viernes, 26 de agosto de 2016

XXXI. La caza a los tigres de Mompracem


Un cuarto de hora después, asegurados nuevamente de que ningún rebelde vigilaba por la parte de la cerca, los malayos atacaban febrilmente los gruesos barrotes de una de las ventanas, limando con furor.
Sandokan, Yanez y Tremal-Naik, para impedir que se oyese desde afuera el chirriar del hierro, se habían puesto a canturrear y a hablar en voz alta, precaución quizá superflua, porque parecía que la torre no estuviese habitada por ningún ser viviente.
Algún centinela debía ciertamente velar delante de la entrada pero no había peligro alguno de que pudiese oír el ruido, por demás leve, producido por aquellos pequeños instrumentos.
Bedar no debía estar lejos. Ya tres veces un silbido estridente se había hecho oír en el silencio de la noche, en dirección del tamarindo.
Probablemente el bravo cipayo, como a la mañana, se había escondido en el denso follaje de la planta, a fin de velar e impedir que alguien se acercase.
A las once, ya dos barrotes habían sido rasgados, y no faltaba mas que uno para tener un espacio suficiente.
Sandokan, Yanez y el bengalí habían subrogado a los malayos bastante cansados, a fin de apresurar el trabajo.
Faltaba un cuarto para la medianoche cuando también el último barrote, bajo un golpe poderoso de Sandokan, fue arrancado.
—El camino está libre —dijo el Tigre de la Malasia, respirando a pleno pulmón el aire fresco de la noche—. No nos queda mas que arrojar la cuerda de seda.
—Y de armarnos con estos barrotes que podrían sernos útiles en caso de un ataque —respondió Yanez—. Con un golpe se puede matar a un hombre.
—No los habría dejado aquí —respondió Sandokan.
Tomó el ovillo, lo desenrolló, dejando colgar afuera una punta y aseguró la otra al cuarto barrote, después de haber probado la solidez.
—A mí el honor de descender primero —dijo.
Se metió en la faja uno de los tres cuchillos, pasó a través de la ventana y se colgó del cordón, diciendo a sus compañeros:
—Piensen en proteger la retirada, ustedes.
—Nadie entrará, hasta que no hayamos descendido todos —respondió Yanez, apoderándose de un travesaño y colocándose detrás de la puerta de bronce.
—Yo te hago compañía —agregó Tremal-Naik.
—¡Por Júpiter!
—¿Qué tienes? —preguntó Sandokan, deteniéndose.
—Me parece que alguien sube la escalera.
—Apóyate en la puerta e impídele la entrada.
—¡Es demasiado tarde!
Un destello de luz había penetrado bajo la rendija inferior y la voz del subahdar se había hecho oír.
—Preparémonos para matarlo —dijo Sandokan, tomando también él un barrote de hierro—. ¡A mí, malayos!
Los cuatro marineros se habían lanzado como un solo hombre hacia su jefe, dispuestos a empeñar la lucha suprema.
—Sandokan —dijo en aquel momento Yanez, que no perdía nunca su sangre fría—. Déjame hacer a mí. Acuéstense todos y finjan dormir. Yo me encargo de mandar al diablo a este eterno pelmazo. Una lucha no podría mas que perdernos.
—Sea —respondió Sandokan—, nos mantendremos listos para empeñarla, por si el subahdar tuviese alguna sospecha.
Se habían apenas acostado a lo largo de una pared, escondiendo los cuchillos y los barrotes bajo sus cuerpos, cuando apareció el subahdar con una linterna encendida en la mano, acompañado por algunos soldados que tenían las bayonetas enastadas.
Yanez se había vivamente alzado, fingiéndose de pésimo humor y diciendo:
—¿Es que no se puede dormir ni siquiera la última noche que se está sobre la tierra? ¿Es un país maldito este? ¿Qué quiere ahora, subahdar? ¿Repetirnos que mañana por la mañana nos fusilarán? La noticia ya es demasiado vieja y se ha vuelto fastidiosa.
El indio había escuchado aquel torrente de palabras con una maravillosidad fácil de comprender.
—Perdone —dijo finalmente—, no les había dicho aquello con plena seguridad. Era una suposición mía.
—¿Y quiere concluir? —preguntó Yanez, arrugando la frente.
—Que el general me ha encargado confirmárselos y preguntarles si desean algo.
—Dí a aquel fastidioso que tenemos necesidad de tener un buen sueño. ¿Oíste? Mis compañeros roncan.
—Adviértales.
—Sí, mañana y vete al diablo.
Así dicho Yanez se recostó, refunfuñando y blasfemando.
El subahdar permaneció algunos instantes perplejo, luego, viendo que ninguno se cuidaba más de él, auguró las buenas noches y se fue cerrando la puerta con precaución.
—¡Qué te agarre cólera! —dijo Yanez, realzándose—. ¡Espera a fusilarnos, bribón!
—Tu prudencia y tu sangre fría valen mil veces más que mi impetuosidad —le dijo Sandokan—. Yo, por ejemplo, los habría asaltado y matado a golpes de barrote y quizá nos habría perdido en lugar de salvarnos.
—Soy tu regulador —respondió el portugués, riendo—. Apresurémonos, o Bedar se impacientará.
Sandokan subió a la ventana, se agarró a la cuerda y se dejó deslizar a tierra sin ruido alguno.
Miró alrededor, empuñando el barrote, y no divisó a nadie. Mandó un ligero silbido para advertir a los compañeros que ningún peligro los amenazaba y poco después descendía Yanez, seguido pronto por Tremal-Naik.
Los malayos bajaron a su vez, uno detrás del otro.
—¿Dónde estará Bedar? —preguntó Sandokan.
Apenas se había hecho aquella pregunta cuando vio aparecer confusamente, sobre la cerca, una forma humana.
—¿Quién eres? —le preguntó en voz baja Tremal-Naik.
—Yo: Bedar.
—¿No hay nadie?
—No, pero apresúrense: los dos thugs no tardarán en llegar.
Los fugitivos sobrepasaron rápidamente la cerca y siguieron al cipayo que alargaba el paso.
—¿A dónde nos conduces? —le preguntó Tremal-Naik.
—Al bosque, señores —respondió el cipayo—. Es allí que se encuentra el elefante.
—¿Cómo has hecho para procurarte aquel animal?
—Lo he tomado en alquiler de un amigo mío en Delhi. Ha llegado aquí hace apenas tres horas.
—¿Y a dónde nos conducirá?
—Haremos un gran rodeo a fin de perder sus rastros; luego, procurarán entrar a la ciudad. La vigilancia no es aún muy rigurosa, no habiendo comenzado el asedio.
—Hace poco me has hablado de dos thugs. Explícate mejor.
—Son aquellos dos indios que tenían el rostro cubierto. Han sido ellos en reconocerlos y en exigir su muerte, amenazando, en caso contrario, con hacer abandonar a todos los sectarios de la causa de los insurrectos.
—¿Y Abù ha cedido?
—Son aún poderosos los thugs y se encuentran en buen número en Delhi. Apresúrense, señores; podemos ser seguidos.
—¿Por quién? —preguntó Sandokan.
—Por aquellos dos hombres. Sé que los vigilan estrechamente y que cada dos o tres horas se dirigen a la torre.
—Galopemos —dijo Yanez—. Ahora que somos libres me desagradaría volver a caer en las manos del viejo bribón, por más que sea un general.
Habían alcanzado el bosque. Bedar se orientó rápidamente, luego se metió bajo los borasos y las palmeras, siguiendo un senderito apenas trazado entre las altas hierbas, que crecían alrededor de los troncos de los árboles.
Se había puesto bastante inquieto y se volvía frecuentemente atrás, como si temiese ser perseguido por los dos thugs.
Caminaron así por un cuarto de hora, luego llegaron a un pequeño claro en medio del cual se veía una masa enorme que se agitaba.
—He aquí el elefante —dijo Bedar.
Un hombre que se mantenía delante del paquidermo se movió a su encuentro, diciéndole:
—Hace poco han venido aquí dos hombres a preguntarme a quién esperaba.
—¿Qué has respondido, cornac? —preguntó el cipayo con ímpetu.
—Que esperaba a un señor de Delhi, que se había dirigido donde Abù-Assam.
—Has hecho bien y tendrás una rupia de más —dijo Bedar—. ¿Se han luego alejado?
—Sí, amo.
—¿Tenían turbantes enormes?
—Y también el rostro cubierto.
—Eran aquellos malditos thugs —dijo Bedar, volviéndose hacia los fugitivos—. Pronto, señores, suban al howdah.
—¿Nos acompañas tú? —preguntó Tremal-Naik.
—Sí, para facilitarles la entrada a la ciudad —respondió el bravo cipayo—. Yo me siento detrás del cornac.
Tremal-Naik y los tigres de Mompracem entraron rápidamente en la caja que era ancha y cómoda, y fue con verdadero placer que divisaron una decena de carabinas apoyadas a los bordes.
—Al menos podremos defendernos —dijo Sandokan, tomando una y armándola.
—Y bajo nuestros pies hay municiones —dijo Yanez que se había inclinado—. ¡Bravo Bedar! Has pensado en todo.
—Adelante, Djuba —dijo en aquel momento el cornac—. Y trota bien si quieres tener doble ración de azúcar.
El elefante, que debía llevar aquel nombre, agitó la probóscide a derecha e izquierda, aspiró fragorosamente el aire y partió rápidamente, haciendo temblar el suelo bajo su masa enorme.
Había recorrido una veintena de pasos, cuando en medio de un matorral relampaguearon dos destellos seguidos por dos detonaciones, y gritos de:
—¡Para! ¡Para!
Una bala silbó en las orejas de Sandokan sin golpearlo.
—¡Ah! ¡Canallas! —exclamó el pirata, exasperado—. ¡Fuego, amigos!
Una descarga siguió a aquel comando, pero ningún grito de dolor partió del matorral.
Probablemente los bribones que habían hecho fuego, sospechando que los fugitivos estuviesen también armados de fusiles, debían haberse dejado caer a tierra para evitar ser golpeados.
—¡No pares, cornac! —había gritado Bedar.
—No, amo —respondió el conductor, vibrando un poderoso golpe de arpón sobre el cráneo del paquidermo.
Una voz estridente resonó en la oscuridad:
—¡Es Bedar que los ha hecho huir! ¡Te atraparemos pronto!
El elefante se había puesto a la carrera. Con el ancho pecho derribaba arbustos y árboles, pasando como un huracán a través del denso matorral.
—No nos alcanzará ni siquiera un caballo —dijo Yanez, que se agarraba fuertemente al borde de la caja para no ser arrojado fuera—. Si el elefante no cede, dentro de una hora estaremos bien lejos.
—¿Los thugs organizarán una persecución? —preguntó Tremal-Naik, volviéndose a Bedar.
—Es probable —respondió el cipayo—. Tenemos no obstante a esta hora una notable ventaja y el elefante es un vigoroso corredor.
—¿Hay elefantes en el campamento?
—Sí, varios.
—Será entonces con aquellos que nos darán caza —dijo Sandokan.
—Cierto, porque los caballos no podrían alcanzarnos —respondió el cipayo—. Es por aquello que he hecho adquirir un centenar de balas con punta de cobre.
—¿Para abatir a los elefantes? —preguntó Sandokan.
—Sí, sahib.
—Las utilizaremos, si es necesario.
El bosque comenzaba entonces a disminuir, facilitando la carrera al paquidermo.
Aquel animal debía poseer un vigor extraordinario no habiendo aún aminorado, aún cuando corriese desde hacía más de una hora.
Finalmente con un último impulso apareció en una vasta llanura, que era solamente interrumpida por enormes grupos de bambú, altos de doce a quince metros.
—¿Dónde estamos? —preguntó Sandokan a Bedar.
—Al norte de Delhi —respondió el cipayo—. Hemos sobrepasado todo el campo fijado alrededor de la ciudad para protegerla de una sorpresa.
—¿Y ahora a dónde vamos?
—Nos arrojaremos entre las junglas que costean el Yamuna. Allí esperaremos a que nuestros perseguidores se cansen de buscarnos.
—Habría preferido entrar enseguida en la ciudad —dijo Sandokan a Tremal-Naik—. Me oprime volver a ver a Sirdar.
—La prudencia nos aconseja retardar nuestra entrada —respondió el bengalí—. No encontrándonos, los dos thugs harán en Delhi minuciosas búsquedas y, descubiertos otra vez, no sabría quién podría salvarnos.
—Es verdad —dijo Yanez—. No se encuentra siempre un Bedar.
—Con tal de que lleguemos —dijo Sandokan.
—Yo no tengo duda —respondió el portugués—. Y si aquel perro de Suyodhana ha llegado, le haremos pasar un mal momento.
—Algo más, Yanez —dijo Sandokan—. El Tigre de la Malasia no otorgará cuartel al de la India.
—El Yamuna —dijo en aquel momento Bedar.
Un río, bastante ancho, cortaba la llanura y el elefante se había detenido tan bruscamente, que por poco los fugitivos no fueron arrojados fuera de la caja.
—¿Lo atravesamos? —preguntó Yanez.
—Sí, sahib —respondió el cipayo—. Sobre la orilla opuesta comienza la jungla.
—Adelante, entonces, si hay un vado.
—El elefante sabrá encontrarlo.
Djuba alejó con la probóscide las ramas de los árboles, sumergió el apéndice en el río y hurgó un poco el fondo como si quisiese antes asegurarse si estaba formado de barro blando o de gravilla.
Satisfecho con aquel examen, entró resueltamente en el agua, bufando y resoplando.
—¡Cuán bravos y prudentes son estos animales! —dijo Yanez—. No terminaré nunca de alabarlos.
El agua comenzaba a volverse profunda y la corriente incluso impetuosa, sin embargo nada podía sacudir aquella masa enorme, sólida como un escollo.
Con su ancho pecho afrontaba los remolinos, rompiéndolos y continuaba avanzando, obedeciendo dócilmente a las indicaciones que le daba el cornac.
Ya estaba por tocar la orilla opuesta, cuando los fugitivos oyeron detrás suyo barritos y gritos, luego tiros de fusil retumbaron, rompiendo el silencio de la noche.
Sandokan y Tremal-Naik habían mandado un grito:
—¡Están encima!
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez—. ¿Son diablos aquellos, para alcanzarnos tan pronto? ¡A pesar de que este valeroso elefante ha hilado como un prao que tiene viento en popa!
—¿Cómo pueden estar ya aquí? —se preguntó Sandokan—. Sin embargo deben ser ellos, si nos han saludado con tiros de fusil.
—Sí, son ellos sahib —respondió Bedar—. Montan tres elefantes, los mejores por cierto de cuantos se encuentran en el campo.
—Y han descubierto enseguida nuestras huellas —dijo Tremal-Naik.
—No era difícil encontrarlas —respondió Bedar—. Un elefante abre un sendero en la floresta que atraviesa, que no se cierra enseguida. ¿Estamos, cornac?
—Sí.
Djuba había atravesado felizmente el río y estaba subiendo a la orilla que estaba llena de enormes matorrales de bambú alternados con grupos de tara y tamarindos.
Los tres elefantes montados por los rebeldes se habían en cambio detenido sobre la ribera opuesta, como si buscasen algún otro vado más fácil.
—Tomemos posiciones —dijo Sandokan—. Les daremos batalla sobre el río. Bedar, detén el elefante, y hazlo esconder dentro de algún matorral, a fin de que las balas no lo golpeen.
El cipayo dio al cornac algunas órdenes, mientras Tremal-Naik y los tigres de Mompracem se apoderaban de las carabinas y de las bolsitas conteniendo las municiones.
El elefante se internó en un densísimo matorral de bambú, luego se detuvo mientras el cornac arrojaba la escala.
—Abajo y rápido —dijo Sandokan—. Impidámosles atravesar el río o tendremos encima a una treintena de hombres que no nos perdonarán.
Descendieron precipitadamente, recomendaron al cornac no alejarse y volvieron hacia el río emboscándose en medio de las espesas hierbas.
El cipayo se había unido a ellos, de modo que eran un buen número para disputar tenazmente el pasaje del río.
—¿Serán muchos los insurrectos? —preguntó Yanez a Bedar.
—Cada elefante tendrá por cierto unos diez o doce —respondió Bedar.
—¿Estará también la caballería con ellos? —preguntó Sandokan.
—Llegará quizá, pero bastante más tarde.
—Con las cosas terminadas —dijo Tremal-Naik—. ¡Uf! ¿Qué hacen que no se deciden a hacer entrar en el agua al elefante?
—Esperarán el alba —respondió Bedar—. Ya saben que estamos aquí y están seguros de alcanzarnos.
—Así tiraremos mejor —dijo Sandokan—. Saca las balas revestidas de cobre. Pondremos enseguida a los elefantes fuera de combate.
Se tendieron entre las hierbas, detrás de la primera fila de árboles, a fin de protegerse mejor de los disparos de los adversarios, y esperaron el ataque, seguros de no ser fácilmente desalojados.
Yanez había encendido un cigarrillo y fumaba plácidamente, mirando hacia la orilla opuesta.
Los indios dándose cuenta de que quizá los fugitivos se habían detenido, parecía que no tuviesen demasiada premura por atacar.
A las cuatro los astros comenzaron a palidecer y la oscuridad a dispersarse.
—Bedar —dijo Sandokan, volviéndose hacia el cipayo —, ¿eran tres los elefantes, verdad?
—Sí, sahib.
—¿Estás seguro de no haberte engañado?
—Pero sí, eran tres.
—¿Dónde fue entonces el tercero que no lo veo más?
—En efecto no veo mas que dos solos ahora —dijo Yanez—. ¿Lo habrán mandado en busca de refuerzos?
—¿O lo tendrán en cambio de reserva, escondido detrás de los árboles? —preguntó Tremal-Naik.
—Aquello me inquieta —respondió Sandokan—. Habría preferido ver también aquel.
—Cuidado —dijo el cipayo—, se mueven para forzar el paso.
Los dos elefantes, dos animales monstruosos, descendían en aquel momento la orilla, excitados por los gritos de sus cornac.
En la caja había diez hombres y otros cuatro estaban tendidos detrás. Eran entonces una treintena, fuerza respetable, sin embargo no demasiado temible para los tigres de Mompracem, habituados a medirse con enemigos siempre numerosos.
Los dos paquidermos, después de una breve indecisión, se metieron en el agua, palpando prudentemente el terreno, mientras los indios aferraban las carabinas.
—A ti el primer tiro, Sandokan —dijo Yanez.
El Tigre de la Malasia apoyó la carabina sobre una raíz que salía de la tierra y miró por algunos instantes al primer elefante.
Un momento después una detonación estallaba, seguida de súbito por un barrito formidable.
El paquidermo había hecho un regate imprevisto y había alzado vivamente la trompa, resoplando ruidosamente. La bala debía haberlo golpeado en alguna parte.
Los indios que lo montaban, oyendo aquel disparo, habían respondido con un fuego nutrido.
—Hagámosles vivas también nosotros —dijo Yanez—. ¡Fuego, cachorros de Mompracem!
Los piratas se alzaron silenciosamente detrás de los troncos de los árboles que los protegían y descargaron las carabinas, apuntando a la caja.
Más que a los elefantes les oprimía poner fuera de combate a los hombres.
Tres indios cayeron en el fondo de la caja muertos o heridos, pero los otros no cesaron el fuego, es más, el cornac continuó incitando al elefante que comenzaba a mostrarse titubeante.
Sandokan, recargada la carabina, apuntó al segundo que había quedado descubierto y le arrancó un barrito terrible.
—También aquel está tocado —dijo—. Continuemos hasta que caigan.
Los indios, no obstante el formidable fuego de los tigres de Mompracem, resistían tenazmente, disparando al medio de los árboles, con ningún éxito, porque los fugitivos se cuidaban bien de mostrarse.
Descargada la carabina, se dejaban caer entre las hierbas, volviéndose invisibles y recargada el arma reanudaban la música infernal.
El primer elefante, aún cuando perdiese sangre por un hombro, había alcanzado casi la mitad del río, cuando una bala de Yanez lo golpeó bajo la garganta, penetrándole, ciertamente, muy adentro.
El pobre coloso, ya debilitado, retrocedió vivamente, llenando el aire de clamores ensordecedores.
—Bien tomado, Yanez —dijo Sandokan—. Está fuera de combate y dentro de poco caerá.
—Dale el tiro de gracia —dijo el portugués.
—Estoy apuntándolo.
Sandokan se descubrió un momento e hizo fuego a ochenta metros de distancia.
El paquidermo lanzó un barrito más espantoso que los otros, se irguió bruscamente sobre las patas traseras, luego se volteó sobre un flanco alzando una oleada espumante y arrojando al agua a los hombres que llevaba.
—¡Está terminado! —gritó Yanez, con voz alegre—. ¡Al otro Sandokan!
Mientras los indios se salvaban a nado abandonando las carabinas, el paquidermo con un esfuerzo desesperado se había levantado de nuevo para no ahogarse, luego casi de súbito volvió a caer desapareciendo para siempre.
El otro, viendo caer al compañero, se había puesto a retroceder barritando y sacudiendo la enorme cabeza bajo los golpes de arpón que el cornac no le perdonaba.
—¡Fuego, Yanez! —gritó Sandokan—. Hagámoslo caer pronto.
Los dos piratas descargaron simultáneamente las carabinas, apuntando a los hombros del coloso, cerca de las articulaciones.
Fue un tiro maestro. El paquidermo volvió el dorso huyendo hacia la orilla, saludado por una segunda descarga; pero cuando trató de subirla, las fuerzas imprevistamente le faltaron y se desplomó pesadamente, arrojando entre los arbustos a los indios que estaban en el howdah.
Un grito de victoria se alzó sobre la orilla opuesta. Los tigres de Mompracem habían brincado fuera y fulminaban a los insurrectos que nadaban para impedirles reunirse con sus compañeros.
—Basta —dijo Yanez—. Han tenido bastante y no nos inquietarán más.
—A nuestro elefante —comandó Sandokan.
Estaban por tomar carrera hacia el bosque, cuando oyeron una voz humana gritar:
—¡Ayuda! ¡Ayuda!
Bedar había mandado un alarido de rabia:
—¡Nuestro cornac!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Enastar: Poner el mango o asta a un arma o instrumento.

Yamuna: “Giumna” en el original, es el mayor afluente del río Ganges y uno de los principales ríos del norte de India. Tiene una longitud total de 1.376 km. También se lo puede encontrar escrito como: Jamuna o Jumna.

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