martes, 17 de junio de 2014

XXIII. Yanez a la villa


La misión del portugués era sin duda una de las más arriesgadas, de las más audaces que aquel bravo hombre había afrontado en su vida, porque habría bastado una palabra, una sospecha sola para lanzarlo desde la cima de una entena con una buena cuerda al cuello.
No obstante el pirata se preparaba para jugar la peligrosísima carta con gran coraje y con mucha calma, confiando en su propia sangre fría y sobre todo en su buena estrella que nunca se había cansado de protegerlo.
Se irguió fieramente en la silla de montar, se rizó los bigotes para hacer más bella su figura, se acomodó el cabello inclinándolo coquetamente sobre la oreja y empujó al caballo a la carrera no escatimando los golpes de espuela y los azotes. Después de dos horas de aquella carrera furiosa se encontraba de improviso delante de una cerca detrás de la cual se elevaba la graciosa villa de lord James.
—¿Quién vive? —preguntó un soldado que estaba emboscado delante de la verja, escondido detrás del tronco de un árbol.
—Eh, joven, baja el fusil que no soy ni un tigre ni una babirusa —dijo el portugués deteniendo al caballo—. ¡Por Júpiter! ¿No ves que soy un colega tuyo, es más, un superior tuyo?
—Disculpe, pero tengo orden de no dejar entrar a nadie sin saber de qué parte viene y qué desea.
—¡Animal! Vengo aquí por orden del baronet William Rosenthal y voy donde lord.
—¡Pase!
Abrió la verja, llamó a algunos camaradas que paseaban en el parque para advertirles lo que sucedía y se hizo a una parte.
—¡Uf! —dijo el portugués estrechándose los hombros y empujando adelante al caballo—. Cuántas precauciones y cuánto miedo reina aquí.
Se detuvo delante del palacete y brincó a tierra entre seis soldados que lo habían circundado con los fusiles en mano.
—¿Dónde está el lord? —preguntó.
—En su gabinete —respondió el sargento que comandaba el pelotón.
—Condúceme pronto con él que me oprime hablarle.
—¿Viene de Victoria?
—Precisamente.
—¿Y no ha encontrado a los piratas de Mompracem?
—Ni siquiera uno, camarada. Aquellos bribones tienen otras cosas mejores que hacer en este momento que zumbar por aquí. Vamos, condúceme del lord.
—Venga.
El portugués apeló a toda su audacia para afrontar al peligroso hombre y siguió al suboficial afectando la calma y la rigidez de la raza anglosajona.
—Espere aquí —dijo el sargento después de haberlo hecho entrar en una sala de estar.
El portugués quedándose solo se puso a observar atentamente todo para ver si era posible un golpe de mano, pero debía convencerse de que toda tentativa habría sido inútil siendo altísimas las ventanas y gruesas las paredes y las puertas.
—No importa —murmuró—. El golpe lo haremos en el bosque.
En aquel momento regresaba el sargento.
—El lord lo espera —dijo indicándole la puerta dejada abierta.
El portugués sintió correr por los huesos un estremecimiento y palideció un poco.
—Yanez mío, sé prudente y firme —murmuró.
Entró con la mano derecha sobre el sombrero y se encontró en un gracioso gabinete, amueblado con mucha elegancia. En un ángulo, sentado delante de una mesa de trabajo estaba el lord, vestido simplemente de blanco, con rostro sombrío y la mirada enojada.
Miró en silencio a Yanez fijándole los ojos encima como si quisiese indagar los pensamientos del recién llegado, luego dijo con un acento seco:
—¿Viene de Victoria?
—Sí, milord —respondió Yanez con voz firme.
—¿De parte del baronet?
—Sí.
—¿Le ha dado alguna carta para mí?
—Ninguna.
—¿Tiene que decirme algo?
—Sí, milord.
—Hable.
—Me ha mandado a decirle que el Tigre de la Malasia está rodeado por las tropas en una bahía del sur.
El lord brincó en pie con los ojos centelleantes y la cara radiante.
—¡El Tigre rodeado por nuestros soldados! —exclamó.
—Sí y parece que se ha terminado para siempre para aquel villano, porque no tiene más refugio.
—¿Pero está bien seguro de lo que dice?
—Segurísimo, milord.
—¿Quién es usted?
—Un pariente del baronet William —respondió Yanez audazmente.
—¿Pero desde cuándo se encuentra en Labuan?
—Desde hace quince días.
—Usted entonces sabrá incluso que mi sobrina...
—Es la prometida de mi primo William —dijo Yanez sonriendo.
—Tengo mucho placer en conocerle señor —dijo el lord tendiéndole la mano—. Pero dígame, ¿cuándo fue asaltado Sandokan?
—Esta mañana al alba mientras atravesaba un bosque a la cabeza de una gruesa banda de piratas.
—Pero aquel hombre es entonces el demonio. ¡Ayer a la noche estaba aquí! ¿Es posible que en siete u ocho horas haya recorrido tanto camino?
—Se dice que tenía caballos consigo.
—Ahora comprendo. ¿Y dónde está mi amigo William?
—A la cabeza de las tropas.
—¿Estaba usted con él?
—Sí, milord.
—¿Y están muy lejos los piratas?
—A una decena de millas.
—¿Le ha dado algún otro encargo?
—Me ha rogado que le diga que abandone enseguda la villa y que se diriga sin demora a Victoria.
—¿Por qué?
—Usted sabe milord qué raza de hombre es el Tigre de la Malasia. Tiene consigo ochenta hombres, ochenta cachorros y podría vencer a nuestras tropas, atravesar como un relámpago los bosques y arrojarse sobre la villa.
El lord lo miró en silencio como si hubiese sido golpeado por aquel razonamiento, luego dijo como hablando para sí mismo:
—En efecto, aquello podría suceder. Bajo los fuertes y las naves de Victoria me sentiría más seguro que aquí. Aquel querido William tiene verdaderamente razón, más aún que el camino por el momento está libre. ¡Ah, a mi señora sobrina le arrancaré yo la pasión que tiene por aquel héroe de la horca! ¡Tendré que quebrarla como a una caña, me obedecerá y desposará al hombre que le he destinado!
Yanez llevó involuntariamente la mano a la empuñadura del sable pero se contuvo comprendiendo bien que la muerte del feroz viejo de nada habría servido con tantos soldados que se encontraban en la villa.
—Milord —dijo en cambio—. ¿Me permitiría visitar a mi futura pariente?
—¿Tiene algo que decirle, de parte de William?
—Sí, milord.
—Lo recibirá mal.
—No importa, milord —respondió Yanez sonriendo—. Le diré lo que me dijo William, luego regresaré aquí.
El viejo capitán presionó un botón. Un sirviente de súbito entró.
—Conduce a este señor con milady —dijo el lord.
—Gracias —respondió Yanez.
—Trate de cambiarla y luego alcánzeme que comeremos juntos.
Yanez se inclinó y siguió al sirviente que lo introdujo en una sala de estar tapizada en azul y adornada por un gran número de plantas, que esparcían alrededor deliciosos perfumes.
El portugués dejó que el sirviente saliera, luego se adentró lentamente y atravesó las plantas que transformaban aquella sala de estar en un invernadero, divisó una forma humana, cubierta con un cándido vestido.
Él, aún cuando preparado para cualquier sorpresa, no pudo frenar un grito de admiración ante aquella espléndida joven.
Ella estaba recostada, en una pose graciosa, con un abandono lleno de melancolía, sobre una otomana oriental de cuya sedosa tela brotaban destellos de oro.
Con una mano se sostenía la cabecita, de la que caían como lluvia de oro aquellos estupendos cabellos, que constituían la admiración de todos y con la otra arrancaba nerviosamente las flores que estaban cerca.
Estaba sombría, pálida, y sus ojos azules, normalmente tan tranquilos, mandaban rayos que traicionaban la cólera mal reprimida.
Viendo a Yanez avanzar, se sacudió pasándose una mano por la frente varias veces, como si se despertase de un sueño y fijó sobre él una mirada aguda.
—¿Quién es usted? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Quién le ha dado la libertad de entrar aquí?
—El lord, milady —respondió Yanez que devoraba con los ojos aquella criatura que encontraba inmensamente bella, más de cuanto le había descrito Sandokan.
—¿Y qué quiere de mí?
—Una pregunta ante todo —dijo Yanez, mirando alrededor para asegurarse que estaban precisamente solos.
—Hable.
—¿Cree que nadie pueda oírnos?
Ella arrugó la frente y lo miró fijo, como si quisiese leerle en el corazón y adivinar el motivo de aquella pregunta.
—Estamos solos —respondió después.
—Pues bien, milady, vengo de muy lejos...
—¿De dónde?
—¡De Mompracem!
Marianna brincó en pie como impulsada por un resorte y su palidez desapareció por encanto.
—¡De Mompracem! —exclamó sonrojándose—. ¡Usted... un blanco... un inglés...!
—¡Se engaña, lady Marianna, no soy inglés, soy Yanez!
—¡Yanez, el amigo, el hermano de Sandokan! ¡Ah señor, qué audacia entrar en esta villa! Dígame, ¿dónde está Sandokan? ¿Qué hace? ¿Se ha salvado o está herido? Hábleme de él o me hará morir.
—Baje la voz, milady; las paredes pueden tener orejas.
—Hábleme de él, valeroso amigo, hábleme de mi Sandokan.
—Él está vivo aún, más vivo que antes, milady. Hemos huido de la persecución de los soldados sin demasiada fatiga y sin reportar heridas. Sandokan ahora se encuentra emboscado sobre el sendero que conduce a Victoria, listo a raptarla.
—¡Ah! ¡Dios mío cuánto le agradezco el haberlo protegido! —exclamó la joven con lágrimas en los ojos.
—Escúcheme ahora, milady.
—Hable, mi valiente amigo.
—He venido aquí para determinar al lord a abandonar la villa y retirarse a Victoria.
—¡A Victoria! ¿Pero llegados allí cómo me raptará?
—Sandokan no esperará tanto, milady —dijo Yanez sonriendo—. Está emboscado con sus hombres, asaltará la escolta y la raptará apenas afuera de la villa.
—¿Y mi tío?
—Le perdonaremos, se lo aseguro.
—¿Y me raptará?
—Sí, milady.
—¿Y a dónde me conducirá Sandokan?
—A su isla.
Marianna inclinó la cabeza sobre el pecho y calló.
—Milady —dijo Yanez con voz grave—. No tema, Sandokan es uno de esos hombres que saben hacer feliz a la mujer que aman. Fue un hombre terrible, cruel incluso, pero el amor lo ha cambiado y le juro, señorita, que nunca se arrepentirá de haberse convertido en la mujer del Tigre de la Malasia.
—Le creo —respondió Marianna—. ¿Qué importa si su pasado fue tremendo, si ha inmolado víctimas a centenares, si ha cometido venganzas atroces? Él me adora, hará por mí todo lo que le diga, haré de él otro hombre. Yo abandonaré mi isla, él abandonará su Mompracem, iremos lejos de estos mares funestos, tan lejos de no oírnos más hablar. En un rincón del mundo olvidado por todos, pero felices, viviremos juntos y ninguno jamás sabrá que el marido de la Perla de Labuan es el antiguo Tigre de la Malasia, el hombre que ha hecho temblar reinos y que ha vertido tanta sangre. ¡Sí, yo seré su esposa, hoy, mañana, siempre y lo amaré siempre!
—¡Ah! ¡divina lady! —exclamó Yanez, cayendo de rodillas—. Dígame qué puedo hacer por usted, para liberarla y conducirla donde Sandokan, mi buen amigo, mi hermano.
—Ha hecho demasiado viniendo aquí y le guardaré agradecimiento hasta la muerte.
—Pero eso no basta: es necesario determinar al lord a retirarse a Victoria para dar campo a Sandokan de actuar.
—Pero si yo hablo, mi tío que se ha vuelto extremadamente suspicaz, temerá alguna traición y no abandonará la villa.
—Tiene razón, adorable milady. Pero creo que ya ha decidido dejar la villa y retirarse a Victoria. Si tiene alguna duda procuraré hacerlo decidir.
—Esté en guardia, señor Yanez, porque él es bastante desconfiado y podría husmear algo. Usted es blanco, es verdad, pero aquel hombre quizá sabe que Sandokan tiene un amigo de piel pálida.
—Seré prudente.
—¿Lo espera el lord?
—Sí, milady, me ha invitado a cenar.
—Vaya, a fin de no levantar sospechas.
—¿Y la veré?
—Sí, más tarde nos volveremos a ver.
—Adiós, milady —dijo Yanez besándole caballerosamente la mano.
—Vaya noble corazón; no lo olvidaré nunca.
El portugués salió como embriagado, deslumbrado por aquella espléndida criatura.
—¡Por Júpiter! —exclamó dirigiéndose hacia el gabinete del lord—. Jamás he visto una mujer así de bella y, de veras, comienzo a envidiar a aquel bribón de Sandokan.
El lord lo esperaba paseando adelante y atrás, con la frente fruncida y los brazos estrechamente cruzados.
—Pues bien, joven, ¿qué acogida le ha dado mi sobrina? —preguntó con voz dura e irónica.
—Parece que no ama oír hablar de mi primo William —respondió Yanez—. Poco faltó para que me expulse.
El lord dejó caer su cabeza y sus arrugas se volvieron profundas.
—¡Siempre así! ¡Siempre así! —murmuró con los dientes estrechados.
Se puso nuevamente a pasear, encerrado en un silencio feroz, agitando nerviosamente los dedos, luego deteniéndose delante de Yanez que lo miraba sin hacer un gesto, le dijo:
—¿Qué me aconseja hacer?
—Ya le he dicho, milord, que lo mejor para hacer es ir a Victoria.
—Es verdad. ¿Cree usted que mi sobrina pueda un día amar a William? —le preguntó.
—Lo espero, milord, pero es necesario que antes el Tigre de la Malasia muera —respondió Yanez.
—¿Conseguirán matarlo?
—La banda está rodeada por nuestras tropas y William las comanda.
—Sí, es verdad, lo matará o se hará matar por Sandokan. Conozco a aquel joven, es diestro y valeroso.
Calló entonces y se puso a la ventana mirando el sol que lentamente se ponía. Se retiró después de pocos minutos diciendo:
—¿Usted entonces me aconseja partir?
—Sí milord —respondió Yanez—. Aproveche la buena ocasión para abandonar la villa y refugiarse en Victoria.
—¿Y si Sandokan hubiese dejado algunos hombres emboscados en los alrededores del parque? Me han dicho que estaba con él aquel hombre blanco que se llama Yanez, un audaz que quizá no cede ante el Tigre de la Malasia.
—Gracias por el cumplido —murmuró para sí mismo Yanez, haciendo un esfuerzo supremo para contener la risa.
Luego mirando al lord, dijo:
—Usted tiene una escolta suficiente como para rechazar un ataque.
—Antes era numerosa, pero ahora no lo es más. He debido devolver al gobernador de Victoria muchos hombres, teniendo urgente necesidad. Usted sabe que la guarnición de la isla es muy escasa.
—Eso es verdad, milord.
El viejo capitán se había puesto nuevamente a pasear con cierta agitación. Parecía quizá atormentado por un grave pensamiento o por una profunda perplejidad. De pronto se acercó bruscamente a Yanez, preguntándole:
—¿Usted no ha encontrado a nadie viniendo aquí, verdad?
—Nadie, milord.
—¿No ha notado nada sospechoso?
—No, milord.
—¿Por consiguiente se podría intentar la retirada?
—Lo creo.
—Sin embargo, dudo.
—¡Qué cosa milord!
—Que todos los piratas hayan partido.
—Milord, no tengo miedo de aquellos rufianes. ¿Quiere que haga una excursión por los alrededores?
—Se lo agradecería. ¿Quiere una escolta?
—No, milord. Prefiero ir solo. Un hombre puede meterse hasta en medio de los bosques sin atraer la atención de los enemigos, mientras que más hombres difícilmente puedan huir a un centinela vigilante.
—Tiene razón, joven. ¿Cuándo partirá?
—Enseguida. En un par de horas se puede hacer mucho camino.
—El sol está próximo al ocaso.
—Mejor así, milord.
—¿No tiene miedo?
—Cuando estoy armado no temo a nadie.
—Buena sangre aquella de los Rosenthal —murmuró el lord—. Ve, joven, te esperaré para la cena.
—¡Ah! ¡milord! ¡Un soldado...!
—¿Quizá no sea un gentleman? Y luego en breve podríamos llegar a ser parientes.
—Gracias, milord —dijo Yanez—. Dentro de un par de horas estaré de regreso.
Saludó militarmente, se puso el sable bajo el brazo y descendió flemáticamente la escalera adentrándose en el parque.
—Vamos a buscar a Sandokan —murmuró, cuando estuvo lejos—. ¡Diantre! ¡Es necesario contentar al lord! ¡Verá mi querido qué exploración haré! Puede estar seguro desde ahora que no habré encontrado ni siquiera un rastro de los piratas. ¡Por Júpiter! ¡Qué magnífica artimaña! No creía que fuese a tener un éxito tan soberbio. La cosa no será tan simple, pero aquel bribón de mi hermano desposará a la niña de los cabellos de oro. ¡Por Baco! ¡No tiene en absoluto mal gusto, mi amigo! No he visto jamás una muchacha tan bella y tan graciosa. Pero después, ¿qué sucederá? Pobre Mompracem, te veo en peligro. Vamos, no pensemos. Si todo debiese terminar mal, iré a terminar mi vida a cualquier ciudad del Extremo Oriente, a Cantón o a Macao, y daré un adiós a estos lugares.
Así monologando, el bravo portugués había atravesado una parte del vasto parque, deteniéndose delante de una de las verjas. Un soldado estaba de centinela.
—Ábreme, amigo —dijo Yanez.
—¿Regresa, sargento?
—No, voy a explorar los alrededores.
—¿Y los piratas?
—No están más por estas partes.
—¿Quiere que lo acompañe, sargento?
—Es inútil. Estaré de regreso dentro de un par de horas.
Salió por la verja y se encaminó por el sendero que conducía a Victoria. Mientras estuvo bajo la mirada del centinela procedió lentamente, pero apenas se encontró protegido por las plantas apresuró el paso metiéndose en medio de los árboles. Había recorrido mil pasos cuando vio un hombre lanzarse fuera de un arbusto y cerrarle el paso. Un fusil lo tomó súbitamente en mira mientras una voz amenazadora le gritaba:
—¡Ríndase o está muerto!
—¿No me conoces más entonces? —dijo Yanez quitándose el sombrero—. No tienes buena vista, mi querido Paranoa.
—¡El señor Yanez! —exclamó el malayo.
—En carne y hueso, mi querido. ¿Qué haces aquí, tan cerca de la villa de lord Guillonk?
—Espío la cerca.
—¿Dónde está Sandokan?
—A una milla de aquí. ¿Tenemos buenas nuevas, señor Yanez?
—Mejores no podrían ser.
—¿Qué debo hacer, señor?
—Correr donde Sandokan y decirle que lo espero aquí. Al mismo tiempo ordenarás a Ikaut de aparejar el prao.
—¿Partimos?
—Quizá esta noche.
—Corro enseguida.
—Un momento: ¿han llegado los dos praos?
—No, señor Yanez, y se comienza a temer que se hayan perdido.
—¡Por Júpiter tonante! Tenemos poca fortuna con nuestras expediciones. ¡Bah! Tenemos bastantes hombres como para desbaratar la escolta del lord. Ve, Paranoa y sé rápido.
—Desafío a un caballo.
El pirata partió con la velocidad de una flecha. Yanez encendió un cigarrillo luego se tendió bajo una soberbia areca fumando tranquilamente. No habían transcurrido veinte minutos cuando vio avanzar a paso acelerado a Sandokan. Estaba acompañado por Paranoa y por otros cuatro piratas armados hasta los dientes.
—¡Yanez, amigo mío! —exclamó Sandokan, precipitándose a su encuentro. ¡Cuánto he temblado por tí! ¿La has visto? ¡Háblame de ella, hermano mío...! ¡Cuéntame...! ¡Ardo de curiosidad!
—Corres como un crucero —dijo el portugués, riendo—. Como ves he cumplido mi misión de verdadero inglés, es más de verdadero pariente de aquel villano baronet. ¡Qué recibimiento, mi querido...! Ninguno ha dudado un solo instante de mí.
—¿Ni siquiera el lord?
—¡Oh...! ¡Él menos que todos! Te bastará saber que me espera para la cena.
—¿Y Marianna...?
—La he visto y la he encontrado tan bella como para hacerme girar la cabeza. Cuando luego, la he visto llorar...
—¡La has visto llorar...! —gritó Sandokan con acento que tenía algo de tormento—. ¡Dime quién ha sido para hacerle derramar lágrimas...! ¡Dímelo e iré a arrancar el corazón de aquel maldito que ha hecho llorar a aquellos bellos ojos...!
—¿Te has vuelto hidrófobo, Sandokan...? Ella ha llorado por ti.
—¡Ah! ¡Sublime criatura! —exclamó el pirata—. Cuéntame todo Yanez, te lo ruego.
El portugués no se lo hizo decir dos veces y le narró cuanto había sucedido primero entre él y el lord y luego con la niña.
—El viejo parece ya decidido a partir —concluyó—, por cuanto ya puedes estar seguro de no regresar solo a Mompracem. Sé prudente, hermanito, porque no son pocos los soldados del parque y deberemos luchar bien para desbaratar la escolta. Y luego, no me fio mucho de aquel viejo. Sería capaz de matar a su sobrina antes que dejarla raptar por ti.
—¿La volverás a ver esta noche...?
—Ciertamente.
—¡Ah...! ¡Si pudiese también entrar en la villa...!
—¡Qué locura...!
—¿Cuándo se pondrá en marcha el lord?
—No lo sé todavía, pero creo que tomará esta noche una decisión.
—¿Partirá esta noche...?
—Lo supongo.
—¿Cómo poder saberlo con certeza...?
—No hay más que un medio.
—¿Cuál...?
—Mandar a uno de nuestros hombres al quiosco chino o al invernadero y esperar allí mis órdenes.
—¿Hay centinelas dispersos en el parque?
—No he visto más que en las verjas —respondió Yanez.
—¿Si fuera yo al invernadero...?
—No, Sandokan. Tú no debes abandonar este sendero. El lord podría precipitar la partida y tu presencia es necesaria para guiar a nuestros hombres. Tú sabes bien que cuentas por diez.
—Mandaré a Paranoa. Es diestro, es prudente y llegará al invernadero sin hacerse divisar. Apenas puesto el sol pasará la cerca e irá a esperar tus órdenes.
Estuvo un momento en silencio, luego dijo:
—¿Y si el lord cambiase de idea y permaneciese en la villa...?
—¡Diablos...! ¡Qué feo asunto!
—¿No podrías tú abrirnos la puerta de noche y dejarnos entrar en la villa? ¿Y por qué no...? Me parece un proyecto realizable.
—Y a mí difícil, Sandokan. La guarnición es numerosa, podrían atrincherarse en las estancias y oponer una larga resistencia. Y luego el lord, encontrándose acorralado, podría dejarse llevar por la ira y descargar sus pistolas sobre la niña. No te fíes de aquel hombre, Sandokan.
—Es verdad —dijo el Tigre, con un suspiro—. Lord James sería capaz de asesinar a la niña antes que dejarla raptar por mí.
—¿Esperarás...?
—Sí, Yanez. Si no obstante no se decide a partir pronto, intentaré un golpe desesperado. No podemos permanecer mucho aquí. Es necesario que rapte a la niña antes que en Victoria se sepa que estamos aquí y que en Mompracem hay pocos hombres. Tiemblo por mi isla. Si la perdemos ¿qué sería de nosotros...? Allí están todos nuestros tesoros.
—Trataré de determinar al lord a apresurar la partida. Mientras tanto harás armar el prao y reunir aquí a la tripulación entera. Es necesario romper de golpe la escolta, a fin de impedir al lord dejarse arrastrar por algún acto desesperado.
—¿Hay muchos soldados en la villa?
—Una decena y otros tantos indígenas.
—La victoria está entonces asegurada.
Yanez se había alzado.
—¿Regresas? —le preguntó Sandokan.
—No se debe hacer esperar a un capitán que invita a cenar a un sargento —respondió el portugués sonriendo.
—Cuánto te envidio, Yanez.
—No por la cena no obstante, ¿verdad Sandokan...? A la niña la verás mañana.
—Lo espero —respondió el Tigre con un suspiro—. Adiós, amigo, ve y determínalo.
—Veré a Paranoa dentro de dos o tres horas.
—Te esperará hasta la medianoche.
Se estrecharon la mano y se separaron.
Mientras Sandokan y sus hombres se metían en medio de las plantas, Yanez encendía un cigarrillo, se encaminó hacia el parque, procediendo con paso tranquilo, como si en vez de una inspección volviese de un paseo.
Pasó delante del centinela y se puso a pasear en el parque, siendo aún demasiado pronto para presentarse al lord.
A la vuelta de un sendero se encontró con lady Marianna que parecía que lo buscaba.
—Ah, milady, que fortuna —exclamó el portugués inclinándose.
—Lo buscaba —respondió la joven ofreciéndole la mano.
—¿Tiene que decirme algo importante?
—Sí, dentro de cinco horas partimos para Victoria.
—¿Se lo dijo ya el lord?
—Sí.
—Sandokan está listo, milady; los piratas han sido advertidos y esperan la escolta.
—¡Mi Dios! —murmuró ella cubriéndose el rostro con ambas manos.
—Milady, es necesario ser fuertes en estos momentos y resueltos.
—Y mi tío... me maldecirá y me execrará después.
—Pero Sandokan la hará feliz, la más feliz de las mujeres.
Dos lágrimas descendían lentamente a lo largo de las rosadas mejillas de la joven.
—¿Llora? —dijo Yanez—. ¡Ah! ¡No llore, lady Marianna!
—Tengo miedo, Yanez.
—¿De Sandokan?
—Del porvenir.
—Será risueño, porque Sandokan hará lo que usted quiera. Está dispuesto a incendiar sus propios praos, a dispensar a sus bandas, a olvidar sus venganzas, a dar un adiós para siempre a su isla y a destrozar su dominio. Bastará una sola palabra suya para decidirlo.
—¿Me ama inmensamente entonces?
—Hasta la locura, milady.
—¿Pero quién es este hombre? ¿Por qué tanta sangre y tantas venganzas? ¿De dónde ha venido?
—Escúcheme, milady —dijo Yanez ofreciéndole el brazo y llevándola, a un sombrío sendero—. Los más creen que Sandokan no es mas que un vulgar pirata, desembarcado de las selvas de Borneo, ávido de sangre y presas, pero se engañan: él es de estirpe real y no es un pirata, sino un vengador. Tenía veinte años cuando subió al trono de Kinabalu, un reino que se encontraba cerca de las costas septentrionales de Borneo. Fuerte como un león, orgulloso como un héroe de la antigüedad, audaz como un tigre, valeroso hasta la locura, a poco tiempo de llegar venció a todos los pueblos vecinos extendiendo sus propias fronteras hasta el reino de Varani y el río Kutai. Aquellas empresas le fueron fatales. Ingleses y holandeses, celosos de aquella nueva potencia que parecía quería subyugar a la isla entera, se aliaron al sultanato de Varani para debilitar al audaz guerrero. El oro primero y las armas más tarde terminaron por destrozar al nuevo reino. Traidores alzaron varios pueblos, sicarios asesinaron a la madre, los hermanos y las hermanas de Sandokan; bandas poderosas invadieron el reino en varios puntos corrompiendo a los jefes, corrompiendo a las tropas, saqueando, matando cruelmente, cometiendo atrocidades inauditas. En vano Sandokan luchó con el furor de la desesperación, batiendo a unos, aplastando otros. Las traiciones lo alcanzaron en su mismo palacio, sus parientes cayeron todos bajo el hierro de los asesinos pagados por los blancos, y él en una noche de fuego y estragos pudo a duras penas salvarse con una pequeña formación de valientes. Erró varios años por las costas septentrionales de Borneo, ahora perseguido como una bestia feroz, ahora sin víveres, presa de una miseria inenarrable, esperando recuperar el perdido trono y de vengar a la asesinada familia, hasta que una noche, ya desesperando de todo y de todos se embarcó sobre un prao jurando guerra atroz a toda la raza blanca, y al sultanato de Varani. Habiendo arribado a Mompracem contrató hombres y se puso a corsear el mar. Era fuerte, era valiente, era hábil y sediento de venganza. Devastó las costas del sultanato, asaltó leños holandeses e ingleses no otorgando cuartel ni tregua. Se volvió el terror de los mares, se volvió el terrible Tigre de la Malasia. Usted sabe el resto.
—¡Es entonces un vengador de su familia! —exclamó Marianna que no lloraba más.
—Sí, milady, un vengador que llora con frecuencia a su madre, a sus hermanos y a sus hermanas caídos bajo el hierro de los asesinos, un vengador que jamás cometió acciones infames, que respetó en todo momento a los débiles, que perdonó a las mujeres y a los niños, que saquea a los enemigos suyos no por sed de riqueza, sino para levantar un día un ejército de valientes y recuperar el perdido reino.
—¡Ah! Cuánto bien me hacen estas palabras, Yanez —dijo la joven.
—¿Está decidida ahora a seguir al Tigre de la Malasia?
—Sí, soy suya porque lo amo y al punto que sin él la vida sería para mí un martirio.
—Volvamos al palacete entonces, milady. Dios velará por nosotros.
Yanez condujo a la joven al palacete y subieron al comedor. El lord estaba ya y paseaba adelante y atrás con la rigidez de un verdadero inglés nacido en las orillas del Támesis. Estaba sombrío como antes y tenía la cabeza inclinada sobre el pecho. Viendo a Yanez no obstante se detuvo, diciendo:
—¿Está aquí? Creía que le había tocado alguna desgracia viéndole salir del parque.
—He querido asegurarme con mis propios ojos que no hay ningún peligro, milord —respondió Yanez tranquilamente.
—¿Ha visto a alguno de aquellos perros de Mompracem?
—Ninguno, milord; podemos ir a Victoria con toda seguridad.
El lord estuvo callado por algunos instantes, luego volviéndose hacia Marianna que se había detenido cerca de la ventana.
—¿Has entendido que nos vamos a Victoria? —le dijo.
—Sí —respondió ella secamente.
—¿Vendrás?
—Sabe bien que toda resistencia por parte mía sería inútil.
—Creía que debía arrastrarte a la fuerza.
—¡Señor!
El portugués vio una llama amenazadora relampaguear en los ojos de la joven, pero estuvo callado, aún cuando sintiese encima un afán irresistible por dar un sablazo a aquel viejo.
—¡Ah! —exclamó el lord con mayor ironía—. ¿Por casualidad no amarás más a aquel héroe de cuchillo, que conscientes venir a Victoria? ¡Recibe mis felicitaciones, señora!
—¡No continúe! —exclamó la joven con un acento tal hizo estremecer al mismo lord.
Estuvieron algunos instantes en silencio, mirándose el uno al otro como dos fieras que se provocan antes de despedazarse el uno al otro.
—O cederás o te cortaré —dijo el lord con voz furiosa—. Antes de que te conviertas en la mujer de aquel perro que se llama Sandokan, te mataré.
—Hágalo —dijo ella, acercándose con aire amenazador.
—¿Quieres hacerme una escena? Sería inútil. Sabes bien que soy inflexible. En cambio ve a hacer tus preparativos para la partida.
La joven se había detenido. Intercambió con Yanez una rápida mirada, luego salió de la estancia, cerrando violentamente la puerta.
—La ha visto —dijo el lord, volviéndose hacia Yanez—. Ella cree desafiarme, pero se engaña. Por Dios, la cortaré.
Yanez en vez de responder se limpió algunas gotas de sudor frío que le perlaban la frente y cruzó los brazos para no ceder a la tentación de poner mano al sable. Habría dado la mitad de su sangre por deshacerse de aquel terrible viejo que ahora ya sabía capaz de todo.
El lord paseó por la estancia por algunos minutos, luego hizo señas a Yanez de sentarse a la mesa.
La comida fue hecha en silencio. El lord tocó apenas los alimentos; el portugués en cambio hizo honor a los diversos platos, como un hombre que no sabe cómo y dónde podría hacer una segunda cena. Habían apenas terminado cuando entró un caporal.
—¿Su Señoría me ha hecho llamar? —preguntó.
—Dirás a los soldados de estar listos para partir.
—¿Para qué hora?
—A la medianoche nosotros dejaremos la villa.
—¿A caballo?
—Sí, y recomienda todos cambiar las cargas a sus fusiles.
—Su Señoría será servido.
—¿Partiremos todos, milord? —preguntó Yanez.
—No dejaré aquí mas que cuatro hombres.
—¿Es numerosa la escolta?
—Se compondrá de doce soldados de mucha confianza y de diez indígenas.
—Con tales fuerzas no tendremos nada que temer.
—Usted no conoce a los piratas de Mompracem, joven. Si tuviésemos que encontrarlos, no sé a quién pertenecería la victoria.
—¿Me permite milord descender al parque?
—¿Qué quiere hacer?
—Supervisar los preparativos de los soldados.
—Vaya, joven.
El portugués salió y descendió rápidamente la escalera murmurando:
—Espero llegar a tiempo para advertir a Paranoa. Sandokan preparará una bella emboscada.
Pasó delante de los soldados sin detenerse y, orientándose mejor, se metió en medio de una senda que debía conducirlo a las cercanías del invernadero. Cinco minutos después se encontraba en medio del matorral de bananos, allí donde había hecho prisionero al soldado inglés.
Miró alrededor para estar seguro de no haber sido seguido, luego se acercó al invernadero empujando la puerta.
De súbito vio una sombra negra erguírsele delante, mientras una mano le apuntaba sobre el pecho una pistola.
—Soy yo, Paranoa —dijo.
—¡Ah! Usted, patrón Yanez.
—Parte enseguida, sin detenerte y ve a advertirle a Sandokan que dentro de algunas horas dejaremos la villa.
—¿Dónde debemos esperarlos?
—Sobre el sendero que conduce a Victoria.
—¿Son muchos?
—Una veintena.
—Parto enseguida. Hasta pronto, señor Yanez.
El malayo se lanzó bajo el sendero, desapareciendo en medio de la oscura sombra de las plantas.
Cuando Yanez volvió al palacete, el lord estaba descendiendo la escalera del palacete. Tenía en el cinturón el sable y en bandolera llevaba una carabina.
La escolta estaba lista. Se componía de veintidós hombres, doce blancos y diez indígenas y todos armados hasta los dientes.
Un grupo de caballos pataleaba cerca de la verja del parque.
—¿Dónde está mi sobrina? —preguntó el lord.
—Ahí está —respondió el sargento que comandaba la escolta. De hecho lady Marianna descendía en aquel momento las gradas.
Estaba vestida de amazona, con un chalequito de terciopelo azul y un largo vestido de igual tela, vestimenta y color que hacían doblemente resaltar su palidez y la belleza de su rostro. En la cabeza llevaba un gracioso sombrero adornado de plumas,inclinado sobre sus dorados cabellos.
El portugués, que la observaba atentamente, vio dos lágrimas temblorosas bajo los párpados y sobre el rostro profundamente esculpida una viva ansiedad. No era más la enérgica niña de pocas horas antes que había hablado con tanto fuego y tanto orgullo. La idea de un rapto en aquellas condiciones, la idea de tener que abandonar para siempre a su tío que era el único pariente que aún vivía, que no lo amaba, es verdad, pero que había tenido por ella no pocas atenciones durante su juventud, de tener por siempre que dejar aquellos lugares para arrojarse a un porvenir oscuro, incierto, entre los brazos de un hombre que se apodaba el Tigre de la Malasia, parecían aterrorizarla.
Cuando subió al caballo las lágrimas no más refrenadas le cayeron abundantes y algunos sollozos le alzaron el seno.
Yanez apresuró su propio caballo hacia ella y le dijo:
—Coraje, milady; el porvenir será risueño para la Perla de Labuan.
A un comando del lord el pelotón se puso en marcha saliendo del parque y tomando el sendero que conducía a la emboscada.
Seis soldados abrían la marcha con las carabinas en puño y los ojos fijos a los dos lados del sendero, a fin de no ser sorprendidos; seguían el lord, luego Yanez y la joven lady, flanqueados por otros cuatro soldados, y por consiguiente los otros en grupo cerrado y las armas posadas delante de la silla de montar.
A pesar de las noticias traídas por Yanez, todos desconfiaban y escrutaban con profunda atención las circunstantes florestas. El lord parecía que no se ocupase de aquello, pero de vez en cuando se volvía lanzando sobre Marianna una mirada en la que se leía una grave amenaza. Aquel hombre, se entendía, estaba dispuesto a matar a la sobrina a la primer tentativa por parte de los piratas y del Tigre. Afortunadamente Yanez, que no lo perdía de vista, se había percatado de sus siniestras intenciones y se mantenía listo para proteger a la adorable niña. Habían recorrido, en el más profundo silencio, alrededor de dos kilómetros, cuando a derecha del sendero se oyó imprevistamente un ligero silbido. Yanez, que ya esperaba el asalto de un momento a otro, desenvainó el sable y se puso entre el lord y lady Marianna.
—¿Qué hace? —preguntó el lord, que se había bruscamente volteado.
—¿No ha oído? —preguntó Yanez.
—¿Un silbido?
—Sí.
—¿Pues bien?
—Aquello quiere decir milord que mis amigos nos rodean —dijo Yanez fríamente.
—¡Ah! ¡traidor! —aulló el lord extrayendo el sable y apresurándose hacia el portugués.
—¡Demasiado tarde, señor! —gritó este arrojándose delante de Marianna.
En efecto, en el mismo momento dos descargas mortíferas partieron de ambos lados del sendero, arrojando a tierra a cuatro hombres y siete caballos, luego treinta cachorros de Mompracem se precipitaron fuera de los bosques, mandando alaridos indescriptibles y cargando furiosamente sobre el pelotón.
Sandokan que los guiaba, se abalanzó en medio de los caballos, detrás de los cuales se habían prontamente reunido los hombres de la escolta y abatió con un gran golpe de cimitarra al primer hombre que se le paró delante.
El lord arrojó un verdadero rugido. Con una pistola en la izquierda y el sable en la derecha se abalanzó hacia Marianna que se había agarrado a la crin de su yegua, pero Yanez había brincado a tierra. Aferró a la joven, la retiró de la silla de montar y estrechándola al pecho con los robustos brazos, procuró pasar entre los soldados y los indígenas que se defendían con el furor que infunde la desesperación, atrincherados, detrás de sus caballos.
—¡Largo! ¡largo! —gritó buscando dominar con la voz el estrépito de la mosquetería y el choque furioso de las armas.
Pero nadie hacía caso de él fuera del lord que se preparaba para asaltarlo. Para mayor desgracia o para su fortuna quizá, la joven se le desvaneció entre los brazos.
Él la puso detrás de un caballo muerto mientras que el lord, pálido de furor, le hacía fuego encima.
Con un salto evitó la bala, luego volteando el sable, gritó:
—Espera un poco, viejo lobo de mar, que te haré degustar la punta de mi hierro.
—¡Traidor, te mato! —respondió el lord.
Se precipitaron el uno contra el otro, uno resuelto a sacrificarse para salvar a la joven, el otro decidido a todo con tal de arrancarla al Tigre de la Malasia. Mientras se intercambiaban tremendas hendiduras con ensañamiento sin par, ingleses y piratas combatían con igual furor, intentando rechazarse recíprocamente.
Los primeros, reducidos a un puñado de hombres, pero fuertemente atrincherados detrás de los caballos que habían todos caído, se defendían animosamente ayudados por los indígenas, que golpeaban ciegamente, confundiendo sus gritos salvajes con aquellos tremendos de los cachorros. Golpeaban de punta y de filo, haciendo voltear los fusiles utilizándolos como si fuesen masas, retrocedían y avanzaban, pero manteniendo el equilibrio.
Sandokan, con la cimitarra en puño, intentaba, pero en vano, desfondar aquella muralla humana para llevar ayuda al portugués que se afanaba por rechazar los tempestuosos ataques del lobo de mar. Rugía como una bestia, hendía cabezas y desgarraba pechos, se abalanzaba locamente entre las puntas de las bayonetas, arrastrando consigo a su terrible banda que agitaba las hachas sangrientas y los pesados sables de abordaje.
La resistencia de los ingleses no debía durar no obstante mucho. El Tigre arrastrando otra vez a sus hombres al asalto, consiguió finalmente rechazar a los defensores que se replegaron confusamente unos encima de otros.
—¡Mantente firme, Yanez! —tronó Sandokan acosando con la cimitarra al enemigo que intentaba cerrarle el paso—. Mantente firme que estoy por llegar.
Pero justo en aquel momento el sable del portugués se quebró a la mitad. Se encontró desarmado con la niña aún desvanecida y el lord delante.
—¡Ayuda, Sandokan! —gritó.
El lord se le precipitó encima arrojando un alarido de triunfo, pero Yanez no se turbó. Se libró rápidamente a un lado evitando el sable, luego golpeó con la cabeza al lord derribándolo.
Cayeron no obstante ambos y se pusieron a debatirse procurando sofocarse, rodando entre los muertos y los heridos.
—John —dijo el lord, viendo a un soldado caer a pocos pasos con el rostro cortado por un golpe de hacha—. ¡Mata a lady Marianna! ¡Te lo ordeno!
El soldado haciendo un esfuerzo desesperado se levantó sobre las rodillas con la daga en mano dispuesto a obedecer, pero no tuvo tiempo.
Los ingleses oprimidos por el número caían uno a uno bajo las hachas de los piratas y el Tigre estaba ahí, a dos pasos.
Con un choque irresistible derribó a los hombres que aún permanecían en pie, brincó sobre un soldado que había ya alzado el arma y lo mató con un golpe de cimitarra.
—¡Mía! ¡mía! ¡mía! —exclamó el pirata aferrando a la niña y estrechándola en el pecho.
Brincó fuera de la refriega y huyó a la vecina floresta, mientras sus hombres terminaban con los últimos ingleses.
El lord, arrojado por Yanez contra el tronco de un árbol, se quedó solo y moribundo en medio de los cadáveres que cubrían el sendero.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Yanez se encuentra con Paranoa y le ordena avisar a Ikaut que aliste al prao, en el texto original nombra a Juioko. Lo cambié porque se trata de un error de Salgari.

En el texto original, Yanez dice que Sandokan subió al trono de Marudu, sin embargo decidí cambiarlo por Kinabalu, para mantener cierta coherencia con la séptima novela. Por otra parte, en dicha novela, cuentan que al que destronan es a su padre y no a Sandokan.

Según el relato que Yanez le hace a Marianna sobre los orígenes de Sandokan, vemos que había algo de cierto en la charla que mantuvo este último con lord Guillonk —capítulo VI—, al decirle que venía del sultanato de Sabah. Tanto Marudu como Kinabalu, forman parte de Sabah.

Por otra parte, el pasado de Sandokan tiene ciertas semejanzas con la historia de Syarif Osman y su lucha contra el Imperio británico. Si les interesa conocer más sobre el trasfondo histórico de las novelas de Sandokan, les recomiendo leer el artículo en inglés Sandokan of Malludu. The Historical Background of a Novel Cycle set in Borneo by the Italian Author Emilio Salgari (Bianca Maria Gerlich, 1998).

Entena: “Antenna” en el original, es una vara o palo encorvado y muy largo al cual está asegurada la vela latina en las embarcaciones de esta clase. Madero redondo o en rollo, de gran longitud y diámetro variable.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 10 mi equivalen a 16,09 km.

Gentleman: Así en el original. Caballero inglés de cierto rango social u hombre que se le asemeja en porte, comportamiento y actitud.

Cantón: Ciudad del sur de China, capital de la provincia de Cantón. Su población es de más de tres millones de habitantes. Se comunica con la vecina Hong Kong (a una distancia de 182 km) mediante trenes, autobuses y un servicio de ferry.

Macao: Pequeña región administrativa especial en la costa sur de China. Se encuentra junto a la provincia de Cantón, a 70 km al suroeste de Hong Kong, en el lado sur del delta del río de las Perlas, y a 145 km de la ciudad de Cantón. Desde el 20 de diciembre de 1999, Macao es una de las dos regiones administrativas especiales de la República Popular China. Hasta esa fecha había estado bajo administración portuguesa durante casi 450 años.

Aparejar: “Allestire” en el original, poner a un buque su aparejo para que esté en disposición de poder navegar.

Kinabalu: “Muluder” en el original, se trata de la actual ciudad Kota Kinabalu, capital del estado de Sabah, Malasia. Está ubicada en la costa noroeste de Borneo, frente al mar del Sur de China. El Monte Kinabalu, al este de la ciudad, le dio su nombre. Por otra parte, Kota Marudu, es otra ciudad y distrito del estado de Sabah.

Kutai: “Koti” en el original, es otro nombre con el que se conoce al río Mahakam. Fluye por 920 km en las tierras altas de Borneo, hasta su desembocadura en forma de delta sobre el estrecho de Macasar, al este de la isla.

Corsear: Ir a corso.

Támesis: “Tamigi” en el original, es un río del sur de Inglaterra que nace en el condado de Gloucestershire, pasa por Oxford, Eton y Londres y desemboca en el mar del Norte. Su longitud es de 346 km. Hoy en día es el río más importante de Inglaterra y la principal fuente de abastecimiento de agua en Londres.

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