miércoles, 6 de agosto de 2014

XXVIII. En el mar


Los piratas reducidos a sólo setenta, la mayor parte heridos pero aún sedientos de sangre, dispuestos a reanudar la lucha, anhelantes de venganza, se retiraron guiados por los valerosos jefes, el Tigre de la Malasia y Yanez, milagrosamente escapados al hierro y al plomo enemigo.
Sandokan, aún cuando hubiese ya perdido para siempre su dominio, su isla, su mar, todo, conservaba en aquella retirada una calma verdaderamente admirable. Sin duda él, que ya había previsto el inminente fin de la piratería y que ya se había habituado a la idea de retirarse lejos de aquellos mares, se consolaba pensando que entre tanto desastre le quedaba aún su adorada Perla de Labuan.
No obstante, sobre su rostro se divisaban los rastros de una fuerte conmoción, que en vano se esforzaba por esconder.
Apresurando el paso, los piratas llegaron en breve sobre las orillas de un torrente desecado, donde encontraron a Marianna y a los seis hombres que la custodiaban. La joven se precipitó entre los brazos de Sandokan que la estrechó tiernamente al pecho.
—Gracias a Dios —dijo ella—. Regresas a mí aún vivo.
—Vivo sí, pero derrotado —respondió con voz triste.
—Así lo quiso el destino, mi valiente.
—Partamos, Marianna, que el enemigo no está lejos. Vamos, cachorros, no nos hagamos alcanzar por los vencedores. Quizá nos quede aún por luchar y terriblemente.
A los lejos se oían los gritos de los vencedores y aparecía una luz intensa, signo evidente de que la villa había sido incendiada.
Sandokan hizo subir a Marianna sobre un caballo, hecho conducir a aquel lugar el día anterior y la pequeña tropa se puso rápidamente en camino para ganar las costas occidentales, antes de que el enemigo llegase a tiempo para cortarles su retirada.
A las once de la noche, llegaron a una pequeña villa de la costa, delante de la cual estaban anclados los tres praos.
—Pronto, embarquemos —dijo Sandokan—. Los minutos son preciosos.
—¿Seremos asaltados? —preguntó Marianna.
—Quizá, pero mi cimitarra te cubrirá y mi pecho te hará de escudo contra los tiros de los malditos que me oprimieron en número.
Se apresuró a la playa y escrutó el mar que parecía negro como si fuese de tinta.
—No veo ningún fanal —dijo a Marianna—. Quizá podremos abandonar mi pobre isla sin ser molestados.
Emitió un profundo suspiro y se secó la frente empapada de sudor.
—Embarquemos —dijo luego.
Los piratas embarcaron con lágrimas en los ojos; treinta tomaron lugar en el prao mas chico, los otros, parte sobre aquel de Sandokan y parte sobre aquel comandado por Yanez que llevaba los inmensos tesoros del jefe.
En el momento de zarpar las anclas, se vio a Sandokan llevar las manos al corazón como si en el pecho se le hubiese partido algo.
—Amigo mío —dijo Marianna abrazándolo.
—¡Ah! —exclamó con un sombrío dolor—. Me parece que se me parte el corazón.
—Añoras tu perdido dominio, Sandokan, y la pérdida de tu isla.
—Es verdad, amor mío.
—Quizá un día la reconquistarás y regresaremos aquí.
—No, todo ha terminado para el Tigre de la Malasia. Y luego siento que no soy más el hombre de otros tiempos.
Inclinó la cabeza sobre el pecho y se oyó una especie de sollozo, pero luego levantándola con energía tronó:
—¡A la mar...!
Los tres leños desataron las guindalezas y se alejaron de la isla, llevando consigo a los últimos sobrevivientes de aquella formidable banda que por doce años había desparramado tanto terror en el mar de la Malasia.
Habían ya recorrido seis millas cuando un alarido de furor estalló a bordo de los leños.
En medio de la oscuridad habían repentinamente aparecido dos puntos luminosos que corrían hacia la flotilla con denso fragor.
—¡Los cruceros...! —gritó una voz—. ¡Atentos amigos!
Sandokan que estaba sentado a popa con los ojos fijos sobre la isla que desaparecía lentamente en la oscuridad, se alzó arrojando un verdadero rugido.
—¡Otra vez el enemigo! —exclamó con intraducible acento apretándose al pecho a la niña que estaba cerca—. ¿Hasta en el mar, malditos vienen a perseguirme? ¡Cachorros, he aquí los leones que nos corrieron encima! ¡Todos con las armas en puño!
No se necesitaba más para animar a los piratas que ardían de venganza y que ya se ilusionaban, con un combate desesperado, con reconquistar la perdida isla. Todos blandieron las armas dispuestos a montar al abordaje al comando de sus jefes.
—Marianna —dijo Sandokan volviéndose a la joven, que miraba con terror aquellos dos puntos luminosos centelleantes en la oscuridad—. ¡A tu camarote, ánima mía!
—¡Dios mío, estamos perdidos! —murmuró ella.
—No todavía; los tigres de Mompracem tienen sed de sangre.
—¿Serán quizá dos poderosos cruceros, Sandokan?
—Aunque estuviesen montados por mil hombres nosotros los abordaremos.
—No intentes un nuevo combate, mi valiente amigo. Quizá aquellos dos leños no nos han aún divisados y se podría engañarlos.
—Es verdad, lady Marianna —dijo uno de los jefes malayos—. Nos buscan, de esto estoy seguro, pero dudo bastante que nos hayan visto. La noche es oscura y no tenemos ningún fanal encendido a bordo, por cuanto es imposible que se hayan ya percatado de nuestra presencia. Sea prudente, Tigre de la Malasia. Si pudiésemos evitar una nueva lucha, tendremos todo por ganar.
—Sea —respondió Sandokan, después de algunos instantes de reflexión—. Domaré por el momento la rabia que me quema el corazón y buscaré huir a su abordaje, pero ¡ay de ellos si debiesen seguirme en mi nuevo rumbo...! Estoy decidido a todo hasta asaltarlos.
—No comprometamos inútilmente las últimas sobras de los tigres de Mompracem —dijo el jefe malayo—. Seamos prudentes por ahora.
La oscuridad favorecía la retirada.
A un comando de Sandokan el prao viró de bordo, arrimándose a las costas meridionales de la isla, donde existía una bahía bastante profunda como para albergar a una pequeña flotilla. Los otros dos leños se apresuraron a realizar la maniobra, habiendo ya comprendido cual era el plan del Tigre de la Malasia. El viento, más bien fresco, era favorable, soplando del noreste, por consiguiente estaba la posibilidad para los praos de llegar a la bahía antes del despuntar del sol.
—¿Han cambiado el rumbo las dos naves? —preguntó Marianna que escrutaba el mar con viva ansiedad.
—Es imposible saberlo por ahora —respondió Sandokan que había subido sobre la amura de popa para mejor observar los dos puntos luminosos.
—Me parece que van siempre a alta mar, ¿es verdad Sandokan? ¿Me engaño quizá?
—Te engañas, Marianna —respondió el pirata, después de algunos instantes—. También aquellos dos puntos luminosos han virado de bordo.
—¿Y se mueven hacia nosotros?
—Me parece.
—¿Y no conseguiremos huir de ellos? —preguntó la joven con angustia.
—¿Cómo luchar con sus máquinas? El viento es aún débil como para imprimir a nuestros leños tal velocidad de rivalizar con el vapor. Quizá no obstante, el alba no está lejos y al acercarse el sol, en estos parajes el viento aumenta siempre.
—¡Sandokan!
—Marianna...
—Tengo tristes presentimientos...
—No temas, mi niña. Los tigres de Mompracem están dispuestos a morir por ti.
—Lo sé, Sandokan, sin embargo temo por ti.
—¡Por mí! —exclamó el pirata con orgullo— Yo no tengo miedo de aquellos dos leopardos que nos buscan para darnos aún batalla. El Tigre ha sido vencido, pero no aún domado.
—¿Si una bala te golpease? ¡Dios mío! ¡Qué pensamiento tremendo, mi valeroso Sandokan!
—La noche es oscura y ninguna luz brilla a bordo de nuestros leños y... —una voz partida del segundo prao, le cortó la frase:
—¡Eh, hermano!
—¿Qué quieres, Yanez? —preguntó Sandokan que había reconocido la voz del portugués.
—Me parece que aquellos dos navíos se preparan para cortarnos el camino. Los fanales que antes proyectaban una luz roja, ahora se han vuelto verdes y aquello indica que los leños han cambiado de rumbo.
—Entonces los ingleses se han percatado de nuestra presencia.
—Lo temo, Sandokan.
—¿Qué me aconsejas hacer?
—Movernos audazmente a alta mar e intentar pasar en medio de los enemigos. Mira: se alejan el uno del otro para tomarnos en medio.
El portugués no se había engañado.
Los dos leños enemigos, que desde algún tiempo parecía que ejecutaban una maniobra misteriosa, se habían bruscamente alejado.
Mientras uno se dirigía hacia las costas septentrionales de Mompracem el otro se movía rápidamente hacia las meridionales.
Ya no había más duda acerca de sus intenciones. Querían interponerse entre los veleros y la costa para impedir a aquellos buscar refugio en algún golfo y en alguna bahía y obligarlos a hacerse a alta mar para luego asaltarlos en pleno mar.
Sandokan, percatándose, había mandado un alarido de rabia.
—¡Ah! —gritó— ¿Quieren darme batalla? ¡Pues bien, la tendrán!
—No aún hermanito —gritó Yanez que había subido sobre la proa de su leño—. Movámonos a alta mar y procuremos pasar entre aquellos dos adversarios.
—Nos alcanzarán, Yanez. El viento está todavía débil.
—Intentémoslo, Sandokan. ¡Eh! ¡A las escotas ustedes y viremos al oeste! ¡Los cañoneros a sus puestos!
Los tres veleros un instante después cambiaban rumbo, dirigiéndose resueltamente hacia el oeste.
Los dos navíos, como si se hubiesen percatado de aquella audaz maniobra, habían casi de súbito cambiado también la dirección, moviéndose a alta mar.
Ciertamente querían tomar en medio a los tres praos antes de que pudiesen arribar a cualquier otra isla.
Creyendo no obstante que se movieron en aquella dirección por pura casualidad, Sandokan y Yanez no cambiaron el rumbo, es más ordenaron a su tripulación desplegar algunas velas de estay para tratar de ganar más camino.
Por veinte minutos los tres veleros continuaron avanzando, intentando huir al apretón de los dos navíos de guerra que tendían a juntarse. Ningún pirata despegaba su mirada de los fanales, intentando adivinar la maniobra de los enemigos. Estaban no obstante dispuestos a hacer tronar los cañones y los fusiles a la orden de sus jefes. Ya con algunas bordadas se habían puesto casi en alta mar, cuando vieron los fanales virar nuevamente de bordo. Un momento después se oyó a Yanez gritar:
—¡Eh! ¿No ves que nos dan caza?
—¡Ah! ¡Canallas! —aulló Sandokan, con acento intraducible—. ¡También en el mar vienen a asaltarme! ¡Hay hierro y plomo para todos!
—¿Estamos perdidos, verdad, Sandokan? —dijo Marianna estrechándose al pirata.
—No aún, niña —respondió el Tigre—. Pronto, vuelve a tu camarote. Dentro de pocos minutos las balas granizarán sobre el puente de mi prao.
—Quiero permanecer a tu lado, mi valeroso. Si tú mueres, caeré también junto a ti.
—No, Marianna. Si te viese cerca de mí, me faltaría la audacia y temería demasiado. Es necesario que esté libre para volver a ser el Tigre de la Malasia.
—Espera al menos a que aquellas naves estén aquí. Quizá aún no nos han visto.
—Se mueven sobre nosotros a todo vapor, mi dilecta. Ya los diviso.
—¿Son leños poderosos?
—Una corbeta y una cañonera.
—No podrás vencerles.
—Somos todos valerosos y montaremos al asalto de la más grande. Vamos, vuelve a tu camarote.
—¡Tengo miedo, Sandokan! —exclamó la joven sollozando.
—No temas. Los tigres de Mompracem lucharán con coraje desesperado.
En aquel momento un tiro de cañón resonó a lo lejos. Una bala pasó, con un sonido ronco por encima del prao atravesando dos velas.
—¿Oyes? —preguntó Sandokan—. Ellos nos han descubierto y se preparan para darnos batalla. ¡Míralos! ¡Se mueven al mismo tiempo los dos sobre nosotros para espolearnos!
En efecto, los dos leños enemigos avanzan a todo vapor, como si tuviesen intenciones de pasar por encima de los tres pequeños veleros.
La corbeta forzaba sus máquinas, eructando nubarrones de humo rojizo y escorias y se dirigía hacia el prao de Sandokan, mientras que la cañonera procuraba arrojarse contra el comandado por Yanez.
—¡A tu camarote! —gritó Sandokan, mientras un segundo cañonazo era disparado por la corbeta—. ¡Aquí está la muerte!
Aferró entre los vigorosos brazos a la joven y la transportó al camarote. En ese momento una nube de metralla barría la cubierta del leño, diluviando sobre el casco y contra la arboladura. Marianna se agarró desesperadamente a Sandokan.
—No me dejes, mi valeroso —dijo con voz sofocada por los sollozos—. ¡No te alejes de mi lado! ¡Tengo miedo, Sandokan!
El pirata la apartó con dulce violencia.
—No tiembles por mí —le dijo—. Deja que vaya a combatir la última batalla, y que oiga otra vez el estruendo de la artillería. Deja que guíe otra vez a los tigres de Mompracem a la victoria.
—Tengo siniestros presentimientos, Sandokan. Deja que permanezca cerca de ti. Te defenderé contra las armas de mis compatriotas.
—Bastaré yo para volver a echar a pique a mis enemigos.
El cañón tronaba entonces furiosamente sobre el mar. Sobre el puente se oían los alaridos salvajes de los tigres de Mompracem y los gemidos de los primeros heridos.
Sandokan se liberó de los brazos de la joven y se precipitó sobre la escalera aullando:
—¡Adelante mis valientes! ¡El Tigre de la Malasia está con ustedes!
La batalla arreciaba en ambas partes. La cañonera había asaltado al prao del portugués, intentando abordarlo, pero había sucedido de súbito lo peor. La artillería de Yanez la había ya maltratado bastante, triturándole las ruedas, rompiéndole las amuras y cortándole hasta el mástil. La victoria de aquel lado no podía estar en duda, no obstante allí estaba la corbeta, una nave poderosa, armada de muchos cañones y montada por una tripulación numerosísima. Ella se había arrojado encima de los dos praos de Sandokan, cubriéndolos de hierro y haciendo estrago en los piratas.
La aparición del Tigre de la Malasia reanimó a los combatientes que comenzaban a sentirse impotentes ante tanta fulminación.
El formidable hombre se lanzó hacia uno de los dos cañones, aullando siempre ferozmente:
—¡Adelante mis valientes! ¡El Tigre de la Malasia tiene sed de sangre! ¡Barramos el mar y echemos a pique a aquellos perros que vienen a desafiarnos...!
Su presencia no servía no obstante para cambiar la suerte de la áspera lucha. Aún cuando no faltasen sus tiros y habiendo barrido las amuras de la corbeta con nubes de metralla, las balas y las granadas llovían incesantemente sobre su leño, desarbolándolo y destripando a sus hombres.
Era imposible resistir a tanta furia. Unos pocos minutos más y los dos pobres praos habrían sido reducidos a dos pontones rasgados.
Solo el portugués disputaba y con ventaja, la victoria a la cañonera, tirándole andanadas desastrosas.
Sandokan con una sola mirada se percató de la gravedad de la situación. Viendo al otro prao ya desarbolado y casi hundido, lo abordó, haciendo embarcar sobre su propio leño a los sobrevivientes, luego desenvainando la cimitarra, aulló:
—¡Arriba, cachorros...! ¡Al abordaje...!
La desesperación centuplicaba las fuerzas de los piratas.
Descargaron de un solo golpe los dos cañones y las espingardas para barrer la amura de los fusileros que la ocupaban, luego aquellos treinta valerosos lanzaron los garfios de abordaje.
—¡No tengas miedo, Marianna! —gritó una última vez Sandokan, oyendo a la joven invocarlo. Luego a la cabeza de sus valerosos, mientras Yanez, el más afortunado de todos, hacía saltar la cañonera lanzándole una granada a la santabárbara, montó al abordaje precipitándose sobre el puente enemigo como un toro herido.
—¡Largo! —tronó revolviendo su terrible cimitarra—. ¡Soy el Tigre...!
Seguido por sus hombres fue a chocar contra los marineros que acudían con las hachas alzadas y los rechazó hasta la popa, pero de proa irrumpía otra multitud de hombres guiados por un oficial que Sandokan de súbito reconoció.
—¡Ah! ¡Eres tú, baronet! —exclamó el Tigre precipitándose contra él.
—¿Dónde está Marianna? —preguntó el oficial con voz sofocada por el furor.
—¡Ahí está —respondió Sandokan—, tómala!
Con un golpe de cimitarra lo derribó, luego arrojándose sobre él le plantó el kris en el corazón, pero casi al mismo tiempo se desplomaba sobre el puente del leño, golpeado en el cráneo con el revés de un hacha...

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 6 mi equivalen a 9,66 km.

Escotas: “Scotte” en el original, son los cabos que sirven para cazar las velas.

Velas de Estay: “Stragli” en el original, también llamada “foque”, es toda vela triangular que se orienta y amura sobre el bauprés.

Santabárbara: Pañol o paraje destinado en las embarcaciones para custodiar la pólvora.

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