El prisionero, el único quizá que había huido a aquel sangriento combate, no habiéndose visto más volver a flote a los tres que se habían arrojado en la laguna, era un bello joven de formas casi hercúleas, de facciones más bien finas, que podrían indicar un descendiente de las altas castas, aún cuando su piel fuese casi tan oscura como la de los malangi.
Sintiéndose atar, había dicho a Tremal-Naik que lo amenazaba aún con el hacha bañada en la sangre del viejo piloto:
—Máteme también: no tengo miedo a la muerte. Hemos perdido: es justo que tenga también mi parte.
Luego, después de haber intentado inútilmente romper las ligaduras que le estrechaban los brazos y las piernas, se había tendido en la toldilla, sin más nada que agregar, ni manifestar ninguna aprensión por la suerte que creía le tocaba.
—Señor de Lussac —dijo Sandokan—. Siéntese cerca de este hombre y cuide de que no huya. Si lo intentase, acábelo con un golpe de cuchillo, y nosotros despejaremos la cubierta de estos muertos. ¿Respira aún el cornac?
—Ha muerto en este instante —dijo Yanez—. ¡Pobre hombre! El cuchillo de su adversario le ha quedado en la llaga.
—Pero lo he vengado —dijo Sandokan—. ¡Miserables! Habían urdido bien la traición y podemos decir que estamos vivos porque Alá lo ha querido.
—Y nos habían robado incluso las carabinas para impedirnos defendernos.
—¿Cómo sabían que nosotros estábamos aquí?
—Nos lo dirá el prisionero. Despejemos la toldilla Sandokan.
Ayudados por Tremal-Naik, arrojaron al agua los cadáveres de los thugs; solo el del cornac, fue depuesto en el camarote de popa y cubierto por una tela para darle honorable sepultura más tarde, a fin de sustraerlo a los dientes de los gaviales.
Derramaron sobre la toldilla algunos baldes de agua para lavar la sangre que salpicaba aquí y allá las tablas, orientaron el velamen, habiendo el viento girado al noroeste, recolocaron en su lugar la caña del timón, luego arrastraron a popa al prisionero, debiendo vigilar el timón.
El thug había dejado hacer: no obstante en sus ojos se leía ya una cierta aprensión, que se acrecentó cuando se vió rodeado por sus enemigos.
—Jovencito mío —le dijo Sandokan, sin preámbulos—. ¿Amas más vivir o morir en los más atroces tormentos? No hay más que escoger. Te advierto solo que nosotros somos hombres que no bromeamos y has visto hace poco una prueba.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó el joven.
—Conocer muchas cosas que ignoramos y que nos son necesarias.
—Los thugs no pueden traicionar los secretos de su secta.
—¿Conoces el soma? —le preguntó bruscamente Tremal-Naik.
El thug se sobresaltó y un destello de terror pasó por sus ojos.
—Conozco el secreto para componer aquella bebida que desata las lenguas y que hace hablar incluso al más obstinado mudo. Hojas de soma, un poco de jugo de limón y un grano de opio; como ves tengo la receta y tengo también encima lo necesario para preparar aquella bebida. Es por consiguiente inútil que te obstines en no traicionar los secretos de los thugs. Si callas te la haremos beber.
Yanez y Sandokan miraban con sorpresa a Tremal-Naik, ignorando de qué misteriosa bebida estaba hablando.
El señor de Lussac en cambio había aprobado las palabras del bengalí con una sonrisa muy significativa.
—Decide —dijo Tremal-Naik—. No tenemos tiempo que perder.
El indio, en vez de responder, miró fijo por algunos instantes al bengalí, luego preguntó:
—¿Tú eres el padre de la niña, verdad? Tú eres aquel terrible cazador de serpientes y de tigres de la Jungla Negra que hace algún tiempo ha raptado a la virgen de la pagoda de oriente.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Tremal-Naik.
—El piloto de la pinaza.
—¿Por quién lo supo?
El joven no respondió. Había bajado los ojos y sobre su rostro se divisaba en aquel momento una alteración extraña, que no debía no obstante ser producida por el miedo. Parecía que en su alma y en su cerebro se combatiese una terrible batalla.
—¿Qué te ha dicho aquel miserable traidor? —preguntó Tremal-Naik—. ¿Entonces, eran todos canallas ustedes?
—¡Canallas! —exclamó imprevistamente el joven, mientras que con un arrebato inesperado, a pesar de las cuerdas que lo estrechaban, se alzaba sobre las rodillas—. ¡Sí, canallas es su nombre! ¡Son viles! Son asesinos y tengo horror de estar inscripto en su terrible secta.
Luego, rechinando los dientes, agregó con voz estrangulada:
—Maldito mi destino que ha hecho de mí, hijo de un brahmán, un cómplice de sus delitos. Kali o Durga, bajo uno u otro nombre, diosa de la sangre y los estragos, yo te impreco. ¡Eres una divinidad falsa!
Tremal-Naik, Sandokan y los dos europeos estupefactos por aquel lenguaje y por la ira terrible que se inflamaba en la mirada del joven, habían permanecido mudos.
No obstante, comprendían que un cambio inesperado había ocurrido en aquel hombre, que hasta entonces habían creído uno de los más fanáticos y de los más resueltos secuaces de la monstruosa divinidad.
—¿Entonces tú no eres un thug? —preguntó finalmente Tremal-Naik.
—Llevo sobre mi pecho los infames estigmas de aquellos viles sectarios —dijo el joven con voz amarga—, pero el alma ha permanecido brahmán.
—¿Juegas alguna comedia? —preguntó el señor de Lussac.
—Que pierda el Satyáloka y que mi cuerpo, después de mi muerte, transmute en el insecto más repugnante, si miento —dijo el joven.
—¿Cómo te encontrabas entonces entre aquellos malandrines, sin haber renunciado a Brahma tu dios, por Kali? —preguntó Tremal-Naik.
El joven permaneció por algunos instantes silencioso, luego dijo, bajando nuevamente la mirada.
—Hijo de un hombre perteneciente a las altas castas, un brahmán rico y poderoso, descendiente de una estirpe de rajás, habría podido ser digno de la posición que ocupaba mi padre. El vicio me descarrió, el juego devoró las riquezas mías, peldaño a peldaño me precipité en el fango, y me volví más miserable que un paria. Un día un hombre, un viejo que se hacía pasar por un mahant...
—¿Un mahant has dicho? —preguntó Tremal-Naik.
—Déjalo terminar —dijo Sandokan.
—Me encontró en una compañía de malabaristas —prosiguió el joven—, a la cual me había unido para no morir de hambre. Golpeado quizá por mi fuerza poco común y por mi agilidad, me propuso abrazar la religión de la diosa Kali. Supe luego que los thugs intentaban enrolar hombres escogidos para formar una especie de policía secreta, a fin de vigilar los movimientos de la autoridad de Bengala, que los amenazaba con una total destrucción. Estaba ya descendido en el fango y la miseria golpeaba a la puerta de mi cabaña: acepté para vivir, y el hijo del brahmán se volvió un miserable thug. Qué cosa había hecho luego, poco les debe importar saberlo; pero ahora odio a aquellos hombres que me han obligado a matar para ofrecer a su diosa la sangre de las víctimas. Yo sé que ustedes van a llevar la guerra a su cueva: ¿me quieren? Sirdar pone a su disposición su fuerza y su coraje.
—¿Cómo sabes que vamos a Rajmangal? —preguntó Tremal-Naik.
—Me lo ha dicho el piloto.
—¿Quién era aquel hombre?
—El comandante de uno de los dos ghrab, que han asaltado su nave.
—¿Nos había seguido?
—Sí, junto a otros doce thugs que formaban parte de la tripulación y yo era del número. Nos había nacido la sospecha que tú, sahib, te dirigías a Khari, porque habíamos sido informados que uno de tus sirvientes había adquirido dos elefantes. Todos tus pasos habían sido espiados. Así sabíamos que estabas relacionado con los hombres que montaban aquella pequeña nave, que habían perseguido y luego atrapado al mahant, aquel condenado viejo que me ha hecho abrazar la religión de Kali. Los habíamos seguido a través de la jungla, hemos asistido escondidos entre los cañaverales, a tus cazas, te hemos raptado a la bayadera por temor a que traicionase el asilo de los thugs...
—¿Surama? —exclamó Yanez.
—Sí, se llamaba así aquella niña —dijo Sirdar—. Era la hija de un jefe montañés de Assam.
—¿Dónde se encuentra, ahora?
—En Rajmangal, por cierto —respondió el joven—. Había temor de que los guiase en los misteriosos subterráneos de la isla.
—Continúa —dijo Sandokan.
—Luego les hemos tendido la última emboscada para matar a su segundo elefante —retomó Sirdar—. Habíamos preparado nuestro proyecto para exterminarlos antes de que hubiesen podido poner pie en Rajmangal.
—¿Y la pinaza? —preguntó Tremal-Naik.
—Nos la había mandado Suyodhana que había sido advertido por algunos mensajeros de sus intenciones. Sabíamos que ustedes se habían refugiado en la torre de Barrackpore, y habríamos venido igualmente a ofrecer nuestros servicios aún sin sus señales.
—¡Qué organización maravillosa tienen entonces esos bandidos! —exclamó Yanez.
—Tienen una policía secreta verdaderamente admirable, a fin de hacer fracasar todas las tentativas del gobierno de Bengala, para destruirlos —dijo Sirdar—. Ellos temen siempre un cabezazo por parte de las autoridades de Calcuta, y la jungla y los Sundarbans están infestados de espías de los thugs. Que un pelotón sospechoso se adentre y los ramsinga lo indicarán, y el sonido agudo de aquellas trombas se propaga, siempre repetido hasta las orillas del Mangal. Como ven, una sorpresa sería imposible.
—¿Crees entonces que no se pueda llevar la guerra a su isla? —preguntó Sandokan.
—Quizá, actuando con extrema prudencia.
—¿Tú conoces aquellos subterráneos?
—He estado varios meses ahí dentro —respondió Sirdar.
—¿Cuándo los has dejado?
—Hace cuatro semanas.
—¡Entonces has visto a mi hija! —gritó Tremal-Naik con una emoción imposible de describir.
—Sí, la he visto una tarde en la pagoda, mientras le enseñaban a verter en el cuenco, donde nada el mango sagrado, la sangre de un pobre malangi estrangulado pocas horas antes.
—¡Miserables! —aulló Tremal-Naik—. También a su madre le hacían verter sangre humana delante de Kali, cuando era la virgen de la pagoda de oriente. ¡Viles! ¡Viles!
Un sollozo había desgarrado el pecho del pobre padre.
—Cálmate —dijo Sandokan con voz afectuosa—. Nosotros se la arrebataremos. ¿Por qué hemos venido aquí de la lejana Mompracem? Uno u otro de los dos tigres aquí morirá, pero será el de la India el que caerá en la lucha.
Tomó la navaja de Yanez y cortó las cuerdas del prisionero, diciéndole:
—Te perdonamos la vida y te damos la libertad, con tal de que nos conduzcas a Rajmangal y nos guíes en aquellos misteriosos subterráneos.
—El odio mío hacia aquellos asesinos es igual al suyo, y Sirdar mantendrá la promesa. Que Iama, el dios de la muerte y de los infiernos me condene por toda la eternidad, si traiciono la palabra dada. Reniego y maldigo a Kali para volver a ser brahmán.
—Al timón, Yanez —gritó Sandokan—. El viento se alza y la Marianna no estará lejos. ¡Apriete las escotas, señor de Lussac! Hilaremos como un steamer.
Una fresca brisa comenzaba a soplar con cierta regularidad, hinchando las velas del pequeño navío y dispersando la neblina causada por las abundantes emanaciones de las aguas.
Sandokan se había apresurado a poner proa hacia el sur, donde se abría un vasto canal que Tremal-Naik le había dicho que era el de Raimatla, formado por dos islas bastante bajas, llenas de cañas gigantes y que parecía debían tener una extensión considerable.
Otras islas e islotes se extendían hacia el este, también aquellas cubiertas por una densa vegetación, compuesta en su mayor parte por bambúes espinosos, y por algún grupito de cocos.
Miríadas de aves acuáticas revoloteaban sobre tierras fangosas, y de aves carroñeras, marabúes, busardos y marabúes argala que debían encontrar abundante comida a juzgar por el olor nauseabundo a carne podrida, que llegaba de aquellas partes.
Las orillas debían estar cubiertas de cadáveres de indios, empujados allí por la marea y las olas.
La pinaza, que parecía ser un buen velero, como lo son generalmente aquellos tipos de barcos, hilaba muy bien y obedecía a la mínima presión del timón.
En menos de una hora alcanzaron la punta septentrional de la isla que se extendía hacia oriente y se pusieron a seguir la orilla, manteniéndose no obstante a respetuosa distancia para no sufrir un imprevisto asalto por parte de los tigres.
La audacia de aquellas fieras es tal, que a menudo, con un salto, se lanzan sobre el puente de las chalupas y los pequeños veleros que cometen la imprudencia de mantenerse demasiado cerca de tierra, para raptar a algún marinero bajo los ojos de la tripulación aterrada e impotente de rechazar aquel inesperado ataque.
—Abran los ojos —dijo Sandokan que había subrogado a Yanez el lugar en el timón—. Si Sambigliong y Kammamuri se han atenido a mis instrucciones, habrán ocultado al prao dentro de algún barranco y desmontado la arboladura. Puede por consiguiente escapar a nuestras miradas.
—Señalaremos nuestra presencia con algún tiro de fusil —dijo Tremal-Naik—. He encontrado una de nuestras carabinas.
—¿Aquella que el thug había descargado en contra nuestro a traición?
—Debe ser aquella Sandokan.
—Sí —dijo Sirdar, que se encontraba sentado sobre la amura de popa.
—¿Y las otras? —preguntó Sandokan.
—El piloto las había hecho arrojar a la laguna a fin de impedirles utilizarlas.
—Viejo estúpido —dijo Yanez—. Podía usarlas en contra nuestro.
—No había más que una carga, sahib, y no teníamos ni pólvora, ni balas a bordo —respondió el joven.
—¡Es verdad! —dijo Sandokan—. Las otras las habíamos descargado en la torre para atraer la atención de la pinaza. Ha sido una verdadera fortuna, de lo contrario nos habrían fusilado a quemarropa.
—Y tal era la intención del piloto —respondió Sirdar—. Las armas les habían sido sustraídas con aquel propósito.
—Capitán Sandokan —dijo en aquel momento el señor de Lussac que estaba subido sobre la entena de la vela de proa para abarcar mayor horizonte—, veo un punto negro surcar el canal.
El Tigre de la Malasia dejó el timón a Sirdar y se dirigió hacia proa, seguido por Yanez.
—¿Al sur, señor de Lussac? —preguntó.
—Sí, capitán y parece que se dirige hacia el río Raimatla.
Sandokan, que tenía un poder visual extraordinario, miró en la dirección indicada y divisó en efecto no ya un punto, sino una sutil línea negra que estaba atravesando el canal a una distancia de siete u ocho millas.
—Es una chalupa —dijo.
—No puede ser mas que la ballenera de la Marianna —añadió Tremal-Naik—. Nadie osa entrar en los canales de los Sundarbans, a menos que no hayan sido arrastrados por alguna tempestad, y no me parece que el golfo de Bengala esté en cólera en este momento.
—Se dirige hacia la isla —dijo Yanez, que tenía los ojos no menos agudos que los del Tigre—. Me parece también divisar allá abajo una pequeña ensenada. Quizá el prao se ha refugiado en aquel lugar.
—¡Orza a la banda! —gritó Sandokan al thug—. Acelera hacia la costa.
La pinaza que caminaba velozmente, manteniéndose la brisa siempre fresca, arribó hacia el río Raimatla, mientras la chalupa desaparecía dentro de la ensenada señalada por el portugués.
Tres cuartos de hora después el pequeño velero llegaba delante de una especie de canal que parecía se adentraba dentro de la isla por varios centenares de metros, lleno aquí y allá de minúsculos islotes cubiertos de bambúes altísimos y rodeados de mangles.
Sandokan que había retomado el timón, metió valientemente la pinaza en aquel brazo de mar, mientras Tremal-Naik y Sirdar sondeaban el fondo a fin de evitar un encallamiento.
—Dispara un tiro de carabina —dijo el Tigre a Yanez.
El portugués estaba por obedecer, cuando una chalupa montada por doce hombres armados de carabinas y de parang salió de un canalizo lateral, moviéndose rápidamente hacia la pinaza.
—¡La ballenera del prao! —gritó Yanez—. ¡Eh, amigos, bajen las carabinas!
Aquel comando llegaba a tiempo, porque la tripulación de la chalupa había abandonado los remos para empuñar las armas de fuego y estaba por mandar una granizada de balas sobre el pequeño velero.
Un grito había respondido, un grito de alegría:
—¡El señor Yanez!
Lo había mandado Kammamuri, el fiel sirviente de Tremal-Naik que parecía que hubiese asumido el comando de la expedición.
—¡Arrímense! —gritó el portugués, mientras los malayos y los dayak saludaban a sus capitanes con salvajes clamores.
La ballenera en pocos golpes de remo abordó a la pinaza a babor, en el momento en que de Lussac y Sirdar ponían fondo al anclote de proa.
Kammamuri con un solo salto sobrepasó la amura y cayó sobre la toldilla.
—¡Finalmente! —exclamó—. Comenzábamos a temer que les hubiese sucedido alguna desgracia. ¡Ah! ¡Bella pinaza!
—¿Qué nuevas, mi bravo Kammamuri? —preguntó Tremal-Naik.
—Poco felices, amo —respondió el maratí.
—¿Qué ha sucedido entonces durante nuestra ausencia? —preguntó Sandokan arrugando la frente.
—El mahant ha huido.
—¡El mahant! —exclamaron a una voz Sandokan y Tremal-Naik, con dolorosa sorpresa.
—Sí amo: ha desaparecido hace tres días.
—¿No lo velaban entonces? —gritó el Tigre de la Malasia.
—Y estrechamente, señor Sandokan, le doy mi palabra, también le habíamos puesto a dos marineros en el camarote por temor a que lograse hacerse a la mar.
—¿Y ha huido igualmente? —preguntó Yanez.
—Aquel hombre debe ser un brujo, un demonio, ¿qué se yo? El hecho es que no está más a bordo.
—Explícate —dijo Tremal-Naik.
—Como saben, estaba encerrado en el camarote contiguo al que ocupaba el señor Yanez, que tenía una sola ventana, tan estrecha que no podía pasar ni siquiera un gato. Hace tres días, hacia el alba, descendí para visitarlo y lo encontré desierto y a los dos guardianes tan profundamente adormecidos que nos esforzamos bastante para despertarlos.
—Los haré fusilar —dijo Sandokan, con ira.
—No es culpa de ellos si se han adormecido, créalo señor Sandokan —dijo el maratí—. Ellos nos han contado que la tarde anterior, hacia el ocaso, el mahant se había puesto a verlos fijamente con una mirada que les producía un cierto malestar inexplicable. Parecía que de los ojos del viejo se emitiesen chispas. En un cierto punto les dijo: “Duerman: se los ordeno”. Y se adormecieron tan profundamente, que cuando a la mañana siguiente descendí en el camarote los creí muertos.
—Los ha hipnotizado —dijo el señor de Lussac—. Los indios tienen famosos hipnotizadores, y el mahant debe ser uno de ellos.
—¿Y cómo pudo haber luego huido? —preguntó Yanez.
—El bandido habrá esperado la noche para subir a cubierta y descender a la orilla. La Marianna tenía una pasarela a tierra.
—La fuga de aquel hombre puede arruinar nuestros proyectos —dijo Sandokan—. Él se habrá dirigido donde Suyodhana para advertirle del peligro que corre.
—Si no ha sido devorado antes por los tigres o aplastado por alguna serpiente —dijo Tremal-Naik—. Y luego el río Raimatla está separado de Rajmangal por vastos canales y por islas extremadamente peligrosas. ¿Ha tomado algún arma el mahant, antes de huir?
—Un parang que ha quitado a uno de sus guardianes —respondió Kammamuri.
—No te inquietes por la evasión de aquel viejo, amigo Sandokan —dijo Tremal-Naik—. Tiene noventa y nueve por ciento de probabilidades de ser devorado por las bestias feroces, antes de llegar a Rajmangal. A menos que sea un verdadero demonio y encuentre ayuda, dejará el pellejo entre los pantanos y los bambúes espinosos. Vayamos a tu Marianna a organizar la expedición y a acordar mejor nuestros proyectos.
ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN
Soma: “Youma” en el original, es el narcótico divino de la antigua India cuya naturaleza se mantuvo como un misterio a lo largo de varios miles de años. Se cree que se produce a partir de la hoja de cannabis indica, entre otros.
Durga: En el hinduismo, es una forma de Devi, suprema diosa radiante, que se representa con numerosos brazos, cabalgando sobre un león o tigre, llevando armas y una flor de loto.
Escotas: “Scotte” en el original, son los cabos que sirven para cazar las velas.
Steamer: Esta palabra en inglés, que no traduje, se utiliza para designar a los barcos a vapor.
Entena: “Antenna” en el original, es una vara o palo encorvado y muy largo al cual está asegurada la vela latina en las embarcaciones de esta clase. Madero redondo o en rollo, de gran longitud y diámetro variable.
Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 7 mi equivalen a 11,27 km; 8 mi equivalen a 12,87 km.
Arribó: “Poggiò” en el original, es maniobrar un velero de modo que la proa se aleje de la dirección de donde proviene el viento.
Pasarela: “Pontile” en el original, es la plataforma móvil por la que se accede a un barco.
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