jueves, 17 de marzo de 2016

XVI. Los thugs


El Tigre de la Malasia, oyendo aquel grito que había resonado en dirección del riachuelo, se había lanzado hacia aquella parte con velocidad fulmínea, seguido a continuación por Yanez y Tremal-Naik.
Una sospecha había relampagueado en la mente de los tres: que los estranguladores de Rajmangal hubiesen sorprendido a uno de sus hombres, hablando todos muy bien el inglés y estuviesen estrangulándolo.
El impulso del formidable pirata era tal de poder competir con el de los tigres de quienes llevaba el nombre, de modo que en pocos segundos atravesó los últimos grupos de pipal, que los separaban del canal, distanciando a sus compañeros, bastante menos ágiles, por algunos centenares de metros.
Junto a la orilla cinco hombres semidesnudos, con la cabeza cubierta por un pequeño turbante amarillo, estaban arrastrando entre las hierbas, mediante una cuerda, algo que se debatía, y que Sandokan desde su posición no pudo comprender qué podía ser, siendo los kalam demasiado altos.
No obstante poco antes habiendo oído aquel grito: “¡Ayuda! ¡Me estrangulan!”, era más probable que se tratase de una pobre criatura humana, que de una presa de caza atrapada con el lazo.
Sin dudar un solo instante, el valiente pirata, con un último brinco, se arrojó hacia aquellos hombres, gritando con voz amenazadora:
—¡Deténganse, bribones, o los fusilo como a perros rabiosos!
Los cinco indios, viendo caerles encima aquel desconocido, habían abandonado precipitadamente la cuerda, quitando de la faja, que ceñía sus flancos, largos cuchillos semejantes a puñales y con la hoja un poco curva.
Sin pronunciar palabra, con un movimiento fulmíneo se habían dispuesto en semicírculo, como si hubiesen tenido la intención de cerrarse detrás de Sandokan, luego uno de ellos había desenrollado una especie de pañuelo negro, largo de un buen metro, que parecía tuviese en una de las extremidades una bola o una piedra, haciéndolo girar en el aire. Sandokan no era ciertamente un hombre de dejarse cercar, ni intimidar.
Con un salto se sustrajo a aquella peligrosa maniobra, apuntó la carabina e hizo fuego sobre el indio del pañuelo, gritando al mismo tiempo:
—¡A mí, Yanez!
El thug, golpeado en el pecho, alargó los brazos y cayó con el rostro contra la tierra sin mandar un grito.
Los otros cuatro, al punto espantados por aquel tiro maestro, estaban por arrojarse resueltamente sobre Sandokan, cuando oyeron detrás de sus espaldas un “hu aub” espantoso, que detuvo de golpe su impulso.
Era el tigre que acudía en ayuda del amigo de su amo, dando brincos de diez metros.
En medio de las plantas, Tremal-Naik gritaba:
—¡Agárralos, Darma!
Los thugs viendo a la terrible bestia, giraron sobre sus talones y se precipitaron en el canal que en aquel lugar estaba lleno de plantas acuáticas, desapareciendo a los ojos de Sandokan.
Darma se había prontamente arrojado hacia la orilla, pero demasiado tarde para poder agarrar a uno de aquellos miserables a los cuales el miedo debía haber dado alas a las piernas y a los brazos.
—Será otra vez, mi bravo Darma —dijo Sandokan—. Las ocasiones no faltarán. Los bribones ya habrán llegado a la orilla opuesta.
En aquel momento Tremal-Naik y Yanez llegaban a la carrera.
—¿Huyeron? —preguntaron ambos.
—No los veo más —respondió Sandokan, que había descendido hacia la orilla con el tigre y que intentaba en vano descubrirlos entre las densas cañas y las largas hojas de loto.
—La oscuridad es demasiado densa como para poder discernir algo entre aquellos vegetales. La aparición fulmínea de Darma ha bastado para hacerlos escapar como liebres y renunciar a vengar a su compañero.
—¿Eran thugs, verdad? —preguntó Tremal-Naik.
—Lo supongo porque uno de ellos ha intentado arrojarme alrededor del cuello el pañuelo de seda.
—¿Pero lo has matado?
—Yace allá abajo, en medio de las hierbas. Mi bala debe haberle roto el corazón, porque se ha desplomado sin haber tenido ni siquiera tiempo de mandar un grito.
—Vamos a verlo: me oprime saber si eran verdaderamente thugs o bandidos.
Volvieron a subir rápidamente la orilla, y se acercaron al cadáver que yacía extendido entre las hierbas, con las piernas y los brazos estirados y el rostro contra la tierra.
Lo levantaron mirándole el pecho.
—¡La serpiente con la cabeza de Kali! —exclamó Tremal-Naik—. ¡No me había engañado!
—¡Y qué buen tiro, Sandokan! —dijo Yanez—. Tu bala le ha atravesado el pecho de lado a lado, quebrándole la columna vertebral y probablemente tocando también el corazón.
—No estaba más que a cinco pasos —respondió el Tigre de la Malasia.
De pronto se golpeó la frente, exclamando:
—¿Y el hombre que ha gritado? He visto a aquellos bribones arrastrar algo entre las hierbas.
Miraron alrededor y vieron a pocos metros a un hombre vestido de franela blanca, que estaba sentado entre los kalam, y que los miraba con los dos ojos dilatados aún por el terror.
Era un joven de quizá veinticinco años, con una espesa cabellera negra y un par de bigotitos de igual color, de facciones bellas y regulares y la piel apenas bronceada. Del cuello le pendía aún un sutil cordel, sin duda uno de aquellos lazos de seda de los cuales se sirven los thugs, en falta del pañuelo negro.
El joven los observaba en silencio, como si no osase interrogarlos, temiendo sin duda tener delante nuevos enemigos.
Sandokan se movió a su encuentro, diciéndole:
—No tema, señor: nosotros somos amigos dispuestos a protegerlo contra los miserables que han intentado estrangularlo.
El desconocido se alzó lentamente y dio un paso diciendo en lengua inglesa, en cuya pronunciación se sentía no obstante un acento extranjero:
—Perdonen, señores, si no he enseguida agradecido vuestra intervención: ignoraba si me las tenía que ver con salvadores o con otros enemigos.
—¿Quién es? —preguntó Sandokan.
—Un teniente del quinto Regimiento Europeo de Caballería Ligera de Bengala.
—No diría que es un inglés.
—Tiene razón: soy francés de nacimiento, al servicio de Inglaterra.
—¿Y qué hace aquí solo en la jungla? —preguntó Yanez.
—¡Un europeo! —exclamó el teniente, observándolo con cierta curiosidad.
—Portugués, señor.
—¡Solo! —dijo el joven, después de haberse ligeramente inclinado—. No, no estoy solo porque tengo dos hombres conmigo, o al menos hasta hace unas pocas horas los tenía en mi campamento.
—¿Teme que hayan sido estrangulados? —preguntó Sandokan.
—No sé nada, sin embargo dudo que aquellos reptiles, que han intentado estrangularme, los hayan perdonado.
—¿Son malangui sus hombres?
—No, dos cipayos.
—¿Quién ha disparado aquel tiro de fusil que nos ha hecho acudir?
—Yo señor...
—Llámeme simplemente capitán, por ahora, si no le molesta señor...
—Remy de Lussac —dijo el joven—. He hecho fuego contra aquellos cinco bribones, que me habían caído encima, mientras estaba recostado entre las hierbas espiando los movimientos de un axis, que deseaba abatir para la comida de mañana.
—¿Y les ha fallado?
—Por mucho, aunque sea un buen cazador.
—Ha entonces venido aquí para cazar.
—Sí, capitán —respondió de Lussac—. Tengo un permiso de tres meses y desde hace dos semanas recorro las junglas fusilando pájaros y cuadrúpedos.
De pronto dio un brinco atrás, gritando:
—¡Haga fuego!
Darma volvía a subir la orilla y se acercaba a su amo.
—Es nuestro amigo, no se espante, señor teniente —dijo Tremal-Naik—. Es más, fue él que ha puesto en fuga a los estranguladores, que estaban por caer encima de nuestro capitán.
—Una bestia prodigiosa.
—Que obedece mejor que un perro.
—Señor de Lussac —dijo Sandokan—. ¿Dónde se encuentra su campamento?
—A un kilómetro de aquí, sobre la orilla del canal.
—¿Desea que lo conduzcamos? Nuestra cacería por esta noche está terminada.
—¿Son también ustedes cazadores?
—Por ahora ténganos por tales. Vamos a ver si los thugs han respetado a sus hombres.
El francés hurgó un poco entre la hierba, hasta que hubo encontrado su propia carabina, una bellísima arma de doble cañón, de fabricación inglesa, reluciente, luego dijo:
—Estoy a sus órdenes.
Sandokan hizo señas a Tremal-Naik de ponerse al flanco del teniente, diciendo luego:
—Yanez y yo permaneceremos en la retaguardia con Darma. Manténganse un poco apartados de la orilla: los thugs pueden tener fusiles aparte de los lazos.
Se pusieron en marcha, barriendo el bosque de pipal que no daba señas de terminar, manteniendo las carabinas bajo el brazo para estar más listos a utilizarlos en caso de un ataque.
Parecía no obstante que los thugs se hubiesen alejado, porque Darma no daba ningún signo de inquietud.
—¿Qué piensas de esta aventura? —preguntó Sandokan a Yanez—. ¿Puede ser un estorbo o de utilidad este oficial para nuestros proyectos? Si aquel hombre ha osado entrar casi solo en la jungla, debe poseer coraje y los hombres valientes nunca son demasiados en las expediciones arriesgadas. ¿Si hiciese la propuesta de unirse a nosotros?
—Lo aceptaría —respondió Yanez—. Vamos a luchar contra los hombres que el gobierno de Bengala estaría muy contento de ver destruidos.
—¿Y lo pondremos al tanto de nuestros proyectos?
—No veo, por mi parte, ningún inconveniente. Creo también que estaría muy contento de unirse a nosotros: es un hombre de guerra como nosotros, y un joven vigoroso que no nos será por cierto un estorbo cuando vayamos a los hierros cortos con Suyodhana. Y luego en su calidad de oficial, podría suministrarnos valiosos apoyos por parte de su gobierno.
—Te encargarás tú de ponerlo al corriente de nuestros asuntos, si se decide unirse a nosotros. Considerando todo, no me lamento por tener un representante del ejército anglo-indio. No se sabe nunca lo que puede suceder y de quién se puede tener necesidad. ¡Ah! Me viene una sospecha.
—¿Cuál, Sandokan?
—Que aquellos thugs, en vez de espiar al francés, nos seguían a nosotros.
—También a mí me ha venido la misma sospecha. Afortunadamente somos un buen número y en el canal Raimatla encontraremos a la Marianna.
—A esta hora estará ya —dijo Sandokan.
En aquel instante oyó al oficial mandar un grito.
—¿Qué tiene, señor de Lussac? —preguntó Yanez, alcanzándolo.
—En mi campamento no arden más los fuegos que había recomendado a mis dos cipayos mantener encendidos. Aquello indica una desgracia, señor.
—¿Dónde está su campamento? —preguntó Sandokan.
—Allá abajo, bajo aquel nim colosal, que se eleva aislado junto a la orilla del canal.
—Mala señal, si los fuegos no arden más —murmuró Sandokan, arrugando la frente.
Estuvo un momento inmóvil, manteniendo los ojos fijos sobre el árbol, luego dijo con voz resuelta:
—¡Adelante: Darma a la cabeza!
El tigre, a una seña de Tremal-Naik, se apresuró adelante, pero recorridos cincuenta pasos se detuvo mirando al bengalí.
—Ha olfateado algo —dijo Tremal-Naik—. Estemos en guardia.
Continuaron avanzando cautamente con el dedo sobre el gatillo de los fusiles, hasta que llegaron a cien pasos del árbol, bajo el cual se veían confusamente alzarse dos pequeñas tiendas de campaña.
El señor de Lussac se puso a gritar:
—¡Rankar!
Nadie respondió al principio a aquella llamada, luego en la oscuridad se alzaron imprevistamente alaridos, y sombras brincaron a través de las hierbas huyendo a toda prisa.
—¡Chacales que huyen! —exclamó Tremal-Naik—. Señor de Lussac, sus hombres están muertos y quizá también a esta hora han sido ya descarnados.
—Sí —dijo el francés con voz profundamente conmovida—. Los sectarios de la sanguinaria diosa me los han asesinado.
Se apresuraron adelante rápidamente y llegaron muy pronto cerca de las tiendas.
Un horrible espectáculo se ofreció enseguida a sus miradas.
Dos hombres, ya casi enteramente devorados, yacían el uno junto al otro, a breve distancia de algunos tizones que humeaban aún.
La cabeza de uno había desaparecido y la del otro había sido mordisqueada de modo tal de no poder ser más reconocible.
—¡Pobres hombres! —exclamó el francés, con un sollozo—. ¡Y no poderlos vengar!
—¿Qué sabe usted? —le preguntó Sandokan, apoyándole una mano sobre el hombro—. Usted ignora aún quiénes somos nosotros y por qué motivo nos encontramos aquí.
El francés se había volteado vivamente, mirando con estupor al Tigre de la Malasia.
—Hablaremos de esto más tarde —dijo Sandokan, previniendo la pregunta del oficial—. Sepultemos por ahora las sobras de estos desgraciados.
—Pero... señor...
—Más tarde, señor de Lussac —dijo Yanez—. ¿Le gustaría vengar la muerte de sus hombres?
—¿Y me lo pregunta?
—Le daremos los medios. ¿Tiene algo que llevar con usted?
—Los thugs han vaciado las tiendas —dijo Tremal-Naik que las había ya visitado—. Asesinos primero, luego ladrones: he aquí los adoradores de Kali.
Excavaron una fosa, utilizando sus cimitarras y sepultaron aquellas míseras sobras, a fin de sustraerlas a los dientes de los chacales, acumulándole sobre ellas rocas.
Terminada aquella fúnebre operación, Sandokan se volvió hacia el teniente que parecía bastante triste.
—Señor de Lussac —dijo—, ¿qué quiere hacer ahora? ¿Volver a Calcuta o vengar a sus hombres? Nosotros hemos venido aquí no ya para dar caza a los tigres y a los rinocerontes, sino para consumar una gran venganza y recuperar aquello que nos han tomado: nuestro enemigo es el thug.
El francés había permanecido silencioso, mirando con un profundo estupor a aquellos tres hombres.
—Decídase —dijo Sandokan—. Si prefiere dejar la jungla, pondré a su disposición uno de nuestros elefantes a fin de que lo conduzca a Diamond Harbour o a Khari.
—¿Pero qué han venido a hacer aquí, ustedes, señores? —preguntó el francés.
—Mi amigo Yanez de Gomera, un noble portugués, y yo hemos dejado nuestra isla que está allá abajo, en medio del mar de la Malasia, para cumplir una misión terrible que liberará a este desgraciado país de una secta infame, y que devolverá la familia a este indio, uno de los más fuertes y más valientes hombres de que se jacta Bengala, y que es pariente cercano de uno de los más valientes oficiales del ejército anglo-indio, el capitán Corishant.
—¡Corishant! ¡El exterminador de thugs! —exclamó el francés.
—Sí, señor de Lussac —dijo Tremal-Naik, adelantándose—. Me he casado con su hija.
—¡Corishant! —repitió el francés—. ¿Aquel que hace unos años fue asesinado en los Sundarbans por los sectarios de Kali?
—¿Lo ha conocido?
—Era mi capitán.
—Y nosotros lo vengaremos.
—Señores, ignoro aún quienes son ustedes, pero pueden contar, desde este momento, conmigo. Tengo una licencia extraordinaria de tres meses y los sesenta días que aún me restan se los dedico a ustedes. Dispongan.
—Señor de Lussac —dijo Yanez—, ¿quiere venir a nuestro campamento? Allá los thugs no lo estrangularán más, se lo aseguro.
—Estoy a sus órdenes, señor Yanez de Gomera.
—Partamos —dijo Sandokan—. Nuestros hombres pueden inquietarse por esta larga ausencia.
—¡Darma, a la cabeza! —comandó Tremal-Naik.
Los cuatro hombres estrecharon el grupo detrás del tigre y se pusieron en camino, siguiendo nuevamente el margen de la floresta.
Dos horas después llegaban al campamento.
Los malayos y los cornac, sentados alrededor de los fuegos, velaban aún fumando y charlando.
—¿Nada nuevo? —preguntó Sandokan.
—Nada, capitán —respondió uno de los cachorros.
—¿No han notado nada extraordinario? ¿No han venido hombres a zumbar alrededor del campamento?
—El perro se habría dado cuenta.
—Señor de Lussac —dijo Sandokan, volviéndose hacia el francés, que miraba con admiración los dos colosales elefantes que roncaban felizmente a poca distancia de los fuegos—, si no le molesta, compartirá con Yanez la tienda. Es un europeo como usted.
—Gracias por su hospitalidad, capitán.
—Ya es tarde: vamos a dormir. Hasta mañana, señor de Lussac.
Hizo a Yanez una seña y entró en su tienda junto a Tremal-Naik, mientras los malayos reactivaban los fuegos y designaban a los hombres de guardia.
—Señor de Lussac —dijo Yanez, con una sonrisa—. Mi tienda lo espera. Si el sueño no lo tienta conversaremos un poco.
—Prefiero alguna explicación a dormir —respondió el teniente.
—Le creo —dijo Yanez, ofreciéndole un cigarrillo.
Se sentaron delante de la tienda, de frente a uno de los fuegos que iluminaban el campamento. Yanez fumaba sin hablar, pero por la contracción de la frente se podía comprender que estaba buscando antiguos recuerdos.
De pronto arrojó el cigarrillo, diciendo:
—Es una historia un poco larga, que quizá encontrará interesante y que le explicará el motivo por el cual nos encontramos aquí y el por qué hemos declarado una guerra mortal a los sectarios de Kali, decididos a vencer o a morir en la empresa. Hace algunos años, en estas junglas, un indio que pasaba la vida cazando valientemente serpientes y tigres, encontraba a una niña de piel blanca y cabellos castaño oscuro. Por muchos días se vieron, hasta que el corazón del indio ardió de afecto por aquella misteriosa niña que todas las tardes, a la hora del ocaso, se le aparecía. Aquella flor, perdida en las pantanosas junglas, era desgraciadamente la virgen de los thugs representante sobre la Tierra de la monstruosa Kali. Habitaba entonces los amplios subterráneos de Rajmangal, donde se mantenían ocultos los sectarios, para huir a las búsquedas del gobierno de Bengala. Su sacerdote la había hecho raptar un día de Calcuta, y era la hija de uno de los más valerosos oficiales del ejército anglo-indio: el capitán Corishant.
—Que he conocido personalmente —dijo el francés que escuchaba con vivo interés aquella narración—. Era conocido por su odio implacable hacia los estranguladores.
—El indio es el hombre que usted ha visto en compañía nuestra y que debía un día convertirse en yerno del desafortunado capitán, después de increíbles aventuras, lograba penetrar en los subterráneos de los thugs, para raptar a la niña que amaba. El audaz plan no tuvo éxito y el desgraciado cayó en las manos de los estranguladores. Sin embargo, no solo le fue perdonada la vida; sino también le fue prometida la mano de la niña, siempre y cuando matase al capitán Corishant; la cabeza del valeroso oficial debía ser el regalo de bodas.
—¡Ah! ¡Miserables! —exclamó el francés—. ¿E ignoraba el indio que el capitán era el padre de su prometida?
—Sí, porque entonces el capitán Corishant se hacía llamar Macpherson.
—¿Y lo mató?
—No —dijo Yanez—. Una circunstancia afortunada le develó a tiempo que el capitán era el padre de la virgen de la pagoda.
—¿Y qué sucedió entonces? —preguntó ansiosamente el francés.
—Una expedición había sido, en aquel tiempo, organizada por el gobierno de Bengala contra los thugs y el comando había sido confiado al capitán Corishant, su encarnizado adversario. Los subterráneos fueron invadidos, sus habitantes en gran parte masacrados, pero su jefe Suyodhana había logrado huir con muchos sectarios. Los cipayos del capitán, sorprendidos en la densa jungla, fueron a su vez destruidos, su comandante muerto, el indio y su prometida recapturados.
—Recuerdo este hecho que produjo una inmensa emoción en Calcuta —dijo el francés—. Continúe, señor Yanez de Gomera.
—La niña enloqueció, su prometido atontado por un filtro suministrado por los thugs, y acusado como su cómplice, fue condenado a deportación perpetua en la isla Norfolk.
—¿Qué historia me narra usted, señor Yanez?
—Una historia muy cierta, señor de Lussac —respondió el portugués—. Sucedió que por un hecho extraordinario la nave que debía conducirlo a Australia, debió apoyarse en Sarawak, donde entonces reinaba James Brooke.
—¿El exterminador de piratas?
—Sí, señor de Lussac y nuestro implacable enemigo.
—¿Enemigo suyo? ¿Por qué motivo?
—Por... —dijo Yanez, sonriendo—. Cuestión de supremacía, quizá otros motivos que por ahora no quiero explicarle, señor de Lussac. Son cosas que conciernen exclusivamente a mí y a mi amigo Sandokan, ex-rajá de uno de los estados de Borneo y... dejémoslo pasar, esto por el momento no le puede interesar y obstaculizaría mi historia.
—Respeto sus secretos, señor Yanez.
—Casi en la misma época —retomó el portugués—, una nave naufragaba sobre las playas de una isla que se llama Mompracem. A bordo estaban la hija del capitán y un fiel sirviente de su prometido. Aún cuando la niña estuviese siempre loca, había logrado hacerla huir y se habían embarcado a fin de alcanzar a su amo. Una tempestad sin embargo mandó a la nave a estrellarse contra los escollos de Mompracem y el sirviente y la hija del capitán cayeron en nuestras manos.
—¡Cayeron! —exclamó el francés, haciendo un gesto de estupor.
—Esto es, fueron hospedados por nosotros —dijo Yanez, sonriendo—. Nos interesamos en aquella historia dramática y fue deliberado, entre Sandokan y yo, liberar al pobre indio, víctima del odio implacable de los thugs. La empresa no era fácil, porque era prisionero de James Brooke y en aquella época el rajá de Sarawak era el más poderoso y el más temido de los sultanes de Borneo. Sin embargo, con nuestras naves y nuestros hombres, no solo logramos arrebatarle al indio, sino también echarlo por siempre de Borneo y hacerle perder el trono.
—¡Ustedes! ¿Pero quiénes son ustedes entonces para hacer la guerra a un estado puesto bajo la protección de la poderosa Inglaterra?
—Dos hombres que tenemos quizá muchas agallas, muchas naves, muchos guerreros, muchas riquezas y... algo más aún —dijo Yanez—. Déjeme proseguir sin interrumpir o la historia del indio no la terminaré más.
—Sí, sí, continúe, señor Yanez.
—La hija del capitán fue curada merced a cierto experimento ideado por la fantasía de mi amigo Sandokan, y los dos prometidos partían dos meses después para la India donde se casaron. La pobre hija del capitán Corishant no había no obstante nacido bajo una buena estrella. Nueve meses después moría dando a luz a una niña: Darma. Cuatro años después, la pequeña, como su madre, desaparecía, raptada por los thugs. La hija de la virgen de la pagoda tomaba el puesto de su madre. Usted quiere saber por qué nosotros estamos aquí: hemos venido a arrebatar a los estranguladores a la hija de nuestro amigo y a destruir aquella secta infame que deshonra a la India y que cada año suprime millares y millares de vidas humanas. He aquí nuestra misión. Señor de Lussac: ¿quiere unir su suerte a la nuestra? Nosotros, hoy, combatimos por la humanidad.
—¿Quiénes son ustedes entonces, que de la lejana Malasia vienen aquí a desafiar el poder de los thugs, que ha resistido y resiste todavía a los golpes del gobierno anglo-indio?
—¿Quiénes somos? —dijo Yanez, alzándose—. Hombres que un día han hecho temblar a todos los sultanes de Borneo, que han arrebatado el poder a James Brooke, el exterminador de piratas, y han hecho palidecer incluso al leopardo inglés: ¡somos los terribles piratas de Mompracem!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Entretenido capítulo, resumen de los libros anteriores. Por primera vez, queda de manifiesto el tiempo exacto que teóricamente transcurrió entre la novela anterior —Los piratas de la Malasia— y ésta: 6 años. Siendo que esta novela inicia en abril de 1857, la anterior novela debería estar ambientada en 1851, aproximadamente. Sin embargo, el original de Los piratas de la Malasia inicia en septiembre de 1856. En la traducción de este blog, corrí la fecha hacia atrás para ubicarla en 1854 y así acomodar un poco mejor las historias. En este capítulo ajusté a nueve meses el tiempo transcurrido entre el casamiento y el nacimiento de Darma, cuando en realidad el original dice dos años. Lamentablemente, no se pueden correr las fechas de esta novela hacia adelante —1860, por ejemplo—, ya que en el año en que está narrada sucede la histórica rebelión de la India, de la cual Sandokan y compañía, tomarán parte.

En el relato Yanez dice que Ada tenía cabellos rubios, pero lo corregí por castaño oscuro para darle coherencia a la historia.

Regimiento Europeo de Caballería Ligera de Bengala: “Reggimento della Cavalleria Bengalese” en el original; formaba parte de la Armada de Bengala (región noreste de la India) y estaba formado por soldados blancos. Desaparecieron después de la Rebelión en la India de 1857.

Isla Norfolk: Territorio externo de Australia compuesto de tres islas en el océano Pacífico situado entre Australia, Nueva Zelanda y Nueva Caledonia. La isla tiene una superficie de 34 km². Durante los S. XVIII y XIX fue utilizada como penal por el gobierno británico. Así se enviaba a los convictos que consideraban irrecuperables y que estaban a un paso de la pena capital.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario