viernes, 12 de octubre de 2018

I. El asalto a la kota


Un relámpago enceguecedor que mostró por algunos momentos las nubes tempestuosas empujadas por un viento fuertísimo, iluminó la bahía de Marudu, una de las más amplias ensenadas que se abren en la costa septentrional de Borneo, más allá del Canal de Banggi. Siguió un trueno espantoso que duró varios segundos y que pareció el estallido de una veintena de cañones.
Los altísimos pombo de enormes cítricos, las espléndidas arengas sacchariferas, los upas de jugo venenoso, las gigantescas hojas de los bananos y de las palmas dentadas se plegaron, luego se retorcieron furiosamente bajo una ráfaga terrible que se adentró, con ímpetu irresistible, bajo las inmensas florestas.
La noche había caído ya desde hacía varias horas, una noche oscurísima, sin estrellas y sin luna, y que solamente los relámpagos de vez en cuando, a intervalos larguísimos, iluminaba.
Parecía que quizá estuviese a punto de estallar uno de aquellos formidables ciclones, que son tan temidos por todos los isleños de las grandes tierras de la Sonda, sin embargo hombres, despreocupados de las furias del viento, de los truenos, y de los inminentes aguaceros, velaban bajo las oscuras florestas que circundaban toda la profunda ensenada de Marudu. Cuando un relámpago rompía la oscuridad, se divisaban sombras humanas alzarse en medio de los arbustos para llevar con aquella luz más lejos las miradas y, cuando el trueno cesaba de retumbar en medio de las tempestuosas nubes, se oían palabras bajo la floresta:
—¿Todavía nada?
—¡No!
—¿Qué hace Sambigliong?
—No regresa.
—¿Lo habrán matado?
—No es hombre de dejarse capturar. ¡Un viejo malayo como él...!
—El Tigre de la Malasia se impacientará.
—¿Por qué? ¡Sabe bien que tarde o temprano atrapará a aquel perro de Nasumbata...! ¡Y luego confiar en los dayak del interior...! ¡Son más viles que los negritos!
Una voz imperiosa dominó aquel parloteo.
—¡Silencio...! ¡Cubran los percutores de sus carabinas!
Otro vivísimo relámpago rompió en aquel momento la oscuridad, haciendo centellear por unos instantes, por debajo de las gigantescas hojas, los cañones de numerosas carabinas y el espléndido acero de los parang y de los campilán colgados de los cinturones de aquellos hombres emboscados.
Una ráfaga furiosa se derramó en aquel momento sobre la floresta, torciendo no sólo las ramas, sino incluso los troncos delgados y elásticos de las palmas y haciendo danzar desordenadamente a las lianas rotang y a los larguísimos nepentes, cuyas flores espléndidas, en forma de jarro, ya habían sido llevadas.
Comenzaba a llover: no eran simples gotas las que caían. Eran verdaderos chorros de agua que cayendo sobre las hojas, producían un fragor semejante al de un gran granizo.
De pronto, en medio de los formidables fragores de la tempestad, una voz seca se hizo oír:
—¡Aquí estoy, Tigre de la Malasia!
Un viejo malayo de rostro bastante rugoso, que llevaba puesto un simple sarong de algodón rojo, que le estrechaba los flancos descendiéndole hasta las rodillas y que empuñaba una espléndida carabina india con la culata taraceada de pequeñas láminas de plata y de madreperla, había imprevistamente salido de un denso arbusto.
—¡Sambigliong...! —habían exclamado varias voces—. ¡Finalmente...!
Otro hombre había surgido de un grupo de tallos de pimientos silvestres, adelantándose.
Era un espléndido tipo de borneano, en sus cincuenta, de rostro bastante bronceado, con dos ojos negrísimos y todavía llenos de fuego.
Su barba y sus cabellos, que llevaba largos, estaban apenas entrecanos.
Vestía como un rajá malayo o indio: casaca de seda azul con bordados de plata abierta al frente a modo de mostrar la camisa de seda blanca; pantalones largos, a lo turco, cerrados a los flancos por una alta faja de terciopelo negro con flecos de oro; altas botas marroquíes rojas con la punta realzada. Sostenía en la mano una carabina inglesa de dos tiros y en la faja tenía dos pistolas y una corta cimitarra en cuya empuñadura brillaba un diamante grande como una nuez.
—Era hora de que llegases, Sambigliong —dijo, mientras se ponía bien en la cabeza el turbante de seda amarilla, a fin de que el viento no se lo quitase.
—La floresta es densísima delante de nosotros, Tigre de la Malasia —respondió el viejo malayo— y he debido avanzar con extrema prudencia. Tú sabes, amo, que delante de las kotas de los dayak se encuentran siempre fosas que están sembradas con puntas de flechas envenenadas con el upas.
—¿Cuántas has atravesado?
—Tres, amo.
—¿Has visto centinelas en las empalizadas de la kota?
—Solamente dos.
—¿Cuántos hombres crees que contiene la aldea?
—No más de doscientos.
—¿Has visto alguna pieza de artillería?
—Sí, un meriam.
—Aquellos cañoncitos de latón valen poco —observó el Tigre de la Malasia después de un breve silencio—. Nosotros ya los conocemos, ¿no es verdad Sambigliong?
—Y podemos también decir que las espingardas son infinitamente mejores —dijo el viejo malayo.
—Esperemos a que el huracán pase, luego daremos el ataque. ¡Ay si Nasumbata consigue escapársenos y alcanzar al rajá de Kinabalu! Y luego desearía tenerlo en mis manos, antes de que lleguen aquí Yanez y Tremal-Naik.
—¿Llegarán pronto?
—No deben estar lejos —respondió Sandokan—. Toma contigo veinte hombres y ve a emboscarte detrás de la kota, a fin de que nadie pueda salvarse en las florestas. Atrápalos a todos, porque estoy más que seguro que Nasumbata será el primero en darse a la fuga.
—¿Cuándo dará el ataque, amo?
—Más pronto de lo que crees. Me preocupa una cosa...
—¿El meriam?
—No, las fosas —respondió el Tigre de la Malasia—. Mis cincuenta hombres están todos descalzos y, si posan un pie sobre una flecha envenenada, nadie los salvará. El upas no perdona, y los dayak de las florestas lo usan e incluso abusan de él.
—Has construir puentes móviles, amo.
Sandokan, o sea el Tigre de la Malasia, como lo llamaban los borneanos de las costas occidentales de la inmensa isla, hizo un gesto como para decir: “Ya lo he pensado; no te preocupes por esto”.
Luego añadió:
—A tu puesto, viejo Sambigliong: no perdonen mas que a las mujeres y a los niños. Ve a tomar tus veinte hombres y déjame por ahora tranquilo. Esperemos que esta lluvia termine.
Le hizo un gesto de adiós y se volvió a meter en el denso arbusto que estaba, afortunadamente, reparado por un grupo de bananos, cuyas hojas no tenían menos de cuatro metros de longitud y una anchura de uno y medio, sino más.
El huracán, en vez de calmarse, aumentaba espantosamente. Relámpagos vivísimos se alternaban con truenos formidables y con estrépitos de lluvia.
De vez en cuando una ráfaga, de una fuerza inaudita, que parecía levantarse de las aguas de la bahía de Marudu, se abatía con miles de silbidos sobre la floresta, con aullidos horribles, quebrando ramas y troncos y destrozando las densas redes de calamus rotang.
Los malayos permanecían inmóviles, absolutamente impasibles bajo aquel diluvio de agua. No tenían mas que una sola preocupación, la de tener bien cubiertos los percutores de sus carabinas bajo los sarong doblados, a fin de que los cartuchos no se mojasen.
Transcurrió otra media hora, durante la cual los relámpagos, los truenos y las ráfagas siguieron sin interrupción, estropeando la floresta, luego otro hombre apareció, precipitándose hacia el lugar donde se había refugiado el Tigre de la Malasia.
—Amo Sandokan —le dijo—, me manda Sambigliong.
—¿Están en sus puestos sus hombres?
—Sí, amo. Se han emboscado en cadena detrás de la kota y te aseguro que nadie pasará.
—No era necesario que me advirtieses —respondió Sandokan, el formidable jefe de los piratas de Mompracem.
—Vengo no obstante para darte otra noticia.
—Habla, Sapagar.
—Entre los truenos hemos oído una detonación, que nos pareció producida por algún cañón.
Sandokan se había vivamente alzado, presa de una viva agitación.
—¿De dónde provenía aquel disparo de artillería? ¿De la kota?
—No, amo, de la bahía.
—¿Nuestra chalupa a vapor, habrá sido asaltada? Me parecería imposible, en una noche como esta.
—Aquel tiro debe haber sido disparado muy lejos, amo.
—¿Yanez y Tremal-Naik habrán ya arribado y con aquel disparo han querido advertirnos?
—No lo sabría, Tigre de la Malasia —respondió Sapagar.
Sandokan deliberó un momento, luego dijo:
—Toma contigo dos hombres, no más, siendo ya mi columna bastante delgada; ve a la playa y embárcate en la chalupa. Deja también los praos al ancla.
—¿Y luego, amo?
—Explora la bahía, y si ves un yacht detenido en algún lugar, ven enseguida a advertirme. Yo ya estaré entonces dentro de la kota. Ve, y no pierdan tiempo.
Luego, mientras el malayo partía corriendo, sacó la cimitarra gritando:
—¡Adelante, cachorros de Mompracem...! ¡Sambigliong nos espera detrás de la kota...!
Treinta hombres semidesnudos, armados de carabinas y de kris, aquellos terribles puñales de hoja serpenteante, largos de un buen pie, y que normalmente tienen la punta envenenada, y de parang, aquellos pesadísimos sables que terminan en forma de ángulo y que con un sólo golpe decapitan incluso a un toro, habían salido de los arbustos, disponiéndose en dos filas.
—¿Están cargadas sus carabinas? preguntó Sandokan.
—Sí, jefe.
—¿Están listos los puentes móviles para las fosas?
—Sí, jefe.
—Adelante, y cuidado donde posan los pies. Sambigliong me ha advertido que hay flechas envenenadas fijadas alrededor de la kota.
Los treinta hombres se pusieron en marcha, en el más profundo silencio, precedidos por su jefe.
Continuaba tronando, y los relámpagos no habían aún cesado. Pero no llovía más.
El viento no obstante, de vez en cuando se adentraba bajo la inmensa floresta virgen, aullando siniestramente y arrancando hojas, fruta y ramas. La pequeña columna avanzó por alrededor de diez minutos, deslizándose con cautela entre tronco y tronco, luego la voz del jefe se hizo oír.
—¡Alto...! ¡La kota está delante de nosotros...! ¡Listos para el asalto...!
A la luz vivísima de un relámpago había aparecido la aldea, a una distancia de apenas doscientos pasos.
Los dayak, que habitan los grandes bosques de Borneo, no construyen sus aldeas así nomás, como hacen los malayos y los javaneses.
Estando casi siempre en guerra con una u otra tribu o contra los negritos del interior, porque no tienen otra preocupación que la de aumentar su colección de cráneos humanos, abren en medio de la densa floresta un claro más o menos vasto, y, después de construidas las cabañas, se apresuran a proveerla de fuertes empalizadas que tienen normalmente una altura de tres o cuatro metros.
Para volver más difícil las sorpresas, excavan también dos e incluso tres profundas fosas dentro de las cuales acumulan montones de ramas espinosas, obstáculos casi insuperables por gente que jamás ha tenido el hábito de llevar zapatos.
Más allá de eso plantan en ciertas zonas de tierra puntas de flechas envenenadas con el jugo del upas. Aquellas fortalezas, porque verdaderamente se pueden llamar así, por consiguiente distan mucho de ser fáciles de capturar.
No obstante, los malayos que estaban por asaltar la aldea, eran hombres que conocían muy bien las kotas borneanas; por eso, a la orden lanzada por el Tigre de la Malasia, adelantaron ocho puentes móviles, formados por ligeras tablas, a fin de atravesar sin peligro las zonas peligrosas esparcidas con aquellas terribles flechas envenenadas.
—Cuando levanten los puentes observen atentamente el terreno —dijo Sandokan.
—¿Tienen los bambúes para la escalada?
—Sí, capitán.
—¡Adelante entonces!
Los puentes, que medían cuatro metros de longitud y dos de ancho, fueron colocados sobre el terreno, y los treinta malayos, ya seguros, merced de aquel modo ingenioso, de sobrepasar el último trecho y de llegar sin correr ningún peligro hasta las fosas, comenzaron su avance en el más profundo silencio.
El huracán había cesado. En las regiones ecuatoriales las tempestades estallan con inaudita violencia, pero son de brevísima duración.
El agua que derraman sobre la tierra en aquellas dos o tres horas es incalculable y ay si no fuese así. Si fueran los huracanes muy raros, las florestas no podrían resistir el calor y todo se quemaría.
Solamente el viento continuaba aullando bajo los grandes árboles, cubriendo así los débiles rumores producidos por los malayos en su avance.
Pasada la columna, examinado atentamente el terreno, los treinta hombres llevaban más adelante los puentes, necesitándolos para atravesar las fosas.
La zona que podía esconder las flechas fue así atravesada sin que los centinelas, velando en las empalizadas de la kota, se hubiesen percatado.
La primera fosa estaba delante de los malayos, bastante profunda, de tres metros de ancho y llena de ramas espinosas. ¡Ay si los asaltantes hubiesen debido atravesarla con los pies descalzos...! Ninguno ciertamente habría conseguido llegar bajo la empalizada, y detrás de aquella habían otras dos.
—Adelante los puentes —comandó Sandokan que tenía los ojos fijos en la empalizada—. No hagan ruido.
En aquel mismo momento se oyó una voz agudísima gritar:
—¡A las armas!
Uno de los centinelas que velaban en la empalizada, debía haber oído el ruido producido por el primer puente arrojado a través de la fosa y llamaba a los guerreros dayak a la defensa.
—No se muevan —dijo enseguida Sandokan—. Arrójense a tierra y estén listos para hacer una descarga.
Los malayos, habituados a las guerras de emboscada, habían enseguida obedecido, tumbándose sobre los puentes.
Dentro de la aldea se oían hombres gritar y se veían centellear fuegos.
Poco después varios hombres, armados de cerbatanas y de parang, aparecían sobre la cima de la empalizada, teniendo en mano antorchas.
Preguntas y respuestas se cruzaban.
—¿Dónde están?
—Escondidos en la floresta.
—¿No te has engañado?
—He oído caer algo en la fosa.
—¿Habrá sido una babirusa o algún cerdo salvaje?
—¿O un mawas?
—No he visto ningún gorila.
—¿Está cargado el meriam?
—Sí.
—Dispara abajo.
Algunos hombres se habían lanzado hacia un ángulo de la kota, donde surgía un pequeño cobertizo destinado ciertamente a proteger a la pequeña pieza de artillería.
—Déjenlos hacer —susurró Sandokan a los hombres que estaban cerca—. Pasen la orden.
Transcurrieron algunos instantes, luego un destello rompió la oscuridad, seguido de una detonación bastante fuerte que repercutió largamente bajo las florestas.
El meriam había hecho fuego.
Había sido disparado al azar, más con la esperanza de espantar a los asaltantes que de golpearlos, porque los malayos, protegidos por la densa sombra proyectada por las gigantescas hojas de las palmas, eran absolutamente invisibles.
Tres veces el meriam disparó, lanzando sus balas de dos o tres libras, a través de la floresta, a varias alturas, luego el fuego fue suspendido, no habiendo dado ningún resultado apreciable.
Sandokan, percatándose de que los dayak de la kota no teniendo ningún interés en derrochar sus municiones que muy probablemente no fueran abundantes, hizo arrojar a través de la primera fosa dos puentes.
—¡Pasen! —comandó a media voz.
Una docena de malayos atravesaron la fosa llevando con ellos otros cuatro puentes móviles.
El meriam por cuarta vez tronó y su bala no fue perdida, porque partió a la mitad a un malayo de la retaguardia.
Alaridos terribles resonaban en la empalizada:
—¡Vienen...! ¡Abajo...! ¡Empuñen el campilán...!
—¡Y abajo también nosotros...! —gritó Sandokan—. ¡Fuego la retaguardia...! ¡Adelante los puentes!
Una formidable descarga de mosquetería respondió al comando. Mientras los malayos de la vanguardia arrojaban rápidamente los puentes móviles, el grueso había abierto fuego en dirección de la pieza de artillería, para obligar a los artilleros a abandonarla.
Las carabinas indias, óptimas armas, por su precisión, no tardaron en hacer estragos entre los artilleros.
En la empalizada se reagrupaban no obstante en buen número los guerreros de la aldea, aullando espantosamente y lanzando, con sus cerbatanas, nubes de dardos.
Sandokan, que estaba siempre con la vanguardia, atravesó rápidamente las tres fosas, cubiertas por los puentes móviles, y se metió bajo las empalizadas.
—¿Está lista la mecha? —preguntó a los hombres que lo seguían.
—Sí, capitán.
—Pongan aquí el petardo. Esta pared de madera se caerá como un castillo de naipes.
Mientras uno de sus hombres se lanzaba contra los troncos que formaban la empalizada, Sandokan alzó la carabina, y, viendo pasar a dos hombres que llevaban antorchas encendidas, los fulminó con un magnífico doble tiro.
Cumplido aquel acto, mientras la retaguardia continuaba disparando para poner en fuga a los guerreros que no cesaban de arrojar flechas envenenadas, volvió a pasar los puentes, seguido inmediatamente por la vanguardia, para no correr el peligro de saltar junto con la empalizada.
Los dayak, aún cuando acosados por las carabinas de los malayos, se defendían con furor, disparando de vez en cuando algún tiro de meriam y algún tiro de arcabuz.
Aquellos salvajes habitantes de los montes borneanos son valerosísimos y desprecian la muerte.
Ni siquiera el cañón los espanta, estando habituados a montar los praos costeros que llevan siempre, si no grandes piezas de artillería, al menos grandes espingardas.
Sandokan y sus malayos, habiendo vuelto a pasar los puentes, se habían nuevamente arrojado en la densa floresta en espera de que la explosión sucediese.
Los dayak creyendo que aquellos misteriosos enemigos, espantados por el recibimiento dado, habían decidido a batirse en retirada, cesaron de arrojar flechas y de hacer tronar el meriam.
—Jefe —dijo un viejo malayo, de aspecto feroz, que empuñaba valientemente un pesadísimo parang, acercándose a Sandokan—. ¿Crees que cederá la empalizada? Los dayak hacen uso de tablas de teca, y tú sabes cuán resistente es aquella madera.
—El petardo desfondará las placas y las vigas de un sólo golpe —respondió el Tigre de la Malasia.
—¿Estará precisamente dentro de la kota, Nasumbata?
—Verás que dentro de algunas horas estará en mis manos. Advierte a mis hombres de precipitarse enseguida al asalto, apenas ocurrida la explosión. Es verdad no obstante que Sambigliong está listo para impedir el paso a los fugitivos. ¡Ah...! Me olvidaba de algo. ¿Mis hombres tienen todavía antorchas?
—Sí, jefe.
—¿Bien secas?
—Lo espero.
—Que las enciendan y den enseguida fuego a las cabañas.
—Serás obedecido.
En aquel instante se oyó una explosión violentísima y una llamarada se alzó en la base de la empalizada.
El petardo había estallado con inaudita violencia, rompiendo placas y vigas y lanzando al aire a tres o cuatro guerreros dayak.
La voz de Sandokan tronó inmediatamente:
—¡Al ataque, cachorros de Mompracem...!
Los malayos se lanzaron a través de los puentes, derribando con ímpetu irresistible la empalizada desquiciada por la explosión y se precipitaron en la kota con los parang y los campilán en el puño, aullando a grito pelado:
—¡Ríndanse...!
Dos docenas de guerreros dayak intentaron detenerlos, mientras de las cabañas salían, corriendo y gritando, mujeres y niños, intentando salir por las puertas opuestas y de ponerse a salvo en la floresta que circundaba a la pequeña fortaleza.
Aquellos dayak eran todos bellos hombres, de alta estatura, de color amarillento, adornados con brazaletes de latón y de cobre y armados de campilán de acero natural, un metal que no se encuentra en el Borneo. De defensa llevaban solamente grandes escudos de piel de búfalo o de babirusa.
¡Se requería mucho más no obstante para detener a los cachorros de Mompracem, los más formidables piratas del mar de la Sonda! Un feroz combate se empeñó a golpe de campilán y de parang, mientras algunos malayos, provistos de antorchas, daban fuego a las cabañas ya desalojadas de mujeres y niños.
Sandokan, viendo que los fuertes guerreros dayak resistían tenazmente a los asaltos incesantes de sus hombres, llamó a la retaguardia, ocupada en retirar los puentes, y con pocos tiros de carabina, decidió a su favor la suerte de la pugna.
Los dayak, aún cuando hubiesen sido reforzados por otros guerreros, cedieron el campo, dándose a la fuga precipitada entre las cabañas incendiadas.
Los malayos no se ocuparon en perseguirlos, sabiendo que Sambigliong los esperaba en el margen de la floresta con un fuerte puñado de cachorros.
—Rebusquen en las cabañas que no han sido aún incendiadas —comandó Sandokan que procedía cautamente, teniendo la carabina embrazada—. En algún lugar descubriremos a aquel perro de Nasumbata. Si ha escapado, caerá en las manos de Sambigliong.
Los malayos se habían precipitado a través de las calles de la fortaleza iluminada por las llamas, y se habían puesto a hurgar febrilmente las habitaciones.
De vez en cuando disparaban algún tiro de fusil contra los dayak que percatados probablemente de la emboscada que les esperaba en la floresta, habían ocupado las empalizadas opuestas, arrojando nubes de flechas con sus cerbatanas.
De pronto un grito resonó:
—¡Ahí está...! ¡Huye...!
—¿Quién? —preguntaron varias voces.
—¡Nasumbata...!
—¡Encima...! ¡Encima...! ¡Atrápenlo...!
—¡Y vivo...! —tronó la voz del Tigre de la Malasia.
Un hombre que llevaba puesto un simple padjon, o sea una especie de vestimenta de algodón, que desde la cintura le llegaba hasta los pies, había brincado fuera de una cabaña, empuñando una gran pistola de cañón larguísimo y un kris de hoja serpenteante.
Ágil como un tigre había pasado delante de los malayos de la vanguardia con la velocidad de una flecha, intentando alcanzar una de las puertas de la kota, para salvarse en el monte.
Sandokan lo había visto.
—¡Alto todos...! —gritó—. Aquel hombre es mío.
Había alzado su espléndida carabina de dos tiros. El fugitivo continuaba corriendo atravesando la plaza central de la kota, saltando ahora a diestra y ahora a siniestra para no ofrecer a los malayos un blanco seguro.
Un tiro de fusil retumbó y el hombre cayó, llevándose una mano a la pierna izquierda.
El Tigre de la Malasia había hecho fuego.
Los malayos estaban por precipitarse sobre el herido, pero su jefe fue pronto a detenerlos con un gesto enérgico.
—Ocúpense de los dayak, ustedes —dijo—. No han aún dejado la aldea y podrían volver al rescate. Déjenme a mí sólo despachar este asunto.
En efecto los defensores de la kota, percatados de que otros enemigos los esperaban en la floresta, se habían reunido en las empalizadas del poniente que estaban provistas de una especie de pontones, y parecía que se preparasen para contrarrestar desesperadamente el paso a los primeros asaltantes.
Sandokan se arrimó al herido teniendo la carabina tendida, listo para fulminarlo con el segundo tiro, en el caso de que opusiera alguna resistencia.
—Arroja la pistola y el campilán —le dijo—. Ya estás en mis manos y no te me escaparás más.
El dayak yacía siempre en tierra, teniendo apretada con una mano la pierna que debía haber sido partida por la bala.
A la intimación de Sandokan respondió con un alarido de furor, luego alzó la gran pistola.
—¡Arrójala...! —repitió el jefe de los malayos—. Tú puedes todavía salvar la piel.
—Tú no me perdonarás —respondió el herido, rechinando los dientes.
—Eso dependerá de las respuestas que me des.
El dayak vaciló un instante, luego lanzó lejos el arma. Sandokan sacó del cinturón un silbato de oro y lanzó una nota estridente.
Tres o cuatro malayos, que estaban saqueando las cabañas escapadas del incendio, acudieron:
—Aten a este hombre; véndenle la pierna herida lo mejor que puedan y transpórtenlo a la morada del jefe de la aldea.
Recargó tranquilamente la carabina y se dirigió a la empalizada ocupada por los defensores de la kota.
Los malayos habían recomenzado a disparar, decididos a desanidarlos u obligarlos a la rendición.
También de la otra parte de la cerca, los hombres de Sambigliong disparaban de vez en cuando algún tiro.
—Abajo las armas y les prometo salvar las vidas —gritó el jefe de los malayos a los vencidos.
—Si no se rinden daré fuego a la kota y los fusilaré del primero al último. Es el Tigre de la Malasia el que habla.
Oyendo aquel nombre, popularísimo y al mismo tiempo muy temido en todas las costas del Borneo septentrional, los dayak dejaron caer los campilán, las cerbatanas y los kris.
—¡Hagan prisioneros a aquellos hombres! —dijo Sandokan a los malayos—. ¡Ay de quien les toque un pelo! Dejen libres a las mujeres y los niños y llamen a Sambigliong y a su tropa.
Se arrojó la carabina en bandolera y se dirigió hacia la cabaña del jefe murmurando:
—¡Ahora ajustaré cuentas contigo, Nasumbata canalla! ¡Te haré sudar frío!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En este primer capítulo Salgari define a Sandokan como príncipe de Kinabalu. En las anteriores novelas, había veces que lo identificaba como príncipe de Marudu y otras como de Kinabalu. Por ser Marudu la primera opción utilizada por Salgari, modifiqué las veces que aparecía como príncipe de Kinabalu. Sin embargo, por el desarrollo de esta novela, decidí que Kinabalu debería ser la opción correcta y por lo tanto, volví a modificar las referencias en las anteriores novelas para darle coherencia a los relatos.

Percutores: “Batterie” en el original, es la pieza que golpea en cualquier máquina, y especialmente el martillo o la aguja con que se hace detonar el cebo del cartucho en las armas de fuego.

Kota: “Kotta” en el original, es una palabra en malayo que significa ciudad. Deriva del sánscrito “kotta”.

Bahía de Marudu: “Baia di Maludu” en el original, llamada “Teluk Marudu” (en malayo) es una amplia bahía sobre la que se asienta la ciudad de Kota Marudu, en el estado de Sabah, al noreste de la isla de Borneo, perteneciente a Malasia.

Canal de Banggi: “Canale di Banguey” en el original, hace referencia al trecho que separa a la Isla Banggi —la más grande de Malasia— y a Borneo, justo al norte de la Bahía de Marudu.

Pombo: Según un apunte de Salgari, hace referencia al fruto del árbol Citrus maxima, la pamplemusa, limonzón, cimboa o pomelo chino, un hesperidio de color amarillo pálido o rosado, sabor ligeramente ácido con un pequeño toque de amargor y gran tamaño. Es el origen de otros cítricos como la naranja, la toronja, o el pomelo. Sin embargo, del nombre “pombo” no hay referencias, por lo que podría tratarse de un neologismo creado por Salgari. Quizá derive del malayo (o del indonesio) “pohon”, que significa “árbol”.

Cítricos: “Arance” en el original, en realidad la traducción literal sería “naranjos”, que son aquellas plantas que producen naranjas, justamente. Como Salgari previamente especifica el nombre de la planta, que no es naranjo, decidí utilizar el genérico de “cítricos”.

Arengas sacchariferas: “Arenghe saccarifere” en el original. Uno de los nombres con que se conoce a la “Arenga pinnata”, especie perteneciente a la familia de las palmeras. Es nativa de Asia tropical, desde el este de la India al este de Malasia, Indonesia y Filipinas. Alcanza los 20 m de altura, con hojas de 6 a 12 m de largo y 1,5 m de ancho.

Upas: Palabra de origen javanés que significa “veneno”. Se utiliza para designar al veneno extraído del látex del árbol Antiaris toxicaria de la familia de las moráceas.

Dayak: Es un término geográfico que no denomina con exactitud a una etnia o tribu, pero sí distingue a la gente indígena de la demás población malaya que habita en las zonas costeras de la isla de Borneo.

Dayak del interior: “Dayaki di terra” en el original, se trata del grupo Bidayuh que habita en su mayor parte en Sarawak (Malasia) y poseen su propio idioma. Su nombre significa “habitantes de la tierra”. Durante la colonia inglesa (a partir de James Brooke) se los denominaba “Land Dayak”.

Negritos: Son varios grupos étnicos aislados del Sudeste de Asia considerados a veces dentro del grupo racial negroideo del australoide, sobre cuyos territorios llegaron más recientemente oleadas de pueblos asiáticos. Comúnmente se les considera la población más antigua del Sudeste de Asia.

Parang: Es un gran cuchillo utilizado en Malasia y las islas Molucas, similar al machete. Mide entre 25 y 61 cm de longitud y pesa cerca de 1 kg.

Campilán: “Kampilang” en el original, es un sable recto y ensanchado hacia la punta, usado por los indígenas de Joló, en Filipinas.

Rotang: El “Calamus rotang” es una especie de palma perteneciente a la familia de las arecáceas utilizada para la elaboración de muebles, cestas, bastones, paraguas y objetos de mimbre.

Nepentes: Planta tipo de la familia de las Nepentáceas, insectívoras, de hábito trepador o postrado.

Sarong: Pieza larga de tejido, que a menudo se ciñe alrededor de la cintura y que se lleva como una falda tanto por hombres como mujeres en amplias partes del sureste asiático excluyendo a Vietnam, y en muchas islas del Pacífico.

Madreperla: Molusco lamelibranquio, con concha casi circular, de diez a doce centímetros de diámetro, cuyas valvas son ásperas, de color pardo oscuro por fuera y lisas e iridiscentes por dentro, y que se cría en el fondo de los mares intertropicales, donde se pesca para recoger las perlas que suele contener y aprovechar el nácar de la concha.

Rajá: “Rajah” en el original, es el soberano índico. Viene del francés “rajah” y éste del sánscrito “raja”, rey.

Cimitarra: “Scimitarra” en el original, es una especie de sable usado por turcos y persas.

Meriam: “Mirim” en el original, palabra utilizada por los malayos para designar a los cañones. Deriva del árabe “miriam”, o sea “María”.

Espingarda: Escopeta de chispa y muy larga.

Kinabalu: “Kinibalu” en el original, se trata de la actual ciudad Kota Kinabalu, capital del estado de Sabah, Malasia. Está ubicada en la costa noroeste de Borneo, frente al mar del Sur de China. El Monte Kinabalu, al este de la ciudad, le dio su nombre.

Yanez: Para los que leyeron ya aventuras de Sandokan en castellano quizá les parezca extraño leer así el nombre y no “Yáñez”. Preferí mantener el original de Salgari. Según Antonio Palermo, Salgari utilizó referencias del Diario de a bordo del primer viaje de Cristóbal Colón. Tomó el segundo nombre de Vicente Yáñez Pinzón, capitán de La Niña y el nombre de una de las 8 islas principales que forman el archipiélago de las Canarias, La Gomera, primera parada del viaje. Por lo tanto, el nombre de Yanez es bien español y para nada portugués. Como detalle, algunas ediciones portuguesas de las novelas de Sandokan, nombran a su hermanito como Eanes de Gomes, donde Eanes es Yáñez en portugués y Gomes, un apellido típico lusitano.

Sandokan: Para los que leyeron ya aventuras de Sandokan en castellano quizá les parezca extraño leer así el nombre y no “Sandokán”. Preferí mantener el original de Salgari. Así como la isla Mompracem tiene aparentemente un origen real, hay quienes sostienen que Sandokan también existió y fue un noble que vivió en el S.XIX en Borneo. El nombre puede ser una derivación de Sandakan, la segunda mayor ciudad del estado de Sabah, Malasia, al norte de la isla Borneo.

Mompracem: “Es relevante subrayar que la isla de Mompracem (...), aparece en numerosas cartas geográficas antiguas y, en particular, en la carta de E von Stulpnagel (Hand Atlas de Adolf Stieler, 1873). Las modernas cartas, sin embargo, nada indican respecto de la ubicación de la isla. Rolando Jotti y Giulio Raiola, viajeros y estudiosos de Salgari, después de una larga búsqueda creyeron identificar en Kuraman a la antigua Mompracem, pero, con respecto a la posición original, es necesario tener en cuenta que las viejas cartas no eran precisas, debido a los métodos de detección aproximados.” (Giuseppe Cantarosa, en el prólogo de la edición de Fabbri Editor de “Le Tigri di Mompracem”). La isla Kuraman es una pequeña isla tropical que pertenece a Malasia en el mar de la China, cerca de la isla de Labuan. Una nueva investigación publicada en el libro “La riconquista di Mompracem. L’isola che c’era” (Fabio Negro, 2011) sugiere que la ubicación de la isla se corresponde con una barrera coralina sobre la costa occidental de Brunéi y que habría desaparecido como consecuencia de la erupción del Volcán Krakatoa en 1883.

Praos: “Prahos” en el original, son embarcaciones malayas de poco calado, muy largas y estrechas.

Yacht: Salgari utiliza la palabra en inglés para denominar al “yate”, embarcación de gala o de recreo.

Kris: “Kriss” en el original, es una daga, de uso en Filipinas, que tiene la hoja de forma serpenteada.

Pies: 1 pie = 0,3048 m.

“...pesadísimos sables que terminan en forma de ángulo...”: “...pesantissime sciabole che terminano in forma di doccia...” en el original, que traducido literalmente es “ducha”. No encontré una traducción correcta para este término, por lo que lo adapté como “ángulo”. Se aceptan sugerencias.

Babirusa: Cerdo salvaje que vive en Asia, aunque no se encuentra en la isla de Borneo, de mayor tamaño que el jabalí, cuyos colmillos salen de la boca dirigiéndose hacia arriba y luego se encorvan hacia atrás. Su carne es comestible.

Mawas: “Maias” en el original, palabra indonesia para designar al “orangután”.

Libras: 1 lb = 0,45359237 kg. Por lo tanto, 2 lb equivalen a 0,91 kg; 3 lb equivalen a 1,36 kg.

Arcabuz: Arma antigua de fuego, con cañón de hierro y caja de madera, semejante al fusil, que se disparaba prendiendo la pólvora del tiro mediante una mecha móvil colocada en la misma arma.

Teca: “Tek” en el original, es un árbol de la familia de las Verbenáceas, que se cría en las Indias Orientales, corpulento, de hojas opuestas, grandes, casi redondas, enteras y ásperas por encima. Su madera es tan dura, elástica e incorruptible, que se emplea preferentemente para ciertas construcciones navales.

Mar de la Sonda: En realidad es el mar de la China Meridional o mar de la China. Es parte del océano Pacífico; comprende el área limitada por la costa oriental asiática, desde Singapur al estrecho de Taiwán, y las islas de Borneo y el archipiélago de las Filipinas.

Padjon: No encontré referencia ni traducción para esta vestimenta dayak. Lo más cercano que encontré es el “sarong”.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario