viernes, 25 de julio de 2014

XXVII. El bombardeo de Mompracem


Al día siguiente parecía que el delirio se hubiese apoderado de los piratas de Mompracem. No eran hombres, sino titanes que trabajaban con energía sobrehumana para fortificar su isla que ya no querían abandonar más, desde que la Perla de Labuan había jurado quedarse.
Se afanaban alrededor de las baterías, levantaban nuevas trincheras, golpeaban furiosamente las rocas para arrancar bloques que debían reforzar los reductos, llenaban los gaviones que disponían delante de los cañones, derribaban árboles para levantar nuevas empalizadas, construían nuevos bastiones que armaban con las artillerías retiradas de los praos, excavaban trampas, preparaban minas, llenaban los fosos de montones de espinas y plantaban en el fondo puntas de hierro envenenadas con el jugo del upas; fundían balas, reforzaban el polvorín, afilaban las armas.
La Reina de Mompracem, bella fascinante, centelleante de oro y perlas, estaba allí animando con su voz y con sus sonrisas.
Sandokan estaba a la cabeza de todos y trabajaba con una actividad febril que parecía una verdadera locura. Corría donde era necesaria su intervención, ayudaba a sus hombres a colocar en batería la artillería, partía rocas para obtener materiales, dirigía las obras de defensa desde todos los puntos, válidamente ayudado por Yanez, que parecía haber perdido su acostumbrada calma.
La cañonera, que navegaba siempre a la vista de la isla, espiando los trabajos, bastaba para estimular a los piratas, convencidos ya de que esperaba una poderosa escuadra para bombardear la roca del Tigre.
Hacia el mediodía llegaron a la villa varios piratas que habían partido la noche anterior con los tres praos y las noticias que trajeron no eran inquietantes. Una cañonera que parecía española se había mostrado a la mañana directo hacia el este, pero sobre las costas occidentales ningún enemigo había aparecido.
—Temo un gran ataque —dijo Sandokan a Yanez—. Los ingleses no vendrán solos a asaltarme, lo verás.
—¿Se habrán unido a los españoles y a los holandeses?
—Sí, Yanez, y mi corazón me dice que no me engaño.
—Encontrarán pan para sus dientes. Nuestra villa se ha vuelto inexpugnable.
—Quizá, Yanez, pero no desesperemos. De todos modos en caso de derrota los praos están listos para hacerse a la mar.
Volvieron al trabajo mientras algunos piratas invadían las aldeas indígenas diseminadas en el interior de la isla, para reclutar a los hombres más aptos. Al atardecer la villa estaba lista para sostener la lucha y presentaba un cerco de fortificaciones verdaderamente imponente.
Tres líneas de bastiones, los unos más robustos que los otros, cubrían enteramente la villa, extendiéndose en forma de semicírculo.
Empalizadas y fosos amplios volvían la escalada de aquellos fortines casi imposible. Cuarenta y seis cañones de calibre 12, 18 y algunos de 24 colocados en el gran reducto central, una media docena de morteros y sesenta espingardas defendían la plaza, listos para vomitar balas, granadas y metralla sobre las naves enemigas. Durante la noche Sandokan hizo desarbolar y vaciar de todo aquello que contenían los praos, por consiguiente los hundió en la bahía a fin de que el enemigo no se los apoderase o los destroce y mandó varias canoas a la mar a fin de vigilar los movimientos de la cañonera, pero esta no se movió.
Al alba Sandokan, Marianna y Yanez, que desde hacía algunas horas dormían en la gran cabaña, fueron bruscamente despertados por agudos clamores.
—¡El enemigo! ¡El enemigo! —se gritaba en la villa.
Se precipitaron fuera de la cabaña y se apresuraron al borde de la gigantesca peña. El enemigo estaba allí, a seis o siete millas de la isla y avanzaba lentamente en orden de batalla. Al verlo, una profunda arruga surcó la frente de Sandokan, mientras el rostro de Yanez se oscurecía.
—Pero es una verdadera flota —murmuró éste—. ¿Dónde aquellos perros ingleses han recogido tantas fuerzas?
—Es una unión que aquellos de Labuan mandan contra nosotros —dijo Sandokan—. Mira, hay leños ingleses, holandeses, españoles y hasta praos de aquel canalla del sultán de Varani, pirata cuando quiere y que está celoso de mi dominio.
Y era verdad. La escuadra agresora se componía de tres cruceros de gran tonelaje, llevando bandera inglesa, dos corbetas holandesas potentemente armadas, cuatro cañoneras y un cúter españoles, y ocho praos del sultán de Varani. Podían disponer todos juntos de ciento cincuenta o ciento sesenta cañones y de mil quinientos hombres.
—¡Son muchos por Júpiter! —exclamó Yanez—. Pero nosotros somos valerosos y nuestra roca es fuerte.
—¿Vencerás, Sandokan? —preguntó Marianna con voz que temblaba.
—Esperemos, amor mío —respondió el pirata—. Mis hombres son audaces.
—Tengo miedo, Sandokan.
—¿De qué?
—De que una bala te mate.
—Mi buen genio que por tantos años me protegió no me abandonará hoy que pugno por ti. Ven Marianna, que los minutos son preciosos.
Descendieron la escalera y fueron a la villa, donde los piratas habían ya tomado lugar detrás de los cañones, dispuestos a empeñar con gran coraje la titánica lucha. Doscientos indígenas, hombres que sabían sino resistir un choque, al menos dar arcabuzazos y hasta cañonazos, maniobra que habían aprendido con facilidad de sus maestros, habían ya llegado y se habían dispuesto en los puntos asignados por los jefes de la piratería.
—Bien —dijo Yanez—. Somos unos trescientos cincuenta para sostener el choque.
Sandokan llamó a seis de los más valerosos hombres y les confió a Marianna, a fin de que la internasen en los bosques para no exponerla al peligro.
—Ve, mi dilecta —dijo estrechándola al corazón—. Si venzo tú serás entonces la Reina de Mompracem y si la fatalidad me hace perder, levantaremos vuelo e iremos a buscar la felicidad a otras tierras.
—¡Ah! ¡Sandokan, tengo miedo! —exclamó la joven llorando.
—Volveré por ti, no temas mi dilecta. Las balas perdonarán al Tigre de la Malasia, hasta en esta pugna.
La besó en la frente, luego huyó hacia los bastiones, tronando:
—¡Arriba cachorros, que el Tigre está con ustedes! El enemigo es fuerte, pero nosotros somos aún los tigres de la salvaje Mompracem.
Un alarido solo le respondió:
—¡Viva Sandokan! ¡Viva nuestra Reina...!
La flota enemiga se había detenido a seis millas de la isla y varias embarcaciones se separaban de las naves conduciendo aquí y allá a numerosos oficiales. Sobre el crucero, que había enarbolado las insignias de comando, se mantenía sin duda el consejo. A las diez las naves y los praos, siempre dispuestos en orden de batalla, se movieron hacia la bahía.
—¡Tigres de Mompracem! —gritó Sandokan que se encontraba erguido sobre el gran reducto central, detrás de un cañón de veinticuatro—. ¡Recuerden que defienden a la Perla de Labuan y aquellos hombres de allá, que vienen a asaltarnos, son aquellos que asesinaron sobre las costas de Labuan a sus compañeros!
—¡Venganza! ¡Sangre! —aullaron los piratas.
Un tiro de cañón partió en aquel momento de la cañonera que hacía dos días espiaba la isla y que por un caso extraño la bala abatió la bandera de la piratería, que se agitaba en el bastión central. Sandokan se sobresaltó y sobre su rostro se dibujó un vivo dolor.
—¡Vencerás, oh flota enemiga! —exclamó con voz triste—. ¡El corazón me lo dice!
La flota se acercaba siempre, manteniéndose sobre una línea cuyo centro estaba ocupado por los cruceros y las alas por los praos del sultán de Varani. Sandokan dejó que se acercacen hasta los mil pasos, luego alzando la cimitarra tronó:
—¡A sus puestos, cachorros! No los retengo más: bárranme el mar de estos prepotentes. ¡Fuego...!
Al comando del Tigre los reductos, los bastiones, los terraplenes se inflamaron sobre toda la línea, formando una sola detonación capaz de ser oída hasta en las Romades. Pareció que la entera villa saltase por el aire y la tierra se agitó hasta el mar. Nubes densísimas de humo envolvieron las baterías agigantándose bajo nuevos tiros que se sucedían furiosamente desplegándose a diestra y a siniestra, donde tiraban las espingardas.
La escuadra, aún cuando bastante maltratada por aquella formidable descarga, no tardó mucho en responder.
Los cruceros, corbetas, cañoneras y praos se cubrieron de humo agobiando las obras de defensa con balas y granadas, mientras un gran número de hábiles tiradores abría un vivo fuego de mosquetería, que si bien resultaba ineficaz contra los bastiones, molestaba y no poco a los artilleros de Mompracem. No se perdían tiros ni de una parte ni de la otra, se competía en celeridad y precisión, resueltos a exterminarse de lejos primero, y luego de cerca. La flota tenía la supremacía de bocas de fuego y de hombres y tenía la ventaja de moverse y de aislarse dividiendo el fuego del enemigo, pero con todo aquello no ganaba.
Era bello ver aquella villa, defendida por un puñado de valientes, que se inflamaba por todos lados respondiendo tiro por tiro, vomitando torrentes de balas y granadas y huracanes de metralla, rompiendo los flancos de los navíos, destrozando las maniobras y aventando a la tripulación.
Había hierro para todos, rugía más fuerte que todos los cañones de la flota, castigaba a los bravucones que venían a desafiarlo a pocos centenares de metros de la costa, hacía retroceder a los más audaces que procuraban desembarcar los soldados y por tres millas hacía saltar las aguas del mar.
Sandokan, en medio de sus valerosas bandas, con los ojos en llamas, erguido detrás de un grueso cañón de 24, que desencadenaba de su humeante boca enormes proyectiles, tronaba siempre:
—¡Fuego mis valientes! ¡Bárranme el mar, destrípenme estas naves que vienen a raptar a nuestra Reina!
Su voz no iba perdida. Los piratas, conservando una admirable sangre fría entre aquella densa lluvia de balas que destrozaba las empalizadas, que horadaba los terraplenes, que demolía los bastiones, apuntaban intrépidamente la artillería animándose con clamores tremendos.
Un prao del sultán fue incendiado y hecho saltar, mientras procuraba, con una insolente ocurrencia, arribar a los pies de la gran peña. Sus restos llegaron hasta las primeras empalizadas de la villa y los siete u ocho hombres, escapados a las explosiones, fueron fulminados por un nubarrón de metralla.
Una cañonera española, que procuraba acercarse para desembarcar a sus hombres, fue completamente desarbolada y fue a encallarse delante de la villa habiéndole reventado la máquina. Ni siquiera uno de sus hombres se salvó.
—¡Vengan a desembarcar! —tronó Sandokan—. Vengan a medirse con los tigres de Mompracem si lo osan. ¡Ustedes son niños y nosotros gigantes!
Estaba claro que mientras los bastiones se mantuvieran fuertes y la pólvora no fuera a faltar, ninguna nave tendría éxito en acercarse a las costas de la terrible isla.
Desgraciadamente para los piratas, hacia las seis posmeridiano, cuando ya la flota horriblemente maltratada estaba por retirarse, llegó a las aguas de la isla un inesperado socorro que fue acogido con estrepitosos hurra por parte de las tripulaciones. Eran otros dos cruceros ingleses y una gran corbeta holandesa, seguidos a breve distancia por un bergantín a vela pero armado con numerosa artillería. Sandokan y Yanez al ver aquellos nuevos enemigos palidecieron. Comprendieron ahora que la caída de la roca era cuestión de horas, sin embargo no perdieron el ánimo y volvieron parte de sus cañones contra aquellos nuevos navíos. La escuadra así reforzada retomó nuevo vigor acercándose a la plaza batiendo furiosamente las obras de defensa, ya gravemente dañadas. Las granadas caían a centenares delante de los terraplenes, los bastiones, los reductos y sobre la villa, provocando violentas explosiones que destruían las obras, rompiendo las empalizadas, introduciéndose a través de las troneras. Al cabo de una hora la primera línea de los bastiones no era más que un montón de ruinas.
Dieciséis cañones estaban reducidos a inservibles y una docena de espingardas yacían entre los escombros y entre un montón de cadáveres.
Sandokan intentó un último golpe. Enderezó el fuego de sus cañones sobre la nave comandante, dejando a las espingardas responder el fuego de los otros navíos. Por veinte minutos el crucero resistió aquella lluvia de proyectiles que lo atravesaban de lado a lado, que le rompían las maniobras y le mataban a la tripulación, pero una granada de 21 kilogramos lanzada por Giro-Batol con un mortero, le abrió en proa una vía de agua enorme.
El leño se inclinó sobre un flanco hundiéndose rápidamente. La atención de las otras naves se dirigió a salvar a los náufragos y numerosas embarcaciones surcaron las olas, pero muy pocos escaparon a la metralla de los piratas.
En tres minutos el crucero se hundió arrastrando a los hombres que aún quedaban en cubierta.
La escuadra por algunos minutos suspendió el fuego, pero luego lo retomó con mayor furia y avanzó hasta solo cuatrocientos metros de la isla. Las baterías de derecha y de izquierda, oprimidas por el fuego, fueron reducidas al silencio al cabo de una hora y los piratas fueron obligados a retirarse detrás de la segunda línea de bastiones y luego detrás de la tercera que estaba ya medio arruinada. En pie y aún en buen estado, no permanecía mas que el gran reducto central, el mejor armado y el más robusto.
Sandokan no se cansaba de animar a sus hombres, pero preveía que el momento de la retirada no estaba lejos.
Media hora después un polvorín saltaba con terrible violencia destrozando las decrépitas trincheras y sepultando entre escombros a doce piratas y a veinte indígenas. Fue intentado otro esfuerzo para detener la marcha del enemigo, concentrando el fuego sobre otro crucero, pero los cañones eran muy pocos, muchos habiendo sido acertados o desmontados.
A las siete y diez minutos hasta el gran reducto se desmoronaba, sepultando a varios hombres y a la más gruesa artillería.
—¡Sandokan! —gritó Yanez precipitándose hacia el pirata, que estaba apuntando su cañón—. La posición está perdida.
—Es verdad —respondió el Tigre con voz sofocada.
—Comanda la retirada o será demasiado tarde.
Sandokan lanzó una mirada desesperada sobre las ruinas en medio de las cuales sólo dieciséis cañones y veinte espingardas aún tronaban y algún otro, sobre la escuadra que estaba bajando al mar las embarcaciones para los hombres de desembarco. Un prao había ya arrojado el ancla a los pies de la gran peña y sus hombres se preparaban para tomar posiciones.
La partida estaba irremediablemente perdida. Dentro de pocos minutos los asaltantes, treinta o cuarenta veces más numerosos, debían desembarcar para atacar las decrépitas trincheras con bayoneta y destrozar a los últimos defensores. Un retraso de pocos momentos podía ser funesto y comprometer la fuga hacia las costas occidentales.
Sandokan recogió todas sus fuerzas para pronunciar aquella palabra jamás salida de sus labios y comandó la retirada.
En el momento en que los cachorros de la perdida Mompracem, con lágrimas en los ojos, el corazón desgarrado, se salvaban en los bosques y los indígenas huían en todas direcciones, el enemigo desembarcaba irrumpiendo furiosamente, con las bayonetas caladas, contra las trincheras detrás de las cuales creía encontrar aún al enemigo. ¡La estrella de Mompracem se había extinguido para siempre!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 6 mi equivalen a 9,66 km; 7 mi equivalen a 11,27 km; 3 mi equivalen a 4,83 km.

Corbetas: “Corvette” en el original, es una embarcación de guerra, con tres palos y vela cuadrada, semejante a la fragata, aunque más pequeña.

Cúter: Embarcación con velas al tercio, una cangreja o mesana en un palo chico colocado hacia popa, y varios foques.

Bergantín: Buque de dos palos y vela cuadrada o redonda.

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