lunes, 29 de octubre de 2018

II. Los piratas dayak


La cabaña del jefe de la kota se elevaba sobre la plaza, completamente aislada de las otras, y no difería mas que por su amplitud y por su altura. Como todas las moradas de los pueblos salvajes, tenía forma cónica y estaba formada por ramas más o menos estrechamente entrecruzadas y cubierta de hojas de bananos y de palma, dispuestas en estratos a modo de impedir a la lluvia el paso.
El interior consistía en una sola estancia circular, con el piso cubierto de bellas esteras pintadas burdamente.
El mobiliario era simplísimo: jarros de terracota, caparazones de tortugas marinas y dos lechos formados por estratos de hojas.
Había no obstante una especie de palco, apoyado contra la pared, bien provisto de cráneos humanos, el museo de la tribu.
Los dayak del interior son todos grandes cazadores de cabezas, también porque un joven guerrero no podría casarse sin hacer el regalo de al menos un par de cráneos humanos a su joven consorte.
Pertenecían a desgraciadas mujeres sorprendidas en la floresta, a niñas, a muchachos o a verdaderos guerreros, poco importa.
Basta que la colección de la tribu aumente con otro par de cabezas.
Nadie va a consultar cómo el joven guerrero se la ha procurado.
Nasumbata yacía sobre un estrato de hojas, protegido por cuatro malayos, con los brazos atados estrechamente detrás del dorso y la pierna partida envuelta en un pedazo de padjon.
Era un hombre en la treintena, de formas ágiles y a la vez vigorosas, con la piel casi amarillenta y las facciones finas y bellísimas, siendo los dayak los más bellos hombres de todas las islas de la Malasia.
Viendo entrar a Sandokan, tuvo un sobresalto, y en sus ojos negrísimos pasó como un destello de terror.
—Nosotros dos, amigo —dijo el jefe de los malayos, sentándose sobre un rollo de estera y poniéndose la carabina entre las piernas—. Tú ciertamente no esperabas verme tan pronto. ¿Por qué has desertado, después de haber venido a la isla de Gaya a suplicarme enrolarte entre mis bandas?
—Porque quería regresar a mis grandes bosques y volver a ver a mi tribu —respondió el herido.
—¡Tú mientes...! —gritó Sandokan—. En tu fuga precipitada te has olvidado en tu cabaña una hoja de palma, sobre la cual estaban trazados signos que un dayak de mis bandas ha conseguido descifrar.
Nasumbata hizo una mueca, y tuvo un estremecimiento nervioso.
—Una hoja... —balbuceó luego, mirando fijo al Tigre de la Malasia con desconcierto.
—¿Cuánto te ha prometido el rajá del lago para venir a espiar mis movimientos y sorprender mis planes?
—¿El rajá del lago? —balbuceó el herido.
—Sí, aquel del lago de Kinabalu, el rajá blanco, que desde hace muchos años se sienta tranquilo sobre el trono de mis padres, y que creía quizá que yo había renunciado para siempre a vengar la muerte de mi padre, mi madre, mis hermanos y mis hermanas. Si aquel miserable aventurero, escapado de no sé qué penitenciaría inglesa, no hubiese, no sé con qué artes diabólicas, alzado a los dayak del lago contra mi antiguo padre, yo no me habría ciertamente convertido en el formidable pirata de Mompracem; ¿me entiendes, Nasumbata?
—¿Y has esperado tanto? —preguntó el prisionero—. Yo era un niño cuando tu familia fue exterminada por aquel aventurero.
—No tenía fuerzas suficientes.
—Sin embargo te habías convertido en el terror de los mares de la Malasia y hacías temblar incluso al sultán de Varani. ¿No has vencido tú incluso a James Brooke, el poderoso rajá de Sarawak?
—¿Cómo lo sabes?
—Al lago llegaba, de vez en cuando, alguna noticia de tus grandes empresas.
—Llevadas por los espías de aquel miserable, dispuestos a lo largo de las costas e incluso en Labuan, ¿verdad? —dijo Sandokan—. Sé que me hacía vigilar estrechamente, y quizá fue él quien me incitó contra los ingleses, para que yo perdiese mi isla.
—No lo sé, Tigre de la Malasia —respondió Nasumbata, cuya frente no obstante iba ensombreciéndose.
—¿Cuánto te ha pagado aquel infame para espiarme?
—Tú te has equivocado, señor.
—Es inútil que tú continúes negándolo. Aquella hoja te ha traicionado. Había marcas sobre el número de mis hombres y de mis leños y estaba también el nombre de Yanez. Tú debes haber escuchado algunas noches mis conversaciones con mis lugartenientes, y a la primera ocasión has escapado para dirigirte a advertir al rajá blanco.
—Tú no tienes una prueba de que aquellos signos los haya grabado yo sobre la hoja de aquella palma.
—Los dayak de la costa y los malayos no usan aquel sistema; y de los dayak del interior no estabas más que tú entre mis bandas —respondió Sandokan—. Y luego, mis viejos cachorros de Mompracem son demasiado fieles a mí como para urdir semejante traición. Tú has visto con tus ojos cuanto ellos me adoran: para ellos soy una divinidad guerrera y no un hombre.
El herido hizo una segunda mueca, pero enseguida retomó con voz bastante firme:
—Yo no sé nada: como te he dicho, señor, he dejado la isla de Gaya porque sentía ya desde hacía un tiempo la nostalgia de mi país. Yo soy un dayak del interior y no de la costa, y amo más mis grandes bosques y mi choza. En cuanto a la hoja pudo haber sido marcada por otro.
—¿Dónde se encuentra tu aldea? —preguntó Sandokan.
—Lejos, muy lejos, en medio de las grandes florestas que se extienden más allá del gran lago.
—¡Tú entonces conoces el camino que lleva al Kinabalu!
—No hay caminos.
—Lo sé; pero tú podrías guiarnos a través de los boscajes y conducirnos al lago.
El herido lo miró con los ojos entornados, luego, después de un instante de silencio, añadió:
—Sí, si me recupero, pero no te guiaré mas que a ti y a un pequeño pelotón.
—¿Por qué? —preguntó Sandokan.
—Los grandes bosques están tomados por las tribus de los kadazan que son las más numerosas y las más feroces que se encuentran hacia el norte septentrional. Si avanzaras con un gran pelotón, difícilmente podrías escapar a sus ataques, y tu cabeza iría a hacer compañía a muchas otras.
—No te preocupes por esto. Yo jamás he tenido miedo de los cortadores de cabezas.
—Yo me preocupo por la mía y no tengo ningún deseo de perderla.
—Tú eres astuto como un verdadero salvaje —dijo Sandokan—. Tú esperas engañarme y jugar conmigo, pero te equivocas mucho, amigo. Retomaremos más tarde esta conversación.
Se volvió hacia los cuatro malayos y les dijo:
—Entablillen la pierna a este hombre; luego le construirán una camilla y lo transportarán a la costa.
Estaba por salir, cuando entró Sapagar, uno de sus lugartenientes, el mismo que había mandado a la bahía de Marudu para que intentase saber de qué parte habían llegado aquellos lejanos tiros de cañón.
—¿Asaltan nuestra flotilla? —le preguntó de súbito Sandokan.
—No, amo: la chalupa a vapor y los praos no están amenazados por nadie, y nuestras tripulaciones vigilan a lo largo de la costa.
—¿Quién ha disparado entonces aquel tiro de cañón?
—Hemos oído otros dos, jefe, y me pareció que venían de la bahía. He explorado por un par de millas, aún cuando el agua estuviese muy movida y embistiese furiosamente la chalupa, y no he visto ningún fanal hacia el septentrión.
—Sin embargo tengo la esperanza de que aquellos tiros hayan sido disparados desde el yacht de Yanez —respondió Sandokan que se había puesto pensativo—. ¡Bah...! Dentro de una hora el alba despuntará y veremos qué sucede en la desembocadura de la bahía. Advierte a Sambigliong de permanecer aquí con veinte hombres, en custodia de los prisioneros; reúne a los otros y pongámonos enseguida en marcha hacia la costa. Estoy impaciente por llegar.
El lugarteniente partió a la carrera, mientras los cuatro malayos construían una camilla con bambú y ramas entrecruzadas para transportar al herido.
Sandokan sacó de su ancha faja una riquísima pipa adornada con perlas y con pequeñas esmeraldas, la llenó de tabaco y la encendió con un tizón que todavía llameaba delante de una cabaña en ruinas.
Había apenas aspirado cinco o seis bocanadas de humo, cuando reapareció Sapagar, guiando dos docenas de hombres.
—Estamos listos, jefe —dijo al Tigre de la Malasia.
—¿Ha colocado centinelas, Sambigliong? Esta kota puede ser muy valiosa para nosotros.
—Todos están en sus puestos.
—Rodeen la camilla del herido y cuiden que no escape. Aquel bandido, también con una pierna rota, podría jugarnos todavía una mala pasada. ¡Vamos, en marcha...!
La pequeña columna volvió a atravesar la brecha abierta por el petardo y se volvió a meter en la oscura floresta, alargando el paso.
Cuatro hombres caminaban delante de Sandokan que no había apagado la pipa, para señalar el camino y evitar alguna sorpresa por parte de los habitantes de las florestas.
La travesía fue realizada muy rápidamente y sin malos encuentros. Sólo algún animal se alzó delante de la vanguardia, desapareciendo rápidamente entre los arbustos, algún tigre, alguna pantera negra o quizá alguna inocua babirusa.
Comenzaba entonces a desaparecer apenas un poco la oscuridad, cuando Sandokan y sus hombres llegaron a la pequeña cala que se abría en la extremidad meridional de la vasta bahía de Marudu.
Anclados cerca de la playa había una gran barcaza de vapor de más de doscientas toneladas, armada de una ametralladora situada en proa, sobre un perno giratorio, a fin de batir diversos puntos del horizonte, y de dos grandísimas espingardas colocadas a babor y a estribor de la caña del timón, y cuatro praos de guerra, con puentes y arboladuras inmensas, armados de meriam y de espingardas larguísimas.
Sandokan sacó de su silbato de oro una nota larguísima y casi enseguida un malayo, que velaba sobre la barcaza, brincó a tierra.
—¿Has oído otros tiros de cañón? —le preguntó el Tigre de la Malasia.
—Cuatro sólos.
—¿Cuándo?
—Hace dos horas.
—¿Luego nada más?
—No, jefe.
—¿De qué dirección venían las detonaciones?
—Del septentrión de la bahía.
—¿Y no has visto nada?
—Absolutamente nada.
—¿Está bajo presión la máquina de la barcaza?
—Siempre, jefe.
—¡A bordo...! —gritó Sandokan, volviéndose hacia sus hombres—. Vamos a ver quién ha disparado aquel cañonazo.
Los malayos en un instante brincaron sobre la toldilla de la gran chalupa, ya ocupada por otra decena de hombres salidos apresuradamente de las escotillas de proa y de popa.
—¡Máquinas adelante...! —comandó el jefe de los cachorros de Mompracem.
Un silbido agudo resonó y la barcaza se hizo a la mar, con una velocidad de catorce o quince nudos, dirigiéndose hacia el septentrión. El sol aparecía justo en aquel momento, lanzando sus rayos por sobre las inmensas florestas que se extendían a lo largo de las costas orientales de la vastísima bahía.
Las aves marinas se alzaban en gran número, volando sobre las aguas brillantes con reflejos de color púrpura, y grandes tiburones brincaban, mostrando sus formidables colas y sus bocas enormes siempre abiertas de par en par y erizadas de filas de dientes terribles.
Sandokan se había apoyado en la ametralladora, que, como habíamos dicho, se encontraba en el castillo de proa, y empujaba su mirada hacia el septentrión, con la esperanza de descubrir la nave que había disparado, durante la noche aquellos cañonazos.
Había vuelto a encender su chibuquí, pero no fumaba con su usual calma. Parecía que aspirase casi rabiosamente el humo.
Sapagar, su lugarteniente, estaba cerca, masticando una nuez de areca y escupiendo de vez en cuando un gran chorro de saliva roja.
Todos los otros estaban en cambio apoyados en las amuras de babor y de estribor, con las carabinas vueltas hacia el mar, como si esperasen ser asaltados de un momento al otro.
Había transcurrido apenas un cuarto de hora, cuando una detonación seca retumbó hacia la entrada de la bahía, seguida de pronto por un nutrido fuego de fusilería.
Sandokan había dejado el chibuquí sobre la parte superior del pequeño cabrestante
—¿Este es el cañón que decías? —dijo a Sapagar.
—Sí, jefe —respondió el lugarteniente.
—¿A qué distancia crees que ha sido disparado?
—A una media docena de millas.
Sandokan se mojó con un poco de saliva el pulgar de la mano derecha y lo levantó.
—Viento del poniente —dijo luego—. Apostaría mi cimitarra contra un kris que se combate en la bahía de Kudat. ¿Los dayak del interior habrán asaltado a los dayak de la costa para abastecer sus museos de cabezas humanas? Estaré también yo, mis queridos, y la ametralladora les calentará muy bien las espaldas. Mi querido Sapagar, has cargar las espingardas con media libra de clavos. No matan, pero hacen escapar.
Luego, volviéndose hacia el timonel, gritó:
—¡Caña del timón a orza...! ¡Hila derecho a la bahía de Kudat...!
Otro tiro de cañón resonó en aquel instante, también seguido por una descarga de fusiles.
—Parece que el asunto se pone serio —dijo Sandokan a Sapagar—. Estas no son señales. Allá arriba se combate, y gallardamente. ¿Asaltarán a Yanez y Tremal-Naik? ¡Mil demonios...! ¡Ay de ellos...!
—Deberían haber llegado.
—Lo creo.
—Con los indios de Assam.
—Yanez no llegará sólo. Un rajá tiene millares y millares de guerreros, y estoy seguro de que nos traerá un refuerzo considerable. ¡Otro tiro...!
—Y otra descarga, jefe.
—Maquinista, alimenta los fuegos: ¡tengo prisa...!
Aquella orden era en absoluto inútil, porque los maquinistas y los fogoneros competían en verter a los hornos paladas de carbón.
La barcaza hilaba como una golondrina de mar, bufando y sobresaltándose. Una agitación sonora sacudía los flancos y bajo la popa el agua hervía espumando, atormentada por los golpes precipitados de la hélice.
—¡Todos a sus puestos de combate...! —gritó Sandokan, en el momento en que atronaba otro cañonazo.
Subió al cabrestante para dominar con la mirada un espacio más vasto y miró atentamente hacia el septentrión, a donde se abría la bahía de Kudat.
—¿Nada, amo? —preguntó Sapagar, después de unos instantes.
—Me parece divisar allá arriba humo —respondió el Tigre de la Malasia—. Hay un promontorio que me impide ver lo que sucede más allá.
—¿Y praos?
—Ninguno, hasta ahora. Ve a tomar mi carabina. Quiero hacer buenos tiros también yo.
Por otros quince minutos la barcaza continuó su carrera furiosa, bufando y vomitando por la chimenea inmensas nubes de humo negrísimo, luego la voz de Sandokan se hizo otra vez oír:
—¡Maquinista, aminora la velocidad...! Y tú, timonel, cuidado: hay arrecifes delante nuestro. Dos hombres a sondar: ¡pronto...!
La barcaza había llegado casi encima de otro promontorio que impedía divisar la entrada de la pequeña bahía de Kudat.
Precisamente detrás de aquella alta peña boscosa tronaba el cañón y retumbaban las descargas de mosquetería. Un combate sucedía por cierto a muy breve distancia.
—¡A la ametralladora, Sapagar...! —tronó el Tigre de la Malasia—. ¡Seis hombres a las espingardas y no hagan economía de clavos...!
Armó la carabina y la apuntó hacia el promontorio.
Los disparos se sucedían a los disparos, alternándose con violentísimas descargas de fusilería. De vez en cuando se oían también detonaciones secas, que parecían producidas o por grandes espingardas o por meriam.
—Se trata de un verdadero ataque contra alguna nave encallada —dijo Sandokan a Sapagar—. Hay armas modernas y armas antiguas que combaten juntas. ¿Quiénes serán los asaltados?
—¿Dos tribus de piratas se estarán asaltando? —preguntó el lugarteniente—. Tú sabes que los combates son frecuentes, mi señor, entre los dayak de la costa.
Sandokan sacudió la cabeza.
—No —dijo luego—. Hay armas indias, o por lo menos europeas, en juego. Sé distinguir muy bien un tiro de meriam o de espingarda de un tiro de una verdadera pieza así como la detonación de una carabina de aquella de un viejo arcabuz. ¿Dónde se han metido, que no se dejan todavía divisar?
—Veo humo, señor.
—¿Dónde?
—Sube detrás del promontorio —respondió Sapagar.
En aquel momento se oyeron clamores espantosos. Parecía que centenares y centenares de hombres se animaban recíprocamente, para intentar un audaz abordaje.
—Estos son dayak —dijo Sandokan—. ¡Ah...! ¡Bribones...! ¡Se la tendrán que ver con nosotros!
La barcaza estaba girando en aquel momento el promontorio, una lengua de tierra bastante elevada, cubierta de palmas inmensas y enfrentada por un número infinito de pequeños y puntiagudos escollos, peligrosísimos para cualquier embarcación.
Los tiros de cañón aumentaban rápidamente y la fusilería resonaba furiosamente.
Los tigres de Mompracem olfateaban ávidamente el olor de la pólvora y con cada descarga se sobresaltaban.
El instinto feroz y guerrero de la raza malaya despertaba con un poder abrumador.
Se habría dicho que por sus rostros pasaban, en aquel momento, temblores terribles.
La barcaza, que procedía lentamente para no chocar contra aquella multitud de pequeños escollos, dobló finalmente el promontorio, presentándose delante de la entrada de la bahía.
Una terrible batalla se combatía en aquel momento cerca de aquel fragmento abierto al poniente de la vastísima ensenada de Marudu.
Cerca de un islote estaba detenido un magnífico yacht aparejado como goleta con peso de doscientas o trescientas toneladas, y de su toldilla una treintena de hombres disparaban terriblemente contra quince o veinte praos que ya lo habían rodeado.
Alaridos espantosos se alzaban de los puentes de los pequeños y velocísimos veleros, y grupos de hombres, casi desnudos, armados de parang, de campilán y de grandes mosquetones, se agitaban ferozmente, intentando montar al abordaje.
Los hombres del yacht se defendían no obstante desesperadamente, alternando tiros de cañón y descargas de mosquetería.
En medio de ellos, erguido sobre el pequeño puente de mando, un hombre blanco, de alta estatura, con una densa barba entrecana, que llevaba puesto un traje medio europeo y medio indio, con un gran turbante en la cabeza, disparaba de vez en cuando sus largas pistolas, teniendo entre los labios un cigarrillo apagado.
Parecía que se encontrase, al contrario que en medio de un combate, en una divertidísima fiesta.
Sandokan, que lo había enseguida divisado, mandó un grito altísimo.
—¡Yanez...! ¡Mi hermanito blanco...! ¡Cachorros de Mompracem, al ataque...! ¡Al ataque...!
Los praos dayak, percatados de repente de la presencia de la barcaza a vapor, en lugar de huir, habían formado rápidamente dos escuadras para hacer frente al doble enemigo.
Los siete u ocho más grandes se habían apresurado encima del yacht de Yanez, lanzando a cubierta nubarrones de flechas y disparando algún tiro de arcabuz; los otros en cambio se habían puesto nuevamente a la vela, corriendo al encuentro de la barcaza.
—¡Hagan jugar la ametralladora! —comandó Sandokan—. Pronto a las espingardas.
Una serie de detonaciones laceró el aire, enseguida cubierto por alaridos espantosos.
El terrible instrumento de destrucción comenzaba su trabajo, fulminando a los pequeños veleros y a sus tripulaciones.
Los cachorros de Mompracem volvían el fuego más mortífero con sus carabinas.
La batalla se había empeñado con gran impulso por una parte y por la otra, porque parecía que los dayak estuviesen bien resueltos a venir al abordaje, seguros, una vez llegados sobre los puentes, de tener razón, siendo tres o cuatro veces más numerosos.
Tenían no obstante en frente a los dos más formidables campeones de la piratería malaya, que habían tomado parte en centenares de combates y mucho más sangrientos.
El yacht y la barcaza oponían una resistencia maravillosa, y con descargas tremendas, mantenían lejos a los asaltantes, impidiéndoles montar al abordaje.
Tres veces los praos se arrojaron con gran ímpetu contra la barcaza, desafiando los tiros de metralla y de espingarda y las carabinas de los cachorros, y otras tantas veces fueron obligados a retroceder.
Viéndose ante un espacio libre, Sandokan decidió intentar a su vez el ataque para juntarse con el yacht.
—¡A todo vapor...! —gritó—. ¡Barran con todo...!
La barcaza tomó impulso y avanzó en medio de los pequeños veleros que se estaban batiendo en retirada, rechazados por el fuego infernal de la ametralladora y de las dos grandes espingardas.
Uno no obstante de los más grandes, montado por una numerosa tripulación, no tardó en volver a la carga, intentando cerrar el paso a la barcaza.
—¡Golpéenlo...! —gritó Sandokan.
La gran chalupa a vapor, que tenía el casco de hierro, embistió furiosamente al velero, desgarrándole el flanco derecho.
Los dayak sin embargo no perdieron el ánimo e intentaron agarrarse a los bordes de la barcaza para ir al abordaje, pero la ametralladora fulminó a siete u ocho casi a quemarropa.
Los otros, viendo acudir a los malayos armados de parang, brincaron al agua, mientras el prao volcaba con la quilla al aire, precipitando su inmensa arboladura.
El camino, al menos por el momento, estaba libre.
La barcaza hiló como una flecha entre los otros veleros, disparando a babor y a estribor, y se detuvo junto al yacht que había encallado en la extremidad de un pequeño banco de arena.
El hombre blanco que llevaba puesto el traje medio indio y medio europeo, se inclinó sobre la balaustrada del pequeño puente de mando, imitado por otro hombre vestido en cambio completamente de indio y que tenía la piel bronceada con un matiz amarillento.
—¡Buen día, Sandokan...! —gritaron a una voz, mientras sus hombres no cesaban de hacer fuego.
—¡Buen día, Yanez...! ¡Salud, amigo Tremal-Naik...! —respondió el Tigre de la Malasia—. ¿Están anclados o encallados?
—Sí, en seco —respondió Yanez—. No te preocupes: la marea alta nos pondrá otra vez a flote.
—Tengo mi barcaza y me será fácil volver a ponerlos a flote. ¿Necesitan ayuda a bordo?
—No por ahora, hermanito.
—Entonces unamos nuestras fuerzas para desembarazarnos de estos ladrones. Les daremos tal lección como para que la recuerden por un tiempo. Atentos a no dejarlos subir a bordo. Si ponen sus pies aquí arriba, seremos nosotros los que pasaremos un mal cuarto de hora.
Los dayak, aún cuando hubiesen ya sufrido gravísimas pérdidas y tuviesen más de un leño destrozado, volvían a la carga, más furiosos que nunca, resueltos a terminarlo con un golpe desesperado.
Primero fue un duelo a tiros de espingarda, ametralladora y cañón, porque el yacht llevaba dos pequeñas piezas colocadas a babor y a estribor del alcázar, luego los dayak que nada tenían para ganar, poseyendo malas armas de fuego, comenzaron a formar una línea de cerco, para tomar en medio a los dos leños enemigos y oprimir a sus tripulaciones con golpes de campilán.
—¡Yanez...! —gritó Sandokan que no había abandonado la barcaza, aún cuando tuviese un vivísimo deseo de abrazar a sus dos amigos—. Barre el camino a babor; yo defenderé el abordaje por mi parte. ¿Quieres un buen artillero? Tengo de sobra yo.
—Tengo a Kammamuri en las piezas. Figúrate que he hecho de él mi general de artillería asamesa.
—¡Ah...! ¡Lo has traído también a él...!
—No podría vivir lejos de Tremal-Naik.
—¡Saccaroa...! Nosotros conversamos y los otros avanzan.
—¡Gritan también ellos como ocas!
—Hagámoslos callar, Yanez.
—¡Fuego en andanada, Kammamuri...! ¡Haz un doble tiro...! Eh, ustedes, mojen un poco los cañones de sus carabinas o se quemarán los dedos.
Yanez había vuelto a subir al pequeño puente de mando, seguido por Tremal-Naik, y se había puesto a mirar tranquilamente los praos que habían ya comenzado a estrechar el cerco.
La barcaza y el yacht habían reanudado la infernal música con un crescendo formidable.
Cuando las dos piezas, la ametralladora y las espingardas callaban, eran las carabinas de los malayos y de los indios las que entraban en juego y no daban tiempo a los dayak de reir.
De vez en cuando algún mástil de los praos se caía con gran estruendo, rompiendo las amuras y matando o lisiando no pocos hombres, o bien se precipitaban en cubierta velas y aparejos, sepultando a los combatientes.
Enormes nubes de humo envolvían la barcaza y el yacht, amenazando con sofocar a malayos e indios; y en medio de aquellas nubes saltaban por todas partes destellos y salían formidables detonaciones.
Los dayak por otra parte no cesaban el cerco, como no cesaban de hacer tronar sus espingardas.
Ya estaban por abordar la barcaza que, siendo más baja de borda, se prestaba mejor para un abordaje, cuando se oyeron algunos disparos retumbar justo detrás de las popas de los pequeños veleros.
—Eh, Sandokan, ¿quién nos trae socorro? —gritó Yanez que hacía fuego con una magnífica carabina de doble cañón.
—¿No ves nada tú, que estás más alto? —preguntó el Tigre de la Malasia.
—El humo me lo impide.
—¡Sapagar...!
—¡Amo...!
—Haz suspender por un momento el fuego.
—Pero los dayak están encima nuestro, amo.
—Déjalos también acercar. ¡No ganarán mucho...! Quieren probar nuestros parang, y nosotros se los haremos degustar.
—¡Alto todos...! —gritó Sapagar—. ¡Empuñen los sables...! ¡Nos atacan...!
Luego brincó sobre el cabrestante de proa, emergiendo del humo que el viento lentamente dispersaba.
—¡Nuestros praos...! —gritó un momento después—. ¡Cañonean a los dayak por la espalda!
—¡Reanuden la música! —tronó Yanez que lo había oído—. ¡Cubran de clavos y de plomo a aquellos canallas...!
El fuego fue reanudado con mayor furia.
Un prao dayak intentó abordar la barcaza por proa, volcando a sus veinte hombres al abordaje.
Sandokan se lanzó contra los asaltantes como un verdadero tigre, seguido por una docena de sus hombres, cerrándoles el paso.
Bastaron pocos golpes de parang y algún tiro de pistola para decidir a los dayak a batir prontamente en retirada.
En el mismo instante dos mástiles del prao caían a través de la toldilla, abatidos por dos golpes de cañón disparados por el yacht.
Fue aquella la señal de una derrota completa. Los pequeños veleros, en gran parte destrozados, rompieron el cerco, viraron más que a prisa de bordo, y aprovechando una ligera brisa del septentrión, se alejaron hacia el poniente, saludados por una última descarga en andanada disparada por la barcaza.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Como ya comenté en el capítulo XXIII de la segunda novela, el pasado de Sandokan tiene ciertas semejanzas con la historia de Syarif Osman y su lucha contra el Imperio británico. Si les interesa conocer más sobre el trasfondo histórico de las novelas de Sandokan, les recomiendo leer el artículo en inglés Sandokan of Malludu. The Historical Background of a Novel Cycle set in Borneo by the Italian Author Emilio Salgari (Bianca Maria Gerlich, 1998).

El “rajá blanco” al que se hace referencia en este capítulo, en realidad era James Brooke, que también dominó aquellas tierras, fuera de Sarawak.

Gaya: Es una isla de Malasia de 1.465 hectáreas, a sólo 10 minutos de Kota Kinabalu, en el estado de Sabah. Tiene una población flotante de 6.000 personas sobre todo de etnia Bajau, Ubian y filipinos que proporcionan a Kota Kinabalu mano de obra barata.

Lago de Kinabalu: “Lago di Kini Ballù” en el original, le cambié el nombre para ajustarlo a la ciudad y al monte del estado de Sabah en la isla de Borneo. Este supuesto lago no existe, aunque hay reportes de viajeros del S.XIX que indicaban que el lago de Kini-Ballú era el más grande de Borneo y estaba ubicado al noreste de la isla. Hay dos explicaciones posibles: 1. Las grandes inundaciones y el desborde de los ríos en la zona, darían la apariencia de un lago; 2. Los habitantes de la región —donde debería estar el lago— se llaman —o llamaban— “Danau”, que en malayo significa “lago”, por lo que podría haberse tratado de un malentendido entre los malayos de la costa y los primeros europeos en llegar a la región y transmitir las novedades de la gran isla.

Varani: “Varauni” en el original. Según el libro “Il Politecnico. Repertorio di Studj Applicati alla Prosperità e Coltura Sociale, Volume VI” (Luigi Di Giacomo Pirola, 1843), Brunéi es una alteración de Varani. Por lo que el sultanato de Varani no es otro que el sultanato de Brunéi.

James Brooke: Personaje histórico, de padres ingleses, nacido en la ciudad de Benarés, a orillas del Ganges, en 1803, y donde vivió hasta los 12 años. Luego, formó parte de la Armada Bengalí de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Más tarde, después de ayudar al Sultán de Brunéi en un alzamiento, lo amenazó y éste le otorgó el título de Rajá de Sarawak donde se estableció y comenzó a regir. Se dedicó a reformar la administración y a luchar contra la piratería. Falleció en 1868.

Sarawak: Fue un reino de Borneo establecido por James Brooke en 1842. Desde 1963, es uno de los dos estados de Malasia.

Labuan: Isla principal del Territorio Federal de Labuan, Malasia, cuya capital es Victoria. Localizada a 9,7 km de la costa noreste de Borneo.

Dayak de la costa: “Dayaki di mare” en el original, se trata del grupo Iban que habita el sur de Sarawak (Malasia) y el norte de Borneo Occidental (Indonesia) y poseen su propio idioma. Son conocidos por ser cazadores de cabezas. Durante la colonia inglesa se los conocía como “Sea Dayak”.

Kadazan: “Kaidangan” en el original, también llamados Dusun o Kadazan Dusun, es un término que identifica al grupo étnico más grande del estado de Sabah, Malasia, en el extremo norte de la isla de Borneo. Originalmente vivían en grupos de entre 150 y 200 personas, pertenecientes a una misma familia.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 2 mi equivalen a 3,22 km; 6 mi equivalen a 9,66 km.

Caña del timón: “Ribolla del timone”, primero y luego “barra” en el original, es la palanca encajada en la cabeza del timón y con la cual se maneja.

Toldilla: “Tolda” en el original, es la cubierta parcial que tienen algunos buques a la altura de la borda, desde el palo mesana al coronamiento de popa.

Nudos: 1 kn = 1,852 km/h. Por lo tanto, 14 kn equivalen a 25,93 km/h; 15 kn equivalen a 27,78 km/h.

Castillo de proa: “Castelletto di prora” en el original, es la parte de la cubierta alta o principal del buque, comprendida entre el palo trinquete y la proa.

Chibuquí: “Scibouk” en el original, es una pipa que usan los turcos para fumar, cuyo tubo suele ser largo y recto.

Nuez de areca: Semilla de la palmera Areca catechu. Contrae la pupila y aumenta las secreciones. Ayuda en la expulsión de parásitos intestinales.

Amura: “Murata” en el original, es la parte de los costados del buque donde éste empieza a estrecharse para formar la proa.

Cabrestante: “Argano” en el original, es un torno de eje vertical que se emplea para mover grandes pesos por medio de una maroma o cable que se va arrollando en él a medida que gira movido por la potencia aplicada en unas barras o palancas que se introducen en las cajas abiertas en el canto exterior del cilindro o en la parte alta de la máquina.

Bahía de Kudat: Bahía sobre la que se encuentra la ciudad de Kudat en el estado de Sabath (Malasia), al norte de Kota Marudu.

Libras: 1 lb = 0,45359237 kg. Por lo tanto, 0,5 lb equivalen a 0,23 kg.

A orza: Dicho de navegar un buque: Con la proa hacia la parte de donde viene el viento.

Golondrina de mar: “Rondine marina” en el original, conocido como charrán común (Sterna hirundo), es una especie de ave Charadriiforme de la familia Sternidae. Es un ave marina de distribución circumpolar en regiones templadas y subárticas de Europa, Asia, este y centro de Norteamérica. Es un gran migrador, pasando el invierno en océanos tropicales y subtropicales.

Goleta: Embarcación fina, de bordas poco elevadas, con dos palos, y a veces tres, y un cangrejo en cada uno.

“...con peso de [...] toneladas...”: “...della portata di [...] tonnellate...” en el original, en realidad hace referencia al peso muerto (“portata lorda”) del barco. Es la medida para determinar la capacidad de carga sin riesgo y se expresa en toneladas métricas (masa).

Balaustrada: Serie u orden de balaustres, y, por ext., barandilla o antepecho.

Alcázar: “Cassero” en el original, es el espacio que media, en la cubierta superior de los buques, desde el palo mayor hasta la popa o hasta la toldilla, si la hay.

Saccaroa: La exclamación utilizada por Sandokan no tiene ninguna traducción o definición. Es simplemente una invención de Salgari. Según la Edizione annotata: Il primo ciclo della Jungla (Mario Spagnol, 1969), esta palabra podría derivar del urdu “shakria”, que significa gracias.

Aparejos: “Attrezzature” en el original, es el conjunto de palos, vergas, jarcias y velas de un buque.

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