viernes, 31 de agosto de 2018

XXVIII. Los montañeses de Sadiya


La noche era espléndida y fresca, comenzando a hacerse sentir los fuertes aires de las no lejanas montañas, que se delineaban majestuosamente hacia el septentrión, primeros contrafuertes de la imponente cordillera del Himalaya.
La luna resplandecía en un cielo purísimo, despejado de toda nube, entre miríadas de estrellas que florecían sin pausa, haciendo proyectar, a los altísimos y densos matorrales de bambú, sombras larguísimas.
Un silencio profundo, roto solo de vez en cuando por el alarido monótono y triste de algún chacal hambriento o por el chillido agudo de algún flying fox (zorro volador), reinaba sobre la inmensa llanura.
Parecía que ni los tigres, ni las panteras, ni las serpientes, animales que viven en gran número en las junglas indias, hubiesen dejado aún sus cuevas, para ponerse a cazar.
Kammamuri y Sambigliong, sentados a breve distancia de una hoguera, fumaban intercambiando de vez en cuando alguna palabra, mientras los dayak paseaban silenciosamente detrás de la cerca improvisada, alimentando de trecho en trecho los fuegos.
Velaban por un par de horas sin que hubiesen notado nada extraordinario, cuando oyeron imprevistamente alzarse en la jungla, un alarido endiablado, como si centenares y centenares de perros salvajes irrumpiesen a través de los matorrales.
—¿Qué sucede allá abajo? —se preguntó Sambigliong levantándose.
—Los perros habrán descubierto algún nilgó y se habrán puesto en caza —respondió Kammamuri.
—¿O que apuntan a asaltarnos?
—No son de temerse demasiado.
—¿Oyes cómo sus ladridos se vuelven más agudos? Diría que se acercan.
Kammamuri estaba por responder, cuando un tiro de fusil, que hizo callar enseguida a la banda aullante, atronó en la jungla.
—¡Ah! ¡Esto es de temer, más que los perros! —refunfuño el maratí.
El disparo que había repercutido hasta dentro de las tiendas, había hecho brincar enseguida fuera a Sandokan y a Tremal-Naik y despertado a sus hombres e incluso a los elefantes.
—¿Quién ha hecho fuego? —preguntó el Tigre de la Malasia acudiendo.
—Ninguno de nosotros, amo —respondió Kammamuri.
—¿Los asameses nos habrán alcanzado?
—Yo creo, amo, que se trata en cambio de algún viajero que se defiende de los perros salvajes.
—¡Uf! —dijo Tremal-Naik—. ¿Quién osaría adentrarse en la jungla, solo, de noche? Te engañas, mi bravo Kammamuri.
Se pusieron todos a escuchar, pero no oyeron ningún otro disparo. Incluso los perros no habían reanudado más sus alaridos.
—Tú que eres un hijo de las junglas, ¿qué propones hacer? —preguntó Sandokan volviéndose hacia Tremal-Naik—. ¿Lanzar un pelotón de hombres en medio de los bambúes?
—Sería un pésimo consejo —respondió el bengalí—, que no lo daría a nadie. Las junglas se prestan demasiado bien a las emboscadas.
—Sospechas que intentan atraernos a alguna emboscada.
—¿En tu caso sabes qué haría, amigo Sandokan? Levantaría sin demora el campo y me haría al ancho mar impulsando los elefantes a la máxima carrera.
—Y acepto tu propuesta, sin siquiera intentar discutirla.
Luego alzando la voz, comandó:
—¡Eh, cornac! Haz levantar a los elefantes y hazles tomar carrera. ¡Todos listos para subir! Les doy, amigos, solo cinco minutos para replegar las tiendas.
Malayos y dayak se habían lanzado a través del campamento, como una bandada de buitres, desatando las tiendas y enrollando con rapidez fulmínea tapetes, colchonetas y mantas, mientras Sandokan, Tremal-Naik y Kammamuri, habiendo cruzado la cerca improvisada, se impulsaban por algún centenar de pasos en la jungla, con la esperanza de descubrir algo.
Los cinco minutos aún no habían transcurrido, que los elefantes se encontraban listos para volver a partir, aún cuando demostrasen su mal humor por aquella inesperada marcha, con sordos barritos y con alzar y bajar las orejas.
Dayak, malayos y prisioneros estaban todos en su lugar, quienes dentro de las cajas, quienes sobre los anchos dorsos de los paquidermos, sujetándose bien fuerte a las cuerdas.
Sandokan y sus compañeros, después de haber hecho una breve punta sin ver nada sospechoso, se habían apresurado, a su vez, a alcanzar al elefante piloto, el único que se mantenía tranquilo.
—¿Estamos listos? —preguntó Sandokan cuando estuvo acomodado en la caja al lado de Surama.
—¡Todos! —respondieron a una voz malayos y dayak.
—¡Adelante!
Los elefantes, como si hubiesen comprendido que un grave peligro amenazaba a sus conductores, habían cesado de barritar y habían tomado un verdadero galope, y tan rápido, que difícilmente un buen caballo habría podido mantenerse detrás de ellos. Al ver aquellas masas enormes, que tienen algo de antediluviano, se los juzgaría como excesivamente lentos mientras poseen, en cambio, una agilidad extraordinaria y una fuerza de resistencia increíble, que les permite competir, sin desventaja, con los mehari, los famosos corredores del desierto de Sahara.
Apenas habían tomado impulso, cuando un grito de rabia y angustia, escapó de todas las bocas.
¡A diestra y siniestra, del camino tomado por los paquidermos, como por una señal convenida, los bambúes y las hierbas secas de la jungla, quemados por el sol, habían prendido fuego en diversos puntos...!
—¡Me esperaba esta mala jugada! —exclamó Sandokan—. ¡Cornac! ¡Apresura la carrera, o moriremos todos asados!
Los conductores, sin esperar aquel comando, viendo el fuego propagarse con rapidez increíble, ya habían aferrado sus cortos arpones, dejándolos caer violentamente sobre los cráneos de los paquidermos, lanzando al mismo tiempo silbidos estridentes.
Llamas inmensas ya se alzaban amenazando con encerrar a los fugitivos en un cerco de fuego.
Los malayos y los dayak habían abierto fuego, disparando a lo loco en todas las direcciones, mientras los elefantes, aterrorizados, redoblaban el impulso, barritando espantosamente y desfondando, como monstruosas catapultas, los densos matorrales que se paraban delante de ellos.
Aquella fuga rapidísima tenía algo de espantoso y al mismo tiempo de fantástico.
Comenzando a caer las chispas encima de los elefantes y también sobre las personas que estaban en las cajas, Sandokan desató rápidamente una manta y la arrojó encima de Surama, envolviéndola completamente, mientras Tremal-Naik gritaba a los otros:
—¡Desaten las tiendas y las colchonetas! ¡Cúbranse y reparen las grupas de los elefantes!
La orden fue cumplida enseguida y apenas a tiempo, porque las dos líneas de fuego, ya vueltas gigantes, estaban por alcanzarse y cerrarles completamente la retirada.
—¡Pon hacia el río, cornac! —comandó Sandokan que conservaba, también en aquel terrible momento, toda su calma de gran capitán—. ¡Allí está nuestra salvación! ¡Arroja esta manta sobre la cabeza del elefante y véndale los ojos! ¡Hagan otro tanto ustedes! ¡Vamos, fuerza, a través del fuego!
Los paquidermos, espantados al verse delante de aquellas cortinas llameantes, parecía que vacilasen en proseguir la carrera. No obstante, cuando se sintieron envolver la cabeza por las mantas y por las tiendas, tomados por un mayor espanto, se lanzaron adelante a lo loco, mandando clamores horribles.
Las dos cortinas de fuego no distaban mas que pocos metros la una de la otra. Otro medio minuto de retraso y se alcanzarían.
Chispas, cenizas ardientes, hojas encendidas, caían por todas partes y el aire amenazaba con volverse, de un instante al otro, irrespirable.
Los cinco elefantes llegaron, como un huracán, allí donde las dos líneas llameantes estaban por producir su unión, y atravesaron el paso con el ímpetu de los proyectiles, redoblando sus espantosos clamores.
Cuatro o cinco tiros de carabina los saludaron de pasada, no obstante, disparados a tan notable distancia, que las balas no produjeron ningún efecto contra el grueso cuero que revestía a aquellos colosos.
Los cornac se apresuraron a sacar las mantas que envolvían las cabezas de los animales, mientras los malayos y los dayak quitaron colchonetas y tiendas, que ya habían tomado fuego.
—No creí tener tanta suerte —dijo Sandokan que aparecía de buen humor—. Si los elefantes continuaran esta carrera endiablada por tres o cuatro horas, no tendríamos nada más que temer por parte de los asameses. ¿Qué me dices, Tremal-Naik?
—Digo —respondió el bengalí—, que desde este momento podremos proseguir tranquilamente nuestro viaje a Sadiya, sin ser molestados. ¿Verdad, Bindar?
—Sí, sahib —respondió el fiel jovencito—. Dentro de dos días estaremos entre las montañas donde reinaba el padre de la princesa, el valeroso Mahur.
—¡Cómo volvería a ver con gusto mi país natal! —exclamó la futura reina de Assam, con un suspiro—. Siempre y cuando se acuerden aún del jefe de los chatrias.
—¿No estoy yo quizá? —dijo Bindar—. Mi padre era uno de los más fieles servidores del tuyo y allá arriba, entre las montañas, tengo muchos parientes. Bastará que te presente a Khampur.
—¿Quién es ese?
—El nuevo jefe de los chatrias. Era un amigo íntimo de tu padre y estará muy contento de volverte a ver y de poner a tu disposición todos sus guerreros. Él odia a Sindhia y no rechazará prestarte mano fuerte.
—Esperemos —respondió Surama—. A mí me basta con liberar al sahib blanco, que tanto amo.
—Lo volverás a ver más pronto de lo que crees —dijo Sandokan—. No dejaré Assam, pase lo que pase, sin antes haber arrancado a mi hermanito blanco de las garras de aquel borrachín de Sindhia y sin haber saldado cuentas con aquel perro griego, causa principal de todas nuestras desgracias. Dentro de quince días, y quizá antes, todo habrá terminado e iré a respirar una bocanada de aire marino, del cual siento una necesidad grandísima.
—¡Cómo! ¿No te detendrías en mi corte, suponiendo que pueda convertirme en la rani de Assam?
—Sí, por un par de semanas, pero luego volveré allá abajo, a Borneo —dijo Sandokan que se había puesto repentinamente sombrío—. También por mis venas fluye sangre de rajá y un día mi padre fue poderoso, y dominaba una región quizá más vasta que Assam. Pensemos en dar ahora un trono a ti y a Yanez: luego pensaré en posar también sobre mi cabeza una corona. ¡Hace más de treinta años que medito una venganza y hace más de treinta años que un miserable extranjero se sienta sobre el trono de mis ancestros, después de haber barrido a mi padre, mi madre, mis hermanos y mis hermanas! El día que aparezca en las orillas del lago de Kinabalu será un día de sangre y fuego.
—¡Sandokan! —exclamaron Tremal-Naik y Surama.
El terrible pirata se había alzado con los ojos encendidos, el rostro alterado por un furor espantoso, agitando la mano derecha como si blandiese una cimitarra sedienta de sangre y de estragos, pero después de unos instantes volvió a sentarse, calmado como antes, diciendo con voz rauca:
—¡Esperemos aquel día!
Cargó rabiosamente la pipa, la encendió y se puso a fumar con furia, mirando la jungla que llameaba siempre detrás de los elefantes.
Tremal-Naik lo palmeó en el hombro.
—Aquel día —le dijo—, espero que me tengas por compañero.
—Te acepto desde ahora —respondió el Tigre de la Malasia.
—Y yo —dijo Surama— pondré a tu disposición todos los tesoros de Assam y todos los sijes.
—Gracias, niña, pero antes que todo eso, prefiero a Yanez, mi buen genio. El príncipe consorte podrá ausentarse por un par de meses.
—También por doce si lo quieres.
Los elefantes, aún espantados por los resplandores del incendio, continuaban mientras tanto su rapidísima carrera, jadeando fuertemente e imprimiendo a las cajas tales sacudidas, que las personas que las montaban, de vez en cuando, caían las unas en brazos de las otras.
La jungla continuaba extendiéndose a lo largo de la orilla del Brahmaputra, no obstante, poco a poco tendía a cambiar.
Los bambúes desaparecían para dejar el lugar a las altas gramíneas, a los densos arbustos, a las mangiferas que formaban soberbios grupos, a los tara y a las latania. No obstante, era siempre una región sin aldeas, sin cabañas, no amando los indios habitar allí donde imperan los tigres, los rinocerontes, las panteras y las serpientes de mordida mortal.
Aquella carrera velocísima duró hasta las diez de la mañana, luego Sandokan, viendo que los elefantes aminoraban la velocidad, dio la señal de parada.
Ya los asameses no eran más de temerse. Incluso si hubiesen tenido caballos de buena raza, no habiendo podido mantenerse detrás de aquellos colosos, que habían mantenido por cinco o seis horas una velocidad absolutamente extraordinaria.
Aquella parada se prolongó hasta las cuatro de la tarde, luego los elefantes retomaron, de buen humor, su carrera, sin tener necesidad de ser azuzados por sus conductores, habiendo encontrado, durante aquel reposo, una abundante provisión de thypa y de ramas de bar (ficus indica), el alimento que prefieren por sobre todos los otros, cuando no encuentran hojas de pipal (ficus religiosa).
A medianoche marchaban aún, avanzando hacia las no lejanas cadenas de montañas, habitadas por los súbditos del difunto Mahur, el padre de Surama.
Las junglas iban desapareciendo poco a poco, para dejar el campo a llanuras onduladas y cubiertas de densos grupos de árboles, a la sombra de los cuales comenzaban a sucederse pequeñas aldeas, circundadas de arrozales.
Otra parada fue hecha que se prolongó hasta las siete de la mañana: luego los incansables elefantes reanudaron la carrera remontando hacia el noroeste, donde ya se delineaban algunas cadenas de altísimas montañas, cubiertas por florestas inmensas.
Otras dos etapas, luego los paquidermos, siempre ágiles y siempre rápidos, subían el día después los primeros escalones de aquellas boscosas cadenas, elevándose gradualmente.
El país comenzaba a poblarse. Minúsculas aldeas aparecían de vez en cuando en los declives, en medio de densos matorrales de mangiferas y de tamarindos estupendos.
—¡Aquí están los súbditos de mi padre! —decía Surama con un suspiro—. Cuando sepan que la hija del viejo jefe de los chatrias, después de tantos años, ha regresado, no rechazarán apoyarla.
—Lo espero —respondió Sandokan.
Aquella tarde el campamento fue plantado en medio de las densísimas florestas y nunca la noche fue más calma que aquella, no abundando en las montañas ni perros salvajes, ni chacales, y siendo también bastante raros los tigres que prefieren el clima húmedo y cálido de las junglas.
El despertar fue tocado por Bindar, que poseía un ramsinga de cobre, a las cuatro de la mañana, deseando todos descansar a la noche en Sadiya, la antigua residencia del jefe de los chatrias.
Los elefantes, bien descansados y también bien nutridos, habiendo encontrado banianos que saquear, enseguida habían reanudado alegremente la marcha, costeando una enorme hendidura, en el fondo de la cual retumbaba el Brahmaputra, que quizá después de millares y millares de años, se había abierto un paso entre aquellas montañas, para alcanzar el sagrado Ganges y verter sus aguas en el golfo de Bengala.
Aún cuando las cuestas eran muy arduas, los elefantes procedían siempre con gran rapidez; demostrando otra vez su increíble resistencia y su agilidad absolutamente extraordinaria.
Hacia el ocaso la caravana, después de haber superado otras altísimas montañas, siempre ricas en boscajes, porque la vegetación de la India no cesa sino donde comienzan las nieves y los hielos, entraba finalmente en Sadiya, la capital del pequeño estado, casi independiente, o sea de los chatrias, de los montañeses guerreros, los más valerosos de Assam.
Bindar guió a sus amos hacia una vasta cabaña, circundada por un jardín, morada de un pariente suyo que se encontraba un poco fuera de los bastiones de la ciudadela, deseando no suscitar, al menos por el momento, la curiosidad de la población.
Estando ya próxima la noche, casi nadie había prestado atención al arribo de la caravana, encontrándose la mayor parte de aquellos montañeses cenando en sus cabañas.
Dos viejos indios, parientes del joven, recibieron cortésmente a los huéspedes recomendados por el sobrino, poniendo a su disposición todas las provisiones que poseían.
—Cenen sin preocuparse por mí —dijo Bindar—, y considérense como en su casa. Voy a advertir a Khampur de su arribo.
—¿Cómo recibirá la noticia? —preguntó Sandokan que aparecía un poco pensativo.
—Khampur era el amigo devoto de Mahur, el gran jefe de los chatrias guerreros, y estará muy feliz de volver a ver a la hija del fuerte montañés. Y luego sé que odia mortalmente a Sindhia y que jamás le ha perdonado haber vendido, como una miserable esclava, a la última princesa de Sadiya.
Así dicho el bravo jovencito, después de haber tomado por precaución, quizá excesiva, su carabina, salió entrando en la ciudad.
Sandokan se volvió al jefe de los sijes que se sentaba en frente y le preguntó:
—¿Puedo contar siempre con la fidelidad de tus hombres?
—Siempre, sahib —respondió el demjadar—. Cuando tú lo quieras, desplegarán tu bandera, si tienes una, y abrirán fuego contra el palacio real.
—Tengo mi bandera entre mis equipajes —respondió Sandokan, con una extraña sonrisa—. Es toda roja con tres cabezas de tigre. Saben los ingleses lo que vale.
—Dámela y mis sijes la harán ondear delante del rajá.
—Sí, mañana, cuando volvamos a descender el Brahmaputra —respondió Sandokan—. Será la nueva bandera de Assam, ¿verdad Surama?
—Y que conservaré religiosamente si me convierto realmente en la rani —dijo la joven princesa—. Así recordaré siempre que debo mi corona a los tigres de Mompracem.
Apenas habían terminado la cena, cuando Bindar entró seguido por un bello tipo de indio en sus cuarentas, vestido como un rico katoch, o sea con un traje típico medio oriental, con una ancha faja de seda roja llena de pistolones y de armas de corte.
Era un hombre de estatura imponente, vigoroso como un jangli khulga, barbudo como un bandido de la montaña, con dos ojos negrísimos y fulgurantes y de facciones enérgicas. Solo con verlo se comprendía que debía ser un gran jefe y sobre todo un hombre de acción.
Antes de que Sandokan y sus compañeros se hubiesen alzado, se movió derecho hacia Surama y se le arrodilló delante, diciéndole con voz alterada por una profunda conmoción:
—¡Salud a la hija del valeroso Mahur! Tú no puedes ser mas que aquella.
La joven princesa con un rápido gesto lo había vuelto a levantar.
—Mi primer ministro no debe permanecer a mis pies, si un día consigo derribar a Sindhia —dijo.
—¡Yo... tu primer ministro, rani! —exclamó el montañés, maravillado.
—Sí, con la ayuda de estas personas que me circundan, que por valor valen mil hombres cada uno, obtendré la corona que me pertenece.
Khampur arrojó una mirada sobre los malayos y sobre los dayak, deteniéndose en el Tigre de la Malasia.
—¿Es aquel el jefe, verdad, Surama? —preguntó.
—Un hombre invencible.
—Se lo ve —respondió el asamés—. Entiendo de hombres. Aquel tiene el fulgor en los ojos.
—Y también la mano ágil —dijo Sandokan sonriendo y avanzando hacia el montañés, que parecía esperar un vigoroso apretón de manos.
—Tú, sahib, eres un valiente —dijo el montañés—, y te agradezco haber recogido y protegido a la hija de mi amigo, el valiente Mahur. Bindar me ha contado todo: ¿Qué puedo hacer? ¿Qué quieres? Habla: Khampur está listo para dar su vida, si fuese necesario, por la felicidad de Surama.
—No deseo de ti mas que mil hombres de la montaña, resueltos a lo que sea y las barcas necesarias para conducirlos a Gauhati —respondió Sandokan—. ¿Puedes suministrármelos?
—También dos mil si quieres —respondió el montañés—. Cuando mis súbditos sepan mañana que la hija de Mahur ha regresado, afilarán enseguida sus armas y descolgarán de las paredes sus escudos de piel de búfalo.
—A nosotros nos basta la mitad, siempre y cuando sean escogidos y valerosos —dijo Sandokan—. Nosotros podemos contar con la guardia del rajá, que está formada toda por sijes probados en el fuego, ¿verdad demjadar?
—Cuando tú lo quieras, sahib, estarán listos —respondió el jefe de los mercenarios—. No tendré que decirles mas que una palabra.
Khampur miró atentamente al sij, luego dijo con cierta satisfacción:
—He aquí un verdadero guerrero: conozco el valor de estos montañeses.
—¿Cuándo podrán estar listas las barcas? —preguntó Sandokan.
—Mañana después del mediodía mis hombres estarán listos para descender el Brahmaputra.
—¿De cuántos leños puedes disponer?
—Tengo una veintena de pequeños leños entre pulwar y bagalas y podremos cargar sobre cada uno una cincuentena de hombres —respondió Khampur.
—¿Cuánto crees que emplearemos para llegar a Gauhati?
—No más de dos días, si no encontramos obstáculos. Sé que el rajá tiene una flotilla en el río.
—¿Tienes bocas de fuego?
—Una cincuentena de falconetes.
—Se encargarán mis hombres de probarlos sobre las barcas del rajá, si intentaran bloquearnos el paso —dijo Sandokan—. Por otra parte, no avanzaremos sino con extrema prudencia e intentaremos no despertar sospechas. Es necesario caer imprevistamente sobre la capital y tomarla por asalto con un golpe de mano.
—Harás, sahib, lo que creas mejor —dijo Khampur—. Mis hombres te seguirán a todas partes. Voy a hacer golpear el tumburà, a fin de que mañana estén aquí todos los guerreros de la montaña.
Se arrodilló delante de Surama y le besó repetidamente el borde del vestido, homenaje que se rinde solo a los soberanos y a las princesas de sangre; y después de haberles augurado a todos las buenas noches, salió rápidamente reingresando en la ciudadela.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Sandokan dice que hace más de treinta años que medita una venganza, en el original dice “sono vent'anni”. Ajusté la referencia temporal para darle coherencia al paso del tiempo. Para más detalles ver las aclaraciones de la traducción del capítulo 3 de “Sandokan al rescate”.

El original dice “...e le barche necessarie per condurli a Goalpara...”, pero seguro se trate de un error de Salgari, ya que en realidad se dirigen a Gauhati, así que lo corregí.

Mehari: “Mahari” en el original, palabra derivada del árabe “mahārin” que designa a un dromedario doméstico de tamaño mayor que el normal y gran resistencia y velocidad.

Rani: “Rhani” en el original, del hindi “rānī” y esta del sánscrito “rā́jñī” que significa “reina, princesa”. Es la esposa del “rajá” o una soberana en la India.

Lago de Kinabalu: “Lago di Kini Ballù” en el original, le cambié el nombre para ajustarlo a la ciudad y al monte del estado de Sabah en la isla de Borneo. Este supuesto lago no existe, aunque hay reportes de viajeros del S.XIX que indicaban que el lago de Kini-Ballú era el más grande de Borneo y estaba ubicado al noreste de la isla. Hay dos explicaciones posibles: 1. Las grandes inundaciones y el desborde de los ríos en la zona, darían la apariencia de un lago; 2. Los habitantes de la región —donde debería estar el lago— se llaman —o llamaban— “Danau”, que en malayo significa “lago”, por lo que podría haberse tratado de un malentendido entre los malayos de la costa y los primeros europeos en llegar a la región y transmitir las novedades de la gran isla.

Gramíneas: Dicho de una planta: Del grupo de las angiospermas monocotiledóneas, con tallo cilíndrico, comúnmente hueco, interrumpido de trecho en trecho por nudos llenos, hojas alternas que nacen de estos nudos y abrazan el tallo, flores muy sencillas, dispuestas en espigas o en panojas, y grano seco cubierto por las escamas de la flor; p. ej., el trigo, el arroz o el bambú.

Latania: Género con tres especies de plantas con flores perteneciente a la familia de las palmeras.

Bar: Significa baniano en hindi.

Ficus indica: Otro nombre con el que se conoce al ficus benghalensis (baniano), cuyas hojas son un deleite para los elefantes.

Ficus religiosa: Nombre científico del pipal.

Falconete: Especie de culebrina —antigua pieza de artillería, larga y de poco calibre— que arrojaba balas hasta de kilogramo y medio.

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