miércoles, 20 de enero de 2016

XI. En las junglas


La Marianna, aún cuando era dos veces más chica que los ghrab y con una tripulación muy inferior, pero bastante más aguerrida que los bengalíes, la había sacado verdaderamente barata, como había dicho el Tigre de la Malasia.
No obstante el furioso cañoneo de los meriam, había sufrido daños fácilmente reparables, sin obligarla a dirigirse a algún astillero para reparaciones. Todo se reducía a unas pocas cuerdas partidas, a unos pocos agujeros en el velamen, y a una verga embotada.
El blindaje del casco, aún cuando de poco espesor, había sido suficiente para detener las balas de una libra de los pequeños cañones de latón y cobre.
Siete hombres no obstante habían sido asesinados por el fuego de las carabinas, y otros diez habían sido llevados a la enfermería más o menos heridos. Pérdidas pequeñas en comparación con las sufridas por las tripulaciones de los ghrab, que las espingardas, hábilmente maniobradas por Yanez y sus hombres, habían más que diezmado.
La victoria por otra parte había sido completa. Una de las dos naves, después de haberse dado vuelta, se había hundido; la otra en cambio había sido reducida a tal estado de no poder más intentar la persecución y además se había encallado.
Los crueles sectarios de la sanguinaria divinidad no podían por cierto estar satisfechos del éxito de su primera batalla, dada a los terribles tigres de Mompracem, que creían poder aplastar tan fácilmente antes de que salieran del Hugli.
La Marianna, guiada por Sambigliong, un timonel que tenía muy pocos rivales, con pocas bordadas, alcanzó la extremidad septentrional del islote y regresó al río, en el momento en el cual el segundo ghrab desaparecía bajo las aguas del canal.
El incendio había sido ya completamente apagado por Tremal-Naik y sus hombres, y ningún peligro amenazaba al prao que podía descender tranquilamente el río sin temor a ser perseguido.
Sospechando no obstante que los thugs se hubiesen refugiado en el islote y que los esperasen pasar para saludarlos con alguna descarga de carabinas, Sandokan hizo empujar a la Marianna hacia la orilla opuesta.
Siendo el Hugli en aquel lugar ancho más allá de los dos kilómetros, no había peligro de que las balas de los sectarios pudiesen llegar hasta el velero.
—¿Dónde tomaremos tierra? —preguntó Yanez a Sandokan que estaba observando las orillas.
—Descendamos el río por una docena de millas —respondió el Tigre de la Malasia—. No quiero que los thugs nos vean desembarcar.
—¿Está lejos la villa?
—A pocos kilómetros, me ha dicho Tremal-Naik. Estaremos no obstante obligados a atravesar la jungla.
—No será tan difícil como nuestras florestas vírgenes del Borneo.
—Los tigres abundan en aquellos cañaverales gigantescos.
—¡Bah! Los conocemos desde hace mucho a aquellos señores. Y luego, ¿no nos dirigimos quizá a los Sundarbans para conocerlos?
—Es verdad, Yanez —respondió Sandokan, sonriendo.
—¿Crees que los thugs hayan adivinado nuestros proyectos?
—En parte, quizá. No es posible que se hayan imaginado que debíamos desembarcar aquí.
—Probablemente sospechaban que íbamos a asaltar su refugio por el lado del Mangal. ¿Intentarán vengarse?
—Es posible, Yanez, pero llegarán demasiado tarde. He dado ya a Sambigliong mis instrucciones, a fin de que no se deje sorprender dentro de los Sundarbans. Irá a esconder el prao al canal Raimatla y desmontará la arboladura, cubriendo el casco con cañas y hierbas, a fin de que los thugs no se den cuenta de la presencia de nuestros hombres.
—¿Y cómo nos mantendremos en contacto con ellos? Podríamos necesitar ayuda.
—Se encargará Kammamuri de venir a encontrarnos en las junglas de los Sundarbans.
—¿Permanecerá con Sambigliong?
—Sí, por lo menos hasta que el prao haya llegado al Raimatla. Él conoce aquellos lugares y sabrá encontrar un óptimo escondite para nuestro leño. Los thugs han dado prueba de ser muy astutos, y nosotros lo seremos más. Espero un día poder ahogarlos a todos dentro de sus subterráneos.
—Recomienda a Sambigliong de no dejar escapar al mahant. Si aquel hombre logra escaparse, no podremos sorprenderlos más.
—No temas, Yanez —dijo Sandokan—. Un hombre velará día y noche delante de su camarote.
—¿Tomamos tierra? —preguntó en aquel momento una voz detrás de ellos—. Hemos ya sobrepasado la isla y no nos conviene alejarnos demasiado del camino que conduce a Khari. La jungla es peligrosa.
Era Tremal-Naik que había ya dado orden a Sambigliong de dirigirse hacia la orilla opuesta.
—Estamos listos —respondió Sandokan—. Haz preparar una chalupa y vamos a acampar a tierra.
—Tenemos un óptimo refugio para pasar la noche —dijo Tremal-Naik—. Estamos de frente a una de las torres para los náufragos. Estaremos muy bien allí dentro.
—¿Cuántos hombres conduciremos con nosotros? —dijo Yanez.
—Bastarán los seis que han sido ya escogidos —respondió Sandokan—. Un número mayor podría hacer nacer sospechas a los thugs de Rajmangal.
—¿Y Surama?
—Nos seguirá: aquella niña puede prestarnos valiosos servicios.
La Marianna se había puesto en facha a doscientos pasos de la orilla, mientras la ballenera había sido ya calada al agua.
Sandokan dio a Kammamuri y a Sambigliong sus últimas instrucciones, recomendándoles la máxima prudencia, luego descendió en la chalupa donde ya se encontraban los seis hombres escogidos para acompañarlos, Surama y la viuda del thug, que contaban con dejar en las posesiones de Tremal-Naik.
En dos minutos atravesaron el río y tocaron tierra sobre el margen de las inmensas junglas, a pocos pasos de la torre de refugio, que se alzaba solitaria entre las cañas espinosas y de espesos matorrales que cubrían la orilla.
Tomadas las carabinas y algunos víveres, devolvieron la chalupa, dirigiéndose luego hacia el refugio, cuya escalera portátil estaba apoyada contra la pared.
Era una torre semejante a las que ya Sandokan y Yanez habían observado cerca de la desembocadura del río, construída en madera, alta de media docena de metros, con cuatro inscripciones en lengua inglesa, hindi, francesa y alemana, pintadas en negro con grandes letras, y que advertían a los náufragos de no hacer derroche de los víveres contenidos en la planta superior y de esperar el barco encargado del abastecimiento.
Sandokan apoyó la escalera en la ventana y subió primero, seguido pronto por Surama y la viuda.
No había mas que una estancia, apenas capaz de contener a una docena de personas, con algunas hamacas suspendidas de las vigas, un tosco cajón, conteniendo cierta cantidad de bizcochos y carne salada y algunos jarros de terracota.
No debían por cierto hacerle mucha gracia a los náufragos, que la mala suerte arrojaba sobre aquellas orillas peligrosas y deshabitadas; sin embargo no podían correr, al menos por cierto tiempo, el peligro de morir de hambre.
Cuando todos hubieron entrado, Tremal-Naik hizo retirar la escalera a fin de que los tigres, que podían merodear en los alrededores, no la aprovechen para treparse hasta el refugio.
Las dos mujeres y los jefes tomaron lugar en las hamacas; los seis malayos se tendieron en tierra, poniéndose al lado las armas, aún cuando ningún peligro pudiese amenazarlos.
La noche pasó tranquila, no habiendo sido perturbada mas que por el aullido lamentable de algún chacal hambriento.
Cuando se despertaron, la Marianna no estaba más a la vista. A aquella hora debía haber ya alcanzado la desembocadura del Hugli y costeado ya los bancos de arena que se asoman delante de los fangosos terrenos de los Sundarbans y que sirven de diques a las grandes oleadas del golfo de Bengala.
Una sola barca, provista de un cobertizo, remontaba el río rozando la orilla, impulsada por cuatro remeros semi desnudos.
En la jungla en cambio ningún ser humano aparecía. Hacían volteretas en cambio un gran número de aves acuáticas, especialmente de patos brahmánicos y martines pescadores.
—Estamos en pleno desierto —dijo Sandokan que de lo alto de la torre miraba ahora el río y ahora la inmensa extensión de bambú, entre los cuales sobresalía soberbiamente algún raro tara, y algún colosal nim de tronco enorme.
—Y este no es más que el principio del delta del Ganges —respondió Tremal-Naik—. Más adelante verás muchas otras cosas y te harás un concepto más exacto de este inmenso pantano que se extiende entre las dos ramas principales del sagrado río.
—No comprendo cómo los thugs han escogido un país tan feo como su residencia. Aquí las fiebres deben reinar todo el año.
—Y también el cólera que hace con frecuencia grandes vacíos entre los malangi. Pero aquí se sienten más seguros que en otro lugar; porque nadie osaría intentar una expedición a través de estos pantanos, que exhalan miasmas mortales.
—Que no nos dan ni frío, ni calor —respondió Sandokan—. Las fiebres no nos dan miedo: estamos habituados. ¿Y con quién se la agarran los thugs de Suyodhana, si estas tierras están casi despobladas? Kali no debe tener demasiadas víctimas de holocausto.
—Algún malangi que es sorprendido lejos de la villa, paga por los otros. Y luego, si no se estrangula mucho en los Sundarbans, con creas que a Kali le faltan víctimas; los thugs tienen emisarios en casi todas las provincias septentrionales de la India. Donde hay una peregrinación, los sectarios de la diosa acuden y un buen número de personas no regresa más a sus casas. En Rajmangal he conocido uno que operaba precisamente sobre los peregrinos que se dirigían a los grandes servicios religiosos de Benarés: había estrangulado a setecientos diecinueve personas y aquel miserable, en cuanto fue arrestado, no manifestó mas que un solo disgusto: ¡el de no haber podido alcanzar el millar!
—¡Aquel era una bestia! —exclamó Yanez, que se había unido.
—Los estragos que aquellos miserables cometían aún hace algunos años, no se pueden imaginar. Les baste saber que algunas regiones de la India central fueron casi despobladas por aquellos feroces asesinos —dijo Tremal-Naik.
—¿Pero qué placer encuentran en estrangular a tantas personas?
—¡Qué placer! Es necesario oír a un thug para hacerse una idea. “Usted encuentra un gran deleite”, dijo un día uno de aquellos monstruos, por mí interrogado, “en asaltar una bestia feroz en su madriguera, en tramar y obtener la muerte de un tigre o de una pantera, sin que en todo aquello hayan graves peligros que desafiar ni coraje excesivo que desplegar. Piense entonces cuánto este atractivo debe aumentar cuando la lucha es empeñada contra el hombre, ¡cuando es un ser humano que necesita destruir! En lugar de una sola facultad, el coraje, necesita la astucia, la prudencia, la diplomacia. Actuar con todas las pasiones, hacer vibrar también los lazos del amor y de la amistad para inducir a la presa en las redes es algo sublime, embriagador, un delirio”. He aquí la respuesta que he tenido de aquel miserable que había ya ofrecido a su divinidad algunos centenares de víctimas humanas. Para los thugs el asesinato está instituido en la ley, el asesinar para ellos es una alegría suprema y un deber; el asistir a la agonía de un hombre por ellos golpeado es una felicidad inefable.
—En conclusión el asesinar a una criatura inofensiva es un arte —dijo Yanez—. Creo que es imposible soñar una más perfecta apología del delito.
—¿Son muchos hoy día los sectarios de Kali? —preguntó Sandokan.
—Se calculan en cien mil, dispersos la mayor parte en las junglas de Bundelkund, en Oudh y en la cuenca del Nerbudda.
—¿Y obedecen todos a Suyodhana?
—Es su jefe supremo, por todos reconocido —respondió Tremal-Naik.
—Afortunadamente los otros están lejos —dijo Yanez—. Si se reuniesen todos en los Sundarbans no nos quedaría otra que volver a llamar a la Marianna y regresarnos a Mompracem.
—En Rajmangal no habrá muchos, ni creo que Suyodhana, aunque esté amenazado, permanecerá en otras regiones. El gobierno de Bengala tiene los ojos abiertos y cuando puede poner las manos sobre los sectarios de Kali no los perdona.
—Sin embargo no ha intentado nada para desanidar a aquellos que han vuelto a las cavernas de Rajmangal —dijo Sandokan.
—Está demasiado ocupado por el momento. Como les he dicho, en la India septentrional amenaza una formidable insurrección y algunos regimientos de cipayos han fusilado, hace unos días, a sus oficiales en Meerut y en Cawnpore. Quién sabe más tarde, calmada la revuelta, no dé un golpe mortal también a los thugs de los Sundarbans.
—Espero que para entonces no haya más —dijo Sandokan—. No hemos venido aquí para que se nos escapen de las manos, ¿verdad Yanez?
—Lo veremos después —respondió el portugués—. Partamos Sandokan: ya he tenido bastante de esta jaula y estoy impaciente por ver a nuestros elefantes.
Surama y la viuda habían preparado el té, habiendo encontrado cierta provisión entre los víveres destinados a los náufragos.
Vaciaron algunas tazas, luego recolocaron en su lugar la escalera, y descendieron entre las altas hierbas que circundaban la torre.
Tres hombres armados de parang se pusieron a la cabeza del pelotón, para abrir paso a través del inextricable caos de bambú, y plantas parásitas y la marcha comenzó bajo un sol ardentísimo. Quien no ha visto las junglas de los Sundarbans, no puede hacerse la menor idea de su aspecto desolador.
Un desierto, aunque privado de la más pequeña maleza, es menos triste que aquellas planicies fangosas, cubiertas de una vegetación intensa sí, pero que no tienen nada de gayo, ni de pintoresco, una vegetación que, aunque siendo exuberante, tiene un indefinible color como de algo enfermizo exudante de gérmenes infecciosos.
Y de hecho todo aquel mar de cañas inmensas y de plantas parásitas es amarillento.
Es muy raro ver algún matorral de un verde brillante porque las bellas mangiferas, los pipal, los nim, los tara de denso follaje, que caracterizan a las planicies de Bengala y de la India central, no parecen encontrarse cómodos en los pantanos de los Sundarbans.
Todas las plantas son altísimas y se desarrollan con rapidez prodigiosa, porque el terreno es fertilísimo; pero como hemos dicho, están enfermas, y tienen un no sé qué de infinitamente triste que golpea profundamente al hombre que tiene la audacia de adentrarse en aquel caos de vegetales.
Es la humedad, o mejor la lucha incesante que se combate por ella, entre el agua que invade continuamente aquellas tierras y el calor solar que la seca rápidamente; lucha que se renueva cada día por siglos y siglos sin ninguna ventaja, ni para una ni para el otro; lucha que no hace más que desarrollar gérmenes infecciosos y miasmas mortales que, ayudados por la rápida descomposición de aquella vegetación de una riqueza anormal, desarrollan el cólera asiático.
La terrible enfermedad, que casi cada año hace inmensos estragos entre las poblaciones del mundo, allí tiene su sede. Los microbios se desarrollan bajo aquellas plantas con rapidez prodigiosa y no esperan mas que a los peregrinos indios para expandirse en Asia, Europa y África.
Él reina permanentemente entre las pobres villas de los malangi, sofocados entre aquellas cañas desmesuradas; no obstante rara vez mata a aquellos desgraciados habitantes. Llega no obstante el europeo que no está aclimatado y lo fulmina en pocas horas.
Es el aliado de los thugs y vale más que todas las fortalezas y que todas las barreras, para mantener lejos a las tropas del gobierno de Bengala.
Pero no es solo el cólera que se encuentra bien en aquellos pantanos. También las serpientes, tigres, rinocerontes y cocodrilos voracísimos, están muy bien y se propagan maravillosamente, sin sentir perjuicio alguno.
Si los Sundarbans son tristes, son el paraíso de los cazadores, porque se encuentran todos los más terribles animales de la India. Viven no obstante con plena seguridad con desprecio por los oficiales ingleses, aquellos encarnizados cazadores que no osan adentrarse en aquel mar de vegetales, no ignorando que una estadía aunque brevísima puede serles fatal.
El europeo no puede afrontar los miasmas de los Sundarbans; la muerte lo espera, oculta bajo la sombra de las cañas y de los calamus.
Si puede huir a las garras de los tigres, a la mordida venenosa de la cobra de anteojos, y de la serpiente del minuto o del bis-cobra, y a los dientes de gavial, cae infaliblemente bajo los golpes del cólera.
El pequeño, pero animado pelotón, guiado por Tremal-Naik, procedía lentamente, sin detenerse entre la intrincada jungla, abriéndose paso a golpes de parang y campilán, no habiendo encontrado el menor rastro de sendero más allá de la torre de refugio.
Los malayos de la escolta, habituados ya al duro manejo de los parang y dotados de una resistencia y de un vigor extraordinario, cortaban sin pausa, insensibles, a los mordiscos del sol que hacía humear sus pieles y también a los miasmas que emanaban en aquellos terrenos cenagosos.
Abatían a grandes golpes las monstruosas cañas, que parecían querer sofocarlos, haciéndolas caer a diestra y siniestra, para hacer lugar a las mujeres y a sus jefes que no se ocupaban mas que de la vigilancia, pudiendo darse que de un instante a otro algún tigre hiciese repentinamente su aparición.
Ya habían olfateado dos veces, en los quinientos pasos penosamente ganados, el olor característico que exhalan aquellas peligrosas bestias; pero ninguna se había hecho ver, espantada quizá por el número de personas o por el brillo de las carabinas, armas que ya aquellos sanguinarios carnívoros han aprendido a temer.
Si el pelotón hubiese estado formado por pobres malangi, armados de una simple cuchilla o de alguna lanza, quizá no hubieran vacilado en intentar un fulmíneo asalto para llevarse a alguno.
A cada paso que se adentraban, la vegetación, en vez de disminuir, se volvía tan espesa, como para poner a dura prueba la paciencia y la habilidad de los malayos, aún cuando no fuesen nuevos en las junglas.
Las cañas se sucedían a las cañas, cerradas y altísimas, interrumpidas solo de vez en cuando por montones de calamus, plantas parásitas de una resistencia increíble y que alcanzan a menudo longitudes extraordinarias de cien e incluso ciento cincuenta metros y por charcos llenos de agua amarillenta y corrupta, que obligaban al pelotón a dar largos rodeos.
Un calor sofocante reinaba en medio de aquellos vegetales, haciendo sudar prodigiosamente a malayos e indios y sobre todo a Yanez que en su calidad de europeo, resistía menos que los otros los ardientes rayos del sol.
—Prefiero nuestras florestas vírgenes del Borneo —decía el pobre portugués, que parecía salido de un verdadero baño, tanto que sus vestimentas estaban empapadas de sudor—. Me parece estar dentro de un horno. ¿Durará mucho? Comienzo a tener hasta en los pelos las junglas bengalíes.
—No la terminaremos antes de diez o doce horas —respondía Tremal-Naik que parecía en cambio que se encontraba muy bien entre aquellos vegetales y aquellos pantanos.
—Llegaré a tu bungalow en un estado lamentable. ¡Bellos lugares han escogido los thugs! ¡Qué el diablo se los lleve a todos! Podrían encontrar un refugio mejor.
—De eso no estoy seguro, mi querido Yanez, porque aquí se sienten plenamente seguros. Bestias y cólera; pantanos y fiebres que te quitan a un hombre en pocas horas: ¡he aquí sus guardianes! Han sido astutos al recolocar aquí tiendas.
—¿Y deberemos deambular en estas junglas por semanas quizá? ¡Bella perspectiva!
—Los elefantes son altos y cuando estés acomodado sobre su dorso, el aire no te faltará.
—¡Eh!
—¿Qué pasa? —preguntó Yanez, quitándose de la espalda la carabina.
Los malayos de la vanguardia se habían detenido y se habían inclinado hacia el suelo, escuchando atentamente.
Delante de ellos se abría una especie de sendero lo suficientemente ancho, como para dar paso a tres y también a cuatro hombres de frente y que parecía haber sido hecho recientemente, ya que las cañas que yacían en el suelo, tenían las hojas aún verdes.
Sandokan que escoltaba a Surama y a la viuda, los alcanzó.
—¿Un pasaje? —preguntó.
—Abierto hace una hora por algún gran animal que marcha delante nuestro —respondió uno de los malayos—. Debe haberse levantado hace solo unos pocos minutos.
Tremal-Naik se apresuró adelante y miró el terreno sobre el cual se divisaban anchas huellas.
—Somos precedidos por un rinoceronte —dijo—. Ha oído los golpes de los parang y se ha ido. Debía estar en uno de sus raros momentos de buen humor. De otra manera nos habría cargado a lo loco.
—¿A dónde se dirige? —preguntó Sandokan.
—Hacia el noreste —respondió uno de los malayos que llevaba una pequeña brújula.
—Es nuestra dirección —dijo Tremal-Naik—. Ya que nos abre el camino, sigámoslo: nos ahorrará la fatiga. Mantengan no obstante listas las carabinas, de un momento a otro puede volver sobre sus propios pasos y caernos encima.
—Y nosotros estaremos listos para recibirlo —concluyó Sandokan—. A la retaguardia las mujeres y nosotros en cabeza. Comenzaremos nuestra partida de caza.

NOTAS AL PIE DE SALGARI

“...¡el de no haber podido alcanzar el millar!”: Histórico.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En relación al supuesto relato histórico en la nota de Salgari, en un apunte suyo puede leerse: “De Warren conoció a un thug encontrado en el territorio de Hyderabad, un jefe que se volvió denunciador para huir al patíbulo, ¡que había estrangulado nada menos que a 719 personas! Y con un suspiro de pesar decía: —¡Ah! si no hubiese sido retenido por diez años en prisión, ¡habría completado los mil!”

Libras: 1 lb = 0,45359237 kg.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 12 mi equivalen a 19,31 km.

Mangal: Hace referencia al río Raimangal que desemboca en el golfo de Bengala. No encontré documentos donde se lo llamara así, pero no lo modifiqué para diferenciarlo de la supuesta isla de Rajmangal.

Chacal: Mamífero carnívoro de la familia de los Cánidos, de un tamaño medio entre el lobo y la zorra, parecido al primero en la forma y el color, y a la segunda en la disposición de la cola. Vive en las regiones templadas de Asia y África. Es carroñero y de costumbres gregarias.

Bancos de arena: “Teste di sabbia” en el original. La traducción literal sería “cabezas de arena”, pero no encontré ninguna referencia que se corresponda, así que modifiqué “cabezas” por “bancos”.

Tara: Nombre bengalí que puede referirse tanto a la Corypha taliera como a la Corypha umbraculifera. Ambas especies del género Corypha pertenecen a la familia de las palmeras y son nativas del subcontinente indio y Malasia. La primera se extinguió en su forma silvestre; solamente existe en viveros desde hace más de 50 años. La segunda puede medir hasta 25 metros de altura y posee la inflorescencia más grande (de 6 a 8 metros de alto).

Nim: Nombre común del árbol “Azadirachta indica”, perteneciente a la familia Meliaceae originario de la India y de Myanmar. Puede alcanzar de 15 a 20 metros de altura y posee follaje abundante todo el año. Su tronco es corto y recto y puede alcanzar 120 cm de diámetro.

Bundelkund: También llamada Bundelkhand, es una región ubicada en el centro norte de la India, actualmente dividida entre los estados de Uttar Pradesh y Madhya Pradesh.

Oudh: “Aude” en el original, también conocida como “Oude”, era otro nombre con el que se conocía la provincia de “Awadh” en la India, durante la administración colonial británica.

Nerbudda: Otro nombre con el que se conoce al río Narmada. Largo río que discurre por la parte central de India, el quinto más grande y considerado sagrado por los hinduistas.

Mangiferas: Nombre científico del mango, género de 130 especies, perteneciente a la familia de las anacardiáceas.

Pipal: Uno de los nombres con que se conoce al “Ficus religiosa”. Otros nombres dados son: “higuera de las pagodas”, “higuera sagrada”, “árbol bo”, etc.

Calamus: Es un género de plantas de la familia de las arecáceas. Existen 325 especies de este género, de las cuales el “rotang” es una de ellas.

Cobra de anteojos: “Cobra-capello” en el original, llamada “cobra india” o “cobra de anteojos” (Naja naja), es una especie de serpiente venenosa de la India. Es famosa por el capuchón que despliega alrededor de su cabeza cuando se encuentra excitada o amenazada.

Serpiente del minuto: Se la nombra así, y también en inglés —“minute snake”—, en el libro “Le Tour du Monde” (Louis Rousselet, 1868) donde se dan señas tanto de su color, negro y amarillo, como de su pequeñísimo tamaño. Este último dato, es una leyenda que aparece también en el libro “The Jungle Book” (Rudyard Kipling, 1894) referido al “krait”. Se trata por lo tanto del “Bungarus fasciatus” o krait rayado, una serpiente venenosa de color amarillo y negro, que puede alcanzar los 2,1 m de longitud. Su mordedura rara vez causa la muerte.

Bis-cobra: “Biscobra” en el original, es el nombre con el que en India se conoce al “varano de bengala” (Varanus benghalensis). Reptil de 175 cm que no tiene aguijones ni es venenoso.

Gavial: Reptil del orden de los Emidosaurios, propio de los ríos de la India, parecido al cocodrilo, de unos ocho metros de largo, con el hocico muy prolongado y puntiagudo y las membranas de los pies dentadas.

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