lunes, 15 de agosto de 2016

XXX. Los traidores


El pelotón en vez de dirigirse hacia la casucha donde Sandokan y sus compañeros habían dejado sus caballos, tomó otro camino, que pasaba entre bungalows medio destruidos por el fuego y por jardines devastados.
Tremal-Naik, puesto en guardia por la advertencia dada por el cipayo, y muy inquieto, temiendo alguna sorpresa inesperada, intentó interrogar al subahdar; pero el oficial que se había vuelto bruscamente huraño, se limitó a hacerle señas de continuar el camino.
—Tremal-Naik —dijo Yanez—, me parece que las cosas no van demasiado bien. ¿Qué ha sucedido entonces?
—Tampoco sé —respondió el bengalí—. Sin embargo me parece que tienen muy pocos deseos de hacernos entrar a Delhi.
—¿Nos creerán espías de los ingleses? —preguntó Sandokan.
—Semejante sospecha nos pondría en grave peligro —respondió Tremal-Naik—. Los espías se fusilan de un lado y del otro y los ingleses especialmente no perdonan a los indios.
—Sin embargo no pueden acusarnos de nada —dijo Yanez.
—Me viene una sospecha —dijo de pronto Sandokan.
—¿Cuál? —preguntaron a un tiempo Tremal-Naik y el portugués.
—Que alguien nos haya visto hablar con el señor de Lussac.
—Ay si fuese verdad —dijo el bengalí—. No sabría cómo podríamos quitárnoslos.
—¡Y no tenemos más nuestras armas! —dijo Sandokan.
—Aun teniéndolas, ¿de qué nos podrían servir? Hay aquí al menos un millar de insurrectos y la mayor parte han sido soldados.
—Es verdad, Tremal-Naik —dijo Yanez—. ¡Bah! En cambio quizá todo termine bien.
—¿A dónde nos han conducido? —preguntó Sandokan.
La escolta se había detenido en una maciza construcción que parecía hubiese sido hace un tiempo una torre pentagonal. La parte superior estaba no obstante caída y los escombros se veían acumulados a breve distancia.
—¿Será el depósito esto? —preguntó Yanez.
El subahdar intercambió algunas palabras con los dos centinelas que velaban delante de la puerta, luego dijo a Tremal-Naik y a sus compañeros:
—Entren que el reclutador los espera para darle los salvoconductos, sin los cuales no podrían entrar en la ciudad santa.
—¿Y cuándo podremos volver a partir? —preguntó Sandokan.
—Dentro de algunas horas —respondió el oficial—. Síganme, señores.
Encendió una antorcha que había llevado consigo, hizo abrir la maciza puerta que parecía de bronce y subió una escalera más bien estrecha, cuyos escalones estaban desordenados y cubiertos de un estrato viscoso de fango negruzco, depositado por la humedad.
—¿Es aquí que habita el reclutador? —preguntó Tremal-Naik.
—Sí, en el piso superior —respondió el subahdar.
—Me parece más una prisión que una oficina.
—No hay más habitaciones disponibles. Adelante, señores, tengo prisa.
Llegados al primer piso empujó otra puerta también de bronce y se retiró para dejar pasar a Sandokan, Tremal-Naik, Yanez y a los malayos; pero apenas estuvieron dentro con un rápido movimiento la volvió a cerrar con fragor, dejándolos en la más profunda oscuridad.
Sandokan había mandado un alarido de furor:
—¡Canalla! ¡Nos ha traicionado!
Sucedieron algunos momentos de silencio. Incluso Yanez, que parecía no se sorprendiese de nada, parecía desconcertado.
—Parece que nos han encerrado —dijo finalmente, con su usual flema—. Esta fea sorpresa, palabra de honor, no me la esperaba, no habiendo hecho nada en perjuicio de los insurrectos. ¿Qué te parece, amigo Tremal-Naik?
—Digo que aquel bribón de general nos ha engañado hábilmente —respondió el bengalí.
—Tremal-Naik —dijo imprevistamente Sandokan—, ¿estaremos aquí bajo las garras de Suyodhana?
—Es imposible que esté aquí, precisamente en el momento de nuestro arribo.
—Sin embargo tengo esa sospecha —respondió Sandokan.
—¿O en cambio que algunos thugs nos hayan reconocido y que le hayan dicho al general que somos soplones? —dijo Yanez.
—Podría ser —respondió Sandokan.
—Como dije, estoy seguro de que aquí abajo está la mano de los estranguladores —repitió Sandokan.
—Veamos ante todo dónde estamos y si podemos jugársela a tus compatriotas —dijo Yanez—. Somos siete y algo se podría intentar.
—¿Tienes el detonador y la yesca? —preguntó Sandokan.
—Y también una cuerda alquitranada, que nos servirá como antorcha por una decena de minutos —respondió el portugués—. Y luego, nuestros malayos tendrán algo más en el fondo de sus bolsillos.
—Enciende —dijo Sandokan—. Estamos todos ciegos.
Yanez golpeó el detonador haciendo brotar algunas chispas, encendió la yesca y dio fuego a un cordel.
Sandokan lo alzó mirando alrededor.
Se encontraban en una estancia muy vasta, desprovista de muebles, con cuatro ventanas de forma alargada, que estaban defendidas por gruesas barras de hierro que no eran ciertamente fáciles de remover.
—Es una verdadera prisión —dijo, después de haber dado la vuelta a la sala.
—Y no han escogido mal el lugar —respondió Yanez—. Murallas que deben tener un espesor de algunos metros y hierro, a modo de no dejarnos huir. Soy curioso por saber cómo terminará esta aventura. ¿Es que tus compatriotas están discutiendo nuestra suerte y piensan seriamente en fusilarnos? No sería algo demasiado alegre, a fe mía.
—Esperemos a que alguien venga —dijo Sandokan—. No nos dejarán largo tiempo sin noticias y sin alimento.
—¡Ah! Nos olvidábamos del cipayo del capitán Macpherson —dijo de pronto Tremal-Naik—. Aquel bravo hombre se interesará por nuestra suerte, estoy seguro, y nos hará saber algo.
—Es verdad —respondió Yanez—, por mi parte me había olvidado de él.
—Muy poco podrá hacer —dijo Sandokan—. No tiene autoridad.
—Tendrá no obstante amigos —respondió Tremal-Naik—. Tengo confianza en él.
—Intentemos pasar la noche lo mejor posible —dijo Yanez, arrojando a tierra el cordel que ya se había casi enteramente consumido—. Hasta mañana nadie se hará ver.
No habiendo ni lechos, ni paja, los siete hombres se tendieron sobre el desnudo terreno, que no estaba no obstante húmedo, e intentaron adormecerse.
Estaban tan cansados que, a pesar de sus preocupaciones no tardaron mucho en roncar.
Cuando la mañana siguiente se despertaron, el sol comenzaba a aparecer a través de los gruesos barrotes de hierro de las ventanas.
—De pie —comandó Sandokan—. Parece que incluso sin un lecho se puede dormir discretamente bien.
—¿Nada nuevo? —preguntó Yanez bostezando.
—Ningún cambio hasta ahora —respondió el Tigre—. La sala o mejor la prisión está vacía como ayer a la noche.
—Nos tratan como si fuésemos parias. No son gentiles estos insurrectos.
—Veamos a dónde miran las ventanas —dijo Sandokan.
Se acercó a una y miró afuera.
Esta presentaba un cerco medio desmantelado, lleno de escombros y en medio del cual se alzaba un enorme tamarindo que esparcía bajo suyo una densa sombra.
Más allá del cerco no se divisaban otras construcciones, comenzando un monte de borasos y palmeras de inmensas hojas emplumadas.
Estaba por retirarse, cuando su atención fue atraída por una rama del tamarindo que era sacudida poderosamente.
—¿Habrá simios allá arriba? —pensó.
Miró mejor, pareciéndole imposible que pequeños cuadrumanos pudiesen imprimir a una rama tan grande, empujones tan violentos, y divisó entre el denso follaje algo de blanco y rojo que se agitaba.
—Hay un hombre —dijo—. ¿Nos vigilan? ¡Ah! ¡Tremal-Naik!
El bengalí que estaba charlando con Yanez fue rápido para acudir a su llamada.
—Tenías razón en decir que el cipayo no nos habría abandonado —le dijo Sandokan—. ¿Lo ves escondido sobre aquel tamarindo y que nos hace señales, que no consigo comprender? Parece que quiere darnos algún mensaje.
—¡Por Brahma y Shivá! —exclamó Tremal-Naik—. Es precisamente él. Si no osa acercarse, eso significa que estamos estrechamente vigilados y que teme comprometerse.
—¿Comprendes las señales que nos hace?
—Parece que quiere decirnos de tener paciencia.
—Verdaderamente jamás la he tenido y habría preferido algo mejor —respondió Sandokan—. Intenta hacerle saber si podría hacernos tener en cambio las armas.
—Demasiado tarde; Bedar se ha escondido. Alguien se acerca seguro.
Miraron hacia el cerco y vieron a dos insurrectos escalarlo y saltar entre los escombros.
—Me parece haber divisado otra vez aquellos dos enormes turbantes —dijo Sandokan.
—Sí, ayer a la noche, después de la cena —respondió Tremal-Naik—. Aquellos hombres acompañaban al subahdar, manteniendo escondida la cara.
Los dos indios miraron hacia las ventanas, observaron las murallas de la torre; luego volvieron a cruzar el cerco desapareciendo por la otra parte.
—Han venido a asegurarse que no hemos roto los barrotes o desfondado la muralla —dijo Sandokan—. Mal indicio.
En aquel momento oyeron los pestillos chirriar, luego la pesada puerta de bronce rechinó sobre sus goznes oxidados, y el subahdar apareció, acompañado por cuatro sijes armados de carabinas y por otros dos que llevaban dos cestas.
—¿Cómo han pasado la noche, señores? —preguntó, con una sonrisa un poco sarcástica que no escapó a Sandokan.
—Buenísima —respondió éste—, debo no obstante decirle que para nosotros los prisioneros se tratan con menos cortesía, pero con mayor comodidad. Si no se puede darles un lecho, se hacen traer hojas secas. ¿Quizá la guerra ha destruido también los árboles?
—Tienen mil razones para lamentarse, señores —respondió el subahdar—. Yo creí que no los iban a dejar aquí toda la noche y que los fusilarían antes del alba.
—¡Fusilarnos! —exclamaron a una voz Yanez y Sandokan.
—Creí —dijo el indio con aire embarazoso, casi arrepentido de haber dejado escapar aquellas palabras.
—¿Y con qué derecho se fusilan extranjeros que no han tenido nunca nada en común con ustedes los indios? —preguntó Sandokan—. ¿De qué tienen que lamentarse?
—No puedo responderle, señor —respondió el indio—. Es el general Abù-Assam quien comanda aquí. Parece sin embargo que algunas personas han hecho presión sobre el comandante a fin de que los hiciese fusilar y lo más pronto posible.
—¿Quiénes son aquellas personas? —preguntó Tremal-Naik, adelantándose.
—No lo sé.
—Te lo diré yo entonces: miserables thugs, aquellos infames sectarios que deshonran a la India y que ustedes han cometido el error de aceptar bajo sus banderas.
El subahdar había permanecido silencioso; no obstante de su mirada se comprendía que no osaba hacer una desmentida.
—¿Es verdad que fueron los thugs a pedir nuestra muerte? —preguntó Tremal-Naik.
—No sé —murmuró el subahdar.
—¿Y usted creará complicidad y solidaridad con aquellos asesinos? Si hemos asaltado su cueva, en los pantanos de Rajmangal, es porque me han raptado a mi hija y les hemos matado a cuantos hemos podido, confiados en rendir un gran servicio a la India y ustedes en compensación quieren hacernos fusilar. Ve a decir a tu general que ellos no son soldados que combaten por la libertad india, sino asesinos.
El subahdar arrugó la frente e hizo un gesto de impaciencia.
—Basta —dijo luego—. No debo ocuparme de aquello; mi deber es el de obedecer y no otro.
Se volvió hacia sus hombres, hizo dejar en el suelo los dos canastos, luego salió con su escolta sin agregar sílaba, volviendo a cerrar la puerta con gran fragor.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez, cuando estuvieron solos—. Aquel diablo de hombre me ha estropeado un poco el apetito. Podía decirlo un poco más tarde. Decididamente aquel indio no es muy educado.
—¡Se habla de fusilarnos! —exclamó Tremal-Naik.
—¿No es algo que dé mucho placer, verdad, pobre amigo? —dijo el portugués, que había recuperado su buen humor—. ¿Qué me dices, Sandokan?
—Que aquellos canallas de los thugs son más fuertes de lo que suponíamos.
—¡Y nosotros que creíamos haberlos destruidos a todos!
—Mientras, en cambio, encontramos otros entre los pies, amigo Yanez —respondió Sandokan—. Si no encontramos el modo de hilar más que a prisa, no sé cómo terminará esta parada que no había previsto.
—Sí, busquemos el modo de irnos —dijo Yanez—, después del desayuno, no obstante. Con la panza llena me parece que las ideas deberían brotar más fácilmente.
—¡Qué hombre admirable! —exclamó Tremal-Naik—. ¡Nada lo desconcierta!
—Es necesario tomar las cosas filosóficamente —respondió el portugués, riendo—. ¿Acaso nos han fusilado ya? No... ¿Por lo tanto?
—Es mi válvula reguladora —dijo Sandokan—. ¡Cuántas veces he debido mi vida a su flema!
—¡Al diablo las charlas! —exclamó Yanez—. Veamos en cambio qué nos han traído aquellos bribones insurrectos. ¡Por Júpiter! He aquí una mala idea que me hará escapar un poco más de apetito.
—¿Cuál? —preguntaron a una voz Sandokan y Tremal-Naik.
—¿Si estos víveres estuviesen envenenados?
—¡Qué extraña idea! —exclamó Sandokan—. Si hubiesen querido suprimirnos, nadie les habría impedido fusilarnos.
—Quizá tengas razón —respondió Yanez.
Descubrió las dos cestas y encontró hogazas, antílope asado, arroz condimentado con pescado, un frasco de tuba e incluso cigarrillos formados por una pequeña hoja de palma que contenía tabaco rojo.
—No son demasiado avaros —dijo.
Y olvidando sus temores mordió resueltamente una hogaza, pero en seguida un grito se le escapó.
—¡Canallas! Nos han puesto dentro piedras y por poco no me he partido un diente.
—¡Piedras! —exclamó Sandokan.
—Hay algo duro ahí dentro.
—Veamos.
Tomó la hogaza y la rompió en dos pedazos. Para su sorpresa vio una pequeña bala de metal que asomaba entre la miga.
—¡Oh! —exclamó—. ¿Qué es esto?
Yanez se la había rápidamente apoderado, mirándola con viva curiosidad.
—Aquí adentro debe haber algo —dijo.
—También lo supongo —respondió Sandokan.
—¿La habrá puesto Bedar? —preguntó Tremal-Naik.
—Veamos si podemos abrirla —respondió Yanez.
Probó desenroscarla y se dio cuenta de que no era difícil. La abrió y quitó una pelotita de papel.
—Bien —dijo.
La desenrolló con precaución, temiendo estropear la carta y vio algunas letras trazadas con tinta azul.
—Esto es hindi —dijo—. A ti, Tremal-Naik, que conoces la lengua mejor que nosotros.
—No son más que tres palabras —respondió el bengalí.
—Lee.
—“Esperen esta noche”.
—¿Nada más? —preguntó Sandokan.
—No.
—¿Ni siquiera la firma?
—Nada, Sandokan.
—¿Quién pudo habernos mandado esta nota?
—Un hombre solo: Bedar.
—Esperen esta noche —repitió Yanez—. ¿Vendrá a aserrar los barrotes de hierro de nuestras ventanas?
—Supongo que algo hará —respondió Sandokan—. Hemos tenido una gran fortuna al encontrarlo. Si nos ayuda sabremos recompensarlo generosamente.
—Siempre y cuando no nos fusilen antes del ocaso —dijo Yanez.
—Normalmente las ejecuciones se hacen a la mañana —observó Tremal-Naik.
—¿Por qué han suspendido la nuestra?
—No creo, Yanez, por otra parte que piensen fusilarnos, sin antes escuchar nuestras defensas —dijo Sandokan.
—Son rebeldes y no se tomarán la molestia de hacernos sufrir interrogatorios, mi querido Sandokan. ¿Qué quieres esperar de personas que hace unos pocos días han degollado ferozmente a cuantos ingleses han podido atrapar, sin perdonar ni a las mujeres, ni a los niños? ¿Qué somos nosotros para ellos? Espías, sospechan, gente que se mata como a perros rabiosos y que ni siquiera los ejércitos regulares de las naciones civilizadas perdonan. ¡Bah! Ya que estamos aún vivos, aprovechemos para terminar mi reserva de cigarrillos.
Y el buen hombre sin más preocuparse por el mañana encendió su vigésimo cigarrillo, saboreando el aroma delicioso del tabaco manileño.
Durante el día nada notable sucedió. Nadie entró en la prisión: solamente fueron vistos reaparecer dentro de la cerca los dos indios de enorme turbante que realizaron una minuciosa inspección como a la mañana.
El sol estaba por ponerse, cuando el subahdar volvió a entrar seguido por su escolta y por otros dos indios que llevaban la cena.
—¿Han cambiado de idea y se han convencido finalmente de que no somos espías al servicio de los ingleses? —le preguntó Sandokan, apenas lo hubo visto.
—Temo lo contrario —respondió el oficial poniéndosele sombrío el rostro.
—¿Entonces nos fusilarán mañana al alba? —preguntó Yanez con voz perfectamente calma.
—No lo sé, sin embargo...
—Continue pues. No somos personas de impresionarnos muy fácilmente.
El subahdar miró a los prisioneros con vivo estupor. Aquella calma, en hombres ya consagrados a la muerte, lo había desconcertado.
—¿Creen que había querido simplemente espantarlos? —preguntó.
—De ninguna manera —respondió Yanez.
—¿Son hombres de hierro?
—No somos maricones, eso es todo.
—Si yo fuese el general, se los juro, los perdonaría —dijo el subahdar—. Es un pecado matar gente tan valiosa.
—Dígame —dijo Sandokan—, ¿nos fusilarán sin juzgarnos?
—Parece.
—¿Qué pruebas tiene el general para no creer que somos personas honestas, aquí venidas para combatir a su lado?
—Parece que alguien le ha provisto las pruebas.
—¿De que somos espías?
—Lo ignoro, señores. Reposen lo mejor que puedan y hagan honor a la cena que es abundante y variada. Encontrarán, es más, un pastel que les envía un cipayo que ustedes conocen y que me ha rogado traérselo.
—¿Bedar? —preguntó Tremal-Naik.
—Sí, Bedar.
—Le agradecerá de nuestra parte —dijo Yanez—, y le dirá que no lo dejaremos de lado, ¡al contrario!
El subahdar hizo hacer a su escolta un giro, y salió un poco triste porque hombres tan intrépidos se asesinasen sin siquiera juzgarlos, y sin antes oír sus disculpas.
—¡Un pastel enviado por Bedar! —exclamó Yanez, cuando la puerta fue cerrada—. ¿Contendrá algo que pueda sernos útil?
Sandokan abrió con precaución la cesta que los dos indios habían traído y que era bastante alta, es más, más alta que larga, y sacó un pastel soberbio en forma de torre, con una espléndida corteza de un bello amarillo dorado, y un contorno de ananás confitados que representaban el almenaje.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez, aspirando el perfume que exhalaba, con visible satisfacción—. No creía que los indios fueran tan hábiles pasteleros y que aquí se encontrase semejante obra maestra.
—Debe haber sido comprado en la ciudad —dijo Tremal-Naik.
—¡Muy gentil Bedar!
—¿O más astuto que gentil? —dijo Sandokan, agarrando un pequeño tenedor de estaño y preparándose para retirar la corteza superior que formaba como la azotea de la torre—. Es tan amplio que me parece imposible que no deba esconder algo en su interior.
Quitó delicadamente los ananás, luego levantó la corteza. Enseguida un grito de sorpresa y también de alegría se le escapó.
—¡Ah! ¡Me lo había imaginado!
La torre estaba vacía internamente, o sea verdaderamente vacía no, porque se divisaban en el fondo objetos que Sandokan se apresuró a sacar.
Había un gran ovillo de cuerda de seda, no más gruesa que un simple calabrote; pero ciertamente de una resistencia tal, como para sostener fácilmente a un hombre, sin peligro de que se corte; luego cuatro pequeñas limas y finalmente tres cuchillos.
Lo último en salir fue un pedazo de papel sobre el cual habían trazado letras.
—Lee —dijo, pasándoselo a Tremal-Naik.
—Es de Bedar —respondió el bengalí—. ¡Ah! ¡Valiente hombre!
—¿Qué dice? —preguntaron a una voz Yanez y Sandokan.
—Que a medianoche bajemos al cerco donde nos esperará y que tiene listo un elefante para favorecer mejor nuestra fuga.
—¿Cómo pudo haber encontrado un elefante? —exclamó Yanez.
—Lo habrá alquilado en Delhi —respondió Tremal-Naik—. La cosa es fácil cuando se tiene algunos centenares de rupias, una suma bastante modesta que hasta un cipayo puede poseer.
—Y que fructificarán bien si consigue salvarnos —dijo Sandokan—. Por fortuna el general no nos ha hecho hurgar.
—¿Tienes muchos diamantes todavía? —preguntó Yanez—. Para el caso yo tengo mi reserva.
—Déjala descansar a tu reserva —respondió Sandokan—. Cuarenta mil rupias puedo pagar con los ojos cerrados presentando mi bolso. Basta de charlas. El sol se ha puesto y el asunto será largo.
—Las limas indias valen como las inglesas —dijo Yanez—. Los barrotes caerán antes de las dos horas, aún cuando sean gruesos.
Se acercaron a una ventana y miraron atentamente si había algún centinela escondido entre los escombros.
—Nada —dijo Sandokan—. No sospechan de nosotros.
—Hagamos desaparecer la cena y después al trabajo —dijo Yanez—. Hagamos sobre todo honor al pastel del querido Bedar. A la mesa amigos y luego haremos ceder los barrotes de hierro.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Detonador: “Acciarino” en el original, puede traducirse como “detonador”, “eslabón” o “pedernal”. Detonador: es un artificio con fulminante que sirve para hacer estallar una carga explosiva. Eslabón: es un hierro acerado del que saltan chispas al chocar con un pedernal. Pedernal: es una variedad de cuarzo, que se compone de sílice con muy pequeñas cantidades de agua y alúmina; es compacto, de fractura concoidea, translúcido en los bordes, lustroso como la cera y por lo general de color gris amarillento más o menos oscuro; da chispas herido por el eslabón.

Borasos: “Borassi” en el original, es el nombre común del “Borassus flabellifer”, árbol robusto que puede vivir 100 años o más y alcanzar 30 metros de altura. De hojas largas, en forma de abanico de 2 a 3 metros de longitud. Sus flores son pequeñas, densamente agrupadas en espigas, seguidas por grandes y redondos frutos de color marrón.

Tabaco rojo: La única referencia que encontré al tabaco rojo es el Gutka, un preparado en base a nuez de areca, tabaco, parafina, cal y saborizantes, pero no se fuma, sino que se mastica. Pero no creo que se trate del mismo.

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