martes, 1 de julio de 2014

XXIV. La mujer del Tigre


La noche era magnífica. La luna, aquel astro de las noches serenas, resplandecía en un cielo sin nubes, proyectando su pálida luz de un azul transparente, de una infinita dulzura, sobre las oscuras y misteriosas florestas, sobre las murmurantes aguas del riachuelo y reflejándose con vago temblequeo sobre las olas del amplio mar de la Malasia.
Una suave brisa, cargada de las exhalaciones perfumadas de las grandes plantas, agitaba con un leve susurro el follaje y descendiendo al plácido mar moría en los lejanos horizontes del oeste.
Todo estaba en silencio, todo era misterio y paz.
Sólo de vez en cuando se oía la resaca que rompía con monótono gorgoteo sobre las desiertas arenas de la playa, el gemido de la brisa parecía un débil lamento y un sollozo que se alzaba sobre el puente del prao corsario.
El veloz leño había dejado la desembocadura del riachuelo y huía hacia occidente, dejando detrás Labuan que ya se confundía en la oscuridad.
Tres personas solas velaban sobre el puente: Yanez, taciturno, triste, sombrío, sentado en popa con una mano sobre la caña del timón; Sandokan y la niña de los cabellos de oro, sentados a proa, a la sombra de las grandes velas, acariciados por la brisa nocturna.
El pirata estrechaba al pecho a la bella fugitiva y le limpiaba las lágrimas que brillaban sobre sus pestañas.
—Escucha, amor mío —decía—. No llores, te haré feliz, inmensamente feliz y seré tuyo, todo tuyo. Iremos lejos de estas islas, sepultaremos mi atroz pasado y no oiremos más hablar ni de mis piratas, ni de mi salvaje Mompracem. Mi gloria, mi dominio, mis sanguinarias venganzas, mi temido nombre, todo olvidaré por ti, porque quiero convertirme en otro hombre. Óyeme, niña adorada, hasta hoy fui el temido pirata de Mompracem, hasta hoy fui asesino, fui cruel, fui feroz, fui tremendo, fui Tigre... pero no lo seré más. Refrenaré los ímpetus de mi naturaleza salvaje, sacrificaré mi dominio, abandonaré este mar que un día me sentí orgulloso de llamar mío y a la terrible banda que hizo mi triste celebridad. No llores, Marianna, el devenir que nos espera no será sombrío, no será oscuro, sino risueño, todo felicidad. Iremos lejos, tanto como para no oír jamás hablar de nuestras islas que nos han visto crecer, vivir, amar y sufrir; perderemos patria, amigos, parientes, ¿pero qué importa? Te daré una nueva isla, más alegre, más risueña, donde no oiré más el rugido de los cañones, donde no veré a la noche divertirse a mi alrededor, a aquel cortejo de víctimas por mí inmoladas que me aullaban siempre: ¡asesino! No, no veré nada más de todo aquello y podré repetirte de la mañana a la noche aquella divina palabra que para mí es todo: ¡te amo y soy tu esposo! ¡Oh! Repíteme también esta dulce palabra que nunca oí resonar en mis oídos durante mi borrascosa vida.
La joven se abandonó en los brazos del pirata repitiendo entre sollozos:
—¡Te amo, Sandokan, te amo y como jamás mujer alguna amó sobre la tierra!
Sandokan la estrechó al pecho, sus labios besaban los dorados cabellos de ella y su frente nívea.
—¡Ahora que eres mía, ay de quien te toque! —continuó el pirata—. Hoy estamos en este mar, pero mañana estaremos seguros en mi inaccesible nido donde nadie tendrá el atrevimiento de venirnos a asaltar; luego, cuando todo peligro haya pasado, iremos donde tú quieras, oh mi dilecta niña.
—Sí —murmuró Marianna—, iremos lejos, tanto como para no oír nunca más hablar de nuestras islas.
Mandó un profundo suspiro que parecía un gemido y se desvaneció entre los brazos de Sandokan. Casi en el mismo instante una voz dijo:
—¡Hermano, el enemigo nos persigue!
El pirata se volvió estrechándose al pecho a la prometida y se encontró de frente a Yanez que le señalaba un punto luminoso avanzando sobre el mar.
—¿El enemigo? —preguntó Sandokan con las facciones alteradas.
—He visto ahora aquella luz: viene de oriente, quizá allá abajo una nave corre sobre nuestros rastros, deseosa de recuperar la presa raptada al lord.
—¡Pero nosotros la defenderemos, Yanez! —exclamó Sandokan—. ¡Ay de quien intente cerrarnos el paso, ay de ellos! Sería capaz de luchar, bajo los ojos de Marianna, contra el mundo entero.
Miró atentamente el fanal señalado y se arrancó del flanco la cimitarra. Marianna entonces volvía en sí. Viendo al pirata con el arma en puño arrojó un ligero grito de terror.
—¿Por qué aquella arma desenvainada, oh Sandokan? —preguntó palideciendo.
El pirata la miró con suprema ternura y vaciló, pero luego llevándola dulcemente a popa le mostró el fanal.
—¿Una estrella? —preguntó Marianna.
—No, amor mío, es una nave que nos persigue, es un ojo que escruta ávidamente el mar buscándonos.
—¡Dios mío! ¿Nos persiguen entonces?
—Es probable, pero encontrarán balas y metralla como para diez de ellos.
—¿Pero si te matasen?
—¡Matarme! —exclamó enderezándose, mientras un relámpago soberbio se le escurría en los ojos—. ¡Me creo aún invulnerable!
El crucero, porque tal debía ser, no era mas que una simple sombra. Sus mástiles destacaban ya claramente sobre el fondo claro del cielo y se veía elevarse una gruesa columna de humo en medio de la cual giraban miríadas de chispas.
Su proa cortaba rápidamente las aguas, que centelleaban al claror del astro nocturno y el viento llevaba hasta el prao el fragor de las ruedas mordiendo las olas.
—¡Ven, ven, condenado de Dios! —exclamó Sandokan desafiándolo con la cimitarra, mientras con el otro brazo ceñía a la niña—. Ven a medirte con el Tigre, haz tus cañones rugir, lanza a tus hombres al abordaje: ¡Te desafío!
Luego volviéndose hacia Marianna que miraba ansiosamente el leño enemigo que cortaba camino:
—Ven, amor mío —le dijo—. Te conduciré a tu nido donde estarás al amparo de los tiros de aquellos hombres que hasta ayer eran tus compatriotas y que hoy son tus enemigos.
Se detuvo un instante fijando en el piróscafo, que forzaba las máquinas, una siniestra mirada, luego condujo a Marianna al camarote.
Era esta una pequeña estancia decorada con elegancia, un verdadero nido. Las paredes desaparecían bajo un espeso tejido oriental y el piso estaba cubierto de suaves alfombras indias. Los muebles ricos, bellísimos, de caoba y de ébano taraceados de madreperla, ocupaban los ángulos, mientras que de lo alto pendía una gran lámpara dorada.
—Aquí los tiros no te alcanzarán, Marianna —dijo Sandokan—. Las placas de hierro que cubren la popa de mi leño serán suficientes para detenerlos.
—¿Pero tú, Sandokan?
—Vuelvo al puente a comandar. Mi presencia es necesaria para dirigir la batalla si el crucero nos asalta.
—¿Pero si una bala te golpease?
—No tengo miedo, Marianna. A la primera descarga lanzaré entre las ruedas del leño enemigo tal granada como para detenerlo para siempre.
—Tiemblo por ti.
—La muerte tiene miedo del Tigre de la Malasia —respondió el pirata con supremo orgullo.
—¿Y si aquellos hombres viniesen al abordaje...?
—No les temo, mi niña. Mis hombres son todos valerosos, son verdaderos tigres, dispuestos a morir por su jefe y por ti. ¡Qué vengan sin embargo al abordaje tus compatriotas...! Nosotros los exterminaremos y los meteremos a todos en el mar.
—Te creo, mi valeroso campeón, sin embargo tengo miedo. Ellos te odian, Sandokan, y por atraparte serían capaces de intentar cualquier locura. Cuídate de ellos, mi valiente amigo, porque han jurado matarte.
—¡Matarme...! —exclamó Sandokan, casi con desprecio—. ¡Ellos matar al Tigre de la Malasia...! Que prueben, si lo osan. Me parece haberme vuelto ahora tan poderoso, como para detener con mis manos, las balas de su artillería. No, no temas por mí, niña mía. Voy a castigar al insolente que viene a desafiarme, luego regresaré a ti.
—Mientras tanto rezaré por ti, mi valeroso Sandokan.
El pirata la miró por algunos instantes con profunda admiración, le tomó la cabeza entre las manos y le rozó con los labios los cabellos.
—Y ahora —dijo luego, alzándose fieramente—. ¡A nosotros dos, maldito navío que vienes a perturbar mi felicidad...!
—¡Dios mío, protégelo! —murmuró la joven, cayendo de rodillas.
La tripulación del prao, despertada por el grito de alarma de Yanez, y por el primer cañonazo, había subido precipitadamente a cubierta dispuesta a la lucha. Divisando el leño a tan breve distancia, los piratas se arrojaron bravamente sobre los cañones y sobre las espingardas para responder a la provocación del crucero. Los artilleros habían ya encendido las mechas y estaban por arrimarlas a las piezas, cuando Sandokan compareció.
Viéndolo comparecer sobre el puente, un alarido solo se alzó entre los cachorros:
—¡Viva el Tigre...!
—Largo de aquí —gritó Sandokan, rechazando a los artilleros—. ¡Bastaré yo solo para castigar a aquel insolente! ¡El maldito no irá a Labuan a contar que cañoneó la bandera de Mompracem!
Así dicho fue a colocarse a popa, apoyando un pie sobre la culata de uno de los dos cañones.
En aquel hombre parecía que hubiese regresado el terrible Tigre de la Malasia de otros tiempos... Sus ojos brillaban como carbones encendidos y sus facciones eran presa de una expresión de tremenda ferocidad. Se comprendía que una rabia terrible se inflamaba en su pecho.
—Me desafías —dijo—. ¡Ven y te mostraré a mi mujer...! Ella está debajo de mí defendida por mi cimitarra y por mis cañones. Ven a tomarla, si eres capaz. ¡Los tigres de Mompracem te esperan!
Se volvió hacia Paranoa que estaba cerca, sujetando la caña del timón y le dijo:
—Manda a diez hombres a la bodega y haz traer a cubierta aquel mortero que he hecho embarcar.
Un instante después diez piratas izaban fatigosamente sobre el puente un grueso mortero, asegurándolo con algunas sogas cerca del palo mayor. Un artillero lo cargó con una bomba de ocho pulgadas, de veintiún kilogramos de peso y que estallando debía lanzar veintiocho esquirlas de hierro.
—Ahora esperemos el alba —dijo Sandokan—. Quiero mostrarte, oh leño maldito, mi bandera y mi mujer.
Subió sobre la amura de popa y se sentó con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada fija sobre el crucero.
—¿Pero qué tienes intenciones de hacer? —le preguntó Yanez—. El piróscafo dentro de poco estará a buen tiro y abrirá fuego contra nosotros.
—Tanto peor para él.
—Esperemos entonces, ya que así lo quieres.
El portugués no se había engañado. Diez minutos después, aún cuando el prao devorase el camino, el crucero estaba a sólo dos mil metros. De pronto un rayo relampagueó a proa del leño y una fuerte detonación sacudió los estratos del aire, pero no se oyó el silbido agudo de la bala.
—¡Ah! —exclamó Sandokan riendo burlonamente—. ¿Me invitas a detenerme y a pedir mi bandera? Yanez, despliega el estandarte de la piratería. La luna está espléndida y con los catalejos la verán.
El portugués obedeció.
El piróscafo que parecía no esperar mas que una señal, de súbito redobló la carrera y llegado a mil metros disparó un cañonazo, pero no de pólvora, porque el proyectil pasó silbando sobre el prao.
Sandokan no se movió, ni pestañeó. Sus hombres se dispusieron a los puestos de combate, pero no dieron respuesta ni a las intimaciones ni a la amenaza. El navío continuó avanzando, pero más lentamente, con prudencia. Aquel silencio debía preocuparlo, y no poco, bien sabiendo que los leños corsarios están siempre armados y equipados con tripulaciones resueltas.
A ochocientos metros lanzó un segundo proyectil que, mal dirigido, rebotó en el mar después de haber rozado la coraza de popa del pequeño leño. Una tercera bala poco después se introducía en la cubierta del prao horadando las dos velas mayor y trinquete, mientras una cuarta se estrellaba contra uno de los dos cañones de popa, dejando un fragmento hasta en la amura sobre la cual estaba sentado Sandokan.
Este se enderezó con un gesto soberbio y, tendiendo la derecha hacia el leño enemigo, gritó con voz amenazante:
—¡Tira tira, nave maldita! ¡No te temo! Cuando puedas verme, te romperé la rueda y te detendré el vuelo.
Otros dos rayos relampaguearon sobre la proa del piróscafo, seguidos de dos agudas detonaciones.
Una bala fue a estrellarse en parte de la amura de popa a solo dos pasos de Sandokan, mientras que la otra se llevaba claramente la cabeza de un hombre que estaba ligando una escota sobre el pequeño castillo de proa. Un alarido de furor se alzó entre la tripulación.
—¡Tigre de la Malasia! ¡Venganza!
Sandokan se volvió hacia sus hombres, mandando sobre ellos una mirada enojada.
—¡Silencio! —tronó— Aquí comando yo.
—El leño no nos perdona, Sandokan —dijo Yanez.
—Deja que tire.
—¿Qué quieres esperar?
—El alba.
—Es una locura, Sandokan. ¿Si una bala te golpease?
—¡Soy invulnerable! —gritó el Tigre de la Malasia—. Mira: ¡yo desafío el fuego de aquel leño!
Con un brinco se había lanzado sobre la amura de popa, agarrándose al asta de la bandera.
Yanez sintió un estremecimiento de espanto.
La luna había salido sobre el horizonte y del puente del leño enemigo, con un buen catalejo, se podía distinguir a aquel temerario que se exponía a los tiros de cañón.
—¡Desciende, Sandokan! —gritó Yanez—. Quieres hacerte matar.
Una sonrisa desdeñosa fue la respuesta del formidable hombre.
—¡Piensa en Marianna! —respondió Yanez.
—Ella sabe que no tengo miedo. Silencio; ¡a sus puestos!
Habría sido más fácil detener al piróscafo en su carrera que determinar a Sandokan a abandonar aquel puesto.
Yanez, que conocía la tenacidad de su compañero, renunció a un segundo intento y se retiró detrás de uno de los dos cañones.
El crucero, después de aquellos cañonazos casi infructuosos, había suspendido el fuego. Su capitán quería ciertamente cortar más camino para no malgastar inútilmente las municiones.
Por otro cuarto de hora los dos leños continuaron su carrera, luego a quinientos metros el cañoneo fue reanudado con mayor furia. Las balas caían numerosas alrededor del pequeño velero y no siempre iban perdidas. Algunos proyectiles pasaban silbando a través del velamen, cortando alguna cuerda o embotando la extremidad de las vergas y algún otro iba a rebotar o resonaba contra las planchas metálicas. Una bala atravesó el puente, enfilada, rozando el palo mayor. Si hubiese pasado a pocos centímetros más a la derecha, el velero habría sido detenido en su carrera.
Sandokan, no obstante aquel peligroso granizar, no se movía. Miraba fríamente la nave enemiga que forzaba su máquina para cortar camino, y sonreía irónicamente cada vez que una bala le silbaba en las orejas.
Hubo un momento no obstante en que Yanez lo vio brincar en pie e inclinarse como si estuviese allí para lanzarse hacia el mortero, pero luego retomó casi de súbito su lugar murmurando:
—¡No todavía! ¡Quiero que tú veas a mi mujer!
Por otros diez minutos el piróscafo bombardeó al pequeño velero que no hacía ninguna maniobra para sustraerse a aquel granizo de hierro, luego las detonaciones poco a poco se volvieron raras hasta que cesaron del todo. Mirando atentamente sobre la arboladura del leño enemigo, Sandokan vio blandir una gran bandera blanca.
—¡Ah! —exclamó el formidable hombre—. ¡Me invitas a rendirme...! ¡Yanez!
—¡Qué quieres hermanito!
—Despliega mi bandera.
—¿Estás loco? Aquellos bribones reanudarán el cañoneo. Ya que se han cansado, déjalos tranquilos.
—Quiero que se sepa que quien guía este prao es el Tigre de la Malasia.
—Y te saludarán con un granizo de granadas.
—El viento comienza a hacerse más fresco, Yanez. Dentro de diez minutos estaremos fuera del alcance de sus tiros.
—Sea entonces.
A una seña suya un pirata colgó la bandera a la driza de popa y la izó hasta la punta del palo mayor.
Un golpe de viento la soltó y a la límpida luz de la luna mostró su color sanguíneo.
—¡Tira ahora! ¡Tira! —gritó Sandokan, tendiendo el puño hacia el leño enemigo—. ¡Haz tronar tus cañones, arma a tus hombres, llena de carbón tus calderas, yo te espero! ¡Quiero mostrarte mi conquista al relampaguear de mi artillería!
Dos tiros de cañón fueron la respuesta. La tripulación del crucero había ya divisado la bandera de los tigres de Mompracem y reanudaba, con mayor vigor, el cañoneo.
El crucero precipitaba la marcha para ir encima del velero y, de ser necesario, abordarlo.
En su camino humeaba como un volcán y las ruedas mordían ruidosamente las aguas. Cuando las detonaciones cesaban, se oían incluso los sordos bramidos de la máquina.
Su tripulación debió no obstante muy pronto convencerse de que no era fácil rivalizar con un velero aparejado como prao. Habiendo crecido el viento, el pequeño leño, que hasta ahora no había podido alcanzar los diez nudos, había tomado una velocidad más rápida. Sus inmensas velas, henchidas como dos balones, ejercían sobre el leño un esfuerzo extraordinario.
No corría más: volaba sobre las tranquilas aguas del mar, rozándolas apenas. Había ciertos momentos en que parecía incluso que se levantase y que su casco no tocase ni siquiera el agua.
El crucero tiraba furiosamente, pero ya sus balas caían todas en la estela del prao.
Sandokan no se había movido. Sentado junto a su roja bandera, vigilaba atentamente el cielo. Parecía que no se ocupase más ni siquiera del navío, que le daba caza con tanta saña.
El portugués, que no comprendía qué idea tenía Sandokan, se le acercó diciéndole:
—¿Qué quieres hacer entonces, hermanito mío? Dentro de una hora estaremos bien lejos de aquel leño si este viento no cesa.
—Espera todavía un poco, Yanez —respondió Sandokan—. Mira allá, a oriente: las estrellas comienzan a palidecer, y por el cielo se difunden ya los primeros clarores del alba.
—¿Quieres arrastrar a aquel crucero hasta Mompracem para luego abordarlo?
—No tengo esa intención.
—No te comprendo.
—Apenas el alba permita a la tripulación de aquel leño divisarme, castigaré a aquel insolente.
—Eres un muy hábil artillero como para esperar la luz del sol. El mortero está listo.
—Quiero que vean quién da fuego a la pieza.
—Quizá lo sepan ya.
—Es verdad, quizá lo sospechan, pero no me basta. Quiero mostrarles también a la mujer del Tigre de la Malasia.
—¿Marianna...?
—Sí, Yanez.
—¡Qué locura...!
—Así se sabrá en Labuan que el Tigre de la Malasia ha osado violar las costas de la isla y afrontar a los soldados que velan por lord Guillonk.
—En Victoria no se ignorará ya la audaz expedición por ti intentada.
—No importa. ¿Está listo el mortero...?
—Está ya cargado, Sandokan.
—Dentro de pocos minutos castigaremos a aquel curioso. Romperé una de sus ruedas, lo verás, Yanez.
Mientras hablaban, hacia oriente una pálida luz, que se teñía no obstante rápidamente de reflejos rosados, continuaba difundiéndose en el cielo. La luna estaba poniéndose en el mar, mientras los astros continuaban palideciendo. Unos pocos minutos más y el sol debía aparecer. El leño de guerra estaba ya lejos a alrededor de mil quinientos metros. Forzaba siempre las máquinas no obstante perdía camino a cada minuto. El veloz prao cortaba rápidamente aumentando el viento con el despuntar del alba.
—Hermanito mío —dijo de pronto Yanez—. Baja con un buen tiro al crucero.
—Haz rizar las velas trinquete y mayor —respondió Sandokan—. Cuando estemos a quinientos metros daré fuego al mortero.
Yanez dio de súbito el comando. Diez piratas se treparon sobre los flechastes, bajaron las dos velas y ejecutaron rápidamente la maniobra. Reducido el velamen, el prao comenzó a aminorar la carrera. El crucero, avisado, reanudó el cañoneo, aún cuando estuviese todavía demasiado lejos como para esperar un buen acierto.
Le tomó aún una buena media hora para que llegase a la distancia deseada por Sandokan.
Ya sus balas comenzaban a caer sobre el puente del prao, cuando el Tigre, lanzándose bruscamente de la amura, se colocó detrás del mortero. Un rayo de sol había surgido del mar, iluminando las velas del prao.
—¡Y ahora a mí...! —gritó Sandokan, con una sonrisa extraña—. ¡Yanez, pon el leño a través del viento...!
Un instante después el pequeño velero se ponía a través del viento, permaneciendo casi en calma.
Sandokan se hizo dar una mecha que Paranoa había ya encendido y se inclinó sobre la pieza, calculando con la mirada la distancia.
El leño de guerra, viendo al velero detenerse, aprovechaba para intentar alcanzarlo. Avanzaba con creciente rapidez, humeando y bufando y alternando tiros de granada y proyectiles. Las esquirlas de hierro brincaban por la cubierta, horadando las velas y cortando las cuerdas, se deslizaban por las planchas, chirriando y maltratando las cuadernas. Ay si aquella lluvia hubiese durado solamente diez minutos. Sandokan, impasible siempre continuaba mirando.
—¡Fuego! —gritó de pronto, dando un salto atrás.
Se inclinó sobre la humeante pieza, conteniendo la respiración, con los labios estrechados y los ojos fijos delante de sí, como si quisiese seguir la invisible trayectoria del proyectil.
Pocos instantes después una segunda detonación estallaba a lo lejos. La bomba había estallado entre los rayos de la rueda de babor, haciendo saltar, con inaudita violencia, los aparejos de la rueda y las paletas. El piróscafo, golpeado gravemente, se inclinó sobre el flanco desgarrado, luego se puso a girar sobre sí mismo al batir de la otra rueda que mordía aún las aguas.
—¡Viva el Tigre! —aullaron los piratas arrojándose sobre los cañones.
—¡Marianna! ¡Marianna! —exclamó Sandokan mientras el piróscafo volcado sobre el flanco destrozado, embarcaba agua a toneladas.
La joven a aquella llamada compareció sobre el puente. Sandokan la tomó entre los brazos, la alzó hasta la amura y mostrándola a la tripulación del piróscafo tronó:
—¡He aquí mi mujer!
Luego mientras los piratas precipitaban sobre el navío un huracán de metralla, el prao viraba de bordo alejándose rápidamente hacia el oeste.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

El peso que indica Salgari para la bala del mortero —veintiún kilogramos— se corresponde con la información encontrada. Las balas de calibre 8 pulgadas —203 mm— pesan aproximadamente 20 kg.

Mortero: “Mortaio” en el original, es una pieza de artillería, de gran calibre y corta longitud, destinada a lanzar bombas.

Pulgadas: 1 in = 2,54 cm = 25,4 mm. Por lo tanto, 8 in equivalen a 203,2 mm.

Escota: “Scotta” en el original, es un cabo que sirve para cazar las velas.

Arboladura: “Alberatura” en el original, es el conjunto de árboles y vergas de un buque.

Driza: Cuerda o cabo con que se izan y arrían las vergas, y también el que sirve para izar los picos cangrejos, las velas de cuchillo y las banderas o gallardetes.

Nudos: 1 kn = 1,852 km/h. Por lo tanto, 10 kn equivalen a 18,52 km/h.

Rizar: “Prendere terzaruoli” en el original, es hacer en las telas, papel o cosa semejante dobleces menudos que forman diversas figuras.

Cuadernas: “Madieri” en el original, son las piezas curvas cuya base o parte inferior encaja en la quilla del buque y desde allí arrancan a derecha e izquierda, en dos ramas simétricas, formando como las costillas del casco.

Paletas: “Pale” en el original, la traducción literal sería “palas”. En castellano corresponde llamarlas “paletas” y son cada una de las tablas de madera o planchas metálicas, planas o curvas, que se fijan sobre una rueda o eje para que ellas mismas muevan algo o para ser movidas por el agua, el viento u otra fuerza.

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