viernes, 22 de agosto de 2014

XXX. La fuga


Habiendo partido el teniente, Sandokan se sentó sobre el último escalón de la escalera, con la cabeza apretada entre las manos, sumergiéndose en profundos pensamientos.
Un dolor inmenso se transparentaba en sus facciones. Si hubiese sido capaz de llorar, no pocas lágrimas habrían mojado sus mejillas.
Juioko se había acurrucado a breve distancia, mirando con ansiedad a su jefe. Viéndolo absorto en sus pensamientos, no había más osado interrogarlo sobre sus futuros proyectos.
Habían transcurrido quince o veinte minutos, cuando la escotilla volvió a alzarse. Sandokan viendo entrar un rayo de luz, se había precipitadamente alzado mirando hacia la escalera.
Una mujer descendía rápidamente. Era la joven de los cabellos de oro, pálida, es más, lívida y lagrimeante.
El teniente la acompañaba, manteniendo no obstante la derecha sobre la culata de una pistola que había puesto en el cinturón.
Sandokan había saltado en pie, mandando un alarido y se había lanzado hacia la prometida estrechándola locamente al pecho.
—Amor mío —exclamó llevándola al lado opuesto de la bodega, mientras el comandante se sentaba a mitad de la escalera con los brazos cruzados y la frente ofuscada—. ¡Finalmente te vuelvo a ver!
—Sandokan —murmuró ella estallando en sollozos—. ¡Creía que no te iba a volver a ver nunca más...!
—Coraje, Marianna, no llores, cruel, frota esas lágrimas que me desgarran.
—Tengo el corazón roto, mi valiente amigo. ¡Ah, no quiero que mueras, no quiero que te separen de mí! Yo te defenderé contra todos, te liberaré, quiero que seas otra vez mío.
—¡Tuyo! —exclamó emitiendo un profundo suspiro—. Sí, volveré a ser tuyo, ¿pero cuándo?
—¿Por qué cuándo?
—¿Pero no sabes, desventurada niña, que me llevan a Labuan para matarme?
—Pero te salvaré.
—Tú, sí, quizá si me ayudaras.
—¡Tienes un proyecto entonces! —exclamó ella delirante por la alegría.
—Sí, si Dios me protege. Escúchame, amor mío.
Lanzó una mirada sospechosa al teniente que no se había movido de su lugar, luego trayendo a la joven lo más cerca que le era posible, le dijo:
—Proyecto una fuga y tengo la esperanza de conseguirlo, pero tú no podrás venir conmigo.
—¿Por qué, Sandokan? ¿Dudas de que no sea capaz de seguirte? ¿Temes quizá que me falte el coraje para afrontar los peligros? Soy enérgica y no temo a nadie más; si quieres apuñalaré a tus centinelas o haré saltar este navío con todos los hombres que lo montan, si es necesario.
—Es imposible, Marianna. Daría la mitad de mi sangre para llevarte conmigo, pero no puedo. Me es necesaria tu ayuda para huir o todo será en vano, pero te juro que no permanecerás mucho tiempo entre tus compatriotas, aunque tenga que levantar con mis riquezas un ejército y guiarlo contra Labuan.
Marianna escondió la cabeza entre las manos y gruesas lágrimas inundaron su bello rostro.
—Permanecer aquí, sin ti —murmuró con voz desgarradora.
—Es necesario, mi pobre niña. Escúchame ahora.
Se sacó del pecho una microscópica cajita y abriéndola mostró a Marianna algunas píldoras de un color rojizo y que transmitían un olor agudísimo.
—¿Ves estas bolitas? —le preguntó—. Contienen un veneno potente pero no mortal, que tiene la propiedad de suspender la vida, en un hombre robusto, por seis horas. Es un sueño que asemeja perfectamente a la muerte y que engaña al médico más experto.
—¿Y qué vas a hacer?
—Juioko y yo tragaremos una cada uno, nos creerán muertos, nos arrojarán al mar, pero luego resucitaremos libres en el mar abierto.
—¿Pero no se ahogarán?
—No, porque cuento contigo.
—¿Qué debo hacer? Habla, ordena Sandokan, estoy dispuesta a todo con tal de verte libre.
—Son las seis —dijo el pirata extrayendo su cronómetro—. Dentro de una hora mi compañero y yo tragaremos las píldoras y mandaremos un agudo grito. Tú marcarás exactamente en tu reloj el segundo minuto en el cual aquel grito será emitido, contarás seis horas, y dos segundos antes nos harás arrojar al mar. Procurarás lanzarnos sin hamaca y sin bala a los pies, y tratarás de arrojar algún flotador al mar que nos pueda servir y posiblemente verás de esconder algún arma bajo nuestra vestimenta. ¿Me has comprendido bien?
—He esculpido todo en mi memoria, Sandokan. ¿Pero después adónde irán?
—Tengo la certeza de que Yanez nos sigue y nos recogerá. Luego reuniré armas y piratas y vendré a liberarte, aunque deba meter hierro y fuego a Labuan y exterminar a sus habitantes.
Se detuvo metiéndose las uñas en las carnes.
—¡Maldito sea el día en el cual me llamaron el Tigre de la Malasia, maldito sea el día en el cual me volví vengador y pirata, desencadenando sobre mí el odio de los pueblos que se interponen, como horrible espectro, entre mí y esta divina niña...! ¡Si nunca hubiese sido un hombre sanguinario, al menos no estaría encadenado a bordo de este leño, ni arrastrado hacia el patíbulo, ni jamás separado de esta mujer que tan inmensamente amo!
—¡Sandokan...! No hables así.
—Sí, tienes razón, Perla de Labuan. Deja que te contemple una última vez —dijo viendo al teniente alzarse y acercarse.
Levantó la rubia cabeza de Marianna y la besó en el rostro como un loco.
—¡Cuánto te amo, sublime criatura...! —exclamó, fuera de sí—. ¡Es necesario separarnos...!
Sofocó un gemido y se limpió rápidamente una lágrima que le rodaba sobre su morena mejilla.
—Parte, Marianna, parte —dijo bruscamente—. ¡Si tú permaneces, lloraré como un niño!
—¡Sandokan...! ¡Sandokan...!
El pirata escondió el rostro entre las manos y dio dos pasos atrás.
—¡Ah! ¡Sandokan! —exclamó Marianna, con acento desgarrador.
Quiso lanzarse hacia él, pero las fuerzas le vinieron a menos y cayó entre los brazos del teniente que se había acercado.
—¡Parte! —gritó el Tigre de la Malasia, volviéndose a otro lugar y ocultando el rostro.
Cuando se volvió, la escotilla había sido ya bajada.
—¡Todo ha terminado! —exclamó con voz triste—. No me queda más que adormecerme sobre las olas del mar malayo. ¡Pueda un día volver a ver feliz a aquella que tanto amo...!
Se dejó caer a los pies de la escalera con el rostro entre las manos y permaneció así casi una hora. Juioko lo arrancó de aquella muda desesperación.
—Capitán —dijo—. Coraje, no desesperemos ahora.
Sandokan se alzó con un gesto enérgico.
—Huyamos.
—No pido más.
Extrajo la cajita y retiró dos píldoras, ofreciéndole una al dayak.
—Es necesario tragarla a mi señal —dijo.
—Estoy listo.
Extrajo el reloj y miró.
—Son las siete menos dos minutos —continuó Sandokan—. Dentro de seis horas nosotros volveremos a la vida sobre el mar abierto.
Cerró los ojos y tragó la píldora mientras Juioko lo imitaba. Enseguida se vio a aquellos dos hombres retorcerse como bajo un violento e imprevisto espasmo, por consiguiente desplomarse en el suelo emitiendo dos agudos alaridos.


Aquellos gritos, a pesar del bufar de las máquinas y del fragor de las olas levantadas por las potentes ruedas, fueron oídos en cubierta por todos y hasta por Marianna que ya los esperaba presa de mil ansias.
El teniente descendió precipitadamente a la bodega seguido por algunos oficiales y por el médico a bordo. A los pies de la escalera chocó contra dos supuestos cadáveres.
—Están muertos —dijo—. Aquello que temía ha sucedido.
El médico los examinó, pero aquel bravo hombre no pudo hacer mas que constatar la muerte de los dos prisioneros.
Mientras los marineros los alzaban, el teniente volvió a subir a cubierta y se acercó a Marianna que se mantenía apoyada en la amura de babor, haciendo esfuerzos sobrehumanos para sofocar el dolor que la oprimía.
—Milady —le dijo—. Una desgracia le ha tocado al Tigre de la Malasia y a su compañero.
—La adivino... Están muertos.
—Es verdad, milady.
—Señor —dijo ella con voz rota pero enérgica—. Vivos pertenecían a usted, muertos me pertenecen a mí.
—Le dejo la libertad de hacer con ellos lo que más le plazca, pero quiero darle un consejo.
—¿Cuál?
—Hágalos arrojar al mar antes de que el crucero llegue a Labuan. Su tío podría hacer colgar a Sandokan aunque esté muerto.
—Acepto su consejo; haga traer los dos cadáveres a popa y déjenme sola con ellos.
El teniente se inclinó y dio las órdenes necesarias, a fin de que se cumpliese la voluntad de la joven lady.
Un momento después los dos piratas eran colocados sobre dos tablas y llevados a popa, listos para ser arrojados al mar.
Marianna se arrodilló junto a un Sandokan rígido y contempló calladamente aquel rostro descompuesto por la potente acción del narcótico, pero que conservaba aún aquel viril orgullo que infundía temor y respeto. Esperó a que nadie tuviese sobre ella reparos y que la oscuridad hubiese calado, luego sacó del corsé dos puñales y los escondió bajo las ropas de los dos piratas.
—Al menos podrán defenderse, oh mis valerosos —murmuró con profunda emoción.
Luego se sentó a sus pies, contando en su reloj hora por hora, minuto por minuto, segundo por segundo, con paciencia inaudita.
A la una menos veinte minutos se alzó pálida pero resuelta. Se acercó a la amura de babor y sin ser vista arrancó dos salvavidas que arrojó al mar, luego se dirigió hacia proa y deteniéndose delante del teniente que parecía que la esperase:
—Señor —dijo—, que se cumpla la última voluntad del Tigre de la Malasia.
A una orden del teniente cuatro marineros se dirigieron a popa y alzaron las dos tablas, sobre la que posaban los cadáveres, hasta la regala.
—No todavía —dijo Marianna rompiendo en llanto.
Se acercó a Sandokan y posó los labios sobre los de él. Sintió en aquel contacto una leve tibieza y una especie de estremecimiento. Un momento de indecisión y con voz sofocada dijo:
—¡Déjelos ir!
Los marineros alzaron las dos tablas y los dos piratas se deslizaron al mar hundiéndose en las negras olas mientras el navío se alejaba rápidamente llevando a la desventurada joven hacia las costas de la isla maldita.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Regala: “Capo di banda” en el original, es el tablón que cubre todas las cabezas de las ligazones en su extremo superior y forma el borde de las embarcaciones.

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