miércoles, 19 de septiembre de 2018

XXX. El asalto a Gauhati


A las dos de la mañana la flotilla, siempre en buen orden, llegaba inadvertida junto al islote en el cual se elevaba la pagoda de Karia, arrojando las anclas en proximidad del templo subterráneo que había servido de refugio a Sandokan y a sus malayos y dayak.
Parecía que nadie se hubiese percatado del arribo de aquella pequeña escuadra, que se preparaba para dar un formidable ataque a la capital de Assam.
Sandokan ya había comunicado a todos los jefes sus órdenes. Por otra parte no se trataba mas que de sorprender a los guardias que velaban delante de la puerta del bastión de Saraighat, que era el más próximo, y de moverse rápidamente hacia el palacio real, aterrorizando a la población con descargas furiosas.
Sandokan había tomado el comando, junto con Tremal-Naik, de los malayos y de los dayak, poco numerosos, es verdad, pero de un coraje a toda prueba; Sambigliong había sido encargado dirigir la artillería, formada por una treintena de falconetes; Khampur había dividido a los montañeses en cuatro grupos, de doscientos cincuenta hombres cada uno.
Antes de descender a tierra, Sandokan se arrimó a Surama y le dijo:
—No temas, mi joven amiga. Ahora que estoy seguro de que los sijes están con nosotros, no dudo más de nada. No dejes este leño, pase lo que pase. Te dejo una buena guardia, que te volverá a conducir entre tus montañeses si un desastre, que no obstante, no preveo, llegase a suceder. Espera tranquila mis noticias.
—¿Me mandarás por lo menos al sahib blanco? —preguntó Surama que aparecía profundamente conmovida.
—Sí, cuando todo haya terminado. Por cierto, Yanez no renunciará a tomar parte en la batalla.
Le estrechó calurosamente la mano y alcanzó a su grupo que formaba la vanguardia de las cuatro columnas de montañeses.
—¡Adelante, mis valientes! —gritó, desenvainando la cimitarra—. ¡Los viejos tigres de Mompracem deben abrir camino a los fuertes guerreros de Sadiya!
Los mil hombres se pusieron en marcha, arrastrando con ellos los falconetes, con los que contaban mucho para espantar mayormente a la población e impresionar al rajá y a su corte, formada ya solo por cortesanos y sirvientes, desde que los sijes se preparaban para desertar.
Sandokan, habiendo llegado a trescientos pasos de la puerta que se abría en el bastión de Saraighat, hizo detener a sus hombres y avanzó solo con Tremal-Naik, después de haber montado las pistolas.
—Daremos el golpe nosotros —dijo al bengalí.
—¿Nos abrirán?
—Lo verás. Sígueme corriendo.
Ambos se lanzaron como si hubiesen tenido alas en los pies. Una voz que partía de lo alto del bastión, los obligó a detenerse. No obstante, ya no estaban mas que a pocos pasos de la puerta.
—¿Quién vive? —gritó el centinela.
—¡Mensajeros del rajá! —respondió Sandokan en buen hindi—. ¡Abre enseguida! Graves noticias de la frontera.
—¿De dónde vienen?
—De Sadiya.
—Espera.
Detrás de la puerta, que era de bronce, se oyeron voces discutir animadamente por un instante, luego un chirrido de grandes cerrojos.
—Las pistolas en puño y haz fuego enseguida —susurró Sandokan a Tremal-Naik.
—Listo —respondió el bengalí poniéndose la cimitarra entre los dientes y sacando sus armas de fuego.
Un momento después la maciza puerta de bronce se abría y tres soldados asameses aparecían provistos de linternas.
Enseguida ocho tiros de pistola atronaron uno detrás de otro, con rapidez fulmínea, acribillando a los desgraciados.
—¡Adelante! —aulló Sandokan retomando la cimitarra.
Los dayak y los malayos, oyendo aquellos disparos, a su vez se habían lanzado a carrera desesperada; listos para ayudar a sus jefes.
Ya no había más necesidad de su concurrencia, porque los cinco o seis hombres que formaban el cuerpo de guardia, espantados por todos aquellos tiros, habían huido a todo meter, no obstante, no sin aullar a grito pelado:
—¡A las armas, ciudadanos! ¡A las armas!
—¡A la carrera, cachorros de Mompracem! —exclamó Sandokan—. No demos a la guarnición tiempo de organizar la defensa.
Asegurándose de que los montañeses de Khampur avanzaban a paso de carrera, llevando en brazos los falconetes, a fin de hacer más pronto, se lanzó resueltamente a través del bastión, desembocando en una de las calles principales de Gauhati.
Los malayos y los dayak que habían recibido antes las instrucciones, lo habían seguido, mandando clamores salvajes y disparando contra las ventanas de las casas y las puertas, a fin de impedir a los habitantes bajar a las calles y prestar ayuda a la guarnición.
También los montañeses de Khampur, que avanzaban cerrando filas, se habían puesto a gritar y a disparar.
Aquella marcha, no obstante, no debía prolongarse mucho tiempo. Los guerreros que formaban el cuerpo de guardia, ya habían dado la alarma, y cuando la vanguardia malaya y dayak hubo llegado a la plaza del mercado, vio cerrado el paso por un gran grupo de soldados.
Eran los cipayos del rajá que teniendo sus barracas en aquellos alrededores, habían sido prontos en acudir con una pieza de artillería y medio escuadrón de caballería ligera irregular.
—¡Allí están! —gritó Sandokan—. Estrechen las filas y carguen a la desesperada. Aquí es necesario hundirlos.
Aquellos cipayos eran una tropa excelente, formada por la flor de los guerreros asameses, milicia estable que había hecho sus pruebas en las fronteras de la Birmania, y por consiguiente capaz de oponer una larga y quizá también obstinada resistencia.
—¡Bah! —murmuró Sandokan que guiaba hábilmente al ataque a su pelotón—. Si no ceden, los haremos asaltar por la espalda por los sijes.
Un fuego vivísimo recibió a los montañeses que irrumpían en la plaza en orden bien cerrado, haciendo no pocos huecos entre los agresores; no obstante, estos, sin impresionarse demasiado, pusieron rápidamente en batería sus treinta falconetes y habiendo abierto las filas, fulminaron a su vez a los cipayos del rajá.
Una verdadera batalla se había empeñado de ambas partes, con verdadero encarnizamiento. Si los cipayos hubiesen estado solos, no habrían resistido mucho tiempo aquel fuego infernal, aún cuando dispusieran ellos también de algunas piezas de artillería.
Desgraciadamente para los montañeses, otros refuerzos llegaban de todas partes, atrincherando las calles que desembocaban en la plaza con carros y placas y piedras, formando verdaderas barricadas.
Toda la guarnición de la capital, alarmada por aquellos disparos, iba solícitamente al campo de batalla.
Sandokan, que conservaba una admirable sangre fría, enseguida intuyó el peligro que lo amenazaba.
—Todo minuto que perdamos, aumentará la resistencia —dijo a Tremal-Naik que combatía a su lado—. Forcemos el frente. Batidos los cipayos, seremos dueños de la ciudad.
Reunió a doscientos hombres, puso a la cabeza a malayos y dayak y los lanzó al asalto contra las líneas de los cipayos.
A pesar del huracán de fuego, la columna atravesó a gran carrera la plaza y se arrojó contra los primeros adversarios, empeñando un terrible combate con arma blanca.
Tres veces los montañeses fueron obligados a retroceder, dejando sobre el terreno un gran número de hombres, pero al cuarto ataque, apoyado por una nueva columna guiada por Khampur, consiguieron cortar a la mitad el frente de los cipayos.
Abierto el paso, todas las otras formaciones se apresuraron adelante dando sablazos al enemigo, que ya se replegaba en desorden volcándose a través de las calles laterales.
—¡Derecho al palacio! —aulló Sandokan—. ¡Adelante, valientes montañeses de Sadiya! ¡Adelante cachorros de Mompracem!
Los guerreros asameses que habían bloqueado las calles transversales, viendo a los cipayos huir y temiendo ser sorprendidos por la espalda, dejaron las barricadas para concentrar quizá la defensa en otro lugar.
Los montañeses, viendo la calle desalojada, se pusieron a la carrera, no dejando de hacer fuego contra las ventanas y las puertas.
Por otra parte, ningún habitante osaba mostrarse. Las esteras de cocotero, permanecían herméticamente bajadas, incluso aquellas de las verandas.
Bindar, que había escapado milagrosamente a los tiros de los cipayos, aún cuando siempre hubiese combatido valerosamente en primera fila, guiaba a Sandokan y sus formaciones, hacia la inmensa plaza, en medio de la cual se erguía el soberbio palacio del rajá.
Los montañeses estaban por irrumpir en la última y más amplia calle que conducía a la plaza, cuando se encontraron delante de una serie de barricadas, construidas, es verdad, de manera imperfecta, con carros, colchones y placas de madera cruzadas, pero que ofrecían cierta resistencia.
Entre unas y otras se habían amontonado los cipayos y los guerreros asameses, con cierto número de bocas de fuego.
—Aquí está el hueso más duro de roer —dijo Sandokan deteniéndose—. Los cipayos han sido más rápidos que nosotros y han tenido tiempo de atrincherarse.
—Jefe —dijo Khampur, acercándose al pirata—. Si los sijes no se mueven, corremos el peligro de hacernos aplastar.
—En el momento oportuno los sijes entrarán en acción. Deben estar ocupados apoderándose del rajá y de sus favoritos, en este instante. Cuando lleguemos al palacio real, no tendremos nada más que hacer allí dentro. Haz emplazar a toda la artillería a lo largo de las aceras y manda a doscientos hombres para ocupar las casas que se encuentran cerca de la primera barricada. De las verandas y de las terrazas podrán hacer buenos disparos de carabina. Si es posible, haz instalar también allá falconetes.
—Sí, jefe.
—Dame ahora cuatrocientos hombres para formar una sólida columna de ataque.
Aquel rápido discurso había sido hecho en medio de los tiros de fuego. Los asameses, creyéndose seguros detrás de sus barricadas, no obstante, no habiendo hecho uso todavía de sus artillerías, que debían haber sido cargadas con metralla.
Los malayos, los dayak y una compañía de montañeses, habían respondido con pocas descargas y con algún tiro de falconete, como para probar la resistencia de aquellas trincheras y de sus defensores.
Sandokan, antes de dar el gran choque, esperó a que sus órdenes hubiesen sido ejecutadas, y cuando vio a los montañeses aparecer sobre las verandas y las terrazas de las casas más próximas a la primera trinchera, comandó algunas descargas de falconetes.
Aquellas pequeñas piezas lanzaron tres veces un verdadero huracán de balas, del calibre de una libra, desfondando parte de los carros y de las placas, y obligando a los defensores de la barricada a replegarse contra las paredes de las casas.
Era el momento oportuno para dar el choque.
Sandokan y Tremal-Naik hicieron estrechar las filas a la columna de asalto, y mientras los montañeses que ocupaban las terrazas y las verandas los protegían con un fuego violentísimo, dirigido especialmente contra los cipayos, que servían las piezas de artillería, se lanzaron al ataque con ímpetu maravilloso.
A cien pasos de la barricada una poderosa descarga de metralla, vomitada por las tres piezas colocadas a los lados de la barricada, hizo sacudir a la columna de asalto que, no obstante, se repuso enseguida, estrechando todavía más el orden y se impulsó audazmente adelante, a pesar de haber sufrido graves pérdidas.
Una segunda vez se encontró expuesta a las descargas de metralla, no obstante, aquellos valientes montañeses, incitados por el impulso admirable de los malayos y los dayak y por los gritos de los valerosísimos jefes, que se exponían intrépidamente al fuego, mostrando un desprecio absoluto por la vida, estuvieron muy pronto sobre la barricada, cargando a los defensores con las anchas cimitarras y los afilados talwar.
Los cipayos y los guerreros asameses se mantuvieron firmes por algunos minutos, luego se dirigieron a la fuga salvándose detrás de la segunda barricada. Sandokan hizo voltear hacia aquella los cañones conquistados, que valían mucho más que los pequeños falconetes, mientras una parte de sus hombres hundían, con las culatas de las carabinas, las puertas de las casas para ocupar las verandas y las terrazas.
Otra columna, compuesta por trescientos hombres, corría en ayuda de los vencedores. La guiaba Khampur.
Aquel poderoso refuerzo se lanzó a su vez, después de algunos cañoneos, al ataque de la nueva trinchera, detrás de la cual los cipayos y asameses se preparaban para oponer otra encarnizada resistencia, a pesar de haber sufrido pérdidas enormes.
Todo el trecho de la calle que corría entre las dos trincheras, estaba cubierto de muertos y heridos, signo evidente de que los indios se habían defendido valerosamente, antes de ceder al poderoso choque de los montañeses y de los viejos tigres de Mompracem.
El segundo ataque fue menos laborioso que el primero. Los soldados del rajá, desanimados, no resistieron mas que pocos minutos, luego se refugiaron en la inmensa plaza donde surgía el palacio real y donde habían colocado sus mejores artillerías.
No obstante, los montañeses los habían seguido tan de cerca como para no permitirles levantar otra trinchera, ni hacer demasiadas descargas.
El choque entre las dos falanges, no obstante, fue muy sangriento. Asameses y montañeses competían en coraje y obstinación.
Todos habían arrojado las carabinas, vueltas inútiles en un combate cuerpo a cuerpo, no estando armadas de bayonetas y combatían con las pistolas y con las armas blancas, con una rabia creciente y con grandes estragos por una parte y por la otra.
La resistencia que oponía la guarnición, siempre engrosada por otras tropas frescas, que llegaban a cada instante de los barrios más lejanos de la ciudad, se había vuelto tan tenaz, que Sandokan, Tremal-Naik y Khampur, por un momento, dudaron del éxito de la empresa.
Los montañeses comenzaban a dar signos de cansancio y no asaltaban más con el ímpetu primero, un poco desanimados también por encontrarse continuamente delante de tropas frescas, que no cedían fácilmente a los repetidos asaltos.
No obstante, de pronto, en la extremidad opuesta de la plaza, en dirección del palacio real, justo detrás de las espaldas de las tropas del rajá, se oyeron resonar imprevistamente nutridas descargas de fusilería, apoyadas por algunos tiros de cañón.
Un inmenso alarido de alegría escapó de los pechos de los montañeses y de los pechos de los viejos tigres de Mompracem:
—¡Los sijes!
En efecto, eran los firmes e invencibles guerreros del demjadar, que acudían en su ayuda, y que habían abierto fuego desde las graderías del palacio real.
Los cipayos y los asameses, pasado el primer momento de estupor, enseguida no pudiendo creer tal traición, viéndose tomados entre dos fuegos, se dieron a una fuga precipitada, arrojando las armas a fin de ser más rápidos.
No obstante, trescientos o cuatrocientos habían permanecido en la plaza, bajando las carabinas y las cimitarras en signo de rendición.
Sandokan y Tremal-Naik se habían lanzado hacia el demjadar, que marchaba a la cabeza de su magnífica tropa, acompañado por un hombre vestido de franela blanca, que llevaba sobre la cabeza un casco de tela con un largo velo azul.
—¡Yanez! —exclamaron ambos precipitándose a los brazos abiertos del portugués.
—En carne y hueso, amigos míos —respondió el ex milord riendo—. Pecado que haya llegado un poco tarde para tomar parte de la batalla, que asegura el trono a mi bella Surama; pero hemos tenido algo que hacer en el palacio real, ¿verdad mi bravo demjadar?
El jefe de los sijes hizo una seña afirmativa.
—¿El rajá? —preguntó Sandokan.
—En nuestras manos.
—¿Y el griego?
—Se ha defendido como un condenado, ayudado por un puñado de favoritos y de bribones dignos de él, y en la lucha ha caído con tres o cuatro balas en el cuerpo.
—¿Muerto?
—¡Por Júpiter! Eran balas de carabina y de buen calibre, mi querido Sandokan.
—Quizá es mejor así —dijo Tremal-Naik—. Tus malayos han sido igualmente vengados.
—Tienes razón —respondió Sandokan—. ¿El rajá está furibundo?
—Está medio borracho y creo que ni siquiera ha comprendido que la corona se le caía de la cabeza —respondió Yanez—. ¿Pero Surama dónde está?
—Está a bordo de uno de nuestros pulwar. Le haremos advertir enseguida.
—¿Y toda esta gente dónde la has descubierto?
—Son los súbditos del padre de tu prometida. Deja las explicaciones para más tarde.
En aquel instante llegó Khampur.
—Jefe —dijo volviéndose hacia Sandokan—. ¿Qué debo hacer? Todos los soldados del rajá o escapan o se rinden.
—Manda, ante todo, una buena escolta al pulwar, a fin de que conduzca aquí, lo más pronto posible, a Surama. Mandarás luego a tus hombres a ocupar todas las barracas de la ciudad y los fortines de los bastiones. Ya no encontraremos ninguna resistencia más.
—También lo creo, jefe.
Y volvió a partir a la carrera, mientras sus montañeses desarmaban a los prisioneros y disparaban sus últimos cartuchos contra las casas, a fin de que la población no saliera a las calles.
—Donde el rajá ahora —dijo Sandokan—. Guíanos, mi bravo demjadar. Has mantenido tu promesa y la rani de Assam mantendrá su pacto.
El jefe de los sijes se dirigió hacia el palacio real seguido por Sandokan, Yanez, Tremal-Naik y una pequeña escolta.
Los sijes defendían las puertas, ante las cuales habían sido emplazadas pequeñas piezas de artillería.
El pelotón subió la escalinata principal y entró en la sala del trono, donde se encontraban reunidos los ministros y algunos de los más altos dignatarios del estado.
El rajá en cambio estaba, semi tendido, sobre su lecho-trono, medio atontado por los licores y por el espanto. Por cierto la muerte del griego, su fiel, aún cuando pérfido consejero, debía haberle quebrado el alma.
Viendo entrar a Yanez seguido por todos los otros, descendió del trono y asumiendo un cierto aire de decoroso orgullo, insuflado por el coñac bebido, le dijo con voz rauca:
—¿Qué quieres de mí ahora, milord? ¿Mi vida quizá?
—No somos asameses, Alteza —respondió el portugués quitándose el sombrero y haciendo una inclinación.
—¿Al gobierno inglés le oprimiría, quizá, más que mi vida, mis riquezas?
—Su Alteza se engaña.
—¿Qué quiere decir, milord?
—Que el gobierno inglés no entra en absoluto en esta revolución o, sublevación, se así le place mejor.
El rajá hizo un gesto de estupor.
—¿Entonces, por cuenta de quién ha actuado así usted? ¿Quién es? ¿Quién lo ha mandado aquí?
—Una niña que usted conoce bien, Alteza —respondió Yanez.
—¡Una niña!
—¿Sabe Alteza quiénes son los guerreros que han vencido a sus tropas? —preguntó Sandokan, avanzando.
—No.
—Los montañeses de Sadiya.
Un grito terrible laceró el pecho del príncipe.
—¡Los guerreros de Mahur!
—Así se llamaba el fuerte montañés que su hermano mató a traición —continuó Sandokan.
—¡Pero yo no he tomado parte en aquel asesinato! —aulló el príncipe.
—Eso es verdad —respondió Yanez—, no obstante, Su Excelencia no habrá olvidado qué ha hecho con la pequeña Surama, la hija de Mahur.
—¡Surama! —balbuceó el rajá vuelto lívido—. ¡Surama!
—Sí, Alteza. ¿A quién la ha vendido? ¿Lo recuerda?
El rajá había permanecido mudo mirando a Yanez con intenso terror.
—Entonces usted, Alteza, me permitirá decirle que a aquella niña, hija de un gran jefe que era su tío, en vez de hacerla sentar en los escalones de un trono, como le esperaba por derecho de nacimiento, la ha vendido, como una miserable esclava, a una banda de thugs indios, a fin de que la hiciesen bayadera. ¿Lo recuerda ahora?
Tampoco esta vez el rajá respondió. Solamente sus ojos se dilataban siempre más, como si fuesen a salírsele de las órbitas.
—Aquella niña —prosiguió el implacable portugués—, pidió nuestra ayuda y nosotros, que somos hombres capaces de poner al revés el mundo entero, hemos venido aquí, de las lejanas regiones de la Malasia, para reclamar sus derechos y, como ha visto, lo hemos conseguido, porque usted no es más rajá. Es la rani que desde este momento reina sobre Assam.
El príncipe estalló en una risotada estridente, espantosa, que repercutió largamente en la inmensa sala.
—¡La rani! —exclamó luego, siempre riendo—. ¡Ah...! ¡Ah! ¡Ah! ¡Mis carabinas... mis pistolas... mis elefantes... quiero casarme con la rani...! ¿Dónde está... dónde está? ¡Ah! ¡Aquí está! ¡Bella, bellísima...!
Yanez, Sandokan y Tremal-Naik se miraron un poco aterrorizados.
—Se ha vuelto loco —dijo el primero.
—¡Bah! Hay hospitales en Calcuta —añadió el segundo—. Surama ya es bastante rica como para pagarle una pensión principesca.
Y salieron los tres, un poco pensativos, mientras el desgraciado, golpeado imprevistamente por una locura furiosa, continuaba aullando como un poseído:
—¡Mis carabinas... mis pistolas... mis elefantes... quiero casarme con la rani!


Diez días más tarde de los acontecimientos narrados, cuando ya el desgraciado rajá había sido conducido a Calcuta, con una buena escolta, para ser internado en uno de los primeros establecimientos para locos y cuando ya todas las ciudades de Assam, habían hecho acto de sumisión completa, la bellísima Surama se casaba solemnemente con su amado sahib blanco, cediéndole la mitad de la corona.
—Aquí están finalmente felices —les dijo Sandokan, la noche misma, mientras la muchedumbre, delirante, aclamaba a los nuevos soberanos de Assam, y los fuegos artificiales iluminaban fantásticamente la capital—. Ahora me toca a mí procurarme una corona, aquella misma que llevaba sobre la cabeza mi padre.
—¿Y cuándo será aquel día? —preguntó Yanez—. Sabes que nosotros, aún cuando de color distinto, somos más que dos hermanos. Habla e iré a ayudarte con mis sijes y, si es necesario, con los montañeses de Sadiya.
—Quién sabe —dijo Sandokan después de un silencio relativamente largo—. Quizá aquel día está más cerca de lo que crees, pero por ahora no quiero arruinar tu luna de miel, como dicen ustedes los hombres del extremo occidente. Dentro de unos días me embarcaré para Borneo con mis últimos malayos y dayak y, cuando esté allá, recibirás mis órdenes.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Nuevamente reemplacé “Siringar” por “Saraighat” como hiciera en el capítulo 4. Y cobran más sentido mis suposiciones sobre el inexistente templo de Karia como las pagodas reales de Kamakhya o Umananda.

Terminó la sexta novela de la saga y ya tenemos un indicio de por dónde viene la próxima.

¡Hasta el mes que viene!

Caballería ligera irregular: Ligera hace referencia a que está débilmente protegida y armada. Irregular, es porque no está organizada de acuerdo a los rangos y procedimientos de unas fuerzas armadas estándar.

Libras: 1 lb = 0,45359237 kg.

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