Los dos elefantes, a un comando de sus cornac, habían aminorado la marcha.
Debían haberse dado cuenta también ellos de la proximidad de la peligrosa bestia, porque se habían vuelto repentinamente extremadamente prudentes, especialmente el koomareah, que estaba montado por Sandokan y por sus compañeros y que avanzaba primero.
Siendo menos alto que el otro, podía ser sorprendido antes de divisar al bagh, por eso apenas descartadas las cañas que le impedían la visión, se apresuraba a retirar la probóscide enrollándola entre los enormes colmillos.
Aún cuando los elefantes tienen la piel gruesísima, son de una sensibilidad extrema. Especialmente la trompa es delicadísima, se pueden por consiguiente imaginar cómo se cuidan de no abandonarla entre las garras de aquellas formidables fieras.
Sandokan y sus compañeros, de pie, con las carabinas en la mano, intentaban descubrir al bagh, sin no obstante lograr verlo. Los vegetales eran por otro lado tan densos en aquel lugar, que no era cosa fácil escrutarlos dentro.
Debía no obstante haber pasado hacía poco por allí. Aquel olor característico, aquel hedor salvaje que dejan atrás, se sentía aún.
Perturbado por el ladrido de Punthy, debía haberse alejado solícitamente.
—¿Dónde se habrá agazapado? —preguntó Sandokan, que atormentaba el gatillo de la carabina—. ¿No quiere mostrarse?
—Habrá comprendido que no hay nada que ganar en empeñar la lucha, y el bribón busca hilar hacia su cueva.
—¿Nos escapa?
—Si Punthy está sobre sus rastros no lo dejará.
—¿Y Darma? —preguntó Yanez—. No lo veo más.
—Nos sigue, no temas, pero a distancia. No ama a los elefantes; entre las dos razas hay un viejo odio.
—Calla —dijo Sandokan—. ¡Punthy lo ha descubierto!
Los ladridos furiosos partían de un matorral de bambú espinoso.
—¿Se la está tomando con el tigre? —gritó Yanez.
—No se expondrá mi bravo perro —respondió Tremal-Naik—. Sabe que a pesar de su fuerza y robustez, no está en grado de competir con las garras de acero del bagh.
En aquel momento el malangi que estaba de pie detrás del howdah, manteniéndose agarrado al borde de la caja, dijo a Tremal-Naik:
—Sahib: viene.
—¿Lo has visto?
—Sí: se esconde allá abajo entre los kalam. ¿No ve las hierbas moverse? El bagh se arrastra con precaución e intenta sustraerse de la búsqueda de tu perro.
—¡Cornac! —gritó el bengalí—. Empuja hacia adelante al elefante: estamos listos para abrir fuego.
A un silbido del conductor el koomareah alargó el paso dirigiéndose hacia las altas hierbas, en medio de las cuales resonaban a intervalos los ladridos de Punthy.
El merghee que llevaba a los seis malayos lo había seguido.
El olor salvaje dejado por la bestia no se sentía más. Sin embargo el koomareah, que no era nuevo en aquellas peligrosas cacerías, parecía que hubiese olfateado la cercanía del terrible enemigo.
El coloso comenzaba a dar signos de viva inquietud: soplaba ruidosamente, sacudía la enorme cabeza y de vez en cuando era asaltado por un fuerte estremecimiento que se transmitía incluso al howdah.
No obstante su fuerza inmensa y el excepcional vigor de su trompa, que desarraiga de un solo golpe incluso a un gran árbol, es un hecho ya constatado que aquellos colosos tienen un verdadero temor a los tigres, tal que incluso ciertas veces se rehúsan incluso a avanzar, y que permanecen sordos a las palabras o a las caricias de sus aficionados cornac.
El koomareah, que llevaba a los tres jefes, era un animal valiente que hace muchos años había hecho sus primeras armas, como había asegurado su conductor, y que muchos tigres habían sido aplastados bajo sus propios anchos pies o arrojados para destrozarse contra los árboles; sin embargo en aquel momento, como hemos dicho, vacilaba.
También su compañero que lo seguía a breve distancia, de trecho en trecho titubeaba y era necesario de vez en cuando, para hacerlo decidir, un buen golpe de arpón.
De repente se oyó al malangi que había pasado delante del howdah y que se apoyaba en el cornac, gritar:
—¡Atención!
Luego dos formas amarillentas, estriadas de negro, se habían lanzado por encima de las altas hierbas, a menos de cincuenta pasos, para volver a caer enseguida.
Eran dos enormes tigres, que antes de empeñar la lucha o de batirse en retirada, habían dado un salto en el aire para asegurarse de la fuerza de sus enemigos.
—¡Son dos! —había exclamado Tremal-Naik—. El comedor de hombres ha encontrado un compañero. Sangre fría, amigos míos, y no hagan fuego sino a tiro seguro. Parece que están decididos a darnos batalla.
—Así la cacería resultará más interesante —respondió Sandokan.
Yanez miró a Surama. La joven bayadera se había puesto palidísima, sin embargo conservaba aún una calma admirable.
—¿Tienes miedo? —le preguntó.
—Junto al sahib blanco, no —respondió la niña.
—No temas, somos veteranos de grandes cacerías y conocemos a los tigres.
Las dos bestias habían vuelto a emboscarse entre las cañas y el kalam y parecía que hubiesen tomado, al menos por el momento, partido por alejarse, porque se oían los ladridos de Punthy resonar más tenues.
—Empuja al elefante —gritó Tremal-Naik, al cornac.
El koomareah parecía que hubiese recobrado coraje, porque redobló de súbito el paso. No se sentía no obstante completamente seguro, a juzgar por el estremecimiento y por los formidables barritos que lanzaba de vez en cuando.
Tremal-Naik y sus compañeros, inclinados sobre los bordes de la caja, con los fusiles montados, observaban atentamente las altas hierbas, intentando descubrir a las dos bestias, que se obstinaban en no mostrarse.
De repente se oyeron los ladridos de Punthy resonar a pocos pasos del elefante, un poco a la derecha.
El malangi había mandado un grito:
—¡Atentos, sahib! El bagh está por venir. ¡Ha girado hacia nosotros!
En el mismo instante el koomareah se detuvo arrollando rápidamente la probóscide que puso a salvo entre los largos colmillos. Se plantó sólidamente sobre las robustas patotas, inclinando un poco el cuerpo hacia atrás y mandó una nota formidable que parecía una advertencia para los cazadores.
Pasaron algunos segundos, luego vieron los kalam abrirse violentamente como bajo un impulso irresistible, y un tigre enorme, con un salto enorme, se arrojó contra el elefante cayéndole sobre la frente e intentando, con un poderoso zarpazo, destripar al cornac que se había arrojado prontamente atrás.
Sandokan que era el más cercano, rápido como el rayo, le descargó la carabina, rompiéndole una pata.
A pesar de aquella herida, la terrible bestia no cayó. ¡Con una voltereta huyó al fuego de Yanez y Tremal-Naik, se recogió un momento sobre sí misma, luego con un brinco enorme pasó sobre las cabezas de los cazadores sin tocarlas y cayó detrás del elefante mandando un prolongado “hoo-hug”! Los malayos que montaban el merghee, viéndola caer entre las hierbas, habían descargado sus carabinas, con el peligro de herir las patas traseras del koomareah; pero el bagh ya había desaparecido entre los bambúes.
Por algunos instantes se vieron las puntas de las cañas agitarse, luego nada más.
—¡Ha huido! —gritó Sandokan, recargando precipitadamente el fusil.
—Yo digo en cambio que se prepara para un nuevo asalto —dijo Tremal-Naik—. Estoy seguro que se acerca arrastrándose.
—¡Qué impulso tiene aquella bestia! —exclamó Yanez—. Creía que caía sobre nuestras cabezas y me pareció sentir ya las garras penetrar en el cerebro.
—Intentemos no fallarle —dijo Tremal-Naik.
—No se tira muy bien sobre el dorso de un elefante —respondió Sandokan—. No sé cómo he logrado golpearlo con las sacudidas que sufría el howdah.
—El koomareah tenía escalofríos —dijo Yanez—. Por otra parte ni siquiera yo estaba perfectamente calmado. Se puede ser valiente y tener también una buena dosis de sangre fría, sin embargo la calma se va delante de aquellas bestias.
—¡Te desafío! Se trata de no dejar el pellejo en aquellas garras —respondió Sandokan.
—¡Cuidado, sahib! —gritó el malangi—. El koomareah lo siente.
En efecto el elefante comenzaba a dar nuevos signos de inquietud. Bufaba y volvía a temblar.
De repente giró rápidamente sobre sí mismo, y volvió a plantarse sólidamente, con la cabeza baja y la trompa estrechamente arrollada entre los colmillos.
No habían transcurrido diez segundos, que Sandokan y sus compañeros distinguieron al tigre. Se deslizaba, arrastrándose casi sobre el vientre, entre las cañas, procurando acercarse al elefante por sorpresa, con la esperanza quizá de caer de improviso sobre los cazadores.
—¿Lo ves? —preguntó Tremal-Naik a Sandokan.
—Sí.
—¿También tú, Yanez?
—Estoy tomándolo en la mira —respondió el portugués.
En aquel instante varios tiros de carabina retumbaron sobre el howdah del segundo elefante.
Los malayos hacían fuego, pero en otra dirección.
—Es el otro tigre que asalta al merghee —gritó Tremal-Naik—. No pierdan de vista al nuestro; déjenles a ellos la preocupación de desapacharlo. ¡Aquí está!
El tigre que los amenazaba había aparecido sobre un pequeño espacio, casi despejado de cañas.
Se detuvo un momento azotándose los flancos con la cola, luego con un impulso fulmíneo volvió a caer entre las cañas para reaparecer poco después a pocos pasos del koomareah.
El cornac había mandado un grito.
—¡Ve, hijo mío!
El elefante se lanzó adelante con la cabeza baja, los colmillos tendidos, dispuesto a plantarlos en el cuerpo de la bestia, pero ésta con otra voltereta se sustrajo al peligro y reintentó el asalto anterior, que por poco no había resultado fatal para el cornac.
Mandó una nota breve, gutural y estridente, luego cayó nuevamente sobre la frente del paquidermo; pero mal servido por su pata rota por la bala de Sandokan, volvió a caer casi enseguida al suelo.
El koomareah se apresuró a ponerle un pie sobre la cola, luego le plantó en el pecho uno de sus colmillos y lo levantó.
El felino, furioso, mandaba alaridos terribles y se agitaba desesperadamente, intentando despedazar la cabeza del coloso.
Sandokan y Yanez habían apuntado las carabinas aún cuando las sacudidas que sufría el howdah volviesen el tiro muy problemático.
El cornac que los había visto, les hizo signo de bajar las armas, diciendo luego:
—Déjenlo hacer al koomareah.
El elefante había soltado la formidable probóscide que enrolló alrededor del cuerpo del tigre, estrechándole las patas para impedirle servirse de las terribles garras.
Lo arrancó del colmillo, con un apretón irresistible le quebró las costillas, lo levantó en el aire haciéndolo ondear por algunos instantes, luego lo arrojó al suelo con tal violencia como para dejarlo sin sentido.
Antes de que la bestia tuviese el tiempo de reponerse, el koomareah le había posado sobre el cuerpo una de sus monstruosas patas.
Se oyó un “crac”, luego un barrito formidable, que resonó como una trompeta de guerra.
Era el barrito que anunciaba la victoria.
—¡Bravo, elefante! —gritó Sandokan—. Esto se llama un bello golpe.
—¡Descendamos! —gritó Yanez.
—Ay de quien se mueva —comandó Tremal-Naik—. ¡He aquí el otro que llega! ¡Atención!
En efecto el segundo tigre, que había logrado huir al fuego de los malayos, brincaba a través de las cañas con agilidad extraordinaria, dando saltos de cinco o seis metros.
Acudía en ayuda del compañero, o mejor de la compañera, porque a juzgar por su tamaño debía de ser un macho. Afortunadamente para los cazadores llegaba demasiado tarde.
Viendo al koomareah ocupado en pisotear y reducir a pulpa a la compañera, el tigre se le abalanzó encima, asaltándolo sobre el flanco derecho.
Se agarró a la gualdrapa y apareció amenazador bajo el howdah, a tres pasos del pobre malangi.
—¡Fuego! —había gritado precipitadamente Tremal-Naik.
Tres tiros de fusil partieron en el mismo momento, seguidos por un cuarto, disparado por Surama.
El bagh se había dejado caer, ensangrentando la gualdrapa del koomareah.
Lo vieron arrastrarse entre las hierbas, luego recostarse y alargarse, como si procurase esconder a sus enemigos las heridas recibidas.
Sandokan y Tremal-Naik que habían recargado las carabinas, hicieron fuego sobre él, estropeando más o menos la magnífica piel.
El tigre respondió con un terrible ¡“hoo-hug”! Se alzó penosamente y se puso a retroceder, mostrando los dientes y gruñendo como un mastín, cuando las fuerzas lo traicionaron y después de pocos pasos recayó.
—A ti, Yanez —dijo Tremal-Naik—. ¡Termínalo! El bagh se muestra bien.
El felino no estaba mas que a treinta pasos, con el hocico vuelto hacia el elefante y el pecho descubierto.
El portugués lo miró por algunos instantes, mientras el cornac mantenía firme al elefante, luego hizo fuego.
El bagh se levantó un momento, abrió de par en par la mandíbula, luego cayó fulminado. La bala le había roto un hombro y probablemente le había atravesado el corazón.
—¡Un tiro de gran cazador! —gritó Tremal-Naik—. Cornac, arroja la escala y vamos a recoger aquel soberbio pellejo.
Por precaución recargaron las carabinas, pudiendo darse que hubiese en los alrededores algún otro tigre, luego descendieron rápidamente lanzándose entre los kalam.
El primer tigre había sido ya reducido a un montón de carne y huesos triturados, pisoteado por las patotas del koomareah. La piel, agrietada en varios lugares, no podía servir más.
El segundo no tenía mas que tres agujeros. Más allá de la herida en la espalda que había determinado su muerte, había recibido una bala en el dorso y otra en el flanco derecho.
Era uno de los más soberbios que los cazadores hubiesen visto hasta entonces.
—Un verdadero tigre de Bengala —dijo Tremal-Naik—. No hay por cierto semejantes en sus florestas de Borneo.
—No —respondió Sandokan—. Aquellos de las islas malayas no son tan bellos y luego son más bajos y menos desarrollados. ¿No es verdad Yanez?
—Sí —respondió el portugués que examinaba la herida de la espalda—. No son no obstante menos valientes, ni menos feroces que estos.
—Este es un verdadero acto-bagh beursah, como le llaman nuestros poetas —dijo Tremal-Naik.
—¿Qué querría decir? —preguntó Sandokan.
—Un señor tigre.
—¡Por Baco! ¡Cuánto respeto!
—Sugerido por el miedo —dijo Tremal-Naik, riendo.
—Podemos acampar aquí —dijo Sandokan, después de haber dado una mirada alrededor—. He allí aquel espacio casi descubierto que lo hace por nosotros. Por hoy podemos estar satisfechos del éxito de nuestra cacería; y luego será mejor avanzar lentamente hacia los Sundarbans y hacernos preceder por la fama de apasionados cazadores, a fin de no alarmar a los thugs.
—Mañana todos los habitantes de las aldeas de la jungla, sabrán que nosotros hemos venido aquí para destruir a los tigres —dijo Tremal-Naik—. El malangi que hemos conducido con nosotros, narrará maravillas nuestras.
—¿Lo despedimos?
—No nos es más necesario y luego es mejor que no haya testigos. Una palabra puede escapársenos y los thugs deben tener espías en las aldeas, a fin de no dejarse sorprender por alguna expedición de soldados bengalíes.
Los malayos levantaron dos vastas tiendas de telas blancas, y descargaron las cajas conteniendo los víveres y los utensilios de cocina, a fin de preparar la comida.
Los cornac se ocuparon en preparar la de los elefantes, consistente en una enorme cantidad de hojas de ficus indica, y de hierbas palustres anchas como hojas de sables, en una hogaza de maíz de diez kilogramos de peso y de una media libra de ghee, o sea de mantequilla clarificada, mezclada con casi otro tanto de azúcar.
Devorada la comida y dispuestos dos centinelas sobre los márgenes de la jungla, los cazadores se distendieron bajo las tiendas, mientras el sol derramaba torrentes de fuego sobre aquel océano de vegetación, secando rápidamente los pozos y los estanques formados durante la noche.
ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN
Probóscide: Aparato bucal en forma de trompa o pico, dispuesto para la succión, que es propio de los insectos dípteros.
Gualdrapa: Cobertura larga, de seda o lana, que cubre y adorna las ancas de la mula o del caballo.
Acto-bagh beursah: “Acto-bâg beursah”, en el original. No encontré referencia para esta frase. Simplemente reemplacé “bâg” por “bagh” (tigre).
Ficus indica: Otro nombre con el que se conoce al ficus benghalensis (baniano), cuyas hojas son un deleite para los elefantes.
Hogaza: Pan de harina mal cernida, que contiene algo de salvado.
Libras: 1 lb = 0,45359237 kg. Por lo tanto, 0,5 lb equivalen a 0,23 kg.
Ghee: “Ghi” en el original, es una especie de mantequilla clarificada empleada en la cocina india y paquistaní. Originalmente se obtenía de leche de búfala.
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