miércoles, 9 de julio de 2014

XXV. A Mompracem


Habiendo castigado el leño enemigo que había debido detenerse para reparar los gravísimos daños causados por la granada, tan diestramente lanzada por Sandokan, el prao cubierto de sus inmensas velas se había de súbito alejado, con aquella velocidad que es propia de aquel tipo de leños que desafían a los más veloces clíperes de la marina de los dos mundos. Marianna, abatida por tantas emociones, se había nuevamente retirado al gracioso camarote y también buena parte de la tripulación había dejado la cubierta no estando el leño amenazado por ningún peligro, al menos por el momento. Yanez y Sandokan, no obstante, no habían dejado el puente. Sentados sobre el coronamiento de popa charlaban entre ellos, mirando de vez en cuando hacia el este, a donde se divisaba aún un sutil penacho de humo.
—Aquel piróscafo tendrá mucho que hacer para arrastrarse hasta Victoria —decía Yanez.
—La bomba lo ha maltratado tan gravemente como para hacerle imposible toda tentativa de persecución.
—¿Crees que nos lo haya mandado detrás lord Guillonk?
—No, Yanez —respondió Sandokan—. Al lord le habría faltado tiempo como para acudir a Victoria y advertir al gobernador lo que ha sucedido. Aquel leño no obstante debía buscarnos quizá desde hace algunos días. Ya en la isla se debía saber que nosotros habíamos desembarcado.
—¿Crees que el lord nos dejará tranquilos...?
—Lo dudo mucho, Yanez. Conozco a aquel hombre y sé cuán tenaz y vengativo es. Nosotros debemos esperar, y pronto, un formidable asalto.
—¿Vendrá a asaltarnos a nuestra isla...?
—Estoy seguro, Yanez. Lord James goza de mucha influencia y además sé que es riquísimo. A él le será por consiguiente fácil fletar a todos los leños que estén disponibles, enrolar marineros y tener la ayuda del gobernador. En breve veremos aparecer delante de Mompracem a una flotilla, lo verás.
—¿Y qué haremos?
—Daremos nuestra última batalla.
—¿La última...? ¿Por qué dices eso, Sandokan?
—Porque Mompracem perderá luego a sus jefes —dijo el Tigre de la Malasia con un suspiro—. Mi carrera está por terminar, Yanez. Este mar, teatro de mis empresas, no verá más los praos del Tigre surcar sus olas.
—¡Ah! Sandokan...
—Qué quieres, Yanez: así está escrito. El amor de la niña de los cabellos de oro debía apagar al pirata de Mompracem. Es triste, inmensamente triste, mi buen Yanez, tener que dar un adiós y para siempre a estos lugares y tener que perder la fama y el dominio, sin embargo deberé resignarme. ¡No más batallas, no más tronar de artillerías, no más humeantes cascos hundiéndose en los báratros de este mar, no más tremendos abordajes...! ¡Ah...! Siento mi corazón sangrar, Yanez, pensando que el Tigre morirá para siempre y que este mar y mi propia isla serán de otros.
—¿Y nuestros hombres?
—Ellos seguirán el ejemplo de su jefe, si lo quieren, y darán también un adiós a Mompracem —dijo Sandokan con voz triste.
—¿Y nuestra isla después de tanto esplendor deberá permanecer desierta como lo estaba antes de tu aparición?
—Lo estará.
—¡Pobre Mompracem...! —exclamó Yanez con profundo pesar—. ¡Yo que la amaba como si fuese ya mi patria, mi tierra natal...!
—¿Y crees que yo no la amo...? ¿Crees que no se me estrecha el corazón pensando que quizá no la volveré a ver nunca más y que quizá ya no surcaré, con mis praos, este mar que llamaba mío...? Si pudiese llorar, verías cuántas lágrimas mojarían mis mejillas. Vamos, así lo quiere el destino. Resignémonos, Yanez, y no pensemos más en el pasado.
—Sin embargo no sé resignarme, Sandokan. ¡Ver desaparecer de un solo golpe nuestro dominio que nos ha costado inmensos sacrificios, tremendas batallas y ríos de sangre...!
—Es la fatalidad que así lo quiere —dijo Sandokan con voz sorda.
—O mejor el amor de la niña de los cabellos de oro —dijo Yanez—. Sin aquella mujer el rugido del Tigre de la Malasia llegaría todavía potente hasta Labuan y haría temblar, por largos años todavía, a los ingleses y hasta al sultán de Varani.
—Es verdad, amigo mío —dijo Sandokan—. Es la niña la que ha dado el golpe mortal a Mompracem. Si no la hubiese visto nunca, quizá por unos cuantos años aún nuestras triunfantes banderas correrían de un lado al otro en este mar, pero ya es demasiado tarde para romper las cadenas que ha arrojado sobre mí. Si hubiese sido otra mujer, pensando en la ruina de nuestro dominio, la habría evitado o llevado a Labuan... pero siento que quebraría por siempre mi existencia, si no debiera nunca más volver a verla. La pasión que me arde en el pecho es demasiado gigante como para sofocarla. ¡Ah...! ¡Si ella lo quisiese...! ¡Si ella no tuviese horror de nuestro oficio y no tuviese miedo de la sangre y del estruendo de las artillerías! ¡Cómo haría brillar el astro de Mompracem junto a ella...! Un trono podría darle aquí o sobre las costas de Borneo, y en cambio... Vamos, se cumple nuestro destino. Iremos a dar a Mompracem la última batalla, luego dejaremos la isla y navegaremos...
—¿Pero a dónde, Sandokan?
—Lo ignoro, Yanez. Iremos donde ella quiera, muy lejos de estos mares y de estas tierras, tanto así como para no oírnos nunca más hablar. Si tuviera que permanecer cerca, no sé si sabría resistir por mucho a la tentación de regresar a Mompracem.
—Pues bien, lo que sea; vamos a empeñar la última pugna y luego se marchan lejos —dijo Yanez con acento resignado—. La lucha no obstante será tremenda, Sandokan. El lord nos dará un asalto desesperado.
—Encontrará la madriguera del Tigre inexpugnable. Nadie hasta ahora ha sido tan audaz de violar las costas de mi isla y no las tocará ni siquiera él. Espera a que hayamos llegado y verás qué trabajos emprenderemos para no hacernos aplastar por la flotilla que mandará en contra de nosotros. Volveremos a la villa tan fuerte como para poder resistir al más terrible bombardeo. El Tigre no está aún domado y rugirá fuerte otra vez y arrojará espanto a las filas enemigas.
—¿Y si fuéramos superados en número? Tú sabes, Sandokan, que los holandeses son aliados de los ingleses en la represión de la piratería. Las dos flotas podrían unirse para dar a Mompracem el golpe mortal.
—Si fuera a verme vencido, daré fuego a la pólvora y saltaremos todos, con nuestra villa y nuestros praos. No podría resignarme a la pérdida de la niña. Antes que vérmela raptar prefiero la muerte mía y suya.
—Esperemos que aquello no suceda, Sandokan.
El Tigre de la Malasia inclinó la cabeza sobre el pecho y suspiró, luego, después de algunos instantes de silencio, dijo:
—Sin embargo, tengo un triste presentimiento.
—¿Cuál? —preguntó Yanez con ansiedad.
Sandokan no respondió. Abandonó al portugués y se apoyó sobre la amura de proa exponiendo el ardiente rostro a la brisa nocturna.
Estaba inquieto: profundas arrugas surcaban su frente y de vez en cuando suspiros le salían de los labios.
—¡Fatalidad...! Y todo por aquella criatura celestial —murmuró—. ¡Por ella deberé perder todo, todo, hasta este mar que llamaba mío y que consideraba como sangre de mis venas! ¡Qué será de ellos; de aquellos hombres que desde hace seis años combato sin pausa, sin tregua, de aquellos hombres que me han precipitado de las gradas de un trono en el fango, que han matado a mi madre, hermanos, hermanas...! ¡Ah! Te lamentas... —continuó mirando el mar, que gorgoteaba delante de la proa del veloz leño—. Gimes, no querrías convertirte en aquellos hombres, no querrías volver a ser tranquilo como antes de que yo llegase aquí, ¿pero crees que yo no sufro? Si fuese capaz de llorar, de estos ojos brotarían no pocas lágrimas. Vamos, ¿a qué lamentarse ahora? Esta niña divina me compensará por tantas pérdidas.
Llevó las manos a la frente como si quisiese expulsar los pensamientos que se le acumulaban en el ardiente cerebro, luego se enderezó y a lentos pasos descendió al camarote. Se detuvo oyendo a Marianna hablar.
—No, no —decía la joven con voz sofocada—. Déjeme, no pertenezco más a usted... Soy del Tigre de la Malasia... ¿Por qué quiere que me separarme de él...? ¡Fuera William, lo odio, fuera... fuera...!
—Sueña —murmuró Sandokan—. Duerme segura niña que aquí no corres peligro alguno. Yo velo y para arrancarte de mí será necesario que pasen sobre mi cadáver.
Abrió la puerta del camarote y miró. Marianna dormía respirando afanosamente y agitaba los brazos como si procurase alejarse de una visión. El pirata la contempló algunos instantes con indefinible dulzura, luego se retiró sin hacer ruido y entró en su camarote.
Al día siguiente el prao, que había navegado toda la noche con velocidad considerable, se encontraba a sólo sesenta millas de Mompracem. Ya todos se consideraban seguros, cuando el portugués que vigilaba con gran atención, divisó una sutil columna de humo que parecía se dirigiese hacia el este.
—¡Oh! —exclamó él— ¿Tenemos otro crucero a la vista? Que yo sepa no hay volcanes en este trecho de mar.
Se armó de un catalejo y se trepó hasta la cima del palo mayor, escrutando con profunda atención aquel humo que entonces se había considerablemente acercado. Cuando descendió su frente estaba obnubilada.
—¿Qué tienes, Yanez? —preguntó Sandokan que había regresado a cubierta.
—He descubierto una cañonera, hermanito mío.
—No es problema.
—Sé que no se arriesgará a atacarnos, estando aquellos leños armados usualmente de un solo cañón, pero estoy inquieto por otro motivo.
—¿Cuál es?
—Que el leño viene del oeste y quizá de Mompracem.
—¡Oh...!
—No querría que durante nuestra ausencia una flota enemiga hubiese bombardeado nuestro nido.
—¿Mompracem bombardeada? —preguntó una voz argentina detrás de ellos. Sandokan se volvió rápidamente y se encontró delante de Marianna.
—¡Ah! ¡Eres tú, amiga mía! —exclamó él—. Te creía todavía dormida.
—Me desperté hace un momento, ¿pero de qué hablaban? ¿Quizá un nuevo peligro nos amenaza?
—No, Marianna —respondió Sandokan—. Estamos no obstante inquietos al ver una cañonera que viene de occidente o sea de la parte de Mompracem.
—¿Temes que haya cañoneado tu villa?
—Sí, pero no sola; una descarga de nuestros cañones habría bastado para hundirla.
—¡Ah! —exclamó Yanez, dando dos pasos adelante.
—¿Qué ves?
—La cañonera nos ha divisado y vira de bordo dirigiéndose hacia nosotros.
—Vendrá a espiarnos —dijo Sandokan.
En efecto, el pirata no se había engañado. La cañonera, una de las más pequeñas, con un peso de quizá cien toneladas, armada de un solo cañón situado en la plataforma de popa, se acercó hasta los mil metros, luego viró de bordo pero no se alejó del todo, porque se veía siempre su penacho de humo a una decena de millas hacia el este.
Los piratas no se preocupaban por esto, bien sabiendo que aquel pequeño leño no se habría atrevido a arrojarse contra el prao, cuya artillería era tan numerosa como para hacer frente a cuatro enemigos semejantes.
Hacia el mediodía un pirata, que se había trepado sobre la verga de trinquete, para acomodar una soga, señaló Mompracem, la temida cueva del Tigre de la Malasia.
Yanez y Sandokan respiraron, creyéndose ya seguros y se precipitaron hacia la proa seguidos por Marianna.
Allí, donde el cielo se confundía con el mar, se divisaba una larga cinta aún de color indeciso, pero que poco a poco se volvía verde.
—¡Pronto, pronto! —exclamó Sandokan presa de una viva ansiedad.
—¿Qué temes? —preguntó Marianna.
—No sé, pero el corazón me dice que algo ha sucedido allí. ¿La cañonera nos sigue siempre?
—Sí, veo el penacho de humo hacia el este —dijo Yanez.
—Mala señal.
—Lo temo también yo, Sandokan.
—¿Ves algo tú?
Yanez apuntó un catalejo y miró con profunda atención por algunos minutos.
—Veo los praos anclados en la bahía.
Sandokan respiró y un rayo de alegría relampagueó en sus ojos.
—Esperemos —murmuró.
El prao, impulsado por un buen viento, al cabo de una hora llegó a pocas millas de la isla y se dirigió hacia la bahía que se abría delante de la villa.
Muy pronto llegó tan cerca como para discernir completamente las fortificaciones, los almacenes y las cabañas.
Sobre la gran peña, sobre la cima del vasto edificio que servía de vivienda al Tigre, se veía ondear la gran bandera de la piratería, pero la villa no estaba más florida como había sido dejada y los praos no eran tan numerosos.
Varios bastiones aparecían gravemente dañados, muchas cabañas se veían medio quemadas y varios leños faltaban.
—¡Ah! —exclamó Sandokan, comprimiéndose el pecho—. Aquello que sospechaba ha sucedido: el enemigo ha asaltado mi cueva.
—Es verdad —murmuró Yanez, con dolor.
—Pobre amigo —dijo Marianna golpeada por el dolor que se reflejaba en el rostro de Sandokan—. Mis compatriotas han aprovechado tu ausencia.
—Sí —respondió Sandokan sacudiendo tristemente la cabeza—. ¡Mi isla, un día temida e inaccesible, ha sido violada y mi fama se ha oscurecido para siempre!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Sandokan dice que hace seis años que lucha contra aquellos hombres que lo derrocaron, en realidad dice doce. Lo ajusté para darle coherencia con el resto de las novelas.

Cuando Yanez dice “Que el leño viene del oeste y quizá de Mompracem”, en realidad en el original dice “Quel legno viene dall'est e forse da Mompracem”, o sea, viene del este y no del oeste. Seguramente se trate de un error, de Salgari o de la edición, ya que más adelante Sandokan le dice a Marianna que la cañonera viene de occidente, mientras ellos viajan hacia Mompracem con rumbo este.

Clíperes: “Clippers” en el original, es un buque de vela, fino, ligero y muy resistente.

Coronamiento de popa: “Coronamento di poppa” en el original, es la parte de la borda que corresponde a la popa del buque.

Báratros: Del latín barăthrum, y este del griego βάραθρον, es una forma poética de llamar al infierno como lugar de castigo eterno. O también en mitología hace referencia al infierno como lugar que habitan los espíritus de los muertos.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 60 mi equivalen a 96,56 km; 10 mi equivalen a 16,09 km.

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