martes, 11 de septiembre de 2018

XXIX. En el Brahmaputra


Aquella noche ciertamente nadie durmió tranquilo en Sadiya.
El tumburà, aquel enorme y espléndido tambor, rico en doraduras y pinturas, lazos y penachos de plumas de pavos reales, que los indios utilizan sólo en grandes circunstancias, no cesó un solo instante de redoblar ruidosamente en la plaza de la ciudadela.
De todas las aldeas instaladas en las pendientes, o sobre las cimas de las vecinas montañas o en los profundos desfiladeros, se respondía con golpes de hula, otros tambores, de dimensiones inferiores al tumburà, pero que, sin embargo, se oyen igualmente a increíbles distancias, o se respondía con agudos sonidos de trompetas de cobre y con descargas de fusiles.
Los valientes montañeses de la frontera birmana, advertidos por el incesante redoblar del tumburà, de que algún grave acontecimiento estaba por suceder, acudían de todas partes, en grandes pelotones y completamente preparados para la guerra: escudos de piel de bisonte o de rinoceronte, lanzas, carabinas, pistolones, cimitarras y talwar afiladísimos.
Quizá suponían que algún ejército birmano, hubiese cruzado la frontera, amenazando la capital de su minúsculo estado, acontecimiento muchas otras veces ocurrido.
Ciertamente ninguno se imaginaba que Surama, la hija de su adoradísimo jefe, que por tantos años habían llorado, fuese la causa de todo aquel trastorno.
Cuando a la mañana siguiente, poco después del alba, Sandokan, Tremal-Naik y Surama entraron en Sadiya, guiados por Bindar y seguidos por sus malayos y dayak, un espectáculo bellísimo se ofreció a sus ojos.
Sobre la vasta plaza de la ciudadela, más de mil quinientos montañeses, que llevaban puesto los pintorescos trajes de los katoch, con anchos pantalones multicolores, altas fajas rojas llenas de armas de fuego y de corte, casacas con alamares amarillos o azules e inmensos turbantes, estaban dispuestos en bello orden divididos por compañía, con los jefes de las aldeas a la cabeza, que tenían por único distintivo un manojo de plumas de sāras ondeante sobre sus frentes.
Khampur que para la ocasión montaba un bellísimo caballo enjaezado a lo oriental, con una larga gualdrapa roja con junturas de oro, apenas vio llegar a Surama con sus protectores, desenvainó su cimitarra, y la agitó en alto gritando con voz tonante:
—Saluden a la hija de Mahur, su difunto señor. Ella viene a recibir el homenaje de sus fieles montañeses.
Un gran alarido, que parecía el estruendo de una avalancha y que se propagó a través de las montañas y los valles, siguió a aquella orden.
—¡Salud a la rani de Sadiya! ¡Salud!
Luego mil quinientas carabinas hicieron fuego al mismo tiempo en alto, haciendo temblar a las murallas poco sólidas de las casas.
—¡Salud a mis fieles montañeses! —gritó Surama cuando el eco de las montañas y de los valles no repitió más la descarga.
Khampur avanzó hacia Sandokan, que reconocía ya como el jefe de la expedición, y después de haber descendido del caballo le dijo:
—Estamos listos para movernos a la conquista de Gauhati. No tienes mas que escoger los mil hombres que necesitas, sahib. Te prometo que ellos te seguirán incluso hasta la ribera del golfo de Bengala, si lo deseas.
—Escoge tú los mejores; los conoces mejor que yo.
—Como quieras, sahib.
—¿Están listas las barcas?
—Hace ya dos horas que la flotilla espera.
—¿Han embarcado los falconetes?
—Todos.
—Vamos a ver, mientras escoges a tus guerreros. Guíanos, Bindar.
—Ciertamente, amo —respondió el joven indio.
Mientras Khampur escogía los montañeses que debían tomar parte de la peligrosa expedición, Sandokan, Tremal-Naik y Surama, seguidos por los malayos y por los dayak, descendían hacia el río que fluía, con gran estrépito, entre dos inmensos murallones de granito, de más de trescientos metros de alto y en los cuales los habitantes habían excavado cómodas escaleras.
Sobre la orilla, sólidamente anclados, se encontraba una veintena de leños, entre bagalas y pulwar, de cincuenta u ochenta toneladas de peso, construidos un poco toscamente, pero que no debían ser malos flotando.
—Bastarán —dijo Sandokan, después de haber dado una rápida ojeada a la flotilla—. Cada barca puede contener cómodamente a una cincuentena de personas bajo cubierta.
—¿Por qué bajo cubierta? —preguntó Tremal-Naik.
—Deberemos figurar, hasta Gauhati, como honestos comerciantes que van a vender sus mercancías a Bengala —respondió Sandokan—. Quiero llegar a la capital de incógnito y sin despertar sospechas. Si el rajá o peor, el griego, supiese algo de nuestros proyectos, reuniría por cierto a todas las tropas que se encuentran en Assam y esto no debe suceder. Nuestro golpe de mano debe ser fulmíneo. Caído el rajá, nadie más se ocupará por cierto de acudir en su defensa y el pueblo aceptará, sin más, el hecho consumado y aclamará a su bella y joven rani. Es así que se hace política en tu país, ¿verdad?
—Estás destinado a volverte un gran hombre de estado —respondió Tremal-Naik.
—Es lo que me decía también Yanez —respondió Sandokan riendo.
Los primeros pelotones de montañeses llegaban en aquel momento precedidos por sus respectivos jefes.
Sandokan dio a sus hombres las disposiciones para el embarque.
Tomó, ante todo, el más grande pulwar de la flotilla, que había sido armado con seis falconetes y que podía servir muy bien como nave almiranta, especialmente si la montaban los malayos, hábiles marineros y formidables artilleros, embarcando a Surama, Tremal-Naik y Kammamuri, además de los prisioneros.
Necesitaron no menos de una hora para que los miles de montañeses se hubiesen embarcado y acomodado lo mejor que pudieron bajo los puentes, no debiendo mostrarse mas que bajo los muros de la capital del rajá, a fin de no despertar alarmas, que habrían podido producir consecuencias incalculables.
A las siete de la mañana la flotilla zarpaba, descendiendo el Brahmaputra en grupos de tres o cuatro leños, mezclados entre bagalas y pulwar, estando solamente estos armados de falconetes.
El primer día de navegación fue sin incidentes. Solo unos pocos leños fueron encontrados, que remontaban la corriente, llevando a los habitantes de las montañas cargas de arroz. También el segundo fue sin alarmas.
Nadie había hecho caso a aquel número, un poco inusual para los navíos, no siendo el Brahmaputra demasiado frecuentado, aún cuando sea una de las más grandes arterias fluviales de la India septentrional.
Los malayos, los dayak y los barqueros de Khampur, habiéndose esforzado vigorosamente todo el día, y habiendo sido muy favorecidos por la corriente que fluía más rápida y por el viento que soplaba decidido del levante, a la noche llegaban frente a la desembocadura del canal que conducía al pantano de los cocodrilos.
—Debemos detenernos en nuestro viejo refugio un día —dijo Sandokan a Tremal-Naik—. Es absolutamente necesario que nos aseguremos ante todo la ayuda de los sijes y de tener noticias de Yanez, antes de caer sobre Gauhati.
—¿Y si hay algún leño del rajá en el pantano?
—Lo echaremos a pique después de haberlo abordado —respondió resueltamente el Tigre de la Malasia.
Luego alzando la voz gritó:
—¡Eh, Kammamuri! Da la orden a nuestros hombres de embocar el canal.
El pulwar que marchaba siempre a la cabeza de la flotilla, enseguida cambió de rumbo y se metió dentro del paso, seguido de pronto por todos los otros leños, que ya habían recibido la orden de ajustarse siempre a los movimientos de la ya mencionada nave almiranta.
Como Sandokan ya había previsto, ningún leño del rajá paraba en el pantano.
Los sijes, echados por el fuego que había ya devorado enteramente la jungla de Benar, desesperados ya por reencontrarse con sus adversarios, debían haber regresado a Gauhati, de modo que la flotilla de los montañeses pudo arrojar sus anclas en la extremidad del pantano sin ser molestada, junto a una orilla cubierta de densas plantas escapadas, quién sabe por qué, al incendio espantoso que había devorado la jungla en toda su extensión.
Sandokan, mientras las tripulaciones preparaban la cena, hizo llamar a Bindar y al demjadar de los sijes.
—He aquí el momento de obrar —les dijo—. Estamos listos para jugar la partida suprema.
—Y yo estoy siempre a tus órdenes, sahib —respondió el jefe de la guardia—. He tenido tiempo de conocerte y prefiero servirte a ti, antes que al rajá y su favorito, dos bribones que jamás han sabido hacer nada bueno.
—Espero que te vuelvas un bravo oficial de la rani, ya que es a aquella niña a la que le espera el trono y no a mí —respondió Sandokan—. Hagamos los últimos tratos.
—Te escucho.
—¿Estás seguro de que ninguno de tus guerreros te traicionará?
—No tenga la más lejana duda sobre eso. Respondo por todos. ¿Qué deberé hacer?
—Apoderarte ante todo del favorito del rajá.
—¿Y luego?
—Liberar inmediatamente al hombre blanco que se encuentra prisionero en uno de los subterráneos del patio de honor. Confiarás a él, momentáneamente, el comando de tus tropas. Es un hombre que vale como yo y de un coraje a toda prueba. Harás lo que él te diga.
—¿Deberé permanecer en el palacio?
—Si vieras que los asameses oponen resistencia a mis montañeses, acudirás a nuestro socorro y los tomarás por la espalda. ¿De cuántos hombres, sin tu guardia, podrá disponer el rajá?
—De tres mil o cuatro mil —respondió el demjadar.
—¿Con artillería?
—Dos docenas de viejos cañones.
—¿Y los hombres son sólidos?
—Los cipayos serán ciertamente duros, sahib, pero aquellos no son mas que setecientos u ochocientos.
—No les daré tiempo de atrincherarse —dijo Sandokan—. Entraremos en la ciudad por sorpresa. Y ahora a ti, Bindar.
—Comanda, amo —dijo el joven indio que esperaba ser interrogado.
—Acompañarás al demjadar y te informarás lo mejor que puedas del capitán Yanez.
—De esto me ocuparé yo, sahib —dijo el jefe de los sijes—. Apenas llegue a la corte interrogaré a mis hombres.
—¿Pero cómo justificarás tu prolongada ausencia? —preguntó Tremal-Naik, que asistía a la entrevista junto con Khampur y Surama—. El rajá querrá saber dónde has estado hasta ahora.
—Ya he pensado en eso —respondió el demjadar—. Le diré que me he ocupado de dar caza a los raptores de su primer ministro Kaksa Pharaum, y que las investigaciones me han conducido muy lejos de Gauhati. El rajá no dudará de lo que le diga.
—Entonces tú, Bindar, mañana vendrás a reunirte con nosotros —dijo Sandokan volviéndose al joven indio—. Espero tus noticias antes de zarpar.
—Antes del ocaso estaré aquí, amo.
—Cuento contigo.
Sandokan hizo poner en el agua una pequeña donga, que había hecho embarcar en su pulwar antes de dejar Sadiya, e hizo señas al demjadar y a Bindar de hacerse a la mar, diciendo:
—Mañana por la noche: pase lo que pase, recuerden que yo no traeré de vuelta a Sadiya a estos valerosos montañeses.
Los dos hombres descendieron en la donga, aferraron los remos y se alejaron rápidamente, desapareciendo muy pronto en la oscuridad.
—Ahora —dijo Sandokan— podemos cenar.
Incluso aquella noche ningún molesto suceso turbó la calma que reinaba entre las tripulaciones de la flotilla, de modo que todos pudieron dormir tranquilamente, a pesar de los conciertos ensordecedores de los chacales y de los raucos gruñidos de los cocodrilos, que giraban en gran número alrededor de los leños con la esperanza de que algún batelero cayese entre sus mandíbulas abiertas de par en par.
A la mañana siguiente Sandokan, aún cuando no tuviese verdaderamente dudas de la fidelidad del demjadar, quizá por su instinto suspicaz, mandó a un pelotón de montañeses, guiados por Kammamuri, hacia la desembocadura del canal y otro, bajo la dirección de Sambigliong, hacia la jungla, a fin de que vigilasen el río y los alrededores.
Aquellas precauciones, no obstante, fueron absolutamente inútiles, porque el primer pelotón no vio mas que una bagala cargada de añil descender la corriente, y el segundo no divisó, entre las cenizas de la jungla, mas que alguna manada de perros salvajes.
Una hora antes del ocaso, por los montañeses que vigilaban hacia el río, fue señalado una donga, montada por dos hombres, que avanzaba velocísima hacia el canal.
La noticia transmitida enseguida a Sandokan, despertó una viva ansiedad en la tripulación.
—¡No puede ser mas que Bindar! —exclamó el Tigre de la Malasia, radiante.
—¿Y el otro? —habían preguntado a una voz Surama y Tremal-Naik.
—Será algún barquero amigo suyo, supongo.
En efecto un cuarto de hora después, el pequeño barco aparecía, moviéndose a gran fuerza de remos hacia la nave almiranta.
Enseguida, un grito de alegría escapó de los labios de Sandokan:
—¡Bindar y Kubang, el jefe de la escolta de Yanez!
La donga que hilaba como una golondrina de mar, abordó el pulwar bajo la popa y el montañés y el malayo en un instante estuvieron a bordo.
Todos se habían agolpado alrededor de los dos recién llegados para interrogarlos. Sandokan con un gesto imperioso los hizo enmudecer.
—Primero a ti Bindar —dijo.
—Los sijes están todos a tus órdenes —respondió el joven asamés—. Han bastado pocas palabras del demjadar para decidirlos.
—¿Cuántos son?
—Cuatrocientos.
—¿Esperan nuestro ataque?
—Sí, amo.
—¿Y Yanez?
—Está siempre prisionero, aunque tratado con todo el respeto posible y ya ha sido advertido por el demjadar de estar listo.
—¿No lo han deportado?
—No.
—¡Ah! —exclamó Surama, con una explosión de alegría intensa—. ¡Mi querido sahib blanco!
—Calla, niña —dijo Sandokan rudamente—. ¿Por qué todavía no lo han conducido a la frontera bengalí?
—El demjadar me ha dicho que el favorito ha mandado mensajeros a Calcuta, para asegurarse si el capitán es un milord inglés.
—Y en el caso de que no lo fuese hacerlo matar —añadió Sandokan—. ¿Han regresado?
—No, sahib.
—Cuando lleguen, su amo no reinará más sobre Assam. Ahora a ti Kubang.
—Por medio del mayordomo que el rajá había puesto a disposición de su gran cazador, he advertido al capitán Yanez de que no tiene nada que temer.
—¿No hay peligro de que lo envenenen?
—No, Tigre de la Malasia, porque el carcelero es un pariente del mayordomo y hace antes catar los alimentos a un perro.
—Surama, te recomiendo a aquel mayordomo y a su pariente —dijo Sandokan volviéndose hacia la joven—. Quizá aquellos dos hombres han salvado la vida de tu prometido.
—No los olvidaré, Sandokan, te lo prometo.
—¿Tienes algo más que decir, Kubang? —retomó luego el Tigre de la Malasia.
—Querría pedirte un favor.
—Habla.
—Vengar a mis amigos que formaban la escolta del capitán Yanez —dijo el malayo con voz conmovida.
El rostro de Sandokan se oscureció.
—No era necesario que lo pidieses, amigo —dijo con voz estridente—. Sabes que el Tigre de la Malasia no perdona. Serán todos vengados.
Por consiguiente volviéndose hacia Khampur, el jefe de los montañeses, le dijo:
—Darás órdenes a todas las tripulaciones, de que a la medianoche zarparán y que los falconetes estén cargados y listos para transportarlos a la ciudad. Tendremos probablemente necesidad de un poco de artillería, para rebatir la de los asameses, si tienen el tiempo de hacer fuego.
—Serás obedecido, sahib —respondió el montañés—. Todos mis hombres están impacientes por combatir y dar una corona a la hija de Mahur.
—Les agradecerás de parte mía —dijo Surama—, y les dirás que jamás olvidaré que le debo mi trono a los valientes montañeses de Sadiya.
—Ven, Tremal-Naik —dijo Sandokan—. Vamos a preparar nuestro plan.


A medianoche exacta la flotilla zarpaba y con el pulwar a la cabeza, siendo el más grande y mejor armado, dejaba silenciosamente el pantano de los cocodrilos, descendiendo el Brahmaputra en dos columnas.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

“...toneladas de peso...”: “...tonnellate di portata...” en el original, en realidad hace referencia al peso muerto (“portata lorda”) del barco. Es la medida para determinar la capacidad de carga sin riesgo y se expresa en toneladas métricas (masa).

Almiranta: Nave en la que iba el almirante o el jefe de una armada, escuadra o flota.

Golondrina de mar: “Rondine marina” en el original, conocido como charrán común (Sterna hirundo), es una especie de ave Charadriiforme de la familia Sternidae. Es un ave marina de distribución circumpolar en regiones templadas y subárticas de Europa, Asia, este y centro de Norteamérica. Es un gran migrador, pasando el invierno en océanos tropicales y subtropicales.

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