miércoles, 17 de septiembre de 2014

XXXII. La última pugna del Tigre


Habiendo cambiado el rumbo, los piratas se pusieron febrilmente a la obra, a fin de prepararse para la lucha que debía ser sin duda tremenda y quizá la última que empeñaban contra el aborrecido enemigo.
Cargaban los cañones, montaban las espingardas, abrían los barriles de pólvora, amontonaban a proa y a popa enormes cantidades de balas y granadas, quitaban las maniobras inútiles y reforzaban las más necesarias, improvisaban barricadas y preparaban los garfios de abordaje. Incluso los recipientes de bebidas alcohólicas fueron llevados a cubierta, para verterlos sobre el puente del leño enemigo e incendiarlo.
Sandokan los animaba a todos con el gesto y con la voz, prometiendo a todos mandar a pique a aquel navío que lo había tenido encadenado, y que le había destruído a los más valientes campeones de la piratería y raptado a su prometida.
—¡Sí, destruiré a aquel maldito, lo incendiaré! —exclamaba—. Dios quiera que llegue a tiempo para impedir al lord raptármela.
—Asaltaremos incluso al lord, si fuera necesario —dijo Yanez—. ¿Quién resistirá el ataque de ciento veinte tigres de Mompracem?
—¿Pero si llegásemos demasiado tarde y el lord hubiese ya partido para Sarawak a bordo de un rápido leño?
—Lo alcanzaremos en la ciudad de James Brooke. Más bien, lo que me inquieta es el modo de apoderarnos del crucero que a esta hora ya debe haber anclado en las Tres Islas. Sería necesario sorprenderlo, pero... ¡Ah...! ¡Qué desmemoriados que somos!
—¿Qué quieres decir?
—Sandokan, ¿recuerdas lo que intentó hacer lord James, cuando lo asaltamos sobre el sendero de Victoria?
—Sí —murmuró Sandokan que sintió erizarse los cabellos—. ¡Dios mío...! ¿Y tú crees que el comandante...?
—Pudo haber recibido la orden de matar a Marianna antes que dejarla volver a caer en nuestras manos.
—¡No es posible...! ¡No es posible...!
—Y yo te digo que tiemblo por tu prometida.
—¿Y entonces? —preguntó Sandokan con un hilo de voz.
Yanez no respondió; parecía que estuviese absorto en un profundo pensamiento. De pronto se batió la frente con violencia, exclamando:
—¡Ahí está...!
—Habla, despáchate, hermano. Si tienes un proyecto, arrójalo fuera.
—Para impedir que una catástrofe pueda suceder, sería necesario que uno de nosotros, al momento del ataque estuviese cerca de Marianna para defenderla.
—Es verdad, ¿pero de qué modo?
—He aquí el proyecto. Tú sabes que, entre la escuadra que asaltó Mompracem, había dos praos del sultán de Borneo.
—No lo he olvidado.
—Me camuflo de oficial del sultán, enarbolo la bandera de Varani y abordo el crucero fingiéndome enviado por lord James.
—Buenísimo.
—Al comandante le diré que debo consignar una carta para lady Marianna y, apenas me encuentre en su camarote, me atrinchero con ella. A mi silbido ustedes brincan sobre el leño y comienzan la lucha.
—¡Ah! ¡Yanez! —exclamó Sandokan estrechándolo al pecho—. ¿Cuánto te deberé, si resulta?
—Resultará, Sandokan, siempre y cuando nosotros lleguemos antes que el lord. En aquel instante se oyó gritar sobre el puente:
—¡Las Tres Islas...!
Sandokan y Yanez se apresuraron a subir a cubierta.
Las islas señaladas aparecían a siete u ocho millas. Los ojos de todos los piratas sondearon aquel montón de rocas, buscando ávidamente el crucero.
—Ahí está —exclamó un dayak—. Veo humo allá.
—Sí —confirmó Sandokan, cuyos ojos parecían incendiarse—. Allí veo un penacho negro alzarse detrás de aquellos escollos. ¡El crucero está allá...!
—Procedamos con orden y preparémonos para el ataque —dijo Yanez—. Paranoa haz embarcar otros cuarenta hombres a nuestro prao.
El transbordo fue súbitamente ejecutado y la tripulación, de sesenta hombres fuertes, se reunió alrededor de Sandokan que hacía señas para volver a hablar.
—Cachorros de Mompracem —dijo con aquel tono de voz que fascinaba e infundía en aquellos hombres un coraje sobrehumano—. La partida que jugaremos será terrible, ya que habremos de luchar contra una tripulación más numerosa que la nuestra y aguerrida, pero recuerden que será la última batalla que ustedes combatirán bajo el Tigre de la Malasia y que será la última vez que ustedes me encontrarán enfrente de aquellos que destruyeron nuestro dominio y violaron nuestra isla, nuestra patria adoptiva. Cuando dé la señal, irrumpan con el antiguo valor de los tigres de Mompracem sobre el puente del leño: ¡así lo quiero!
—Los exterminaremos a todos —exclamaron los piratas, agitando frenéticamente las armas—. Comande, Tigre.
—Allá, sobre el leño maldito que estamos por asaltar, está la Reina de Mompracem. ¡Quiero que vuelva a ser mía, que vuelva libre!
—La salvaremos o moriremos todos.
—Gracias amigos; a sus puestos de combate ahora, y sobre los mástiles desplieguen las banderas del sultán.
Alzados los estandartes, los tres praos se dirigieron hacia la primer isla y más precisamente hacia una pequeña bahía al fondo de la cual se veía confusamente una masa negra coronada por un penacho de humo.
—Yanez —dijo Sandokan—, prepárate que dentro de una hora estaremos en la bahía.
—Dalo por hecho —respondió el portugués, que desapareció bajo el puente.
Los praos continuaban mientras tanto avanzando con las velas recogidas y la gran bandera del sultán de Varani sobre la cima del palo mayor. Los cañones estaban preparados, las espingardas también y los piratas tenían las armas a mano, listos para lanzarse al abordaje.
Sandokan, a proa, espiaba atentamente al crucero que se hacía minuto a minuto más visible y que parecía estuviese anclado, aún cuando tuviese las máquinas aún encendidas. Se habría dicho que el formidable pirata buscaba, con la potencia de su mirada, descubrir a su adorada Marianna. Profundos suspiros irrumpían de vez en cuando del amplio pecho, su frente se nublaba y sus manos atormentaban impacientemente la empuñadura de la cimitarra.
Luego su mirada, que brillaba con un vivo fuego, recorría el mar que circundaba las Tres Islas como si buscase descubrir algo. Sin duda temía ser sorprendido por el lord en el furor de la batalla y tomado por las espaldas. El cronómetro marino señalaba el mediodía cuando los tres praos llegaban a la desembocadura de la bahía.
El crucero estaba anclado justo en el medio. Sobre el pico de la vela al tercio ondeaba la bandera inglesa y sobre la cima del palo mayor la gran cinta de los leños de guerra. Sobre el puente se veía pasear a varios hombres. Los piratas, al verlo al alcance de los cañones, se precipitaron como un solo hombre sobre la artillería, pero Sandokan con un gesto los detuvo.
—No aún —dijo—. ¡Yanez...!
El portugués subía entonces camuflado de oficial del sultán de Varani con una casaca verde, anchos pantalones y un turbante en la cabeza. En la mano tenía una carta.
—¿Qué hay en aquella carta? —preguntó Sandokan.
—Es la carta que entregaré a lady Marianna.
—¿Y qué has escrito?
—Que nosotros estamos listos y que no se traicione.
—Pero será necesario que se la entregues tú, si quieres atrincherarte junto con ella en el camarote.
—No la cederé a nadie, estate seguro hermanito mío.
—¿Y si el comandante te acompañase donde la lady?
—Si veo que el asunto se embrolla, lo mato —respondió Yanez fríamente.
—Juegas un feo papel, Yanez.
—El pellejo quieres decir, pero espero conservarlo aún intacto. Vamos, escóndete y déjame el comando de los leños por pocos minutos y ustedes cachorros, compongan más cristianamente sus caras y recuerden que somos fidelísimos súbditos de aquel gran canalla que se hace llamar sultán de Borneo.
Estrechó la mano a Sandokan, se acomodó el turbante y gritó:
—¡A la bahía...!
El leño entró audazmente en el pequeño seno y se acercó al crucero seguido a breve distancia por los otros dos.
—¿Quién vive? —preguntó un centinela.
—Borneo y Varani —respondió Yanez—. Noticias importantes de Victoria. ¡Eh, Paranoa, deja ir el anclote e hila cadena y ustedes afuera las defensas! ¡Atentos a las ruedas...!
Antes de que el centinela abriese la boca para impedir al prao ponerse borda contra borda, la maniobra había sido ejecutada. El leño fue a chocar al crucero bajo el ancla de estribor y se quedó como pegado.
—¿Dónde está el comandante? —preguntó Yanez, a los centinelas.
—Aparta el leño —dijo un soldado.
—Al diablo los reglamentos —respondió Yanez—. ¡Por Júpiter! ¿Tienen miedo de que mis leños hundan el suyo? Dense prisa, llámenme a su comandante que tengo órdenes que comunicarle.
El teniente subía entonces sobre el puente con sus oficiales. Se acercó a la amura de popa y, viendo que Yanez le mostraba una carta, hizo bajar la escala.
—Coraje —murmuró Yanez, volviéndose hacia los piratas que miraban fijos con ojos atroces al piróscafo.
Dirigió luego una mirada a popa y sus ojos se encontraron con aquellos llameantes de Sandokan que se mantenía oculto bajo una lona arrojada sobre la escotilla.
En menos de lo que se dice, el bravo portugués se encontró sobre el puente del piróscafo. Se sintió invadir por un vivo temor, pero su rostro no traicionó la turbación del alma.
—Capitán —dijo, inclinándose con soltura ante él—. Tengo una carta que entregar a lady Marianna Guillonk.
—¿De dónde viene?
—De Labuan.
—¿Qué hace el lord?
—Estaba armando un navío para llegar a alcanzarlo.
—¿Le dio alguna carta para mí?
—Ninguna, comandante.
—Eso es extraño. Deme la carta que la entregaré a lady Marianna.
—Disculpe comandante, pero debo entregarla yo —respondió Yanez audazmente.
—Venga entonces.
Yanez se sintió helar la sangre en las venas.
—Si Marianna hace un gesto, estoy perdido —murmuró.
Arrojó una mirada a popa y vio trepados sobre las vergas del prao a diez o doce piratas y otros tantos atestados sobre la escala.
Parecía que estuviesen a punto de abalanzarse sobre los marineros ingleses, que los observaban curiosamente.
Siguió al capitán y descendieron juntos la escalera que conducía a popa. El pobre portugués sintió pararse los pelos cuando oyó al capitán dar un golpe a una puerta y a lady Marianna responder:
—Entre.
—Un mensajero de su tío lord James Guillonk —dijo el capitán entrando.
Marianna se mantenía erguida en medio del camarote, pálida, pero orgullosa. Viendo a Yanez no pudo frenar un sobresalto, pero no emitió ningún grito. Había comprendido todo.
Ella recibió la carta, la abrió maquinalmente y la leyó con calma admirable.
De pronto Yanez, que se había puesto pálido como un muerto, se acercó a la ventana de babor, exclamando:
—Capitán, veo un piróscafo que viene esta vez.
El comandante se precipitó hacia la ventanilla para asegurarse con sus propios ojos. Rápido como el rayo, Yanez se le fue encima y le golpeó furiosamente el cráneo con la empuñadura del kris. El capitán se desplomó al suelo medio muerto, sin dar un suspiro.
Lady Marianna no pudo retener un grito de horror.
—Silencio, hermanita mía —dijo Yanez, que amordazaba y ataba al pobre comandante—. Si lo he matado, Dios me perdone.
—¿Y Sandokan dónde está?
—Está listo para comenzar la lucha. Ayúdeme a atrincherarnos, hermanita.
Tomó un pesado armario y lo empujó hacia la puerta, acumulándole luego detrás cajas, estantes y tablas.
—¿Pero qué está por suceder? —preguntó Marianna.
—Lo sabrá enseguida, hermanita —respondió Yanez sacando la cimitarra y las pistolas. Se asomó a la ventanilla y emitió un silbido agudo.
—Atención hermanita —dijo luego poniéndose detrás de la puerta con las pistolas en puño.
En aquel instante alaridos terribles estallaron sobre el puente.
—¡Sangre...! ¡Sangre...! ¡Viva el Tigre de la Malasia...!
Sentían detrás tiros de fusil y de pistola, luego alaridos indescriptibles, blasfemias, invocaciones, gemidos, lamentos, chocar furioso de hierros, un pisoteo, un acudir y un rumor sordo de cuerpos que caían.
—¡Yanez! —gritó Marianna que se había puesto pálida como una muerta.
—¡Coraje, truenos de Dios! —gritó el portugués—. ¡Viva el Tigre de la Malasia...!
Se oyeron pasos precipitados descender la escalera y algunas voces que llamaban:
—¡Capitán...! ¡Capitán...!
Yanez se apoyó contra la barricada, mientras Marianna hacía otro tanto.
—¡Por mil escotillas...! ¡Abra capitán...! —gritó una voz.
—¡Viva el Tigre de la Malasia...! —tronó Yanez.
De afuera se oyeron imprecaciones y alaridos de furor, luego un golpe violento sacudió la puerta.
—¡Yanez! —exclamó la joven.
—No tema —respondió el portugués.
Otros tres golpes desquiciaron la puerta y una ancha rendija fue abierta de un golpe de hacha. Un cañón de fusil fue introducido, pero Yanez rápido como un rayo lo alzó y descargó a través de la abertura una pistola.
Se oyó un cuerpo desplomarse pesadamente a tierra, mientras los otros volvían a subir precipitadamente la escalera, gritando:
—¡Traición...! ¡traición...!
La lucha continuaba sobre el puente del navío y los alaridos resonaban más fuertes que nunca, mezclados con tiros de fusiles y de pistolas. De vez en cuando, entre todo aquel barullo, se oía la voz tonante del Tigre de la Malasia que lanzaba a sus bandas al asalto.
Marianna había caído de rodillas y Yanez, agitado por saber cómo estaban las cosas afuera, se afanaba en remover los muebles. De improviso se oyeron algunas voces gritar:
—¡Fuego...! ¡Sálvese quien pueda...!
El portugués palideció.
—¡Truenos de Dios! —exclamó.
Con un esfuerzo desesperado derribó la barricada, cortó con un golpe de cimitarra las ligaduras que estrechaban al pobre comandante, aferró a Marianna entre los brazos y salió corriendo.
Densas nubes de humo habían ya invadido el pasillo y en el fondo se veían las llamas irrumpir los camarotes de los oficiales. Yanez subió a cubierta con la cimitarra entre los dientes.
La batalla estaba por terminar. El Tigre de la Malasia asaltaba entonces furiosamente el castillo de proa, sobre el cual se habían atrincherado treinta o cuarenta ingleses.
—¡Fuego! —gritó Yanez.
A aquel grito los ingleses, que ya se veían perdidos, brincaron confusamente al mar. Sandokan se volvió a hacia Yanez derribando con ímpetu irresistible a los hombres que lo circundaban.
—¡Marianna! —exclamó, tomando entre los brazos a la joven—. ¡Mía...! ¡Mía por fin...!
—¡Sí, tuya y esta vez para siempre...!
En el mismo instante se oyó un tiro de cañón retumbar en alta mar. Sandokan emitió un verdadero rugido:
—El lord... ¡Todos a bordo de los praos...!
Sandokan, Marianna, Yanez y los piratas escaparon a la lucha, abandonaron el navío que ya ardía como un fardo de leña seca y se embarcaron sobre los tres leños llevando con ellos a los heridos.
En un instante las velas fueron desplegadas, los piratas pusieron mano a los remos y los tres praos salieron rápidamente de la bahía adentrándose hacia alta mar.
Sandokan llevó a Marianna a proa y con la punta de la cimitarra le mostró un pequeño bergantín que navegaba a una distancia de setecientos pasos, dirigiéndose hacia la bahía.
A proa, apoyado en el bauprés, se divisaba a un hombre.
—¿Lo ves Marianna? —le preguntó Sandokan.
La joven arrojó un grito y se cubrió el rostro con las manos.
—¡Mi tío...! —balbuceó.
—¡Míralo por última vez...!
—¡Ah! ¡Sandokan...!
—¡Trueno de Dios...! ¡Es él...! —exclamó Yanez.
Arrebató a un malayo la carabina y la apuntó hacia el lord, pero Sandokan le hizo bajar el arma.
—Él es sagrado para mí —dijo con aire tétrico.
El bergantín avanzaba rápidamente procurando cortar el camino a los tres praos, pero era ya demasiado tarde. El viento empujaba a los rápidos leños hacia el este.
—¡Fuego sobre aquellos miserables! —se oyó gritar al lord.
Un tiro de cañón partió y la bala abatió la bandera de la piratería, que Yanez había entonces hecho desplegar.
Sandokan llevó la mano derecha al corazón y su rostro se puso más tétrico.
—¡Adiós piratería, adiós Tigre de la Malasia! —murmuró dolorosamente.
Abandonó bruscamente a Marianna y bajó al cañón de popa mirando por largo tiempo. El bergantín tronaba entonces furiosamente, dejando sobre los tres leños balas y nubarrones de metralla. Sandokan no se movía, miraba siempre. De improviso se alzó encendiendo la mecha. El cañón se inflamó rugiendo y un instante después el trinquete del bergantín, cortado en la base, se desplomaba en el mar quebrando las amuras.
—¡Mira...! ¡Mira...! —exclamó Sandokan—. Sígueme ahora...
El bergantín se había detenido de golpe virando de bordo, pero continuaba cañoneando.
Sandokan tomó a Marianna, la llevó a popa y mostrándola al lord que aullaba como un loco sobre la proa de su leño:
—¡Mira a mi mujer! —dijo.
Luego retrocedió a lentos pasos con la frente ofuscada, los ojos torvos, los labios apretados, y los puños cerrados, murmurando:
—¡Yanez, proa a Java...!
Giró dos veces sobre sí mismo, luego cayó en los brazos de su adorada Marianna y aquel hombre, que jamás había llorado en su vida, estalló en sollozos murmurando:
—¡El Tigre está muerto y para siempre...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Otro año, otra novela. Espero que les haya gustado. Esta vez la traducción fue más sencilla, ya que fuera de los términos navales, no hubo demasiadas referencias culturales.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 7 mi equivalen a 11,27 km; 8 mi equivalen a 12,87 km.

Cronómetro marino: “Cronometro di bordo” en el original, es un reloj de gran precisión utilizado a bordo de buques. Por seguridad se transportan dos. Están montados sobre una articulación cardánica para contrarrestar el efecto de los rolidos y cabeceos que sufre la embarcación.

Anclote: “Ancorotto” en el original, es un ancla pequeña.

Defensas: “Para bordi” en el original, son pedazos de cable viejo, rollo de esparto, zoquete de madera, etc., que se cuelgan del costado de la embarcación para que este no se lastime durante las faenas de meter efectos a bordo o sacarlos, o en las atracadas a muelles, escolleras, embarcaciones, etc.

Java: “Giava” en el original, isla que pertenece a Indonesia, es la más poblada del mundo con 124 millones de habitantes.

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