Un grito de alegría había escapado de todos los pechos, reconociendo en aquel hombre al tan esperado brahmán que creían ya no poder volver a ver.
—¿Suyodhana?
—Está aquí, señores —respondió Sirdar.
—¿Con mi hija? —preguntó Tremal-Naik.
—Sí, con tu hija, sahib.
—Pronto, a nuestra casa —dijo Sandokan—. No es este el lugar para conversar.
Atravesaron casi a la carrera la explanada, que se prolongaba detrás de las ruinas del bastión, toda cubierta de muertos y piezas de artillería, y pocos minutos después se encontraban reunidos en la estancia que les había asignado el propietario del bungalow.
—Ahora puedes hablar libremente, sin temor a que nadie te oiga —dijo Sandokan—. ¿Cuándo has entrado en la ciudad?
—Solamente ayer a la tarde, con la noche demasiado avanzada para ir a la cita que les había dado —respondió Sirdar—. Hemos atravesado el río bajo el fuego de los ingleses y hemos llegado aquí sanos y salvos a consecuencia de no sé qué milagro.
—¿Por qué no han podido entrar antes? —preguntó Yanez.
—La línea ferroviaria había sido afectada por los insurrectos y hemos sido obligados a alquilar dos elefantes hasta Meerut.
—¿Y por qué Suyodhana ha venido aquí, a encerrarse en una trampa? —preguntó Sandokan—. La ciudad está por caer en las manos de los ingleses.
—Estábamos atrapados entre dos fuegos —respondió Sirdar—, y era demasiado tarde para retirarnos. Teníamos enemigos delante y detrás y no nos quedaba otra salida que hacernos capturar o refugiarnos en Delhi. Por otra parte Suyodhana no creía que la ciudad se encontrase tan pronto en condiciones tan desastrosas.
—¿Dónde se encuentra ahora? —preguntó Sandokan.
—En una casa de la calle Chandni Chowk, junto al municipio.
—¿El número?
—El 24.
—¿Por qué esta pregunta —preguntó Tremal-Naik—, si Sirdar nos conducirá a aquel lugar?
—Lo sabrás enseguida.
El Tigre de la Malasia se volvió hacia los malayos de la escolta, que asistían al coloquio.
—Cualquier cosa que suceda —les dijo—, no dejen esta casa si no llega el teniente de Lussac. A esta hora es probable que sepa que nosotros hemos encontrado la hospitalidad en este bungalow. Si nosotros no hemos regresado después del asalto que los ingleses darán probablemente mañana y él se presentase, díganle que lo esperamos en la casa número 24 de la calle Chandni Chowk. Cuidado que de esto puede depender su salvación y también la nuestra. Y ahora, Sirdar, condúcenos donde Suyodhana. ¿Crees que lo encontraremos solo?
—Los jefes de los thugs combaten en los bastiones.
—Partamos: ¿la pequeña Darma está con él?
—Hace una hora estaba todavía.
—¿Puedes introducirnos sin que se den cuenta?
—Tengo las llaves del palacete.
—¿Hay habitantes?
—Ninguno, porque el propietario lo ha desalojado.
—Yanez, Tremal-Naik, vamos sin perder tiempo. Ya es medianoche y temo que mañana los ingleses intenten un asalto general. No tenemos tiempo que perder.
Se pasó en la faja el largo puñal, se arrojó sobre los hombros la carabina y salió, después de haber hecho señas a los malayos de la escolta de acostarse.
Sobre los bastiones retumbaban siempre las artillerías de los ingleses y alguna bomba, lanzada por los morteros ingleses, surcaba el cielo cayendo más allá de los cercos.
Los valientes defensores de la ciudad intentaban con un último esfuerzo romper las líneas de los asediantes, ya llegados casi bajo las murallas.
La noche era oscurísima y un viento calientísimo y enervante soplaba de las mesetas del septentrión.
El pequeño pelotón, manteniéndose al ras de las casas, para no ser golpeado por las granadas, avanzaba rápidamente a través de las calles de la ciudad vuelta casi desierta.
En todas las habitaciones, no obstante, ardían lámparas. Los desgraciados habitantes, escondían precipitadamente sus riquezas, para sustraerlas al inminente saqueo y se barricaban para oponer la más larga resistencia.
De vez en cuando los pelotones de combatientes pasaban a gran carrera por las calles, arrastrando alguna pieza de cañón o algún falconete, que iban a emplazar sobre los puntos más débiles y más expuestos.
Y los cañones tronaban siempre hondamente en la oscura llanura que se extendía delante de la ciudad, anunciando una masacre horrenda y la destrucción del efímero imperio de los mogoles.
Eran casi las cuatro de la mañana, cuando Sirdar se detuvo delante de un elegante palacete, con el techo aguzado como aquellos de los bungalows, de dos pisos, de arquitectura indomusulmana.
Todas las ventanas estaban oscuras, exceptuada una sola.
—Es allí que duerme Suyodhana —dijo volviéndose hacia Sandokan—. Y es también allí donde se encuentra la pequeña.
—¿Cómo podremos entrar sin que se dé cuenta? ¿Crees que esté despierto?
—He visto una sombra delinearse detrás de los vidrios y supongo que será él —respondió el brahmán—. La veranda está sostenida por palos y no nos será difícil escalarla, aún cuando tenga, como les he dicho, las llaves.
—Prefiero la escalada —respondió Sandokan.
Hizo señas a Yanez y a Tremal-Naik de arrimarse, por consiguiente dijo:
—Cualquier cosa que suceda, ustedes permanezcan como simples espectadores. O el Tigre de la India matará al Tigre de la Malasia o éste a aquel. No teman: no seré yo quien caiga en la lucha. ¡Arriba, Sirdar!
—Cuídate, Sandokan —dijo Tremal-Naik—. Sé cuán terrible es aquel hombre. Déjame enfrentarlo a mí, aún cuando sepa que tú eres cien veces más valeroso y más diestro que yo.
—Tú tienes una hija, yo no tengo ninguna —respondió Sandokan—, y detrás de mí está Yanez. Él me vengará.
Sirdar ya se había agarrado a una de las columnas de hierro que sostenían la veranda y subía silenciosamente, adentrándose bajo las esteras de cocotero que cubrían la balaustrada.
Sandokan y sus dos compañeros lo imitaron, y medio minuto después los cuatro audaces se encontraban reunidos.
Estaban por entrar en una de las estancias, cuando Tremal-Naik chocó con una maceta, derribándola.
—¡Maldición! —murmuró el bengalí.
Una sombra había imprevistamente aparecido detrás de los vidrios. Se detuvo un momento, mirando sobre la terraza, luego abrió la puerta.
Casi de inmediato un hombre le cayó encima, aferrándolo estrechamente por las muñecas y haciéndole caer, con un apretón terrible, la pistola que empuñaba.
Era Sandokan que asaltaba al Tigre de la India.
Con un empujón irresistible, metió a Suyodhana dentro de la estancia que estaba iluminada por una lámpara, diciéndole fríamente:
—¡Si mandas un grito, estás muerto!
El jefe de los thugs había quedado tan sorprendido por aquel imprevisto ataque, que no había ni siquiera pensado en oponer resistencia.
Cuando no obstante vio aparecer detrás de Sandokan, a Tremal-Naik, y luego a Sirdar, un alarido de furor se le escapó de los labios.
—¡El padre de la pequeña virgen de la pagoda! —exclamó, rechinando los dientes—. ¿Qué quieres...? ¿Cómo te encuentras aquí?
—¡Vengo a buscar a mi hija, miserable! —aulló Tremal-Naik—. ¿Dónde está?
El terrible jefe de los estranguladores había permanecido silencioso.
Con los brazos estrechados sobre el pecho, la mirada sombría, las facciones trastornadas, miraba a sus enemigos, fijándose sobre todo en Sirdar.
Era un adversario digno del Tigre de la Malasia: alto, todo músculo y nervios, con ancha espalda, el rostro orgulloso, vuelto mayormente duro por una larga barba ya entrecana, los ojos negrísimos que parecían inyectados de sangre.
Estuvo algunos segundos inmóvil, dirigiendo sobre sus adversarios una mirada feroz, luego dijo con voz dura:
—¿Son ustedes, verdad, los que me han declarado la guerra?
—Sí, somos nosotros los que hemos también destruido e inundado los subterráneos de Rajmangal y a sus habitantes —respondió Sandokan.
—¿Qué quieres y quién eres? —preguntó Suyodhana.
—Un hombre que lleva un nombre que un día ha hecho temblar a todos los pueblos de las islas de la Malasia, y que ha venido aquí expresamente para destruir tu secta infame.
—¿Y tú crees?
—Que tendré tu piel y también a la niña que le has raptado a Tremal-Naik.
—Te reputas muy fuerte: es verdad que son cuatro.
—El Tigre de la Malasia enfrentará sólo al Tigre de la India —dijo Sandokan.
Una sonrisa de incredulidad rozó los labios de Suyodhana.
—Cuando te haya matado, los otros me asaltarán —respondió Suyodhana—, el hijo de las sagradas aguas del Ganges sabrá defender contra ustedes también a aquellos que ya encarnan sobre la tierra a la potente Kali.
—¡Miserable! —aulló Tremal-Naik, haciendo acto de arrojarse sobre él.
Sandokan con un gesto imperioso lo detuvo.
El jefe de los estranguladores, rápido como un rayo, aprovechó aquel momento en el cual Sandokan se había volteado para recoger la pistola que yacía aún en tierra.
Sin pronunciar una palabra la apuntó hacia el Tigre de la Malasia y se la descargó encima a tres pasos de distancia; pero fue quizá justamente aquel breve trecho lo que le hizo fallar al adversario e incluso la demasiada precipitación.
—¡Ah! ¡Traidor! —gritó el pirata, arrojando la carabina y desenvainando el largo puñal que llevaba en la cintura—. Podría asesinarte: prefiero luchar contigo.
Suyodhana con un brinco de tigre se había arrojado delante de la puerta que llevaba a una estancia en la cual quizá se encontraba acostada la pequeña Darma, gritando:
—¡Será necesario pasar sobre mi cuerpo!
También en su derecha centelleaba una especie de talwar de hoja ligeramente encorvada y larga casi como la de Sandokan.
—Que nadie interrumpa la lucha de los dos tigres —dijo el pirata—. Solo nosotros dos, Suyodhana.
—Primero a ti, luego Sirdar —respondió el jefe de los thugs con voz sombría—. El traidor no huirá a los castigos que le esperan.
Se habían puesto ambos en guardia, recogidos sobre sí mismos como dos tigres listos para saltar, con el brazo izquierdo replegado delante del pecho de manera de cubrir el corazón y el puñal a la altura de la cara.
El uno debía valorar al otro, porque ambos, aún cuando no muy jóvenes, poseían aún una agilidad extraordinaria y una fuerza poco común.
Un profundo silencio reinó por algunos segundos en la estancia.
Yanez, apoyado en un enorme jarrón de porcelana, fumaba flemáticamente el eterno cigarrillo, sin demostrar la mínima aprensión. Sirdar agazapado en una esquina, estrechaba entre las manos un talwar, listo para tomar parte en la lucha; Tremal-Naik, visiblemente conmovido, atormentaba el gatillo de su carabina resuelto a no dejar huir al thug, aún cuando hubiese prometido a Sandokan no intervenir.
Los dos adversarios se miraron por algunos instantes, provocándose con las miradas, luego el Tigre de la Malasia viendo que el adversario no daba señas de asaltar, se lanzó intentando golpearlo en la garganta.
Suyodhana con un salto se sustrajo al contacto; paró el golpe con la punta del puñal, agachándose, se puso debajo de Sandokan intentando desgarrarle el vientre.
Al hacer no obstante aquel movimiento resbaló sobre el pavimento brillantísimo, cayendo sobre una rodilla.
Antes de que hubiese podido alzarse y ponerse nuevamente en guardia, el puñal del Tigre de la Malasia le entraba en el pecho hasta la guardia, rompiéndole el corazón.
El thug permaneció un momento con el cuerpo todavía derecho, arrojando sobre su adversario una última mirada de odio, luego se abatió, mientras un chorro de sangre le salía de los labios.
¡El Tigre de la India estaba muerto! Tremal-Naik y Yanez, viéndolo caer, se habían lanzado a la estancia vecina donde en una rica cama, incrustada de madreperlas, dormía entre mantas y sábanas de seda una niña de cabellos rubios.
Tremal-Naik con un rápido gesto la había alzado, estrechándola frenéticamente entre los brazos.
—¡Darma! ¡Niña mía!
—¡Papá! —había respondido la pequeña, fijando sobre el bengalí sus ojos azules.
En el mismo instante un estruendo formidable sacudió la casa hasta los cimientos, seguido por un clamor inmenso y por un furioso tronar de artillería y carabinas.
—¡Los ingleses! —se oyó gritar a Sandokan, que se había precipitado hacia la veranda—. ¡Han saltado los últimos bastiones!
Sí, eran los ingleses que, convertidos en ladrones y asesinos, habían hecho irrupción en la ciudad saqueando y masacrando a la población que huía y daban una muy triste muestra de la civilización europea.
Desde el día anterior habían tomado todas las medidas para un asalto general, ocupando la línea de defensa del bastión de Agua, la zanja del bastión de Mori y la puerta de Cachemira y a los primeros albores se habían volcado sobre la ciudad después de un terrible combate sostenido delante de la puerta de Kabul, donde los insurrectos desplegaron un coraje extraordinario, matando a los invasores quinientos hombres, ocho oficiales e hiriendo al general Nicholson.
Alaridos espantosos se alzaban por todas las calles, acompañados por descargas tremendas. Se combatía desesperadamente en todas partes, mientras las mujeres y parte de los habitantes huían en masa hacia el puente de barcas para sustraerse a los estragos.
—Huyamos también nosotros —dijo Sandokan, que veía avanzar al galope a algunos escuadrones de caballería que atravesaban sin misericordia a los fugitivos, hombres, mujeres y niños atropellándolos bajo las patas de los caballos—. Si nos sorprenden aquí podrían pasarnos a filo de espada, aún cuando poseamos la carta del gobernador y el salvoconducto. Intentemos, si es posible, regresar a nuestro bungalow. Envuelve a Darma en una manta, Tremal-Naik, y desalojemos sin perder tiempo.
Tomaron las carabinas y descendieron la escalera precipitadamente. Detrás del palacete se abría un vasto patio que lindaba con los jardines.
—Crucemos la cerca y refugiémonos entre las plantas —dijo Sandokan—. Dejemos pasar a la caballería.
Estaban por escalarla, cuando la puerta del patio fue abatida y una bandada de fugitivos, la mayor parte mujeres y niños, se precipitó dentro mandando alaridos desesperados.
—¡Demasiado tarde! —exclamó Sandokan, aferrando la carabina—. ¡Henos aquí en un buen apuro!
Siete u ocho jinetes, que tenían los sables ensangrentados hasta la empuñadura, habían hecho también irrupción, aullando ferozmente:
—¡Maten! ¡Maten!
Sandokan con un salto se había arrojado delante de los fugitivos que se habían refugiado, llorando y gritando, en una esquina y había apuntado resueltamente la carabina hacia los soldados, que se preparaban para masacrar a aquellos infelices.
—¡Alto, bribones! —tronó—. ¡Ustedes deshonran a la armada inglesa! ¡Alto o los fusilamos como a perros rabiosos!
Tremal-Naik, confiada la pequeña Darma a Sirdar, y Yanez, se habían colocado a su lado, con los fusiles embrazados.
—¡Barran a aquellos miserables! —gritó el sargento que comandaba el pelotón.
—¡Cuidado! —dijo Sandokan—. Nosotros tenemos un salvoconducto del gobernador de Bengala y si no obedecen nos defenderemos.
—¡Abajo a sablazos! —comandó en cambio el sargento.
Ya sus hombres estaban por lanzar los caballos, cuando un oficial seguido por una docena de jinetes, entre los cuales se veían algunos de color, entró en el patio gritando:
—¡Alto todos!
Era el teniente de Lussac, que llegaba con los malayos dejados en el bungalow.
Brincó a tierra estrechando la mano a Sandokan y a sus amigos, luego volviéndose hacia el sargento que lo miraba confundido, le dijo:
—¡Váyanse! Estos hombres han rendido a tu país un servicio tal, que ninguna recompensa bastaría para pagarles. Váyanse y recuerden que es de viles asesinar a las mujeres.
Mientras los jinetes salían precipitadamente, por los suyos hizo cerrar la puerta, diciendo:
—Esperemos el fin de la batalla, amigos. Estoy aquí para protegerlos.
—Habría querido irme, mejor —respondió Sandokan—. No tenemos nada más que hacer aquí.
—Mañana, si los estragos han terminado. ¡Pobre Delhi! ¡Cuánta sangre! Aquí el ejército inglés dejará su honor.
CONCLUSIÓN
Tres días duraron los estragos de Delhi, estragos horrendos que arrancaron un alarido de indignación no solo entre las naciones europeas, sino también en la misma Inglaterra.
Los indios, sabiendo la suerte que les esperaba, disputaban palmo a palmo el terreno, combatiendo desesperadamente en las calles, en las casas, en los patios, dentro y fuera de las cercas, sobre las orillas del Yamuna.
Habían permanecido aún en su posesión el palacio real, el Fuerte Salimgarh, y varios edificios porticados y oponían una resistencia digna de la más alta admiración.
No obstante la noche del 17, abierta una brecha en el muro del bien guarecido patio de los polvorines, los ingleses expugnaban el palacio real, que estaba defendido por ciento veinte piezas de artillería y pasaban a filo de espada a todos los defensores, inclusive a los hijos del emperador, caídos heroicamente con las armas en puño.
El 18 también la batería del Kishanganj que estaba armada de setenta y cinco cañones y que constituía la última defensa de los insurrectos, era oprimida bajo el fuego formidable de las grandes piezas inglesas, y los defensores sufrían igual suerte que aquellos del palacio real.
¡El mismo día también el kotwali o municipio de la ciudad caía y ciento cincuenta indios, entre los cuales varios miembros de la familia imperial, que se habían rendido ante la promesa de estar a salvo sus vidas, eran fusilados y colgados delante del edificio!
El 20 Delhi estaba toda en manos de los ingleses y entonces siguieron escenas espantosas y carnicerías inauditas, dignas de los salvajes de la Polinesia y no de gente civilizada y de europeos.
Millares y millares de indios fueron masacrados por las tropas ebrias de sangre y ginebra, que ya nada respetaban, ni sexo, ni edad, y la ciudad entera sufrió un saqueo espantoso.
Los valerosos defensores de la libertad india cayeron todos, después de haber matado cruelmente con sus propias manos a sus mujeres e hijos para que no cayesen en manos de los vencedores.
El 24 Sandokan y sus compañeros, después de haber obtenido el permiso del general Wilson, dejaban la desgraciada ciudad donde millares y millares de cadáveres comenzaban a pudrirse en las calles y en las casas y donde los ingleses continuaban colgando y fusilando a los vencidos. De Lussac, asqueado por aquella barbarie, había pedido y obtenido el permiso de acompañarlos a Calcuta.
Ya la insurrección estaba domada y solo el valiente Tantia Topi, con la bellísima y orgullosa Rani de Jhansi y un puñado de valientes, mantenían aún alta la bandera de la libertad, en las densas junglas y las inmensas florestas del Bundelkund.
Quince días después, Sandokan, Yanez y Tremal-Naik, con Darma, después de haber recompensado generosamente a Sirdar y de haber largamente abrazado al valeroso francés, que los había también firmemente ayudado en la terrible empresa, se embarcaban en la Marianna, zarpando para la lejana isla de Mompracem.
Surama, que había ya conquistado enteramente el corazón del flemático Yanez, el tigre y Punthy los acompañaban.
NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI
“...el valiente Tantia Topi [...] entre las densas junglas y las inmensas florestas del Bundelkund”: Aquel famoso general por un año tuvo en jaque a tres ejércitos ingleses y no se rindió sino después de que Rani cayó, acribillada de balas.
ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN
Terminada la cuarta novela —llena de referencias a hechos más que trágicos en la larga historia del colonialismo británico—, que espero hayan disfrutado tanto como yo, no me queda más que decir que ya estoy bien adentrado en la traducción de la próxima. En octubre tendrán más novedades.
Falconete: Especie de culebrina —antigua pieza de artillería, larga y de poco calibre— que arrojaba balas hasta de kilogramo y medio.
Balaustrada: Serie u orden de balaustres, y, por ext., barandilla o antepecho.
Puerta de Kabul: “Porta di Cabul” en el original, es una puerta ubicada al noroeste de la ciudad amurallada de Delhi, cerca del bastión de Mori.
General Nicholson: Se trata del general John Nicholson que comandó la 1ra. columna en el asalto a Delhi, la madrugada del 14 de septiembre de 1857. Falleció 9 días después debido a las heridas recibidas en el combate en el bastión Burn, al sur de la puerta Kabul.
Puente de barcas: Puente sobre el río Yamuna, formado por barcas puestas en hilera, una al costado de la otra, en el extremo noreste de la ciudad amurallada de Delhi.
Palacio real: Se trata del Fuerte Rojo.
Kotwali: “Kotuali” en el original, en realidad es la estación de policía. Sin embargo era una organización administrativa importante dentro del Imperio mogol, por lo que se entiende que Salgari haga referencia al “kotwali” como municipio de la ciudad. Estaba ubicado en la zona de Chandni Chowk.
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