lunes, 18 de agosto de 2014

XXIX. Los prisioneros


Cuando volvió en sí, aún semi aturdido por el feo golpe recibido en el cráneo, se encontró, no más libre sobre el puente de su propio leño, sino encadenado en la bodega de la corbeta.
Primero se creyó presa de un terrible sueño, pero el dolor que le martirizaba aún la cabeza, las carnes desgarradas en varios lugares por las puntas de las bayonetas y sobre todo las cadenas que le apretaban las muñecas lo devolvieron en breve a la realidad.
Se alzó sacudiendo furiosamente los hierros y arrojó alrededor una mirada turbada, como si no estuviese aún muy seguro de no encontrarse más sobre su leño, luego un alarido le irrumpió de los labios, un alarido de bestia herida.
—¡Prisionero...! —exclamó rechinando los dientes e intentando torcer las cadenas—. ¿Qué ha sucedido entonces...? ¿Hemos sido una vez más vencidos por los ingleses...? ¡Muerte y condenación...! ¡Qué terrible despertar! ¿Y Marianna...? ¿Qué le ha sucedido a aquella pobre niña? ¡Quizá esté muerta...!
Un espasmo tremendo le apretó el corazón con aquel pensamiento.
—¡Marianna! —aulló aún retorciendo los hierros—. Niña mía, ¿dónde estás...? ¡Yanez...! ¡Juioko...! ¡Cachorros...! ¡Ninguno responde...! ¿Están todos muertos entonces...? ¡Pero no, es imposible, sueño o estoy loco!
Aquel hombre que jamás había sabido lo que era el miedo, en aquel momento lo probó. Sintió que perdía la razón y miró alrededor con espanto.
—¡Muertos...! ¡Todos muertos...! —exclamó con angustia—. ¡Solo yo he sobrevivido a los estragos para ser quizá arrastrado a Labuan...! ¡Marianna...! ¡Yanez, mi buen amigo...! ¡Juioko...! ¡También ustedes, mis valeroso, han caído bajo el hierro o el plomo de los asesinos...! Mejor hubiera sido que también yo hubiese muerto y sido arrastrado, con mi leño, a los báratros del mar. ¡Dios, qué catástrofe...!
Luego presa de un ímpetu de desesperación o de locura, se precipitó a través del entrepuente, sacudiendo furiosamente las cadenas y gritando:
—¡Mátenme...! ¡Mátenme...! ¡El Tigre de la Malasia no puede más vivir...!
De pronto se detuvo oyendo una voz gritar:
—¡El Tigre de la Malasia...! ¿Está vivo aún el capitán...?
Sandokan miró alrededor.
Una linterna suspendida de una punta, iluminaba escasamente el entrepuente, no obstante aquella luz era suficiente para poder distinguir a una persona. Primero Sandokan no vio mas que toneles, pero luego, mirando mejor, divisó una forma humana acurrucada cerca de la carlinga del palo mayor.
—¿Quién es usted? —gritó.
—¿Quién habla del Tigre de la Malasia? —preguntó en cambio la voz de antes.
Sandokan se estremeció, luego un rayo de gloria le relampagueó en la mirada. Aquel acento no le era desconocido.
—¿Hay uno de mis hombres aquí? —preguntó—. ¿Juioko quizá?
—¡Juioko...! ¿Me conoce entonces? ¡Así que no estoy muerto...!
El hombre se alzó sacudiendo lúgubremente las cadenas y avanzó.
—¡Juioko...! —exclamó Sandokan.
—¡El capitán...! —exclamó el otro.
Luego lanzándose adelante, cayó a los pies del Tigre de la Malasia, repitiendo:
—¡El capitán...! ¡Mi capitán...! ¡Y yo lo había llorado como muerto...!
Aquel nuevo prisionero era el comandante del tercer prao, un valeroso dayak que gozaba de fama grandísima entre las bandas de Mompracem por su valor y por su habilidad marinesca.
Era un hombre de estatura alta, bien proporcionado, como lo son en general los borneanos del interior, de ojos grandes e inteligentes y la piel amarillo-dorada. Como sus compatriotas llevaba los cabellos largos y tenía los brazos y las piernas adornadas con un gran número de anillos de cobre y de latón. El bravo hombre, viéndose delante del Tigre de la Malasia, lloraba y reía a un tiempo.
—¡Vivo...! ¡Aún vivo...! —exclamaba—. ¡Oh, qué felicidad...! Al menos usted ha huido a los estragos.
—¡A los estragos...! —gritó Sandokan—. ¿Están muertos entonces los valerosos que arrastré al abordaje de esta nave...?
—¡Ay de mí...! Sí, todos —respondió el dayak con voz derrotada.
—¿Y Marianna? ¿Ha desaparecido junto al prao? Dímelo Juioko, dímelo.
—No, está viva aún.
—¡Viva...! ¡Mi niña, viva...! —aulló Sandokan fuera de sí por la alegría—. ¿Estás seguro de lo que dices?
—Sí, mi capitán. Usted había caído, pero yo, junto a otros cuatro compañeros, resistíamos aún cuando la niña de los cabellos de oro fue llevada sobre el puente de la nave.
—¿Y por quién?
—Por los ingleses, capitán. La niña asustada por el agua que debía de haber invadido el camarote, había subido sobre la toldilla llamándolo en voz alta. Algunos marineros habiéndola visto estaban dispuestos a arrojar al mar una chalupa y a recogerla. Si hubiesen demorado unos pocos minutos la niña habría desaparecido en el remolino abierto por el prao.
—¿Y estaba aún viva...?
—Sí, capitán. Ella lo llamaba aún cuando la llevaban sobre el puente.
—¡Maldición...! Y no pude correr en su ayuda.
—Lo hemos intentado, capitán. No éramos más que cuatro y teníamos alrededor más de cincuenta hombres que nos intimaban a la rendición, sin embargo nos abalanzamos contra los marineros que llevaban a la Reina de Mompracem. Éramos muy pocos para empeñar otra vez la lucha. Yo fui derribado, pisoteado y luego atado y arrastrado aquí.
—¿Y los otros?
—Se habían hecho matar después de haber hecho estragos con aquellos que los cercaban.
—¿Y Marianna se encuentra a bordo de esta nave?
—Sí, Tigre de la Malasia.
—¿No ha sido transbordada a la cañonera?
—Creo que la cañonera navega ya bajo el agua —dijo Juioko.
—¿Qué quieres decir?
—Que ha sido echada a pique.
—¿Por Yanez?
—Sí, capitán.
—Entonces Yanez está aún vivo.
—Poco antes de que me arrastraran aquí, vi a gran distancia su prao huir con todas las velas desplegadas. Durante nuestra lucha había puesto fuera de combate a la cañonera, rompiéndole las ruedas, luego la ha incendiado. He visto las llamas alzarse sobre el mar y he oído, poco después, un lejano estruendo. Debía ser la santabárbara que estallaba.
—Y de los nuestros, ¿no ha huido ninguno?
—Ninguno, capitán —dijo Juioko con un suspiro.
—¡Todos muertos! —murmuró Sandokan con profundo dolor, tomándose entre las manos la frente—. Y tú has visto caer a Singal, el más valiente y el más viejo campeón de la piratería.
—Se ha desplomado a mi lado con una bala de espingarda en el pecho.
—¿Y Sangan, el león de las Romades?
—Lo he visto caer al mar con la cabeza destrozada por una esquirla de metralla.
—¡Qué masacre...! ¡Pobres compañeros...! ¡Ah...! ¡Triste fatalidad pesaba sobre los últimos tigres de Mompracem!
Sandokan calló, sumergiéndose en dolorosos pensamientos. Por más que tuviese reputación de fuerte, se sentía finalmente abatido por aquel desastre que le había costado la pérdida de su isla, la muerte de casi todos los valientes que lo habían hasta ahora seguido en cien batallas, y por último la pérdida de la niña amada. En tal hombre no obstante el desaliento no debía durar mucho. No habían transcurrido diez minutos que Juioko lo vio brincar en pie con la mirada centelleante.
—Dime —le dijo, volviéndose hacia el dayak—. ¿Crees que Yanez nos siga?
—Tengo esa convicción, mi capitán. El señor Yanez no nos abandonará en la desventura.
—También yo lo espero —dijo Sandokan—. Otro hombre, en su lugar, habría aprovechado mi desventura para huir con las inmensas riquezas que tiene en su prao, pero él no lo hará. Me ama demasiado como para traicionarme.
—¿Y qué quiere concluir, capitán?
—Que huiremos.
El dayak lo miró con estupor, preguntándose en su corazón si el Tigre de la Malasia había perdido la razón.
—¡Huiremos...! —exclamó— ¿Y cómo? No tenemos ni siquiera un arma y por demás estamos encadenados.
—Tengo los medios para hacernos arrojar al mar.
—No lo comprendo, capitán. ¿Quién nos arrojará al agua?
—Cuando un hombre muere a bordo de una nave, ¿qué se hace?
—Se lo mete en una hamaca con una bala de cañón y se lo manda a hacer compañía a los peces.
—Y con nosotros harán otro tanto —dijo Sandokan.
—¿Quiere suicidarnos?
—Sí, pero en un modo de poder volver luego en vida.
—¡Uf...! Tengo mis dudas, Tigre de la Malasia.
—Te digo que nos despertaremos vivos y libres en mar abierto.
—Si usted lo dice, debo creerle.
—Todo depende de Yanez.
—Él debe estar lejos.
—Pero si sigue a la corbeta tarde o temprano nos recogerá.
—¿Y luego?
—Luego regresaremos a Mompracem o a Labuan a liberar a Marianna.
—Me pregunto si sueño.
—¿Dudas de cuánto te he dicho?
—Un poco, lo confieso, mi capitán. Pienso que no poseemos ni siquiera un kris.
—No nos será necesario.
—Y que estamos encadenados.
—¡Encadenados...! —exclamó Sandokan— El Tigre de la Malasia puede romper los hierros que lo mantienen prisionero. ¡A mí mis fuerzas...! ¡Mira...!
Torció con furor los eslabones, luego con un tirón irresistible los abrió y arrojó lejos de sí la cadena.
—¡He aquí el Tigre libre...! —gritó
Casi en el mismo instante la escotilla de popa se alzó y la escalera chirrió bajo el paso de algunos hombres.
—¡Aquí están! —exclamó el dayak.
—¡Ahora los envío a todos...! —aulló Sandokan, que era presa de un tremendo acceso de furor.
Viendo en el suelo una manivela partida, la tomó e hizo acto de precipitarse hacia la escalera. El dayak estaba listo para detenerlo.
—¿Quiere hacernos matar, capitán? —le dijo—. Piense que sobre el puente hay otros doscientos hombres y armados.
—Es verdad —respondió Sandokan; arrojando lejos de sí la manivela—. ¡El Tigre está domado...!
Tres hombres avanzaron hacia ellos. Uno era un teniente de navío, probablemente el comandante de la corbeta; los otros dos eran marineros.
A una seña de su jefe, los dos últimos calaron la bayoneta y apuntaron sus carabinas hacia los dos piratas.
Una sonrisa desdeñosa apareció en los labios del Tigre de la Malasia.
—¿Tiene miedo quizá? —dijo—. ¿O ha descendido, señor teniente, para prestarme a aquellos dos hombres armados...? Le advierto que sus fusiles no me hacen temblar, puede por consiguiente prescindir de tan grotesco espectáculo.
—Sé que el Tigre de la Malasia no tiene miedo —respondió el teniente—. He tomado simplemente precauciones.
—Sin embargo estoy inerme, señor.
—Pero no más encadenado, me parece.
—No soy hombre de tener por largo tiempo las cadenas a las muñecas.
—Una bella fuerza, a fe mía, señor.
—Deje la charla, señor y dígame que quiere.
—He sido enviado aquí para ver si tenía necesidad de alguna cura.
—No estoy herido, señor.
—Sin embargo ha recibido un mazazo en el cráneo.
—Que mi turbante ha sido suficiente para reparar.
—¡Qué hombre! —exclamó el teniente, con sincera admiración.
—¿Ha terminado?
—No aún, Tigre de la Malasia.
—Vamos, ¿qué quiere?
—Me ha mandado aquí una mujer.
—¿Marianna? —gritó Sandokan.
—Sí, lady Guillonk —continuó el teniente.
—¿Está viva, verdad? —preguntó Sandokan, mientras una oleada de sangre le trepó al rostro.
—Sí, Tigre de la Malasia. La he salvado en el momento en el cual vuestro prao estaba por hundirse.
—¡Oh...! ¡Hábleme de ella se lo ruego...!
—¿Con qué fin? Yo le aconsejaría olvidarla, señor.
—¡Olvidarla! —exclamó Sandokan—. ¡Oh...! ¡Jamás...!
—Lady Guillonk está perdida para usted. ¿Qué esperanzas puede tener aún...?
—Es verdad —murmuró Sandokan, con un suspiro—. Yo soy un hombre condenado a muerte, ¿verdad?
El teniente no respondió, pero aquel silencio valía como una afirmación.
—Así estaba escrito —respondió Sandokan, después de algunos segundos—. Mis victorias debían procurarme una muerte ignominiosa. ¿A dónde me conducen?
—A Labuan.
—¿Y me colgarán?
También esta vez el teniente permaneció en silencio.
—Puede decírmelo francamente —dijo Sandokan—. El Tigre de la Malasia jamás ha temblado ante la muerte.
—Lo sé. Usted nos ha desafiado en cien o más abordajes y todos saben que usted es el hombre más valiente que vive en el Borneo.
—Entonces dígame todo.
—No se ha engañado, será colgado.
—Habría preferido la muerte de los soldados.
—El fusilamiento, ¿verdad?
—Sí —respondió Sandokan.
—Yo en cambio le habría perdonado la vida y le habría dado un mando en el ejército de las Indias —dijo el teniente—. Hombres audaces y valientes como usted son raros hoy en día.
—Gracias por su buena intención, pero eso no me salvará de la muerte.
—Muy poco, señor. ¿Qué quiere? Mis compatriotas, aún admirando su extraordinario valor, tienen siempre miedo de usted y no vivirán tranquilos aunque lo viesen lejos de aquí.
—Sin embargo, teniente, cuando usted me ha asaltado yo estaba por dar un adiós a mi vida de pirata y a Mompracem. Quería irme muy lejos de estos mares, no porque temiese a sus compatriotas, porque si lo hubiese querido, habría podido reunir en mi isla a millares de piratas y armar cientos de praos, pero solo porque yo, encadenado a Marianna, después de tantos años de sangrientas luchas, deseaba la vida tranquila junto a la que amaba. El destino no ha querido que pudiese realizar aquel querido sueño, es así. Máteme también, sabré morir fuerte.
—¿No ama más entonces a lady Guillonk?
—¡Sí la amo! —exclamó Sandokan con acento casi desgarrador—. Usted no puede hacerse una idea de la pasión que aquella niña ha hecho nacer en mi corazón. Escúcheme: Ponga aquí a Mompracem y allá a Marianna y abandonaré la primera por la segunda. Deme la libertad con la condición de no volver a ver más a aquella niña y me verá rehusarla. ¿Qué más quiere? ¡Míreme! ¡Estoy desarmado, casi solo, sin embargo si tuviese la más pequeña esperanza de poder salvar a Marianna, me sentiría capaz de cualquier esfuerzo, hasta de abrir los flancos de este navío para mandarlos a todos al fondo del mar!
—Somos más numerosos de lo que cree —dijo el teniente con una sonrisa de incredulidad—. Sabemos cuánto vale y de lo que sería capaz y hemos tomado nuestras precauciones para volverlo impotente. No intente por consiguiente nada; todo sería inútil. Una bala de fusil puede matar al hombre más valiente del mundo.
—La preferiría a la muerte que me espera en Labuan —dijo Sandokan con honda desesperación.
—Le creo, Tigre de la Malasia.
—Pero no estamos aún en Labuan y podría suceder cualquier cosa antes de llegar.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el teniente mirándolo con cierta aprensión—. ¿Pensaron en suicidarse?
—¿Qué les importa a ustedes? Que yo muera de un modo o de otro, el resultado sería idéntico.
—Quizá no se lo impediría —dijo el teniente—. Le confieso que lamentaría mucho verle colgar.
Sandokan estuvo un momento en silencio, mirando fijamente al teniente como si dudase de la veracidad de aquellas palabras, luego dijo:
—¿No se opondría usted si me suicidase?
—No —respondió el teniente—. A un valiente como usted, no le negaría semejante favor.
—Entonces considéreme como hombre muerto.
—¡No obstante no le ofreceré los medios para terminar con su vida!
—Tengo conmigo lo necesario.
—¿Algún veneno quizá?
—Fulminante. Antes no obstante de irme al otro mundo querría rogarle un favor.
—A un hombre que está por morir no se le puede denegar nada.
—Querría ver una última vez a Marianna.
El teniente permaneció mudo.
—Se lo ruego —insistió Sandokan.
—He recibido la orden de mantenerlos separados, en el caso de que hubiese sido tan afortunado de capturarlos. Y luego creo que sería mejor para usted y para lady Marianna, impedirles volver a verse. ¿Con qué fin hacerla llorar?
—¿Me lo niega por un refinamiento de crueldad? No creía que un valiente marinero pudiera convertirse en un esbirro.
El teniente palideció.
—Le juro que me dieron la orden —dijo luego—. Lamento que usted dude de mi palabra.
—Perdóneme —dijo Sandokan.
—No le guardo rencor y para demostrarle que nunca he tenido ningún odio contra un valeroso par, le prometo conducirle aquí a lady Guillonk. Dará no obstante a ella un gran dolor, lo verá.
—No le diré palabra del suicidio.
—¿Y entonces, qué quiere decirle?
—He dejado, en un lugar oculto, los inmensos tesoros y todos lo ignoran.
—¿Y quiere donárselos a ella?
—Sí, a fin de que los disponga como mejor le parezca. Teniente, ¿cuándo podré verla?
—Antes de este atardecer.
—Gracias, señor.
—Prométame no obstante no hablarle de su suicidio.
—Tiene mi palabra. Sin embargo, creo que es atroz el deber morir, cuando ya creía gozar de felicidad al lado de aquella niña que amo tanto.
—Le creo.
—Habría hecho mejor en hundir mi prao en alta mar. Al menos habría descendido en los abismos marinos abrazado a mi prometida.
—¿Y adónde iba cuando nuestros leños lo asaltaron?
—Lejos, muy lejos, quizá a la India o a alguna isla del gran océano. Vamos, ha terminado. Que se cumpla mi destino.
—Adiós, Tigre de la Malasia —dijo el teniente.
—Tengo su promesa.
—Dentro de pocas horas volverá a ver a lady Marianna.
El teniente llamó a los soldados que habían liberado de las cadenas a Juioko y volvió a subir lentamente a cubierta. Sandokan permaneció allí mirándolo, con los brazos cruzados y una extraña sonrisa en los labios.
—¿Le ha traído buenas nuevas? —preguntó Juioko acercándose.
—Esta noche nosotros seremos libres —respondió Sandokan.
—¿Pero si la fuga resultase en vano?
—Entonces abriremos los flancos de este navío y moriremos todos; nosotros, pero también ellos. Esperemos no obstante; Marianna nos ayudará.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Entrepuente: “Frapponte” en el original, también llamado “entrecubierta”, es el espacio que hay entre las cubiertas de una embarcación.

Carlinga: “Scassero” en el original, es el hueco, generalmente cuadrado, en que se encaja la mecha de un árbol u otra pieza semejante.

Ay de mí: “Ohimè” en el original, la traducción literal es la interjección en desuso “Aymé” que significa justamente ay de mí.

Teniente de navío: “Tenente di vascello” en el original, es el oficial del cuerpo general de la Armada, de graduación inmediatamente superior al alférez de navío e inferior al capitán de corbeta.

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