viernes, 30 de octubre de 2015

III. Tremal-Naik


Media hora después la ballenera de la Marianna descendía el río, montada por Sandokan, Yanez, Kammamuri y por seis robustos malayos de la tripulación.
Los dos comandantes del prao se habían camuflado de siervos indios, anudándose alrededor de la cintura un ancho pedazo de tela, el dhoti, y cubriéndose los hombros con una especie de manto de tela ordinaria, de color marrón, el dupatta.
Dentro de la faja no obstante habían escondido un par de pistolas de caño largo y el kris malayo, aquel terrible puñal de hoja serpenteante larga de más de un pie, que produce heridas horribles, que rara vez se curan perfectamente.
La ciudad estaba ya inmersa en la oscuridad, habiendo sido apagados todos los fanales de los malecones y de las squares; solamente los fanales de las naves reflejaban sus luces blancas, verdes y rojas en las oscuras aguas del río.
La ballenera hiló entre los veleros, ghrab, pariah, pinazas y piróscafos que obstruían las dos orillas, luego se dirigió hacia los bastiones meridionales del fuerte William, arribando delante de la explanada que en aquel momento estaba oscura y desierta.
—Aquí estamos —dijo Kammamuri—. La calle Dharmatala está a pocos pasos.
—¿Habita un bungalow? —preguntó Yanez.
—No, un viejo palacio indio, que antes estuvo habitado por el difunto capitán Macpherson, y que heredó después de la muerte de Ada.
—Guíanos —dijo Sandokan.
Descendió a tierra, luego, volviéndose hacia los malayos, dijo:
—Ustedes permanezcan aquí a esperarnos.
—Sí, capitán —respondió el timonel, que había guiado la ballenera.
Kammamuri se había puesto en marcha, adentrándose a través de la vasta explanada.
Sandokan y Yanez lo habían seguido manteniendo una mano bajo el dupatta para estar listos para sacar las armas en caso de que fuera necesario utilizarlas.
La explanada no obstante estaba desierta o al menos así lo parecía, ya que en aquella oscuridad no era fácil poder distinguir a un hombre.
Después de pocos minutos tomaron la calle Dharmatala, deteniéndose delante de un viejo palacio de estilo indio, de forma cuadrada, rematado por tres pequeñas cúpulas y por terrazas.
Kammamuri sacó una llave y la introdujo en la cerradura. Estaba por abrir la puerta, cuando Sandokan, cuya vista era más aguda que la de sus compañeros, divisó una sombra humana separarse de una de las columnas que sostenían una pequeña veranda y alejarse rápidamente, desapareciendo en la oscuridad.
Por un momento tuvo la idea de precipitarse sobre los rastros del fugitivo; no obstante se contuvo temiendo caer en alguna emboscada.
—¿Han divisado a aquel hombre? —preguntó a Kammamuri y a Yanez.
—¿Quién? —preguntaron a una voz el portugués y el maratí.
—Un hombre que se mantenía oculto detrás de una de aquellas columnas. Tienen razón Kammamuri de sospechar que los thugs vigilan la casa. Hemos tenido ahora la prueba. Poco importa; aquel soplón no ha podido vernos el rostro con esta oscuridad, y luego no nos conoce. Procuraremos no obstante sorprenderlo.
Kammamuri abrió la puerta, que luego cerró sin hacer ruido y subió una escalera de mármol, que estaba aún iluminada por una especie de linterna china, introdujo a los dos comandantes del prao en un salón amueblado simplemente a la inglesa, con sillas y mesa de bambú, artísticamente trabajadas.
Un globo de cristal azul, suspendido del sofito, proyectaba una luz dulcísima, haciendo centellear las piedras brillantísimas del piso, graciosamente incrustadas en negro, en rojo y en amarillo.
Habían apenas entrado, cuando una puerta se abrió y un hombre se precipitó en los brazos de Sandokan primero, luego en los de Yanez, exclamando:
—¡Mis amigos! ¡Mis valerosos amigos! Cuánto les agradezco haber venido. Ustedes me devolverán a mi Darma, ¿verdad?
El hombre que así hablaba era un bellísimo tipo de indio bengalí, de treinta y cuatro o treinta y cinco años, de talla elegante y flexible sin ser delgado, de facciones finas y enérgicas, con la piel levemente bronceada y relucientísima y los ojos negrísimos y llenos de fuego.
Vestía como los ricos indios modernizados de la Young India que han ya dejado el dhoti y el dupatta, por los trajes anglo-indios, más simples, pero también más cómodos: chaqueta de tela blanca con alamares de seda, faja bordada y altísima, pantalones estrechos, también blancos, y un pequeño turbante bordado.
Sandokan y Yanez habían correspondido el abrazo del indio, luego el primero le había respondido con voz afectuosa.
—Cálmate, Tremal-Naik, si nosotros hemos dejado nuestra salvaje Mompracem y estamos aquí, quiere decir que estamos dispuestos a empeñar la lucha contra Suyodhana y todos sus sanguinarios bandidos.
—¡Mi Darma! —gritó el indio con un sollozo desgarrador, mientras se comprimía los ojos como para impedir a las lágrimas manar.
—La encontraremos —dijo Sandokan—. Tú sabes qué es capaz de hacer el Tigre de la Malasia, cuando eras prisionero de James Brooke, el rajá de Sarawak. Si he destronado a aquel hombre que se llamaba el exterminador de piratas, y que con una sola palabra hacía temblar a todos los sultanes y rajás de Borneo, sabré vencer también a Suyodhana y obligarlo a devolverte a tu hija.
—Sí —dijo Tremal-Naik—, solo tú y Yanez podrían medirse contra aquellos sectarios malditos, contra aquellos sanguinarios adoradores de Kali y vencerlos. ¡Ah! Si tuviese que perder también a mi hija, después de haber perdido a mi Ada, la única mujer que había amado en el mundo, siento que no sobreviviría y enloquecería. Haber luchado y sufrido tanto para arrancar a esos monstruos a la mujer que debía convertirse un día en mi esposa, y ver ahora en sus manos a mi hija. ¡Es demasiado! Siento que mi corazón estalla.
—Tranquilízate, Tremal-Naik —dijo Yanez, que estaba vivamente conmovido por el profundo dolor del indio—. No se trata ahora de llorar, sino de actuar y de ponerse en campaña sin perder tiempo. Oímos, mi pobre amigo: ¿estás convencido de que los thugs se han nuevamente reunido en los subterráneos de Rajmangal?
—Tengo la certeza —respondió el indio.
—¿Y que Suyodhana está ahí?
—Se dice que ha vuelto con ellos.
—¿Entonces la pequeña Darma ha sido llevada a Rajmangal? —preguntó Sandokan.
—No tengo la certeza. No obstante ella debe haber reemplazado el lugar que ocupó un día su madre, mi esposa.
—¿Puede correr algún peligro?
—Ninguno: la virgen de la pagoda encarna sobre la Tierra a la monstruosa Kali, y se la adora y teme como a una divinidad auténtica.
—Entonces nadie se atrevería a hacerle ningún mal.
—Ni siquiera Suyodhana —respondió Tremal-Naik.
—¿Cuántos años tiene tu Darma?
—Cuatro años.
—¡Qué extraña idea hacer de una niña una divinidad! —exclamó Yanez.
—Era la hija de la virgen de la pagoda, que por casi cinco años representó a Kali en los subterráneos de Rajmangal —dijo Tremal-Naik, con un sollozo sofocado.
—Hermanito mío —dijo Yanez, volviéndose hacia Sandokan—, tú me has hablado de un proyecto.
—Y también lo he madurado —respondió el Tigre de la Malasia—. Solamente querría, antes de ponerlo en ejecución, tener la certeza de que los thugs se encuentran realmente en los subterráneos de Rajmangal. Esto es necesario.
—¿Cómo hacer entonces?
—Es necesario apoderarse de algún thug y obligarlo a confesar. Supongo que en Calcuta habrá.
—Y no pocos —dijo Tremal-Naik.
—Procuremos descubrir alguno.
—¿Y luego? —preguntó Yanez.
—Si se han nuevamente reunido en Rajmangal, iremos a hacer una partida de caza en aquellas junglas. Kammamuri me ha dicho que en aquellos pantanos los tigres abundan. Iremos por consiguiente a matar algunos; primero aquellos de cuatro zarpas, más tarde aquellos de dos y sin cola. Así podremos vigilar Rajmangal y descubrir quizá algunas cosas, que podrían ser muy valiosas para nosotros. Tú eres aún un buen cazador, ¿verdad Tremal-Naik?
—Soy un hijo de los Sundarbans y de las junglas —respondió el indio—. ¿Pero por qué cazar los tigres antes que los hombres?
—Para engañar al amigo Suyodhana. Los cazadores no son ni cipayos ni policemen, y si es verdad que aquellas junglas son ricas en caza, los thugs no se alarmarán con nuestra presencia. ¿Qué me dices, Yanez?
—Que la fantasía del Tigre de la Malasia está muy lejos de apagarse.
—Tenemos que luchar con alguien astuto, procuremos ser más astutos y más hábiles que él. ¿Conoces aquellos pantanos, Tremal-Naik?
—Todas las islas y todos los canales son conocidos por mí y por Kammamuri.
—¿Hay buen fondo delante de los Sundarbans?
—Hay brazos de mar también, donde tu prao puede encontrar óptimos refugios contra las olas y los vientos.
—Dime uno.
—El del Raimatla, por ejemplo.
—¿Lejos de la cueva de los thugs?
—A una veintena de millas.
—Buenísimo —dijo Sandokan—. ¿Además de Kammamuri tienes algún sirviente de confianza?
—Sí, también dos si quieren.
Sandokan puso una mano en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un gran fajo de billetes.
—Encargarás a tu fiel sirviente de proveernos dos elefantes con sus respectivos conductores, sin escatimar en el precio.
—Pero... yo... —preguntó el indio.
—Tú sabes que el Tigre de la Malasia tiene diamantes para vender a todos los rajás y maharajás de la India —respondió Sandokan, sonriendo.
Luego agregó con profunda tristeza y con un suspiro:
—Yo no tengo hijos, ni tampoco Yanez. ¿Qué debería hacer con las inmensas riquezas acumuladas en quince años de correrías? El destino ha sido cruel conmigo, quitándome a Marianna...
El formidable pirata se había vivamente alzado. Un dolor intenso, indescriptible, había descompuesto las orgullosas facciones del antiguo corredor del archipiélago malayo.
Dio dos o tres vueltas alrededor de la estancia, con la frente arrugada, los labios fruncidos, las manos estrechadas sobre el corazón, y los ojos llameantes, fijos en el vacío.
—Sandokan, hermanito mío —le dijo Yanez con voz dulce, pasándole una mano sobre el hombro.
El pirata se había detenido mientras un rauco sollozo moría en sus labios.
—¿No la podré olvidar nunca? —gritó con voz estrangulada y enjugándose, casi con rabia, dos lágrimas que se reunieron bajo las densas cejas—. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡He amado demasiado a la Perla de Labuan! ¡Maldito destino!
—Sandokan —repitió Yanez.
Tremal-Naik se había acercado al Tigre de la Malasia. También el indio lloraba sin tratar de refrenar las lágrimas.
Los dos hombres se arrojaron el uno en los brazos del otro y permanecieron algunos instantes estrechados.
—Muerta tu mujer y muerta también la mía —dijo el indio, cuyo dolor no era menos intenso que el del Tigre de la Malasia.
Kammamuri, en un ángulo, se secaba los ojos; también Yanez parecía profundamente conmovido.
De pronto el Tigre de la Malasia se separó bruscamente de Tremal-Naik. Su rostro poco antes tan alterado, había recobrado su habitual expresión calma y al mismo tiempo enérgica.
—Cuando tengamos la certeza de que Suyodhana se encuentra allá abajo —dijo—, iremos al Sundarbans. ¿Podrá mañana tener los elefantes?
—Lo espero —dijo Tremal-Naik.
—Nosotros permaneceremos aquí hasta que podamos tener en nuestras manos a algún thug, luego veremos lo que hacer. ¿Cuándo vendrás a bordo? Es más seguro sobre nuestro prao que en tu palacio.
—Mañana a la noche, bien tarde, a fin de que no me espíen. Mi palacio está vigilado por los thugs, lo sé.
—Te esperamos. Yanez, volvamos a bordo. Son ya las dos de la mañana.
—¿Por qué no descansan aquí? —preguntó Tremal-Naik.
—Para no despertar ninguna sospecha —respondió Sandokan—. Viéndonos mañana salir, algún espía podría seguirnos hasta el prao, y eso no me agradaría. Con esta oscuridad incluso si alguien intentase echarnos un ojo, no lo conseguiría, porque tenemos la ballenera sobre el río y podemos engañarlo sobre nuestra verdadera dirección. Adiós, Tremal-Naik, mañana tendrás nuevas nuestras.
—¿Partiremos mañana a la noche entonces?
—Y muy tarde, si pueden encontrar los elefantes. Toma no obstante precauciones para no ser seguido.
—Sabré engañar a los espías. ¿Quieres que Kammamuri los acompañe?
—Es inútil, estamos armados y el malecón está cerca.
Se abrazaron nuevamente, luego Sandokan y Yanez descendieron la escalinata, acompañados por Kammamuri.
—Estén en guardia —dijo el maratí mientras abría la puerta.
—No temas —respondió Sandokan—. No somos hombres de dejarnos sorprender.
Apenas afuera, los dos comandantes del prao, quitaron las pistolas que tenían escondidas en la ancha faja y las armaron.
—Abramos los ojos, Yanez —dijo Sandokan.
—Los abro, hermanito mío, pero confieso que no veo más allá de la punta de mi nariz. Me parece estar dentro de un inmenso tonel de alquitrán. ¡Qué bella noche para una emboscada!
Se detuvieron algunos instantes en medio de la calle, aguzando las orejas, luego, asegurados del profundo silencio que reinaba, se dirigieron hacia la explanada del fuerte William.
Se mantenían no obstante lejos de las paredes de las casas que flanqueaban la calle; y mientras uno miraba a la derecha, el otro miraba a la izquierda.
Cada quince o veinte pasos se detenían para mirar a espaldas y para escuchar. Estaban convencidos de ser seguidos por alguien, quizá por el hombre que Sandokan había visto alejarse en el momento en el cual Kammamuri estaba abriendo la puerta del palacio.
Sin embargo llegaron felizmente a la extremidad de la calle, sin que nada hubiese sucedido, y desembocaron sobre la explanada donde la oscuridad era menos densa.
—Allá está el río —dijo Sandokan.
—Lo oigo —respondió Yanez.
Apresuraron el paso; pero no habían aún llegado a la mitad de la explanada, cuando de pronto cayeron el uno sobre el otro.
—¡Ah! ¡Canallas! —había gritado Sandokan—. ¡Han tendido un alambre!
En el mismo instante algunos hombres, que se mantenían escondidos entre las espesas hierbas, se habían precipitado sobre los dos corredores del mar, haciendo silbar en el aire algo.
—¡No te levantes, Sandokan! ¡Los lazos! —gritó Yanez.
Les respondieron dos tiros de pistola, disparados uno detrás del otro.
Sandokan había hecho fuego precipitadamente, en el momento en el cual se sentía golpear en la espalda por una bola de hierro o de plomo. Uno de los asaltantes cayó, mandando un grito que enseguida se apagó. Sus compañeros se arrojaron a diestra y siniestra, y desaparecieron rápidamente en la oscuridad, tomando diversas direcciones.
Sobre los bastiones del fuerte William se oyó a un centinela gritar:
—¿Quién va allá?
Luego nada más.
Yanez y Sandokan temiendo un regreso ofensivo de los asaltantes no se habían movido.
—Se han ido —dijo finalmente el primero, no viendo comparecer a ninguno más—. No son muy valientes estos thugs, suponiendo que fuesen verdaderamente los estranguladores de Suyodhana. Han escapado como liebres a los primeros disparos.
—La emboscada había sido bien preparada —respondió Sandokan—. Si tardábamos en descargar las pistolas nos estrangulaban. Es un cable de acero que han tendido para hacernos caer.
—Vamos a ver si aquel bribón está verdaderamente muerto.
—No se mueve más.
—Puede fingirse muerto.
Se alzaron mirando alrededor y manteniendo en alto un brazo, por temor de verse aprisionados al cuello por algún otro lazo, y avanzaron hacia el hombre que yacía extendido entre la hierba, con las manos estrechadas sobre la cabeza y las piernas replegadas.
—Ha recibido una bala en el cráneo —dijo Sandokan, viendo que tenía el rostro embadurnado de sangre.
—¿Será un thug?
—Kammamuri nos ha dicho que aquellos sectarios tienen un tatuaje en el pecho. Llevémoslo a la chalupa.
—¡Calla!
Un silbido se había oído a lo lejos, y otro le había respondido hacia la calle Dharmatala.
—Mi querido Yanez —dijo Sandokan—. A la ballenera, y sin perder tiempo. Tendremos otras ocasiones para observar los tatuajes de los thugs.
Brincaron en pie, saltaron el cable de acero y se dirigieron rápidamente hacia el río, mientras en la oscuridad resonaba un tercer silbido.
La ballenera estaba amarrada en el mismo sitio, y media tripulación estaba sobre el malecón, armada de fusiles.
—Amo —dijo el timonel divisando a Sandokan—, ¿han sido ustedes los que hicieron fuego?
—Sí, Rangary.
—Le había dicho a mis hombres que aquellos disparos eran de pistolas de Mompracem. Estaba por acudir en su ayuda.
—No era necesario —respondió Sandokan—. ¿Ha venido alguien a zumbar alrededor de la chalupa?
—No, señor.
—A bordo, cachorros míos. Ya es muy tarde.
Hizo encender el fanal colocado a proa y la ballenera se alejó.
Casi en el mismo momento una pequeña donga, que estaba escondido detrás de una pinaza anclada junto al malecón y montada por dos hombres, completamente desnudos y untados con aceite de coco, se separaba silenciosamente de la orilla, hilando detrás de la ballenera del prao.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Resté un año al rango de edad de Tremal-Naik —el original indica 35 o 36—, para que tenga coherencia con las anteriores novelas. Como dato curioso, en Los misterios de la jungla negra, el texto original dice que transcurrió en 1855 y que Tremal-Naik tenía 30 años. Esta novela se desarrolla a lo largo de 1857 y Tremal-Naik tiene... ¿35 o 36 años? Recuerden que en este blog se cambió la fecha de Los misterios... a 1853.

Por otra parte, para que Darma tuviera 4 años en 1857, debería haber nacido antes de abril de 1853, cuando (a pesar de haber cambiado la fecha de la novela Los misterios...) Tremal-Naik todavía no había conocido a Ada. Otra opción es que Los piratas de la Malasia haya sucedido durante 1852. Lo que no puede variar es el año de Los dos tigres, ya que ocurre durante la revuelta de los cipayos de 1857, en la India.

También modifiqué el tiempo que Tremal-Naik dice que Ada fue sacerdotisa, de 7 años a casi 5.

Dhoti: “Dootée” en el original, es la prenda de ropa típica para los hombres en la India. Consiste en una pieza rectangular de algodón que puede llegar a medir 5 metros de largo por 1,20 de ancho. Generalmente de color blanco o crema se enrolla en la cintura y se une por medio de las piernas.

Duppata: “Dubgah” en el original, es un chal típico de la vestimenta femenina en la India. En el capítulo 3 de “Los misterios de la jungla negra” lo define como una especie de falda y así lo utiliza a lo largo de toda la novela, por lo que lo reemplacé por “dhoti”. En este capítulo, en cambio, indica que sirve para cubrir el torso y la espalda, por lo que lo ajusté a dupatta.

Pies: 1 pie = 0,3048 m.

Pariah: Según el libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829), se trata de embarcaciones en muy mal estado. Paria, también es el habitante de la India, de ínfima condición social, fuera del sistema de las castas.

Veranda: Es una galería, porche o mirador de un edificio o jardín. Viene del hindi varandā.

Sofito: Plano inferior del saliente de una cornisa o de otro cuerpo voladizo.

Young India: Movimiento político reformista de la India. Entre 1919 y 1932 (varios años después de la publicación de la novela), Mahatma Gandhi publicó en India un diario semanal en inglés llamado, justamente, “Young India”. En “Los piratas de la Malasia” era el nombre del buque que transportaba a Kammamuri que encalla en Mompracem.

Alamares: Presilla y botón, u ojal sobrepuesto, que se cose, por lo común, a la orilla del vestido o capa, y sirve para abotonarse, o meramente para gala y adorno o para ambos fines.

James Brooke: Personaje histórico, de padres ingleses, nacido en la ciudad de Benarés, a orillas del Ganges, en 1803, y donde vivió hasta los 12 años. Luego, formó parte de la Armada Bengalí de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Más tarde, después de ayudar al Sultán de Brunéi en un alzamiento, lo amenazó y éste le otorgó el título de Rajá de Sarawak donde se estableció y comenzó a regir. Se dedicó a reformar la administración y a luchar contra la piratería. Falleció en 1868.

Zarpas: Mano de ciertos animales cuyos dedos no se mueven con independencia unos de otros, como en el león y el tigre.

Brazo de mar: Canal ancho y largo del mar, que entra tierra adentro.

Raimatla: Nombre con el que aparecía en los mapas antiguos el río Matla, que forma un ancho estuario cerca del Sundarbans y está al este de la isla Sagar.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 20 mi equivalen a 32,19 km.

Maharajás: “Maharajah” en el original, son los príncipes de la India.

Donga: “Gonga” en el original, es un cayuco —embarcación india de una pieza, más pequeña que la canoa, con el fondo plano y sin quilla, que se gobierna y mueve con el canalete— hecho con el tronco de una palmera.

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