jueves, 17 de julio de 2014

XXVI. La Reina de Mompracem


Desgraciadamente Mompracem, la isla considerada tan formidable como para asustar a los más valerosos con solo verla, no solo había sido violada, sino que por poco no había caído en las manos de los enemigos.
Los ingleses, probablemente informados de la partida de Sandokan, seguros de encontrar un presidio débil, se habían de improviso dirigido contra la isla, bombardeando las fortificaciones, mandando a pique varios leños e incendiando parte de la villa. Habían tenido la audacia hasta de desembarcar tropas para intentar apoderársela, pero el valor de Giro-Batol y de sus cachorros había finalmente triunfado y los enemigos habían sido obligados a retirarse por el temor de ser sorprendidos por la espalda por los praos de Sandokan, que los creían no lejos. Había sido una victoria, es verdad, pero por poco la isla no había ido a manos del enemigo.
Cuando Sandokan y sus hombres desembarcaron, los piratas de Mompracem reducidos a la mitad, se precipitaron a su encuentro con inmensos vivas, reclamando venganza contra los invasores.
—Vayamos a Labuan, Tigre de la Malasia —aullaban—. ¡Devolvamos las balas que han lanzado contra nosotros!
—Capitán —dijo Giro-Batol adelantándose—. Hemos hecho lo posible por abordar la escuadra que nos asaltó, pero no lo conseguimos. Condúzcanos a Labuan y destruiremos aquella isla hasta el último árbol, hasta el último arbusto.
Sandokan, en vez de responder, tomó a Marianna y la condujo delante de la horda:
—¡Es la patria de ella —dijo—, la patria de mi mujer!
Los piratas viendo a la joven que hasta entonces había permanecido detrás de Yanez, mandaron un grito de sorpresa y de admiración.
—¡La Perla de Labuan! ¡Viva la Perla...! —exclamaron, cayendo de rodillas delante de ella.
—Su patria me es sagrada —dijo Sandokan—, pero dentro de poco tendremos campo para devolver a nuestros enemigos las balas que lanzaron sobre estas costas.
—¿Estamos por ser asaltados? —preguntaron todos.
—El enemigo no está lejos, mis valientes; ustedes pueden divisar su vanguardia en aquella cañonera que circula audazmente cerca de nuestras costas. Los ingleses tienen fuertes motivos para asaltarme: quieren vengar a los hombres que matamos bajo la floresta de Labuan y arrebatarme a esta joven. Estén listos, que el momento quizá no esté lejos.
—Tigre de la Malasia —dijo un jefe adelantándose—. Nadie, mientras que uno de nosotros permanezca vivo, vendrá a raptar a la Perla de Labuan ahora que la recubre la bandera de la piratería. Ordene: ¡estamos dispuestos a dar toda nuestra sangre por ella!
Sandokan, profundamente conmovido miró a aquellos valientes que aclamaban las palabras del jefe y que, después de haber perdido a tantos compañeros, aún ofrecían su vida para salvar a aquella que había sido la principal causa de sus desventuras.
—Gracias amigos —dijo con voz sofocada.
Se pasó varias veces una manos sobre la frente, mandó un profundo suspiro, ofreció el brazo a la lady que estaba no menos conmovida y se alejó con la cabeza inclinada sobre el pecho.
—Se terminó —murmuró Yanez con voz triste.
Sandokan y su compañera subieron la estrecha escalera que conducía sobre la peña, seguidos por las miradas de todos los piratas que los miraban con una mezcla de admiración y de pesar, y se detuvieron delante de la gran cabaña.
—He aquí tu morada —dijo entrando—. Era la mía, es un feo nido donde se desarrollaron algunas veces densos dramas... Es indigno de hospedar a la Perla de Labuan, pero es seguro, inaccesible al enemigo que no podrá quizá nunca aquí llegar. Si te hubieses convertido en la Reina de Mompracem, lo habría embellecido, lo habría hecho un palacio real... Vamos, ¿por qué hablar de cosas imposibles? Todo está muerto o está por morir aquí.
Sandokan llevó las manos al corazón y su rostro se alteró dolorosamente. Marianna le arrojó los brazos al cuello.
—Sandokan tú sufres, me escondes tus dolores.
—No, ánima mía, estoy conmovido, pero nada más. ¿Qué quieres? Al encontrar mi isla violada, mis bandas diezmadas y al pensar que dentro de poco deberé perder todo...
—Sandokan, añoras entonces tu pasado dominio y sufres con la idea de tener que perder tu isla. Óyeme, mi héroe, ¿quieres que yo permanezca en esta isla entre tus cachorros, que empuñe también yo la cimitarra y que combata a tu lado? ¿Lo quieres?
—¡Tú! ¡tú! —exclamó—. No, no quiero que te conviertas en semejante mujer. Sería una monstruosidad el obligarte a permanecer aquí, ensordecerte siempre con el retumbar de la artillería y con los alaridos de los combatientes y exponerte a un continuo peligro. Dos felicidades serían demasiado y no las quiero.
—¿Entonces me amas más que a tu isla, que a tus hombres y que a tu fama?
—Sí, ánima celestial. Esta noche reuniré a mis bandas y les diré que nosotros, después de combatir la última batalla, bajaremos por siempre nuestra bandera y dejaremos Mompracem.
—¿Y qué dirán tus cachorros ante semejante propuesta? Ellos me odiarán sabiendo que soy la causa de la ruina de Mompracem.
—Ninguno osará alzar la voz hacia ti. Yo soy aún el Tigre de la Malasia, aquel Tigre que los ha hecho siempre temblar con un solo gesto. Y luego me aman demasiado como para no obedecerme. Vamos, dejemos que se cumpla nuestro destino.
Sofocó un suspiro, luego dijo con una amarga añoranza:
—El amor tuyo me hará olvidar mi pasado y quizá también Mompracem.
Depuso sobre sus rubios cabellos un beso, por consiguiente llamó a dos malayos dedicados a las habitaciones y:
—He aquí su ama —les dijo indicando a la joven—. Obedézcanle como a mí mismo.
Así dicho, después de haber cambiado con Marianna una larga mirada, salió con rápidos pasos y descendió a la playa.
La cañonera humeaba siempre a la vista de la isla, dirigiéndose ahora hacia el norte y ahora hacia el sur. Parecía que buscase descubrir algo, probablemente alguna otra cañonera o crucero proveniente de Labuan. Mientras tanto los piratas, previendo ya un no lejano ataque, trabajaban febrilmente bajo la dirección de Yanez, reforzando los bastiones, excavando zanjas y realzando taludes y empalizadas.
Sandokan se acercó al portugués que estaba desarmando la artillería de los praos para guarnecer un potente reducto, construido precisamente en el centro de la villa.
—¿Ninguna otra nave ha aparecido? —le preguntó.
—No —respondió Yanez—, pero la cañonera no deja nuestras aguas y esto es una mala señal. Si el viento fuese tan fuerte como para superar la máquina, la asaltaría con mucho placer.
—Es necesario tomar las medidas para poner a reparo nuestras riquezas y en caso de derrota prepararnos la retirada.
—¿Temes no poder hacer frente a los asaltantes?
—Tengo presentimientos siniestros, Yanez; siento que esta isla estoy por perderla.
—¡Bah! Hoy o dentro de un mes es lo mismo, desde que has decidido abandonarla. ¿Nuestros piratas lo saben?
—No, pero esta noche conduciré a las bandas a mi cabaña y allí aprenderán mis decisiones.
—Será un mal golpe para ellos, hermano.
—Lo sé, pero si quieren continuar por su propia cuenta con la piratería, no lo impediré.
—¡Ni pensarlo! Sandokan. Ninguno abandonará al Tigre de la Malasia y todos te seguirán donde quieras.
—Lo sé, me aman demasiado estos valientes. Trabajemos, Yanez, volvamos nuestra roca sino inexpugnable, al menos formidable.
Alcanzaron a sus hombres que trabajaban con ensañamiento sin par, levantando nuevos terraplenes y nuevas trincheras, plantando enormes empalizadas que guarecían de espingardas, acumulando inmensas pirámides de balas y de granadas, reparando las artillerías con barricadas de troncos de árbol, de piedras y de placas de hierro arrancadas a los navíos saqueados en sus numerosas correrías. Al atardecer la roca presentaba un aspecto imponente y podía decirse inexpugnable.
Aquellos ciento cincuenta hombres, porque a tan pocos habían sido reducidos por el ataque de la escuadra y por la pérdida de dos tripulaciones, que habían seguido a Sandokan a Labuan, y de los cuales no se había tenido ninguna buena nueva, habían trabajado como quinientos.
Calada la noche Sandokan hizo embarcar sus riquezas sobre un gran prao y lo mandó junto con otros dos, sobre las costas occidentales a fin de hacerse a la mar si la fuga fuese necesaria.
A la medianoche Yanez, con los jefes y todas las bandas, subía a la gran cabaña donde lo esperaba Sandokan.
Una sala, amplia como para contener doscientas o más personas, había sido decorada con lujo insólito. Grandes lámparas doradas derramaban torrentes de luz haciendo centellear el oro y la plata de los tapices y de las alfombras y la madreperla que adornaba los ricos muebles de estilo indio.
Sandokan se había puesto el traje de gala, de raso rojo y el turbante verde adornado de un penacho agobiado de brillantes. Llevaba en el cinturón el kris, insignia de gran jefe y una espléndida cimitarra con la vaina de plata y la empuñadura de oro.
Marianna en cambio llevaba un vestido de terciopelo negro bordado en plata, fruto de quién sabe cuál saqueo y que dejaba al descubierto los brazos y los hombros sobre los cuales caían como lluvia de oro sus estupendos cabellos rubios. Ricos brazaletes adornados de perlas de inestimable valor y una diadema de brillantes, que mandaba rayos de luz, la volvían más bella, más fascinante. Los piratas al verla no habían podido contener un grito de admiración delante de aquella soberbia criatura, que ellos resguardaban como una divinidad.
—Amigos, mis fieles cachorros —dijo Sandokan llamando en torno suyo a la formidable banda—. Aquí los he llamado para decidir la suerte de mi Mompracem. Ustedes me han visto luchar por tantos años sin pausa y sin piedad contra aquella raza execrada que asesinó a mi familia, que me arrebató la patria, que de las gradas de un trono me precipitó a traición en el polvo y que apunta ahora a la destrucción de la raza malaya, ustedes me han visto luchar como un tigre, rechazar siempre a los invasores que amenazaban nuestra salvaje isla, pero ahora basta. El destino quiere que me detenga, y así será. Ya siento que mi misión vengadora ha terminado; siento que no sé más rugir ni combatir como hace tiempo, siento que me es necesario un reposo. Combatiré entonces una última batalla con el enemigo que vendrá quizá mañana a asaltarnos, luego daré un adiós a Mompracem e iré lejos a vivir con esta mujer que amo y que se convertirá en mi mujer. ¿Quieren ustedes continuar las empresas del Tigre? Les dejo mis leños y mis cañones y si prefieren seguirme a mi nueva patria, los consideraré entonces como mis hijos.
Los piratas, que parecían aterrorizados por aquella revelación inesperada, no respondieron, pero se vieron aquellos rostros, ennegrecidos por la pólvora de los cañones y por los vientos del mar, bañarse de lágrimas.
—¡Lloran! —exclamó Sandokan con voz alterada por la conmoción—. ¡Ah! Sí, los comprendo mis valientes, ¿pero creen que no sufro a la idea de no volver a ver quizá nunca más mi isla, mi mar, de perder mi dominio, de regresar a la oscuridad después de haber brillado tanto, de haber conquistado tanta fama, aunque sea terrible, siniestra? Es la fatalidad que así lo quiere y doblegó al jefe y luego ahora no pertenezco más que a la Perla de Labuan.
—¡Capitán, mi capitán! —exclamó Giro-Batol que lloraba como un niño—. Quédese todavía entre nosotros, no abandone nuestra isla. La defenderemos contra todos, levantaremos hombres, nosotros si quiere, destruiremos Lauban, Varani, Sarawak a fin de que nadie más ose amenazar la felicidad de la Perla de Labuan.
—¡Milady! —exclamó Juioko—. Quédese también usted, nosotros la defenderemos contra todos, haremos con nuestros cuerpos escudo contra los golpes del enemigo y si quiere conquistaremos un reino para darle un trono.
Entre todos los piratas hubo una explosión de verdadero delirio. Los más jóvenes suplicaban, los más viejos lloraban.
—¡Quédese milady! ¡Quédese en Mompracem! —gritaban todos agolpándose delante de la joven. Ésta de pronto avanzó hacia las bandas, reclamando con un gesto silencio.
—Sandokan —dijo con un acento que no temblaba—. ¿Si te dijera de renunciar a tus venganzas y a la piratería y si yo cortase por siempre el débil vínculo que me liga a mis compatriotas y adoptase por patria esta isla, aceptarías?
—¿Tú, Marianna, permanecer en mi isla?
—¿Lo quieres?
—Sí y te juro que no tomaré las armas más que en defensa de mi tierra.
—¡Que Mompracem sea entonces mi patria y aquí me quedo!
Cien armas se alzaron y se cruzaron sobre el pecho de la joven que había caído entre los brazos de Sandokan, mientras los piratas a una voz gritaron:
—¡Viva la Reina de Mompracem! ¡Ay de quien la toque...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Presidio: En este caso, guarnición de soldados que se ponía en las plazas, castillos y fortalezas para su custodia y defensa. Ciudad o fortaleza que se podía guarnecer de soldados.

Taludes: “Scarpe” en el original, inclinación del paramento (cara) de un muro o de un terreno.

Reducto: Obra de campaña, cerrada, que ordinariamente consta de parapeto y una o más banquetas.

Raso: Tela de seda lustrosa, de más cuerpo que el tafetán y menos que el terciopelo.

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