miércoles, 10 de febrero de 2016

XIII. El comedor de hombres


Khari es una de las pocas aldeas que aún subsisten en las junglas de los Sundarbans, resistiendo tenazmente a las acechanzas del cólera y de las fiebres malignas y a las visitas de los tigres y las panteras, solo por la riqueza y la prodigiosa fertilidad de los arrozales que producen en abundancia el basmati, aquel arroz finísimo, larguísimo, muy blanco y que cociéndolo esparce un olor gratísimo, muy apreciado por los bengalíes.
No era más que un tropel de cabañas, con las paredes de barro seco y los techos cubiertos de hojas de cocotero, con tres o cuatro bungalows de mezquina apariencia, que casi no están más habitados por sus propietarios, demasiado asustados por las fiebres.
Incluso el de Tremal-Naik no tenía la bella apariencia del bungalow de Calcuta. Era una vieja vivienda de un solo piso, con el techo en punta y una veranda alrededor, hecha construir por el capitán Corishant, durante la áspera guerra jugada a los thugs de Suyodhana, a fin de estar más cerca de los Sundarbans.
En el recinto, dos monstruosos elefantes, protegidos por sus cornac, consumían sus raciones de la noche, interrumpiéndose de vez en cuando para lanzar barritos que hacían temblar a las viejas murallas de la vivienda.
Eran de especie diversa, habiendo dos razas bien distintas en India: los koomareah que tienen el cuerpo más macizo, las patas cortas y la trompa larga, pero que poseen una fuerza muscular extraordinaria; los merghee más altos en cambio, más esbeltos, con la trompa menos gruesa y las patas menos macizas, y que tienen el paso más rápido. Aunque son inferiores a los primeros en robustez, no obstante son los más apreciados por su velocidad.
—¡Qué soberbios animales! —exclamaron a la vez Yanez y Sandokan que se habían detenido en el corral, mientras los dos paquidermos, a un grito de sus conductores, saludaban a los recién llegados, teniendo las trompas en alto.
—Sí, bellísimos y robustísimos —dijo Tremal-Naik que los observaba como profundo conocedor—. Darán que hacer a los tigres de los Sundarbans.
—¿Partiremos mañana sobre el dorso de estos gigantes? —preguntó Yanez.
—Sí, si lo deseas —respondió el bengalí—. Todo debe estar listo para comenzar la caza.
—¿Estaremos todos en el howdah?
—Nosotros con Surama ocuparemos uno: los malayos el otro. Darma y Punthy nos seguirán a pie.
—¡Darma! —exclamaron Yanez y Sandokan—. ¿Está aquí tu tigre?
Tremal-Naik en vez de responder mandó un silbido prolongado.
Enseguida de la veranda brincó al corral, con la ligereza de un gato, un bellísimo tigre de Bengala que fue a frotar su hocico sobre las piernas del bengalí.
Yanez y Sandokan, aún cuando hubiesen varias veces oído hablar de la docilidad de aquella bestia, se habían tirado precipitadamente atrás, mientras sus hombres se salvaban detrás de los elefantes, desenvainando sus parang y sus campilán.
En el mismo instante un perro todo negro, alto como una hiena, que llevaba un collar de hierro erizado de puntas agudas, salió corriendo de uno de los cobertizos y se puso a saltar alrededor del amo, ladrando festivamente.
—He aquí mis amigos de la jungla negra —dijo Tremal-Naik, acariciando a uno y otro—, y que se harán también amigos suyos. No temas Sandokan, ni tampoco tú, Yanez. Saluda a los valientes de Mompracem, Darma: son tigres también ellos.
La bestia miró al amo que le indicaba a Yanez y a Sandokan, luego se arrimó a los dos piratas ondeando blandamente su larga cola.
Giró dos o tres veces alrededor de ellos olfateándolos varias veces, luego se dejó acariciar, manifestando su satisfacción con un “ron-ron” prolongado.
—Es soberbio —dijo Sandokan—. No recuerdo haber visto uno así de bello y así de desarrollado.
—Y sobre todo apegado —respondió Tremal-Naik—. Me obedece como Punthy.
—Tienes dos guardias que mantienen alejados a los thugs.
—Los conocen y saben cuánto valen. Han probado en los subterráneos de Rajmangal las uñas de uno y los dientes de acero del segundo.
—¿Se llevan bien entre los dos? —preguntó Yanez.
—Perfectamente, es más duermen siempre juntos —respondió Tremal-Naik—. Vamos, vayamos a cenar. Mis sirvientes han preparado la mesa.
Los introdujo en un salón de planta baja, muy modestamente amueblado con sillas de bambú y algunas estanterías de caoba pero provisto del pankah, o sea de una tabla cubierta con una tela ligera, pegada al sofito y que un muchacho hace girar para remover el aire y mantener una continua ventilación.
Tremal-Naik, que desde hacía tiempo había adoptado las costumbres inglesas, había hecho preparar carne, legumbres, cerveza y fruta.
Comieron rápidamente, luego todos se dirigieron a su propia estancia después de haber ordenado a los cornac estar listos para las cuatro de la mañana.
Fue Punthy en efecto quien hizo de despertador al día siguiente con sus ladridos ensordecedores.
Vaciadas algunas tazas de té, Sandokan y Yanez descendieron al corral llevando sus propias carabinas.
Tremal-Naik estaba ya con la joven bayadera que debía acompañarlos y con los seis malayos.
Los dos gigantescos elefantes estaban ya enjaezados y no esperaban mas que la señal de sus conductores para partir.
—A la caza —dijo alegremente Sandokan, trepándose por la escala de cuerda y alcanzando el howdah—. Antes de esta noche cuento con tener la piel de alguna bestia.
—Quizá antes —dijo Tremal-Naik, que también había subido, seguido por Yanez y la bayadera—. Un hombre de la aldea se ha ofrecido para conducirnos a un lugar donde desde hace tres semanas se esconde un admikanevalla.
—¡Que sería!
—Un tigre que prefiere la carne humana a la de los otros animales. Ya ha sorprendido y devorado a dos mujeres de la aldea y el otro día ha intentado el golpe contra un granjero que, para su fortuna, pudo librarse con pocos rasguños. Es él quien nos guiará.
—Tendremos entonces que vérnosla con un tigre astuto —dijo Yanez.
—Que no se dejará descubrir fácilmente —respondió Tremal-Naik—. Los admikanevalla son generalmente tigres viejos, que no poseyendo más la agilidad necesaria para cazar a los ágiles nilgó, ni para enfrentar a los búfalos de la jungla, se la toman con las mujeres y con los niños. Jugará con astucia e intentará por todos los medios evitar la lucha, sabiendo bien que no tendrá nada que ganar. Punthy sabrá no obstante encontrarlo.
—¿Y Darma cómo se comporta hacia sus compañeros?
—Se limita a mirarlos, pero jamás lo he visto tomar parte en la lucha. No ama la compañía de los tigres libres, como si no perteneciera más a su raza. He aquí el guía que llega delante a los elefantes.
Un pobre malangi, negro casi como un africano, pequeño y feísimo, que temblaba por la fiebre, cubierto con un simple languti, y armado de una pica, había aparecido cerca de la puerta.
—Sube detrás de nosotros —le gritó Tremal-Naik.
El indio, ágil como un simio, se trepó por la escala y se acurrucó sobre el enorme dorso del elefante.
Los cornac, que se mantenían a horcajadas, con las piernas escondidas detrás de las inmensas orejas de los paquidermos, empuñaron sus cortas picas con los ganchos agudos y encorvados y mandaron un grito.
Los dos colosos les respondieron con un barrito ensordecedor y se pusieron en marcha, precedidos por Punthy y seguidos por Darma que no parecía amar demasiado la proximidad de las dos grandes bestias.
Atravesada la aldea que estaba aún desierta, después de un cuarto de hora, los elefantes alcanzaban los márgenes de las junglas, sumergiéndose entre las cañas y las hierbas gigantescas.
Habían tomado un buen paso y no dudaban nunca en la dirección. Bastaba una ligera presión de los pies de los cornac y un simple silbido para doblar a derecha y a izquierda.
Avanzaban no obstante con cierta precaución, descartando con la trompa las altísimas cañas y palpando antes el terreno húmedo y fangoso, que podía ocultar algún fondo peligroso en el que podían hundirse.
La jungla se extendía más allá de la vista, monótona y triste, apenas relegada por algún grupo de palmeras tara, de algunas latanias o de algún grupito de majestuosos cocoteros, que desplegaban sus largas hojas de un bello verde brillante, o de alguno de aquellos inmensos árboles, que por sí solos forman una pequeña floresta, sostenidos con frecuencia por varios centenares de troncos que se llaman higueras de las pagodas o banianos.
Un profundo silencio reinaba en aquel mar de vegetales, durmiendo aún los zancudos de largas patas, que habitan a millares y millares en aquellas tierras húmedas.
No se oía mas que el ligero susurro de las cimas de los bambúes gigantes y la rauca y poderosa respiración de los dos colosos.
No habiendo aún surgido el sol, una niebla pesada y amarillenta, cargada de exhalaciones pestilentes, derivadas de las podredumbres de miríadas de vegetales, ondeaba aún sobre la inmensa llanura, niebla peligrosa porque ocultaba en su seno la fiebre y el cólera, los huéspedes habituales de las junglas gangéticas.
El calor, que debía volverse intenso más tarde, no debía tardar en absorberla para dejarla caer nuevamente después del ocaso.
—He aquí una niebla que pone de mal humor —dijo Yanez que fumaba como un vapor y que de vez en cuando se bañaba los labios con un sorbo de viejo coñac—. Debe hacer efecto también sobre los tigres.
—Puede ser —respondió Tremal-Naik—, porque los que habitan los Sundarbans gozan de fama de ser más sanguinarios que los otros.
—Deben hacer grandes vacíos entre los pobres malangi.
—Cada año un buen número de aquellos desgraciados, termina bajo los dientes de los “señores bagh”, como les llamamos aquí. Se calcula que cuatro mil indios desaparecen por obra de aquellos terribles carnívoros y las tres cuartas partes pertenecen a los habitantes de los Sundarbans.
—¿Cada año?
—Sí, Yanez.
—¿Y los malangi se dejan devorar pacíficamente?
—¿Qué quieres que hagan?
—Que los destruyan.
—Para enfrentar a aquellas bestias se necesita de coraje y los malangi no tienen suficiente.
—¿No osan cazarlos?
—Prefieren abandonar sus aldeas, cuando un comedor de hombres comienza a volverse demasiado goloso.
—¿No saben preparar trampas?
—Excavan aquí y allá, en los lugares frecuentados por aquellas bestias, agujeros profundos, provistos de palos agudos y cubiertos de sutiles bambúes, disimulados bajo un ligero estrato de tierra y hierbas, pero raramente consiguen atraparlos. Son demasiado astutos, y luego son tan ágiles que aunque cayendo dentro de la fosa, ochenta veces sobre cien consiguen otra vez salir. Utilizan también otras con mayor provecho, sirviéndose de un joven árbol, fuerte y flexible, que pliegan en arco, atando la punta a un palo plantado en el suelo. A la cuerda unen el cebo que consiste normalmente en un cabrito o en un cerdito, dispuesto de modo que el tigre no pueda tocarlo sin introducir antes la cabeza o una pata dentro de un nudo corredizo.
—Que se estrecha por la sacudida del árbol.
—Sí, Yanez; y el tigre permanece prisionero.
—Prefiero matarlo con mi carabina.
—Y también los oficiales ingleses son de tu parecer.
—¿Vienen aquí algunas veces a descubrirlos? —preguntó Sandokan.
—Hacen de vez en cuando batidas con óptimos resultados, porque debo confesar que los oficiales ingleses son bravos y valientes cazadores. Recuerdo la caza organizada por el capitán Lenox, en la que tomé parte también, con muchos elefantes, un verdadero ejército de shikaris, o sea de batidores, y un centenar de perros. Es más, por un pelo no me dejé la piel.
—¿En la boca de un tigre?
—Y por culpa de mi portador de armas, que huyó con mi fusil de recambio, justo en el momento en el que lo necesitaba, habiéndome encontrado de frente a tres tigres a la vez.
—Narra un poco cómo te los has sacado de encima —dijo Sandokan, que parecía extraordinariamente interesado.
—Como te he dicho, la expedición había sido organizada en grande, para dar una dura lección a los tigres que por muchos meses hicieron verdaderos estragos entre los habitantes de los Sundarbans. Empujados por el hambre o por otros motivos, habían abandonado las islas pantanosas y pestilentes del golfo de Bengala, haciendo audacísimas correrías hasta dentro de las aldeas de los malangi, donde osaban mostrarse también en pleno día. En solo quince días habían devorado a más de sesenta malangi, cuatro cipayos y sus sargentos, sorprendidos en el camino de Sonarpur y a los pilotos de Diamond Harbour destrozados junto a sus mujeres. Habían llevado su audacia, hasta mostrarse incluso en las cercanías de Port Canning y de Ramnagar.
—Se ve que estaban cansados de estar en los Sundarbans y que querían cambiar de pueblo —dijo Yanez.
—Las primeras batidas dieron buenos resultados —prosiguió Tremal-Naik—. De día los oficiales ingleses los descubrían con los elefantes; de noche los esperaban cerca de las fuentes, escondidos en los agujeros, y los fusilaban tranquilos. En solo tres días catorce habían caído bajo el plomo y otros tres habían terminado bajo las patotas de los elefantes. Una tarde, poco antes del ocaso, llegaron al campo dos pobres malangi, para advertirnos de haber visto a un tigre circundando cerca de las ruinas de una pagoda. Todos los oficiales, inclusive el capitán Lenox, habían ya partido para alcanzar las fosas de emboscada, que habían hecho excavar durante el día. En el campo no habíamos quedado mas que los shikaris y yo, habiendo sido retenidos por un ataque de fiebre. Aún cuando mis brazos no estuviesen firmes, a causa de los estremecimientos que no me dejaban en paz, decidí ir a la pagoda, conduciendo conmigo a mi portador de armas, un jóven shikari en quien, hasta entonces, había tenido gran confianza, habiéndome dado pruebas de coraje y sangre fría. Llegamos una hora después del ocaso y me embosqué entre un grupo de mehendi, a breve distancia de un pequeño estanque, sobre cuyas orillas había notado numerosos rastros de animales. Era probable que el tigre más tarde o más temprano compareciera, amando esconderse cerca de los abrevaderos, para sorprender a los jabalíes o los antílopes que van a saciarse. Me encontraba ahí por dos horas y comenzaba a perder la paciencia, cuando ví avanzar sospechoso y cauto a un nilgó, una especie de ciervo que tiene la cabeza armada con dos cuernos agudos y derechos, largos de un buen pie. La pieza valía un tiro de fusil y olvidando al tigre hice fuego. El animal cayó, pero antes de que hubiese llegado se alzó nuevamente huyendo hacia la jungla. Cojeaba, de modo que, convencido de haberlo gravemente herido, me lancé detrás de él recargando la carabina. Mi portador de armas, que tenía un gran rifle de recambio, me había seguido. Estaba por superar un gran matorral de kalam, cuando de pronto oí entre las altas hierbas gemidos poco tranquilizadores, que me detuvieron de golpe, titubeante entre avanzar y huir. Casi en el mismo momento oí a mi portador de armas gritar: “¡Cuidado sahib! ¡El bagh está ahí dentro!”. “Pues bien”, le respondí, “quédate junto a mí, y tendremos chuletas de nilgó y la piel del tigre”. Había tomado rápidamente partido. Me metí rápidamente entre los kalam manteniendo la carabina embrazada, y después de pocos pasos me encontré de frente a... ¡tres tigres!
—Me haces dar escalofríos —dijo Yanez—. ¡Debe haber sido un momento terrible aquel!
—Continúa, Tremal-Naik —dijo Sandokan—. La aventura me interesa.
—Aquellas malditas bestias habían matado al pobre nilgó y estaban comiéndoselo. Viéndome, se habían recogido sobre sí mismas, listas para precipitarse sobre mí. Sin pensar en el tremendo peligro al que me exponía, hice fuego sobre el más cercano, rompiéndole la espina dorsal, luego me arrojé rápidamente atrás para evitar el asalto de los otros dos. “Mi rifle”, grité a mi shikari, tendiendo la mano sin voltearme. Nadie me respondió. Mi portador de armas no se encontraba, como siempre, detrás de mí. ¡Espantado por la imprevista aparición de los tres tigres había huido llevando consigo la gran carabina, con la cual contaba, sin que aquel bribón pensase en que me dejaba desarmado frente a aquellos terribles comedores de hombres! No es necesario que les diga qué sentí en aquel momento: sentí bañada la frente de un frío sudor y me pareció que el espectro de la muerte se me erguía delante.
—¿Y los dos tigres? —preguntaron ansiosamente Yanez, Sandokan y la bayadera.
—Se mantenían erguidos, a veinte pasos de mí, mirándome fijo con las pupilas dilatadas, sin osar moverse. Pasó así un minuto, largo como un siglo, luego me vino una inspiración que me salvó la vida. Apunté resueltamente la carabina, que como les dije, estaba ya descargada, y apreté el gatillo. Ustedes no lo creerán, sin embargo las dos feroces bestias, oyendo aquel leve rumor, me dieron la espalda y con un salto inmenso desaparecieron entre los bambúes de la jungla.
—Eso se llama tener suerte —dijo Sandokan—, y poseer también una buena dosis de sangre fría.
—Sí —respondió Tremal-Naik riendo—, no obstante a la mañana siguiente estaba en el lecho con cuarenta de fiebre.
—Pero la piel aún encima —dijo Yanez—: y la propia piel bien vale una fiebre alta, ¿no lo crees?
—Estoy profundamente convencido.
Mientras escuchaban los particulares de aquella cacería emocionante, los dos elefantes habían continuado adentrándose en la jungla, abriéndose paso entre los bambúes inmensos que alcanzaban algunas veces los quince y también los dieciocho metros, y entre las duras hierbas llamadas kalam, también altísimas.
El mundo alado se había despertado y se enloquecía en medio de las plantas, sin darse demasiada idea de la presencia de los dos colosos, y de los hombres que los montaban.
Bandadas de cuervos, milanos, cigüeñas de largo pico, pavos reales de soberbias plumas centelleantes al sol, tórtolas candidísimas y busardos, se alzaban casi bajo los pies de los elefantes, hacían volteretas algún momento sobre los howdah, luego volvían a bajar entre los altos vegetales.
De vez en cuando incluso algún gigantesco marabú argala, perturbado en su sueño, brincaba fuera desplegando sus inmensas alas y mostrando su horrible cabeza de pájaro decrépito, protestando con altos chirridos, luego se dejaba recaer pesadamente al suelo, plantándose sobre las larguísimas patas.
El terreno poco a poco se hacía más pantanoso, volviendo la marcha de los colosos más fatigosa.
El agua filtraba por todas partes, estando aquellas tierras que forman el delta del Ganges, formadas solo por bancos de lodo apenas saneados. Pero eran aquellos los terrenos buenos, los verdaderos terrenos habitados por los tigres que, a diferencia de los gatos, aman los lugares húmedos y la cercanía de los ríos.
Y en efecto los dos elefantes marchaban por apenas una media hora a través de aquellos pantanos cuando se oyó al malangi decir:
—Sahib, es aquí donde frecuenta el bagh. Esté atento: no debe estar lejos.
—Amigos, armen las carabinas y preparen las picas —dijo Tremal-Naik—. Punthy ya está sobre la pista del viejo bribón. ¿Lo oyen?
El gran perro había mandado un largo ladrido. Había ya olfateado al comedor de hombres.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Basmati: “Benafuli” en el original, si bien encontré alguna referencia antigua directa, en italiano y en francés, a “benafuli” como un tipo de arroz, la descripción del “basmati” se asemeja mucho a la que da Salgari. Es una variedad de arroz caracterizada por tener un grano largo, y es famoso por sus delicadas fragancias y su exquisito sabor. En Hindi significa: “reina de las fragancias”.

Cornac: Hombre que en la India y otras regiones de Asia doma, guía y cuida un elefante.

Barritos: Berridos del elefante.

Koomareah: “Coomareah” en el original, es una de las dos castas del elefante asiático, según los bengalíes. Se los considera una raza principesca.

Merghee: Es una de las dos castas del elefante asiático, según los bengalíes. Proviene del hindi “mrigi”, “antílope” y su principal uso es la caza.

Howdah: “Haudah” en el original, es un compartimiento posicionado sobre el lomo de un elefante, u ocasionalmente sobre algún otro animal. Usado a menudo en la Antigüedad como símbolo de prestigio, como protección para la práctica de la caza mayor, o como puesto de comando.

Tigre de Bengala: “Tigre reale” en el original, también conocido como tigre de Bengala real o tigre indio es la subespecie más grande.

Caoba: “Acajù” en el original, árbol de América, de la familia de las Meliáceas, que alcanza unos 20 m de altura, con tronco recto y grueso, hojas compuestas, flores pequeñas y blancas en panoja colgante y fruto capsular, leñoso, semejante a un huevo de pava, cuya madera es muy estimada.

Pankah: “Punka” en el original, palabra hindi para referirse al abano, o sea, aparato en forma de abanico que, colgado del techo, sirve para hacer aire.

Admikanevalla: Proviene del hindi “admīkhānewālā”, que significa “el que come hombres”.

Nilgó: También llamado toro azul, es el Boselaphus tragocamelus. Es un antílope de gran tamaño y cuerna pequeña común en los bosques de la India. El nombre “nilgó” quiere decir en hindi, “toro azul”.

Languti: Franja de tela, generalmente de algodón, de anudado a la cintura, que se utiliza en la India desde la antigüedad, en las categorías inferiores.

Pica: Especie de lanza larga, compuesta de un asta con hierro pequeño y agudo en el extremo superior, que usaban los soldados de infantería.

Latanias: Género con tres especies de plantas con flores perteneciente a la familia de las palmeras.

Higueras de las pagodas: Salgari nuevamente confunde al Ficus benghalensis (baniano) con el Ficus religiosa al que se lo llama también “higuera de las pagodas”, “higuera sagrada”, entre otros nombres.

Zancudos: Se dice de las aves que tienen los tarsos muy largos y desprovistos de plumas; por ejemplo, la cigüeña y la grulla.

Bagh: “Bâg” en el original, quiere decir tigre en hindi.

Shikaris: “Scikari” en el original, palabra que proviene del hindi šikārī, o sea, cazador. Es el nombre con el que se conocía a los cazadores nativos profesionales en India.

Sonarpur: “Sonapore” en el original, es como se conoce comúnmente al barrio Rajpur Sonarpur del sur de Calcuta.

Port Canning: Nombre con el que se conocía a la actual ciudad de Canning, perteneciente al distrito 24 Parganas sur, del estado de Bengala Occidental, sobre el río Matla, al sudeste de Calcuta.

Ramnagar: “Ranagal” en el original, seguramente se trate de esta región ubicada en Bengala Occidental, a menos de 20 km al oeste de Canning.

Mehendi: “Mindi” en el original, es el nombre hindi de la alheña (Lawsonia inermis), arbusto de la familia de las oleáceas, de unos dos metros de altura, ramoso, con hojas casi persistentes, opuestas, aovadas, lisas y lustrosas, flores pequeñas, blancas y olorosas, en racimos terminales, y por frutos bayas negras, redondas y del tamaño de un guisante.

Pies: 1 pie = 0,3048 m.

Rifle: Salgari utiliza esta palabra en inglés, que está presente también en el castellano.

Kalam: Nombre maratí del Mitragyna parvifolia, especie de planta perteneciente a la familia de rubiáceas. Alcanza los 30 m de altura, con un tronco corto.

Milanos: “Nibbi” en el original, es un ave diurna del orden de las rapaces, que tiene unos 70 cm desde el pico hasta la extremidad de la cola y 1,5 m de envergadura, plumaje del cuerpo rojizo, gris claro en la cabeza, leonado en la cola y casi negro en las penas de las alas, pico y tarsos cortos, y cola y alas muy largas, por lo cual tiene el vuelo facilísimo y sostenido. Se alimenta con preferencia de roedores pequeños, insectos y carroñas.

Busardos: “Bozzagri” en el original, nombre común con el cual se denomina al buteo, género de aves accipitriforme, de tamaño mediano, con un cuerpo robusto y fuertes alas. En hispanoamérica se los conoce como gavilanes.

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