lunes, 8 de septiembre de 2014

XXXI. Yanez


La suspensión de la vida, como había dicho Sandokan, debía durar seis horas, ni un segundo más, ni un segundo menos, y así de hecho debía ser, porque apenas hundidos, los dos piratas volvieron rápidamente en sí sin sentir la más mínima alteración de fuerzas.
Vueltos a flote con un vigoroso golpe de talón, giraron de súbito los ojos alrededor. A menos de un cable divisaron al crucero, que se alejaba a poco vapor hacia el oriente.
El primer movimiento de Sandokan fue el de perseguirlo, mientras Juioko aún todo aturdido por aquella extraña y para él inexplicable resucitación, se hacía prudentemente a la mar.
El Tigre se detuvo no obstante casi de súbito dejándose mecer entre las olas, pero con los ojos fijos en aquel leño que le raptaba a la desgraciada niña. Un alarido sofocado le irrumpió del pecho y se le apagó entre los encrespados labios.
—¡Perdida! —exclamó con voz apagada por el dolor.
Un arrebato de locura lo tomó y por algún trecho se puso a perseguir al vapor debatiéndose furiosamente entre las aguas, luego se detuvo mirando siempre al navío que poco a poco se perdía en la oscuridad.
—¡Tú me huyes, horrible nave, llevando contigo la mitad de mi corazón, pero por más que el océano sea amplio te alcanzaré un día y destrozaré tus flancos!
Se volcó rabiosamente sobre las olas y alcanzó a Juioko, que lo esperaba ansiosamente.
—Vamos —dijo con voz estrangulada—. Ya todo ha terminado.
—Coraje, capitán, nosotros la salvaremos y quizá más pronto de lo que cree.
—¡Calla...! No reabras la herida que me sangra.
—Busquemos al señor Yanez, capitán.
—Sí, busquémoslo, porque solo él puede salvarnos.
El vasto mar de la Malasia se extendía ante ellos sepultado entre la densa oscuridad, sin un islote al cual arribar, sin una vela o una luz que señalase la presencia de una nave amiga o enemiga.
Por todas partes no se veían mas que olas espumantes que golpeaban las unas con las otras con fragor, azuzadas por la brisa nocturna. Los dos nadadores, para no consumir sus fuerzas tan preciosas en aquel terrible aprieto, procedían lentamente a breve distancia el uno del otro, buscando con avidez sobre la oscura superficie una vela.
De vez en cuando Sandokan se detenía para volverse hacia oriente como si buscase divisar todavía los fanales del piróscafo, luego proseguía el camino emitiendo profundos suspiros. Habían ya recorrido una buena milla y ya comenzaban a desembarazarse de las vestimentas para estar más libres en los movimientos, cuando Juioko chocó con un objeto que cedió.
—¡Un tiburón! —exclamó estremeciéndose y sacando el puñal.
—¿Dónde? —preguntó Sandokan.
—¡Pero... no, no es un escualo! —retomó el dayak—. Parece una boya.
—¡Es un salvavidas arrojado por Marianna! —exclamó Sandokan—. ¡Ah! ¡Divina niña...!
—Esperemos que no esté solo.
—Busquemos, amigo mío.
Se pusieron a nadar alrededor buscando en todas partes, y consiguieron, después de unos pocos minutos, encontrar el otro que no estaba demasiado alejado del primero.
—Es una fortuna que no me esperaba —dijo Juioko, con tono alegre—. ¿Adónde nos dirigimos ahora?
—La corbeta venía del noroeste, creo entonces que será en aquella dirección que podremos encontrar a Yanez.
—¿Lo encontraremos entonces?
—Lo espero —respondió Sandokan.
—Nos serán no obstante necesarias varias horas. El viento es débil y el prao del señor Yanez no debe andar mucho.
—¿Qué importa? Con tal de encontrarlo, permanecería en el agua hasta veinticuatro horas —dijo Sandokan.
—¿Y no pensó en los tiburones, capitán? Usted sabe que en estos mares abundan estos ferocísimos escualos.
Sandokan involuntariamente se estremeció y dio alrededor una mirada inquieta.
—No veo hasta ahora emerger ninguna cola ni ninguna aleta —dijo luego—. Esperemos por consiguiente que los escualos nos dejen tranquilos. Vamos, apresurémonos hacia el noroeste. Si no encontráramos a Yanez, continuando en aquella dirección, arribaremos a Mompracem o a los escollos que se extienden hacia el sur.
Se acercaron el uno al otro para estar mejor preparados para protegerse en caso de peligro y se pusieron a nadar hacia la dirección ya elegida, procurando no obstante economizar sus fuerzas, sin ignorar que la tierra estaba demasiado lejos. Aún cuando estuviesen ambos decididos a todo, el miedo de ser de un instante a otro sorprendidos por algún tiburón, se hacía camino en sus corazones. Especialmente el dayak se sentía asaltado por un verdadero terror. De vez en cuando se detenía para mirarse las espaldas, creyendo oír detrás de sí golpes de cola y raucos suspiros e instintivamente recogía las piernas por miedo a sentirlas cortadas por los dientes formidables de aquellos tigres del mar.
—Yo jamás he sentido miedo —decía—. He tomado parte en más de cincuenta abordajes, he matado con mi mano a no pocos enemigos y hasta me he medido con los grandes simios del Borneo y hasta con los tigres de la jungla, sin embargo ahora tiemblo como si tuviese fiebre. La idea de encontrarme, de un instante a otro, delante de uno de aquellos ferocísimos escualos, me hace helar la sangre. ¿Capitán, ve algo?
—No —respondía invariablemente Sandokan, con voz tranquila.
—Me ha parecido, incluso ahora, haber oído detrás de mí un rauco suspiro.
—Efecto del miedo. Yo no he oído nada.
—¿Y esa zambullida?
—Ha sido producida por mis pies.
—Tengo los dientes que galopan.
—Estate calmo, Juioko. Estamos armados de sólidos puñales.
—¿Y si los escualos arriban por debajo el agua?
—Nos sumergiremos entonces nosotros y los afrontaremos resueltamente.
—¡Y el señor Yanez no se ve...!
—Debe estar todavía muy lejos.
—¿Lo encontraremos, capitán?
—Tengo esa esperanza... Yanez me ama demasiado como para abandonarme a mi triste destino. El corazón me dice que seguía a la corbeta.
—No obstante no se lo ve aparecer.
—Paciencia, Juioko. El viento aumenta poco a poco y hará correr al prao.
—Y con el viento tendremos también las olas.
—No les tenemos miedo.
Continuaron nadando, el uno cerca del otro, por otra hora, escrutando siempre atentamente el horizonte y mirando alrededor por miedo a ver aparecer a los temidos escualos, luego ambos pararon mirándose el uno al otro.
—¿Has oído? —preguntó Sandokan.
—Sí —respondió el dayak.
—¿El silbido de una nave a vapor, verdad?
—Sí, capitán.
—¡Estate quieto...!
Se apoyó en los hombros del dayak y con un impulso salió más de la mitad fuera del agua. Mirando hacia el norte, vio dos puntos luminosos surcar el mar a una distancia de dos o tres millas.
—Una nave avanza hacia nosotros —dijo con voz un poco conmovida.
—Entonces podemos hacernos recoger —dijo Juioko.
—No sabemos a qué nación pertenece y si es mercante o de guerra.
—¿De dónde viene?
—Del norte.
—Rumbo peligroso, mi capitán.
—Así lo pienso también. Puede ser alguna nave que ha tomado parte del bombardeo de Mompracem y que va en busca del prao de Yanez.
—¿Y la dejaremos ir sin hacernos recoger?
—La libertad cuesta demasiado cara como para perderla nuevamente, Juioko. Si fuéramos nuevamente atrapados nadie más nos salvaría y debería renunciar por siempre a la esperanza de volver a ver a Marianna.
—Pero puede ser un buque mercante.
—No estamos en el rumbo de aquellos leños. Veamos un poco si se puede distinguir algo.
Volvió a apoyarse en los hombros de Juioko mirando atentamente delante de sí. No siendo la noche muy oscura, pudo distinguir claramente la nave que se movía a su encuentro.
—¡Ni un grito, Juioko! —exclamó, recayendo en el agua—. Es un leño de guerra, de eso estoy seguro.
—¿Grande?
—Un crucero me parece.
—¿Será inglés?
—No dudo de su nacionalidad.
—¿Lo dejaremos pasar?
—No podemos hacer absolutamente nada. Prepárate para sumergirte porque aquella nave pasará a poca distancia de nosotros. Pronto, abandonemos los salvavidas y mantengámonos listos.
El crucero, tal al menos lo creía Sandokan y quizá con razón, avanzaba rápidamente levantando sobre sus flancos verdaderas oleadas a causa de sus ruedas.
Su dirección era siempre el sur, por consiguiente debía pasar a brevísima distancia de los dos piratas.
Sandokan y Juioko apenas lo vieron a ciento cincuenta metros, se hundieron poniéndose a nadar bajo el agua.
En el momento en que volvieron a subir a la superficie para respirar, oyeron una voz gritar:
—Juraría haber visto dos cabezas a babor. Si no estuviese seguro de que tenemos a popa un zygaena haría meter una chalupa al agua.
Oyendo aquellas palabras, Sandokan y Juioko se habían de súbito zambullido de nuevo, pero su inmersión fue de breve duración.
Afortunadamente para ellos, cuando reaparecieron, vieron al navío alejarse rápidamente hacia el sur.
Se encontraban entonces en medio de la estela aún blanquecina por la espuma. Las olas levantadas por las ruedas los agitaban a derecha y a izquierda, ahora empujándolos a lo alto y ahora precipitándolos en las depresiones.
—Capitán, en guardia —había gritado el dayak—. Tenemos a un zygaena en nuestras aguas. ¿Ha oído al marinero?
—Sí —respondió Sandokan—. Prepara el puñal.
—¿Seremos asaltados?
—Lo temo, mi pobre Juioko. Semejantes monstruos ven mal, no obstante tienen un olfato increíble. El maldito no habrá seguido a la nave, te lo aseguro.
—Tengo miedo, capitán —dijo el dayak que se agitaba entre las olas como el diablo en la pila de agua bendita.
—Estate calmo. Por ahora no lo veo.
—Puede llegar por debajo del agua.
—Quizá lo sentiremos llegar.
—¿Y los salvavidas?
—Están delante de nosotros. Dos brazadas y los alcanzaremos.
—No oso moverme, capitán.
El pobre hombre era presa de un espanto tal que sus miembros casi se rehusaban a actuar.
—Juioko, no pierdas la cabeza —dijo Sandokan—. Si te oprime salvar las piernas no debes permanecer así, medio atontado. Agárrate a tu salvavidas y saca el puñal.
El dayak, reponiéndose un poco, obedeció y llegó a su boya que ondeaba justo en medio de la espuma de la estela.
—Ahora veamos si ves a este pez martillo —dijo Sandokan—. Quizá podamos escaparnos.
Por tercera vez se apoyó en Juioko y se empujó fuera del agua, dando alrededor una rápida mirada.
Allá, en medio de la cándida espuma, había divisado una especie de gigantesco martillo surgir imprevistamente entre las aguas.
—Estemos en guardia —dijo a Juioko—. No dista de nosotros mas que cincuenta o sesenta metros.
—¿No continua persiguiendo a la nave? —preguntó el dayak, batiendo los dientes.
—Ha olfateado el olor de la carne humana —respondió Sandokan.
—¿Vendrá?
—Lo veremos dentro de poco. No te muevas y no abandones el puñal.
Se acercaron el uno al otro y se mantuvieron inmóviles, esperando con ansiedad el fin de aquella peligrosa aventura.
Los zygaenas llamados también peces martillo e incluso balance fish o sea pez balanza, son adversarios peligrosísimos. Pertenecen a la especie de los tiburones, no obstante tienen una forma muy distinta, teniendo la cabeza con forma de martillo. Su boca, sin embargo, no cede a la de sus congéneres ya sea por amplitud, como por la potencia de sus dientes. Son audacísimos, tienen una gran pasión por la carne humana y cuando advierten la presencia de un nadador no tardan en asaltarlo y cortarlo en dos.
Incluso les resulta un poco difícil aferrar la presa, teniendo la boca casi al principio del vientre, de modo que deben volcarse sobre el dorso para poder morder.
Sandokan y el dayak permanecieron algunos minutos inmóviles, escuchando atentamente, luego no oyendo nada, comenzaron a ejercer una prudente retirada. Habían ya recorrido cincuenta o sesenta metros, cuando de improviso vieron aparecer, a breve distancia, la repugnante cabeza del zygaena. El monstruo lanzó sobre los dos nadadores una fea mirada de reflejos amarillentos, luego mandó un rauco suspiro que pareció como un trueno lejanísimo. Estuvo algunos instantes inmóvil, dejándose mecer por las olas, por consiguiente se precipitó adelante azotando poderosamente las aguas.
—¡Capitán...! —exclamó Juioko.
El Tigre de la Malasia, que comenzaba a perder la paciencia, en vez de continuar la retirada, abandonó bruscamente el salvavidas y poniéndose el puñal entre los dientes, se movió resueltamente contra el escualo.
—¡Incluso tú vienes a dárnosla...! —gritó—. ¡Veremos si el tigre del mar es más fuerte que el Tigre de la Malasia...!
—Déjelo ir, capitán —suplicó Juioko.
—Quiero terminarlo —respondió Sandokan con ira—. ¡A nosotros, condenado escualo...!
El pez martillo, espantado quizá por el grito y por la actitud resuelta de Sandokan, en vez de continuar la carrera, se detuvo vertiendo a derecha y a izquierda dos oleadas, luego se zambulló.
—Se nos viene por debajo, capitán —gritó el dayak.
Se engañaba. El escualo un instante después reaparecía a flote y contrariamente a sus instintos feroces, en vez de reintentar el ataque, se apresuraba al ancho jugueteando entre la estela de la nave.
Sandokan y Juioko estuvieron algunos instantes quietos, siguiendo con los ojos al escualo, luego viendo que no pensaba más en ellos, al menos por el momento, reanudaron la retirada dirigiéndose hacia el noroeste.
El peligro no obstante aún no había cesado, es más, el zygaena, aunque continuaba jugueteando, no los perdía de vista. Con un golpe de cola se lanzaba con frecuencia más de la mitad fuera del agua para asegurarse de su dirección, luego con pocos impulsos ganaba el camino perdido, manteniéndose siempre a una distancia de cincuenta o sesenta metros. Probablemente quería esperar el momento propicio para reintentar el ataque.
En efecto poco después Juioko, que se encontraba un poco retrasado, vio al escualo avanzar ruidosamente, sacudiendo su cabeza y lanzando poderosos golpes de cola. Describía alrededor de los dos nadadores un gran círculo, luego comenzó a hacer volteretas ahora por abajo ahora a ras del agua, tendiendo a restringir siempre más sus giros.
—¡Cuidado, capitán! —gritó Juioko.
—Estoy listo para recibirlo —dijo Sandokan.
—Y yo para ayudarle.
—¿Te ha pasado el miedo?
—Comienzo a superarlo.
—No abandones la boya antes de que te dé la señal. Procuremos mientras tanto forzar el círculo.
Con la izquierda estrechada alrededor del salvavidas y la derecha armada del puñal, los dos piratas se pusieron a batir en retirada, volviendo siempre la cara al escualo. Este no los abandonaba, es más, continuaba estrechándolos de cerca, levantando, con la potente cola, varias oleadas y mostrando sus agudos dientes que blanqueaban siniestramente en la oscuridad.
De pronto dio un brinco gigantesco saliendo casi todo del agua y se precipitó sobre Sandokan que estaba más cerca suyo.
El Tigre de la Malasia, habiendo abandonado la boya, estuvo listo para sumergirse, mientras Juioko, vuelto audaz por la inminencia del peligro, se precipitaba adelante con el puñal alzado.
El zygaena, viendo a Sandokan desaparecer bajo el agua, con un golpe de cola se sustrajo del ataque de Juioko y a su vez se metió bajo el agua. Sandokan lo esperaba. Apenas lo vio de cerca, se le arrojó encima aferrándolo por una de las aletas del dorso y con un terrible golpe de puñal le desgarró el vientre.
El enorme pez, herido quizá de muerte, con una brusca contorsión se desembarazó del adversario que estaba por reintentar el golpe y volvió a subir a flote. Viendo a dos pasos al dayak se volcó sobre el dorso para cortarlo en dos, pero Sandokan también había emergido.
El puñal, que lo había ya herido, lo golpeó esta vez en medio del cráneo y con tal fuerza que la hoja se le quedó fija.
—Y toma también estos —aulló el dayak acosándolo de golpes.
El zygaena esta vez se sumergió y para siempre, dejando en la superficie una gran mancha de sangre que se extendía rápidamente.
—Creo que no volverá más a la superficie —dijo Sandokan—. ¿Qué dices, Juioko?
El dayak no respondió. Apoyado en la boya, trataba de alzarse para apresurar lejos la mirada.
—¿Qué buscas? —le preguntó Sandokan.
—¡Allá... mire... hacia el noroeste! —aulló Juioko—. ¡Por Alá...! ¡Veo una gran sombra... un velero!
—¿Yanez, quizá? —preguntó Sandokan, con viva emoción.
—La oscuridad es demasiado profunda como para discernirlo bien pero siento que el corazón me late fuerte, capitán.
—Deja que suba sobre tus hombros.
El dayak se acercó y Sandokan apoyándose sobre él, salió más de la mitad fuera de las olas.
—¿Qué ve, capitán?
—¡Es un prao...! ¡Si fuese él...! ¡Maldición...!
—¿Por qué impreca?
—Son tres, los leños que avanzan.
—¿Está seguro?
—Segurísimo.
—¿Yanez habrá encontrado socorro?
—¡Es imposible!
—¿Qué hacemos entonces? Van tres horas que nadamos y le confieso que comienzo a estar abatido.
—Te comprendo: amigos o enemigos hagámonos recoger. Pide ayuda.
Juioko reunió sus fuerzas y con voz tonante gritó:
—¡Eh...! ¡De la nave...! ¡Ayuda!
Un momento después se oyó a lo lejos un tiro de fusil y una voz que gritaba:
—¿Quién llama...?
—Náufragos.
—Espera.
Se vio enseguida a los tres leños virar de bordo y acercarse rápidamente, siendo el viento un poco fuerte.
—¿Dónde están? —preguntó la misma voz de antes.
—Cerca —respondió Sandokan.
Mantuvo luego un breve silencio, luego otra voz exclamó:
—¡Por Júpiter...! ¡O me engaño mucho o es él...! ¿Quién vive?
Sandokan con un impulso salió de las olas hasta la mitad del cuerpo gritando:
—¡Yanez...! ¡Yanez...! ¡Soy yo, el Tigre de la Malasia...!
A bordo de los tres leños partió un solo alarido:
—¡Viva el capitán...! ¡Viva el Tigre...!
El primer prao estaba cerca. Los dos nadadores aferraron una guindaleza que les había sido lanzada y se izaron sobre el puente con la rapidez de dos verdaderos cuadrumanos. Un hombre se abalanzó contra Sandokan estrechándolo al pecho con frenesí:
—¡Ah! ¡mi pobre hermano...! —exclamó— ¡Creí que no iba a volver a verte nunca más...!
Sandokan estrechó al bravo portugués, mientras la tripulación gritaba siempre:
—¡Viva el Tigre...!
—Ven a mi camarote —dijo Yanez—. Debes narrarme tantas cosas que deseo ardientemente conocer.
Sandokan lo siguió sin hablar y descendieron en el camarote, mientras los leños proseguían el camino con todas las velas desplegadas.
El portugués destapó una botella de ginebra y se la ofreció a Sandokan que vació, uno detrás de otro, varios vasos.
—Vamos, narra, ¿cómo te he recogido en el mar mientras te sospechaba prisionero o muerto a bordo del piróscafo que por veinte horas sigo tenazmente?
—¡Ah! ¿Tú seguías al crucero? Lo había sospechado.
—¡Por Júpiter! Dispongo de tres leños y de ciento veinte hombres y ¿querías que no lo siguiese?
—¿Pero dónde has recogido tantas fuerzas?
—¿Sabes quiénes comandan los dos leños que me siguen?
—No por cierto.
—Paranoa y Maratua.
—¿No se habían entonces hundido, durante la borrasca que nos cogió cerca de Labuan?
—No, como lo ves. Maratua fue empujado hacia Pulau Gaya y Paranoa se refugió en la Bahía Ambong. Se quedaron allí varios días para reparar las graves averías reportadas, luego descendieron hacia Labuan donde se encontraron. No habiéndonos encontrado en la pequeña bahía, volvieron a Mompracem; los encontré ayer al atardecer mientras estaban por ir a la India, sospechando que allí nos habíamos dirigido.
—¿Y han desembarcado en Mompracem? ¿Quién ocupa ahora mi isla?
—Nadie, porque los ingleses la abandonaron después de haber incendiado nuestra villa y hecho saltar los últimos bastiones.
—Mejor así —murmuró Sandokan suspirando.
—Y ahora, ¿qué te sucedió a ti? Te ví abordar el navío mientras yo destripaba la cañonera a tiros de cañón, luego oí los hurras de victoria de los ingleses, por tanto más nada. Huí para salvar al menos los tesoros que llevaba, pero luego me puse sobre la huella del crucero con la esperanza de alcanzarlo y de abordarlo.
—Caí sobre el puente del leño enemigo, medio muerto por un golpe de maza y luego hecho prisionero junto a Juioko. Las píldoras que, como tú sabes, llevo siempre encima, me salvaron.
—Comprendo —dijo Yanez estallando en una risotada—. Los han arrojado al mar creyéndolos muertos. Pero con Marianna, ¿qué pasó?
—Está prisionera en el crucero —respondió Sandokan con voz sombría.
—¿Quién guiaba el navío?
—El baronet, pero en la refriega lo maté.
—Me lo había imaginado. ¡Por Baco! ¡Qué feo final ha tenido aquel pobre rival! ¿Qué piensas hacer ahora?
—¿Qué harías tú?
—Yo seguiría al piróscafo y lo abordaría.
—Es eso lo que quería proponerte.
—¿Sabes a dónde se dirigía el navío?
—Lo ignoro, pero me parece que navegaba hacia las Tres Islas, cuando lo dejé.
—¿Qué irá a hacer en aquel lugar? Aquí hay gato encerrado, hermanito mío. ¿Caminaba mucho?
—Hilaba ocho nudos.
—¿Qué ventaja puede tener sobre nosotros?
—Quizá treinta millas.
—Entonces podemos alcanzarlo, si el viento se mantiene bueno. Pero... —Se detuvo oyendo sobre el puente un movimiento insólito y un griterío agudo.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—¿Habremos descubierto al crucero?
—Subamos, hermanito mío.
Abandonaron precipitadamente el camarote y subieron a cubierta. Justo en aquel momento algunos hombres estaban sacando del agua una cajita de metal que un pirata, a las primeras luces del alba, había divisado a pocas docenas de metros de estribor.
—¡Oh...! ¡Oh...! —exclamó Yanez—. ¿Qué quiere decir esto? ¿Contiene algunos documentos valiosos? No me parece una cajita común.
—Nosotros estamos siempre sobre la huella del piróscafo, ¿verdad? —preguntó Sandokan, que sin saber el por qué se sentía agitado.
—Siempre —respondió el portugués.
—¡Ah! Si fuese...
—¿Qué cosa?
Sandokan en vez de responder extrajo el kris y con un golpe rápido destripó la cajita. Enseguida en el interior se divisó un papel un poco húmedo sí, pero sobre el cual se revelaban claramente algunas líneas de una caligrafía fina y elegante.
—¡Yanez...! ¡Yanez...! —balbuceó Sandokan con voz temblorosa.
—¡Lee, hermanito mío, lee!
—Me parece haber quedado ciego...
El portugués le sacó la carta y leyó:
¡Ayuda! Me transportan a las Tres Islas donde me alcanzará mi tío para conducirme a Sarawak.
Marianna
Sandokan al oír aquellas palabras emitió un alarido de bestia herida. Alzó los brazos metiéndose las manos en los cabellos que se arrancó con furor y vaciló como si hubiese sido golpeado por una bala.
—¡Perdida...! ¡Perdida...! ¿El lord...? —exclamó.
Yanez y los piratas lo habían circundado y lo miraban con ansiedad, con profunda conmoción. Parecía que sufrieran las mismas penas que despedazaban el corazón de aquel desventurado.
—¡Sandokan! —exclamó el portugués—. Nosotros la salvaremos, te lo juro, aunque debamos asaltar el leño del lord o asaltar Sarawak y a James Brooke que la gobierna.
El Tigre, un instante antes abatido por aquel orgulloso dolor, disparó en pie con el rostro contrahecho y los ojos en llamas.
—¡Tigres de Mompracem! —tronó—. Tenemos enemigos que exterminar y a nuestra Reina que salvar. ¡Todos a las Tres Islas...!
—¡Venganza...! —aullaron los piratas—. ¡Muerte a los ingleses y viva nuestra Reina...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando dice que Paranoa se refugió en la Bahía de Ambong, se trata de un error de Salgari, ya que este pirata formaba parte de la tripulación del prao de Sandokan y Yanez, y no de los que se habían perdido. El error viene seguramente de que en la primera versión de la novela, es el prao de Paranoa el que se aleja después de la tormenta.

Cables: 1 cable = 185,20 m.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 2 mi equivalen a 3,22 km; 3 mi equivalen a 4,83 km; 30 mi equivalen a 48,28 km.

Tiburón: “Pescecane” en el original, es un pez selacio marino, del suborden de los Escuálidos, de cuerpo fusiforme y hendiduras branquiales laterales. La boca está situada en la parte inferior de la cabeza, arqueada en forma de media luna y provista de varias filas de dientes cortantes. Su tamaño varía entre cinco y nueve metros y se caracteriza por su voracidad.

Escualo: “Squalo” en el original, es un pez selacio perteneciente al suborden de los Escuálidos.

Zygaena: “Zigaena” en el original, es el “Sphyrna zygaena” o tiburón martillo liso. Posee un cuerpo alargado y fusiforme de hasta 370 a 400 cm de longitud, cabeza aplanada y alargada en dos lóbulos donde, en los extremos, son colocados los ojos. Si bien puede atacar humanos, no se lo encuentra en las aguas de Borneo.

Balance fish: “Balance-fish” en el original, esta palabra en inglés es otra forma de llamar al pez martillo, aunque no es muy común. La más utilizada es “hammerhead” (cabeza-martillo).

Alá: “Allah” en el original, es el nombre que dan a Dios los musulmanes y, en general, quienes hablan árabe.

Pulau Gaya: “Pulo Gaya” en el original, es el nombre en malayo de la Isla Gaya. Es una isla de Malasia de 1.465 hectáreas, a sólo 10 minutos de Kota Kinabalu, en el estado de Sabah. Tiene una población flotante de 6.000 personas sobre todo de etnia Bajau, Ubian y filipinos que proporcionan a Kota Kinabalu mano de obra barata.

Bahía Ambong: Bahía del noroeste Sabah, Borneo, en el distrito de Tuaran.

Aquí hay gato encerrado: “Qui gatta ci cova”, en el original. Esta frase traducida literalmente sería “Aquí gata se cría”.

Nudos: 1 kn = 1,852 km/h. Por lo tanto, 8 kn equivalen a 14,82 km/h.

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