jueves, 22 de mayo de 2014

XXII. El prisionero


Habiendo atravesado el riachuelo, Yanez condujo a Sandokan en medio de un espeso matorral donde se encontraban emboscados veinte hombres completamente armados y provistos cada uno de un pequeño saco de víveres y de una colcha de lana. Paranoa y su subjefe Ikaut también estaban.
—¿Están todos? —preguntó Yanez.
—Todos —respondieron.
—Entonces escúchame atentamente, Ikaut —retomó el portugués—. Tú regresarás a bordo y cualquier cosa que suceda mandarás aquí a uno de tus hombres que encontrará un camarada siempre a la espera de órdenes. Nosotros te transmitiremos nuestros comandos que deberás cumplir inmediatamente, sin el menor retardo. Cuidado con ser prudente y de no hacerte sorprender por los casacas rojas y no olvides que nosotros, aunque estemos lejos, en un momento podemos ser informados o informarte de lo que pueda suceder.
—Cuente conmigo, señor Yanez.
—Vuelve ahora a bordo y vela.
Mientras el subjefe brincaba en el bote, Yanez puesto a la cabeza del pelotón, se ponía en camino remontando el curso el pequeño río.
—¿Adónde me conduces? —preguntó Sandokan, que no comprendía nada.
—Espera un poco, hermanito mío. Dime, ante todo, ¿cuánto puede distar del mar la villa de lord Guillonk?
—Alrededor de dos millas en línea recta.
—Entonces tenemos hombres más que suficientes.
—¿Para hacer qué?
—Un poco de paciencia, Sandokan.
Se orientó con la brújula que había tomado a bordo del prao y se metió bajo los grandes árboles marchando rápidamente.
Recorrió cuatrocientos metros, se detuvo cerca de un colosal árbol de alcanfor que se erguía en medio de un denso grupo de arbustos y, volviéndose a uno de los marineros le dijo:
—Tú plantarás aquí tu domicilio y no lo dejarás, por ningún motivo, sin nuestra orden. El río no dista más que cuatrocientos metros, por consiguiente te puedes comunicar fácilmente con el prao; a igual distancia, hacia el este, estará uno de tus camaradas. Cualquier orden que te venga transmitida para el prao la comunicarás a tu compañero más próximo. ¿Me has comprendido?
—Sí, señor Yanez.
—Continuemos entonces.
Mientras el malayo se preparaba un pequeño cobertizo en la base del gran árbol, el pelotón se mantenía en marcha, dejando a otro hombre a la distancia indicada.
—¿Comprendes ahora? —preguntó Yanez a Sandokan.
—Sí —respondió éste—, y admiro tu pillería. Con estos centinelas escalonados en la floresta nos podremos en pocos minutos comunicar con el prao incluso desde los alrededores de la villa de lord James.
—Sí, Sandokan, y advertir a Ikaut de armar prontamente el prao para hacernos de súbito a la mar o de mandarnos socorro.
—¿Y nosotros a dónde iremos a acampar?
—Sobre el sendero que conduce a Victoria. De allí veremos quién va o quién sale de la villa y en pocos momentos podremos tomar nuestras medidas para impedir al lord rugir a nuestras espaldas. Si quisiera irse, deberá hacer antes las cuentas con nuestros cachorros y verás que a quien le tocará lo peor no será ciertamente a nosotros.
—¿Y si el lord no se decidiese a irse?
—¡Por Júpiter...! Asaltaremos la villa o buscaremos algún otro medio para raptar a la niña.
—No empujemos no obstante las cosas a los extremos, Yanez. Lord James es capaz de matar a su sobrina antes que verla caer en mis manos.
—¡Por mil espingardas...!
—Es un hombre decidido a todo, Yanez.
—Entonces jugaremos con astucia.
—¿Tienes algún proyecto?
—Lo encontraremos, Sandokan. Jamás me consolaría si aquel bribón rompiese la cabeza de aquella adorable miss.
—¿Y yo? Sería la muerte también para el Tigre de la Malasia, porque no podría sobrevivir sin la niña de los cabellos de oro.
—Lo sé muy bien —dijo Yanez con un suspiro—. Aquella mujer te ha embrujado.
—O más bien me ha condenado, Yanez. ¿Quién habría dicho que un día, yo que no había jamás sentido mi corazón latir; que no había sabido amar mas que el mar, las pugnas tremendas, los estragos, habría sido domado por una niña, por una hija de aquella raza a la cual había jurado una guerra de exterminio...? ¡Cuando lo pienso, siento mi sangre hervir, mis fuerzas rebelarse y mi corazón estremecerse de furor...! Sin embargo, la cadena que me ata no sabré nunca más romperla, Yanez; ni nunca más sabré borrar aquellos ojos azules que me han embrujado. Vamos, no hablemos más y dejemos que se cumpla mi destino.
—Un destino que será fatal para la estrella de Mompracem, ¿verdad Sandokan? —dijo Yanez.
—Quizá —respondió el Tigre de la Malasia con voz sorda.
Habían entonces llegado sobre el margen de la floresta. Al otro lado se extendía una pequeña pradera esparcida de arbustos y de grupos de arecas y de gambir, cortada a mitad por un largo sendero que parecía no obstante haber sido poco batido, estando la hierba nuevamente crecida.
—¿Es este el camino que conduce a Victoria? —preguntó Yanez a Sandokan.
—Sí —respondió éste.
—La villa de lord James no debe estar lejos.
—Diviso allá abajo, detrás de aquellos árboles, las empalizadas del parque.
—Buenísimo —dijo Yanez.
Se volvió hacia Paranoa que los había seguido con seis hombres y le dijo:
—Ve a levantar la tienda sobre el margen del bosque, en un lugar protegido por algún espeso matorral.
El pirata no se hizo repetir el comando. Habiendo encontrado un lugar apropiado, hizo desplegar la tienda, reparándola alrededor con una especie de cerca formada por ramas y hojas de banano.
Debajo puso los víveres que había hecho transportar hasta allí, consistentes en conservas, carne ahumada, bizcochos y algunas botellas de vino de España, luego lanzó a sus seis hombres a derecha e izquierda a fin de batir el bosque para estar seguros de que no se escondía ningún espía.
Sandokan y Yanez, después de haberse arriesgado hasta doscientos metros de las empalizadas del parque, habían regresado al bosque, tendiéndose bajo la tienda.
—¿Estás satisfecho, Sandokan, del plan? —preguntó el portugués.
—Sí, hermano —respondió el Tigre de la Malasia.
—No estamos más que a pocos pasos del parque, sobre el camino que conduce a Victoria. Si el lord quiere abandonar la villa, estará obligado a pasar a tiro de fusil. En menos de media hora podemos reunir a veinte hombres resueltos, decididos a todo y en una hora tener con nosotros a toda la tripulación del prao. Que se mueva y nosotros le estaremos todos encima.
—Sí, todos —dijo Sandokan—. Estoy dispuesto a todo hasta a precipitar a mis hombres contra un regimiento entero.
—Entonces comamos, hermanito mío —dijo Yanez, riendo—. Esta excursión matutina me ha aguzado el apetito en modo extraordinario.
Habían ya devorado la comida y estaban fumando algunos cigarrillos paladeando una botella de güisqui, cuando vieron entrar precipitadamente a Paranoa. El bravo malayo tenía el rostro alterado y parecía presa de una viva agitación.
—¿Qué tienes? —preguntó Sandokan, alzándose rápidamente y alargando una mano hacia el fusil.
—Alguien se acerca, mi capitán —dijo—. He oído el galope de un caballo.
—¿Algún inglés que va a Victoria?
—No, Tigre de la Malasia, debe venir de Victoria.
—¿Está todavía lejos? —preguntó Yanez.
—Lo creo.
—Ven, Sandokan.
Tomaron las carabinas y se lanzaron fuera de la tienda, mientras los hombres de la escolta se emboscaban en medio de los matorrales, armando precipitadamente los fusiles.
Sandokan se apresuró hacia el sendero y se puso de rodillas apoyando una oreja contra el suelo. La superficie de la tierra transmitía distintamente el galope apresurado de un caballo.
—Sí, un jinete se acerca —dijo realzándose rápidamente.
—Te aconsejo dejarlo pasar sin molestarlo —dijo Yanez.
—¿Y tú lo piensas? Lo haremos prisionero, mi querido.
—¿Con qué objeto?
—Puede llevar a la villa algún mensaje importante.
—Si lo asaltamos se defenderá, disparará el mosquete, quizá hasta las pistolas y aquellas detonaciones pueden ser oídas por los soldados en la villa.
—Lo haremos caer en nuestras manos sin darle tiempo de poner mano a las armas.
—Algo un poco difícil, Sandokan.
—Al contrario es más fácil de lo que crees.
—Explícate.
—El caballo avanza al galope, por consiguiente no podrá evitar un obstáculo. El jinete será arrojado de golpe y nosotros le caeremos encima impidiéndole reaccionar.
—¿Y qué obstáculo quieres preparar?
—Ven, Paranoa, ve a tomar una soga y alcánzame enseguida.
—Comprendo —dijo Yanez—. ¡Ah...! ¡espléndida idea...! ¡Si, atrapémoslo, Sandokan...! ¡Por Júpiter, cómo lo utilizaremos...! ¡No lo había pensado...!
—¿De qué idea hablas, Yanez?
—Lo sabrás más tarde. ¡Ah...! Ah... ¡Qué bello juego...!
—¿Ríes...?
—Tengo motivo para reír. Verás, Sandokan, cómo se la jugaremos al lord... ¡Paranoa, apúrate!
El malayo, ayudado por dos hombres, había estirado una sólida soga a través del sendero, teniéndola no obstante tan baja como para no poderse divisar a causa de las altas hierbas que crecían en aquel lugar.
Hecho esto había ido a esconderse detrás de un arbusto, teniendo el kris en el puño, mientras sus compañeros se dispersaban más adelante para impedir al jinete continuar la carrera, en el caso que hubiese evitado la emboscada. El galope se acercaba rápidamente. Aún unos pocos segundos y el jinete debía aparecer a la vuelta del sendero.
—¡Ahí está...! —murmuró Sandokan, que se había también emboscado junto a Yanez.
Pocos instantes después un caballo, habiendo sobrepasado un matorral, se lanzaba sobre el sendero. Lo montaba un bello joven de veintidós o veinticuatro años que llevaba puesto el uniforme de los cipayos indios. Parecía bastante inquieto porque espoleaba furiosamente al caballo, lanzando alrededor miradas sospechosas.
—Atento, Yanez —murmuró Sandokan.
El caballo, vivamente espoleado, se lanzó adelante moviéndose rápidamente hacia la soga.
De pronto se lo vio desplomarse pesadamente al suelo agitando locamente las patas.
Los piratas estaban ahí. Antes aún de que el cipayo pudiese librarse de debajo del caballo, Sandokan se le fue encima arrebatándole el sable, mientras Juioko lo derribaba al suelo apuntándole el kris sobre el pecho.
—No opongas resistencia si te oprime la vida —le dijo Sandokan.
—¡Miserables! —exclamó el soldado, procurando batirse.
Juioko ayudado por los otros piratas lo ató bien y lo arrastró cerca de un espeso matorral, mientras Yanez examinaba el caballo temiendo que en la caída se hubiese partido alguna pata.
—¡Por Baco! —exclamó el buen portugués que parecía contentísimo—. Haré un bello papel en la villa. ¡Yanez sargento de los cipayos! He aquí un grado que no me esperaba por cierto.
Ligó al animal a un árbol y alcanzó a Sandokan que estaba hurgando bien al sargento.
—¿Nada? —preguntó.
—Ninguna carta —respondió Sandokan.
—Hablarás al menos —dijo Yanez, plantando los ojos sobre el sargento.
—No —respondió este.
—¡Cuidado! —le dijo Sandokan con acento como para hacerlo estremecer—. ¿Adónde te diriges?
—Paseaba.
—¡Habla...!
—He hablado —respondió el sargento que ostentaba una tranquilidad que no podía ser.
—¡Espera entonces!
El Tigre de la Malasia se arrancó del cinturón el kris y lo apuntó a la garganta del soldado diciéndole con acento de no poner en duda la amenaza:
—¡Habla o te mato!
—No —respondió el soldado.
—Habla —repitió Sandokan, apretando el arma.
El inglés mandó un alarido de dolor; el kris había entrado en la carne y bebía sangre.
—Hablaré —agonizó el prisionero que se había puesto pálido como un cadáver.
—¿Adónde ibas? —preguntó Sandokan.
—De Lord James Guillonk.
—¿Por qué motivo?
El soldado vaciló, pero viendo al pirata acercar nuevamente el kris, continuó:
—Para llevar una carta del baronet William Rosenthal.
Un rayo de furor relampagueó en los ojos de Sandokan a aquel nombre.
—¡Dame aquella carta! —exclamó con voz rauca.
—Está en mi yelmo, escondida bajo el forro.
Yanez recogió el sombrero del cipayo, arrancó el forro e hizo saltar fuera la carta que de súbito se abrió.
—¡Bah! Cosas viejas —dijo después de haberla leído.
—¿Qué escribe aquel perro del baronet? —preguntó Sandokan.
—Advierte al lord de nuestro inminente desembarco en Labuan. Dice que un crucero ha visto a uno de nuestros leños correr hacia estas costas y le aconseja velar atentamente.
—¿Nada más?
—¡Oh! ¡Sí! ¡Caramba! Envía mil respetuosos saludos a tu querida Marianna con un juramento de eterno amor.
—¡Qué Dios dañe a aquel maldito! ¡Ay de él el día que lo encuentre en mi camino!
—Juioko —dijo el portugués que parecía observar con profunda atención la caligrafía de la carta—. Manda un hombre al prao y hazme traer papel, plumas y un tintero.
—¿Qué quieres hacer con estos objetos? —preguntó Sandokan con estupor.
—Los necesito para mi proyecto.
—¿Pero de qué proyecto hablas?
—De aquel que estuve meditando por media hora.
—Explícate de una buena vez.
—¡Si no queda otra! Estoy por ir a la villa de lord James.
—¡Tú...!
—Yo, justamente —respondió Yanez con calma perfecta.
—¿Pero de qué modo?
—En la piel de aquel cipayo. ¡Por Júpiter! ¡Verás qué bello soldado!
—Comienzo a comprender. Te pones la vestimenta del cipayo, finges llegar de Victoria y...
—Aconsejo al lord partir de una vez para hacerlo caer en la emboscada que tú le prepararás.
—¡Ah! ¡Yanez! —exclamó Sandokan estrechándolo contra el pecho
—Despacio, hermanito mío, no me dañes los brazos.
—Te deberé todo, si resulta.
—Espero conseguirlo.
—Pero te expones a un gran peligro.
—¡Bah! Me libraré del apuro con honor y sin estropearme.
—¿Pero para qué el tintero?
—Para escribir una carta al lord.
—Te lo desaconsejo, Yanez. Es un hombre suspicaz y si ve que la letra no es precisa puede hacerte fusilar.
—Tienes razón, Sandokan. Es mejor que le diga aquello que quiero escribir. Vamos, haz despojar al cipayo.
A una seña de Sandokan dos piratas desataron al soldado y lo despojaron del uniforme. El pobre diablo se creyó perdido.
—¿Me matará? —preguntó a Sandokan.
—No —respondió éste—. Tu muerte no me sería de ninguna utilidad y te perdono la vida; no obstante quedarás prisionero en mi prao mientras permanezcamos aquí.
—Gracias, señor.
Yanez en tanto se vestía. El uniforme era un poco estrecho pero tanto hizo que en breve estuvo completamente equipado.
—Mira, hermanito mío, que bello soldado —dijo abrochándose el sable—. No creía tener tan espléndida figura.
—Sí, de veras que eres un bello cipayo —respondió Sandokan riendo—. Ahora dame tus últimas instrucciones.
—He aquí —dijo el portugués—. Tú permanecerás emboscado sobre este sendero con todos los hombres disponibles y no te moverás. Yo iré donde el lord, le diré que han sido asaltados y dispersados, pero que se han visto otros praos y le aconsejaré aprovechar el buen momento para refugiarse en Victoria.
—¡Buenísimo!
—Cuando nosotros pasemos ustedes asaltarán la escolta, yo tomaré a Marianna y la llevaré al prao. ¿Estamos de acuerdo?
—Sí, ve mi valeroso amigo, dirás a mi Marianna que la amo siempre y que tenga confianza en mí. Ve y que Dios te guarde.
—Adiós, hermanito mío —respondió Yanez abrazándolo.
Brincó ligeramente sobre el caballo del cipayo, recogió las bridas, desenvainó el sable y partió al galope silbando alegremente una vieja barcarola.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 2 mi equivalen a 3,22 km.

¡Caramba!: “Corbezzoli!” en el original, literalmente significa “madroño”, que es un arbusto de la familia de las Ericáceas, con tallos de tres a cuatro metros de altura. Sin embargo en este caso, se utiliza como una interjección que denota extrañeza o enfado, por eso lo traduje como “caramba”.

Bridas: Freno del caballo con las riendas y todo el correaje que sirve para sujetarlo a la cabeza del animal.

Barcarola: Canción popular de Italia, y especialmente de los gondoleros de Venecia. Canto de marineros, en compás de seis por ocho, que imita por su ritmo el movimiento de los remos.

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