y el leño ha sufrido?
—Ha tenido poquísimos daños que ya están reparados.
—¿Se encuentra escondido en la bahía?
—Lo he dejado en el ancho por el tema de alguna sorpresa.
—¿Has desembarcado sólo?
—Sólo, mi capitán.
—¿Has visto algún inglés zumbar en las cercanías de la bahía?
—No, pero, como les dije, he visto algunos batir los márgenes de esta floresta.
—¿Cuándo?
—Esta mañana.
—¿Por cuál parte?
—Hacia el este.
—Venían del palacete de lord James —dijo Sandokan, mirando a Yanez. Luego volviéndose a Paranoa le dijo:
—¿Estamos muy lejos de la bahía?
—No llegaremos antes del ocaso.
—¡Tanto nos hemos alejado! —exclamó Yanez—. ¡No son más que las dos posmeridiano...! Tenemos un buen tramo de camino por superar.
—Esta floresta es muy vasta, señor Yanez, e incluso muy difícil de atravesar. Nos tomará al menos cuatro horas alcanzar los últimos matorrales.
—Partamos —dijo Sandokan, que parecía presa de una viva agitación.
—¿Tienes prisa por alcanzar la bahía, verdad, hermanito...?
—Sí, Yanez. Temo una desventura y quizá no me engaño.
—¿Temes que los dos praos se hayan perdido?
—Desgraciadamente, Yanez. Si nosotros no los encontramos en la bahía, no los volveremos a ver nunca más.
—¡Por Júpiter...! ¡Qué desastre para nosotros...!
—Una verdadera ruina, Yanez —dijo Sandokan con un suspiro—. No sé, se diría que la fatalidad comienza a pesar sobre nosotros, como si estuviese ansiosa por dar un golpe mortal a los cachorros de Mompracem.
—¿Y si la desgracia se realizase...? Qué haríamos nosotros, Sandokan.
—¿Qué haremos...? ¿Y me lo preguntas, Yanez...? ¿Acaso el Tigre de la Malasia es un hombre de espantarse o de llorar ante el destino...? Continuaremos la lucha, al hierro del enemigo opondremos el hierro, al fuego el fuego.
—Piensa que a bordo de nuestro prao no hay más que cuarenta hombres.
—Son cuarenta tigres, Yanez. Guiados por nosotros harán milagros y nadie sabrá detenerlos.
—¿Quieres precipitarlos sobre la villa...?
—Eso se verá. Pero te juro que no abandonaré esta isla sin llevarme conmigo a Marianna Guillonk, aunque estoy seguro de tener que luchar contra la guarnición entera de Victoria. Quién sabe, quizá de la niña depende la salvación o la caída de Mompracem. Nuestra estrella está por extinguirse porque la veo siempre palidecer más, pero no desespero aún y quizá la vea resplandecer más viva que nunca. ¡Ah... si aquella niña lo quisiese...! El destino de Mompracem está en sus mano, Yanez.
—Y en las tuyas —respondió el portugués con un suspiro—. Vamos, es inútil hablar de ello por ahora. Procuremos llegar al riachuelo para asegurarnos que los otros dos praos hayan regresado.
—Sí, vamos —dijo Sandokan—. Con semejante refuerzo me sentiría capaz de intentar hasta la conquista de Labuan entera.
Guiados por Paranoa, remontaron la orilla del riachuelo y se metieron en un viejo sendero que el malayo había descubierto algunas horas antes.
Las plantas, y especialmente las raíces, lo habían invadido, pero quedaba aún espacio suficiente como para permitir a los piratas adentrarse sin demasiadas fatigas. Por cinco horas continuas avanzaron a través de la gran floresta haciendo de vez en cuando una breve parada para descansar, y al ocaso llegaron cerca de las orillas del riachuelo que desembocaba en la bahía.
No divisando ningún enemigo, descendieron hacia el oeste, atravesando un pequeño pantano que iba a terminar hacia el mar.
Cuando llegaron sobre las orillas de la pequeña bahía, la oscuridad había ya descendido hacía algunas horas.
Paranoa y Sandokan se apresuraron hacia los últimos arrecifes y escrutaron atentamente el sombrío horizonte.
—Mire, mi capitán —dijo Paranoa, indicando al Tigre un punto luminoso, apenas distinguido, que se podía equivocar incluso con una estrella.
—¿El fanal de nuestro prao? —preguntó Sandokan.
—Sí, mi capitán. ¿No lo ve deslizarse hacia el sur?
—¿Qué señal debes hacer para que el leño se aproxime?
—Encender sobre la playa dos fogatas —respondió Paranoa.
—Vayamos hacia la punta extrema de la pequeña península —dijo Yanez—. Señalaremos al prao el rumbo exacto.
Se metieron en medio de un verdadero caos de arrecifes esparcidos de conchas de almejas, de sobras de crustáceos y de montones de algas y llegaron a la punta extrema de un islote boscoso.
—Encendiendo aquí el fuego, el prao podrá embocar la bahía sin correr el peligro de encallarse —dijo Yanez.
—Lo haremos no obstante remontar hacia el riachuelo —dijo Sandokan—. Me oprime esconderlo a las miradas de los ingleses.
—Yo me encargo de esto —respondió Yanez—. Lo esconderemos en el pantano en medio de las cañas, cubriéndolo enteramente con ramas y con hojas, después de haberlo privado de los mástiles y de todas las maniobras. Eh, Paranoa, haz la señal.
El malayo no perdió tiempo. Sobre el margen de un boscaje recolectó leña seca, formó dos torres y, colocándolas a una cierta distancia la una de la otra, las encendió.
Un momento después, los tres piratas vieron el fanal blanco del prao desaparecer y brillar a su vez un punto rojo.
—Nos han visto —dijo Paranoa—. Podemos apagar el fuego.
—No —dijo Sandokan—. Servirán para indicar a tus hombres la verdadera dirección. Ninguno conoce la bahía, ¿verdad?
—No, capitán.
—Guiémoslos, entonces.
Los tres piratas se sentaron en la playa, manteniendo los ojos fijos sobre el fanal rojo que había cambiado de dirección. Diez minutos después el prao era visible.
Sus inmensas velas estaban desplegadas y se oía el agua borbotear delante de la proa. Visto en la oscuridad, parecía un pájaro gigantesco deslizándose sobre el mar.
Con dos bordadas llegó delante de la bahía y embocó el canal, adentrándose hacia la desembocadura del riachuelo.
Yanez, Sandokan y Paranoa habían abandonado el islote y habían retrocedido rápidamente hacia las orillas del pequeño pantano.
Apenas vieron al prao arrojar el ancla cerca de los cañaverales densísimos de la orilla, subieron a bordo.
Sandokan con un gesto intimó al silencio a la tripulación que estaba por saludar a los dos jefes de la piratería con un intempestivo estallido de alegría.
—Los enemigos quizá no están lejos —dijo—. Les ordeno por consiguiente el más absoluto silencio a fin de no hacernos sorprender antes del cumplimiento de mis proyectos.
Luego volviéndose hacia un subjefe le dijo, con una emoción tan viva como para volverle la voz casi trémula:
—¿No han llegado los otros dos praos?
—No, Tigre de la Malasia —respondió el pirata—. Durante la ausencia de Paranoa he visto todas las costas vecinas, impulsándome incluso hacia aquellas de Borneo, pero ninguna de nuestras naves fue vista en ninguna dirección.
—¿Y tú crees...?
El pirata no respondió: vacilaba.
—Habla —dijo Sandokan.
—Yo creo, Tigre de la Malasia, que nuestros dos leños se han estrellado sobre las costas septentrionales de Borneo.
Sandokan se metió las uñas en el pecho, mientras un suspiro sibilante le irrumpía de los labios.
—¡Fatalidad...! ¡Fatalidad! —murmuró con voz sorda—. La niña de los cabellos de oro traerá desventura a los tigres de Mompracem.
—Coraje, hermanito mío —le dijo Yanez, posándole una mano sobre el hombro—. No desesperemos todavía. Quizá nuestros praos han sido empujados muy lejos y tan gravemente dañados como para no poder retomar de súbito el mar. Hasta que no encontremos los pecios no podemos creer que están sumergidos.
—Pero no podemos esperar, Yanez. ¿Quién me dice que el lord parará todavía mucho en su villa...?
—Es más, no lo desearía, amigo.
—¿Qué quieres decir, Yanez?
—Que nosotros tenemos hombres suficientes como para asaltarlo si tuviese que abandonar su villa para raptarle a su encantadora sobrina.
—¿Querrías intentar un golpe semejante...?
—¿Y por qué no...? Nuestros cachorros son todos valerosos y aunque el lord tuviese consigo un número doble de soldados, no vacilarían por cierto en empeñar la lucha. Estoy madurando un bello plan y espero tenga un espléndido éxito. Déjame descansar esta noche y mañana comenzaremos a actuar.
—Confío en ti, Yanez.
—Sin duda, Sandokan.
—Al prao no obstante no podemos dejarlo aquí. Puede ser descubierto por algún leño que entre en la bahía o por algún cazador que baje por el riachuelo para venir aquí a disparar a las aves acuáticas.
—He pensado en todo, Sandokan. Paranoa ha recibido las instrucciones en este sentido. Ven, Sandokan. Vamos a comer un bocado luego tirémonos en nuestros lechos. Yo, te confieso, no puedo más.
Mientras los piratas, bajo la dirección de Paranoa, desmontaban todas las maniobras del leño, Yanez y Sandokan descendieron al pequeño castillo de popa y dieron el saco a las provisiones.
Calmada el hambre que por tantas horas los atormentaba, se tiraron, vestidos como estaban, en sus catres.
El portugués que no resistía más, se durmió de súbito profundamente; Sandokan en cambio bregó bastante por cerrar los ojos.
Tétricos pensamientos y siniestras inquietudes lo tuvieron despierto varias horas. Fue solamente hacia el alba que pudo tomar un poco de reposo, pero hasta esto fue brevísimo. Cuando volvió a subir a cubierta, los piratas habían ultimado su trabajo para volver al prao invisible a los cruceros que podían pasar delante de la bahía o a los hombres que podían descender a lo largo del río. El leño había sido dispuesto hacia el margen del pantano, en medio de un cañaveral espesísimo. Los mástiles con las maniobras de firme y corrientes habían sido bajadas y por encima de la toldilla habían sido arrojados montones de cañas, de ramas y de hojas dispuestas tan hábilmente para cubrir el leño entero. Un hombre, que hubiese pasado por aquellos alrededores, lo habría podido confundir con algún matorral de plantas desecadas o con un enorme montón de hierbas y de raíces en aquel lugar encalladas.
—¿Qué dices, Sandokan? —preguntó Yanez que se encontraba ya sobre el puente, bajo un pequeño cobertizo de cañas levantado a popa.
—La idea ha sido buena —respondió Sandokan.
—Ahora ven conmigo.
—¿A dónde...?
—A tierra. Hay ya hombres que nos esperan.
—¿Qué quieres hacer, Yanez?
—Lo sabrás pronto. ¡Eh...! Al agua la chalupa y hagan una buena guardia.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Finalmente los animales presentados en el capítulo anterior eran una pantera y un orangután. ¿Alguno se había tomado el trabajo de buscar los significados?

Harimau dahan: “Hariman-bintang” en el original, palabra malaya para designar a la “pantera nebulosa”. Aunque por la ubicación de la acción en realidad se trata de la “pantera nebulosa de Borneo”, llamada en malayo “harimau dahan Borneo”.

Pantera nebulosa de Borneo: “Pantera della Sonda” en el original; nombre común del Neofelis diardi, es una especie de mamífero carnívoro de tamaño medio endémica de Borneo, Sumatra y las islas Batu en el archipiélago Malayo. Su pelaje es marcado con formas irregulares ovales negras semejantes a nubes. Con un peso de entre 12 y 25 kg. Es el mayor felino de Borneo. De patas cortas, flexibles, largas uñas, es un animal muy sólido. Sus caninos tienen 5 cm de longitud, más largos que cualquier felino existente, en proporción con el tamaño de su cabeza. Su cola puede llegar a ser tan larga como su cuerpo, aportándole equilibrio.

Orang utan: “Urang-outan” en el original, palabra utilizada tanto por malayos como indonesios para designar justamente al orangután. Deriva del malayo “orang hutan” u “hombre del bosque”. Mono antropomorfo, que vive en las selvas de Sumatra y Borneo y llega a unos dos metros de altura, con cabeza gruesa, frente estrecha, nariz chata, hocico saliente, cuerpo robusto, piernas cortas, brazos y manos tan desarrollados, que aún estando erguido llegan hasta los tobillos, piel negra y pelaje espeso y rojizo.

Mawas: “Maias” en el original, palabra indonesia para designar al “orangután”.

“...que los indígenas llaman meias, maias y hasta mawas...”: “...che gl'indigeni chiamano meias, miass e anche maias...” en el original. Cambié las denominaciones según lo que encontré. Utilicé “mawas” en lugar de “maias” porque es la que se supone más acertada. Pero “maias” también sería válida. Las que no encontré fueron “meias” y “miass”. Así que decidí mantener “meias”, reemplazar “miass” por “maias” y “maias” por “mawas”.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 60 mi equivalen a 96,56 km.

Castillo de popa: “Quadro di poppa” en el original, es la parte del buque que se eleva sobre la cubierta principal en el extremo de popa.

Maniobras corrientes: “Manovre correnti” en el original, son las jarcias de labor, que sirven para bracear los palos e izar o arriar las velas.

3 comentarios:

  1. "Aquellas manos, dotadas de una fuerza terrible, no debían más dejar aquel apéndice. Estas se estrecharon como dos morsas, arrancando a la fiera un maullido de dolor." Seguramente en vez de "morsas" debe decir "mordiscos": "due morse" (del verbo mordere). Morsa en italiano es "tricheco"

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    1. La traducción que hice es la correcta. Por morsa no se refiere al animal, sino al utensilio usado en carpintería, cerrajería, etc., que se compone de una parte fijada en el banco y otra que se mueve mediante un tornillo, entre las que sujeta, apretándola, la pieza que se trabaja.
      En italiano se le dice "morsa", en español "tornillo de banco" y en "argentino", "morsa".

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    2. Cada día se aprende algo nuevo, ese utensilio en Colombia lo llamamos simplemente "prensa de banco".

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