martes, 6 de noviembre de 2018

III. El regreso a la costa


La batalla había durado más de una hora, con notables pérdidas por ambas partes y mucho derroche de municiones.
Quien no obstante había tenido la peor parte, había sido la flotilla de los dayak que había perdido dos leños y tenía otros cuatro o cinco completamente arruinados.
También muchos piratas habían caído, y muchos cuerpos humanos se veían flotar alrededor de los pecios, en espera de que los tiburones, siempre numerosísimos en las aguas de la Malasia, fuesen a devorarlos.
Mientras los cachorros de Mompracem se apresuraban a arrojar al agua a sus muertos y a curar a sus heridos, Sandokan se había izado rápidamente sobre la toldilla del yacht, donde Yanez y Tremal-Naik lo esperaban ansiosamente.
Los tres formidables hombres, que tantas audacísimas empresas habían realizado juntos en el Borneo y en la India, se abrazaron afectuosamente.
—No creí volver a verlos tan pronto, mis queridos amigos —dijo el Tigre de la Malasia.
—Y nosotros no esperábamos encontrarte aquí —respondió Yanez—. ¿Han escuchado entonces nuestros cañonazos?
—Había sido advertido hacia la medianoche que aquí se hacía fuego. ¿Tanto entonces ha durado el ataque?
—No ha comenzado sino al alba —respondió Yanez—. Habíamos no obstante hecho fuego varias veces durante la noche, para mantener lejos a algunos praos sospechosos. Tú sabes ya cómo yo conozco a estos piratas costeros.
—¿Y Surama?
—Gobierna tranquilamente su Assam, adorada por el pueblo y por los grandes. Ha sentido un vivísimo disgusto cuando yo, príncipe consorte, he partido; pero como tú la has ayudado a conquistar el trono, yo no podía permanecer sordo a tu llamada y te traigo cuarenta guerreros asameses, escogidos entre los mejores. Valen como tus malayos.
—Yo respondo por ellos —dijo Tremal-Naik riendo—. Yo que soy ministro de guerra y generalísimo de las tropas.
—Mientras que yo soy, señor Sandokan, generalísimo de todos los artilleros asameses —declaró una voz alegre, detrás de ellos.
—¡Ah...! ¡Kammamuri...! —exclamó Sandokan, estrechando la mano al fiel maratí de Tremal-Naik—. Donde va tu amo, se te encuentra siempre.
—Los terribles sucesos de la jungla negra nos han ligado para siempre, Tigre de la Malasia —respondió el Maratí.
—¡Ah...! Explícame una cosa —dijo en aquel momento Yanez, volviendo a encender su cigarrillo—. Tú nos habías dado cita en la isla de Gaya. ¿Por qué no has esperado nuestro arribo? Afortunadamente habías tomado la precaución de dejar instrucciones muy claras para nosotros.
—Porque han sucedido ciertas cosas que podían comprometer la reconquista del trono de mis padres —respondió Sandokan—. Lo hablaremos más tarde. Por el momento ocupémonos de nuestro yacht que no da signos de moverse. ¡Uf...! ¿Y Darma? ¿Y sir Moreland?
—Mi hija se encuentra en Colnibo con su marido —dijo Tremal-Naik—. Han prometido venirnos a visitar a la corte de Assam; ¿verdad, Yanez?
—Y aquel día daré fuego a mi trono —respondió el portugués riendo.
—¿Te aburre entonces? —preguntó Sandokan.
—Si no amase a Surama, volvería aquí y dejaría de buena gana Assam y a todos los asameses. Nosotros no somos hombres de llevar una vida tranquila. Hemos envejecido entre los alaridos de guerra de los malayos y de los dayak y el humo de la artillería, y añoro siempre Mompracem.
—¡Calla, hermanito...! —dijo Sandokan, con voz rauca—. ¡Calla...!
Una viva emoción se había dibujado en su viril rostro, y había estrechado los puños, mientras su frente se ofuscaba.
—¡Mompracem...! —retomó luego, con un sordo sollozo—. ¡No reabras la herida que sangra siempre...! ¡Quién sabe no obstante si un día no vuelva a pensar también en mi isla! Vamos, no hablemos de eso: este no es el momento.
Se pasó dos o tres veces una mano por la frente, como para desechar lejanos recuerdos, por consiguiente se inclinó sobre la amura de babor, gritando:
—Sapagar, ¿está bajo presión la máquina?
—Sí, amo.
—Prepara una guindaleza, la más grande que tengamos. Hazlo pronto: los dayak podrían regresar con refuerzos, y estamos casi sin municiones.
—Enseguida, amo.
Por tanto volviéndose a Yanez:
—¿Has hecho sondear el agua?
—No hay mas que tres pies. Es sólo la proa que está encallada: la popa flota.
—¿Cuándo han encallado?
—Una hora antes de la medianoche.
—¿Has movido el lastre?
—He hecho llevar al menos tres quintales a popa.
—¿Sube la marea?
—Desde hace un par de horas.
—Me parece en efecto que el casco sintió algún temblor. Ahora veremos —dijo Sandokan—. Temo que aquellos malditos dayak se hagan nuevamente a la mar. Aquellos bribones se resignan difícilmente a las derrotas y son excesivamente vengativos. Probemos.
Descendió rápidamente la escala y brincó a la barcaza que se sobresaltaba poderosamente bajo los golpes precipitados de los pistones y de la hélice.
Una sólida cuerda fue arrojada del alcázar del yacht y asegurada a la popa de la barcaza, luego la máquina se puso a bufar fuertemente y la tracción comenzó, primero lentamente, luego con gran ímpetu.
Yanez de lo alto del puente observaba la operación en compañía de Tremal-Naik y de Kammamuri.
La guindaleza se había extremadamente tensado, pero el yacht resistía a la tracción de la barcaza, aún cuando sus hombres hubiesen desplegado las dos velas al tercio para ayudar al tirón.
De pronto un grito se alzó entre la tripulación de la barcaza. La máquina estaba por vencer la resistencia de las arenas. Se vio al yacht primero plegarse levemente sobre estribor, luego deslizarse dulcemente al mar. Ya flotaba perfectamente y podía ponerse nuevamente a la vela.
—¿Hay fallas en proa, Yanez? —gritó Sandokan.
—Ninguna —respondió el portugués—. Antes de que los dayak me asaltasen había ya hecho revisar la sentina.
—Haz girar de bordo y síguenos sin retraso. Veo allá abajo, hacia la playa, reunirse los praos.
—Ahora no nos atrapan más —observó Yanez—. Mi yacht es un velero de primera clase, que puede desafiar a cualquier leño malayo y dayak.
Soplaba siempre una ligera brisa del septentrión, brisa no obstante suficiente para un velero que tenía velas al tercio y gavias muy desarrolladas.
En pocos instantes el yacht viró de bordo y reanudó la carrera, escoltado a breve distancia por la barcaza a vapor y por los dos praos malayos.
Sandokan se había puesto a observar junto a Sapagar. Algo debía suceder en las aldeas dayak alineadas a lo largo de la costa y casi sepultadas a la mitad entre una soberbia vegetación.
Se oían gritos agudísimos estallar de vez en cuando, en medio de uno y otro grupo de cabañas, y se oían también tiros de arcabuz que debían ser ciertamente señales.
En una profunda grieta de la costa otros praos se veían navegar lentamente, haciendo extrañas evoluciones, y no eran ya aquellos vencidos poco antes, ya que no venían del poniente.
—¡Aquí abajo está la mano de aquel maldito inglés! —dijo Sandokan—. Nosotros ya hemos sido traicionados, mi querido Sapagar, a pesar de las precauciones que hemos tomado para conservar nuestro secreto. Estoy más que seguro que a esta hora en Kinabalu se conoce nuestro avance.
—Sin embargo Nasumbata ha sido capturado —respondió el malayo.
—Quizá hemos llegado demasiado tarde. Antes de que podamos llegar al lago habremos de pasar muchas cosas. ¡Bah...! Somos un buen número, y las armas y las municiones no nos faltan. A sus dayak del interior nosotros opondremos nuestros dayak de la costa de Tiga y nuestros malayos en compañía de los guerreros de Yanez. ¡Ya veremos...!
Se sentó sobre la espingarda de babor, sacó su chibuquí, lo llenó, y, después de haberlo encendido, se puso a fumar plácidamente.
Yanez, en la popa de su yacht, fumaba por su parte su eterno cigarrillo, sin preocuparse, por lo que parecía, de los dayak que durante la noche le habían dado tanto quehacer.
A mediodía la barcaza y el yacht llegaban al fondeadero situado en la extremidad meridional de la bahía de Marudu.
Hundidas las anclas y puestas al mar las chalupas, las tripulaciones desembarcaron delante de una docena de cabañas construidas lo mejor posible con ramas y hojas de bananos y de palmas.
Sandokan, Yanez, Tremal-Naik y Kammamuri fueron a ocupar la más vasta que estaba protegida por un pelotón de malayos formidablemente armados.
En el interior, sobre un montón de hojas secas, estaba tendido Nasumbata, con las manos atadas y la pierna herida cuidadosamente vendada.
—¿Quién es este hombre? —preguntó Yanez, observándolo atentamente.
—Aquel que me ha traicionado y que me ha obligado a zarpar de Tiga sin esperar tu arribo —respondió Sandokan.
—¡Cómo...! ¿Hay traidores entre tus hombres...?
—No es uno de los viejos cachorros de Mompracem.
—En efecto jamás lo he visto hasta ahora.
—Tomemos el desayuno por ahora; luego nos ocuparemos de este hombre.
En medio de la cabaña había sido desplegada una bellísima estera alegremente multicolor, formada por folíolos y por fibras de rotang, con algunos cojines de seda roja alrededor.
Sandokan aplaudió, y Sapagar estuvo listo para aparecer, seguido por algunos malayos que llevaban soberbios pescados asados, bizcochos y botellas.
—Les ofrezco todo lo que en este momento poseo —dijo el Tigre de la Malasia—. Estamos cortos de víveres.
—Y nosotros no menos que tú —dijo Tremal-Naik—. Nuestro viaje ha durado más de lo que creíamos. La India no está cerca del Borneo.
—¿Se han embarcado en Calcuta?
—Sí, Sandokan —respondió Yanez—. Y si la travesía no ha sido tempestuosa, no obstante ha durado mucho.
—¿Dónde han adquirido el yacht?
—En Rangún, para no despertar sospechas a las autoridades inglesas.
—Hagan honor al desayuno. Si no es variado, es por lo menos abundante.
La comida fue devorada en pocos minutos y copiosamente regada con excelentes botellas que habían sido desembarcadas del yacht.
Estaban encendiendo las pipas y los cigarrillos, cuando entró Sambigliong, el viejo cachorro de Mompracem, saludado alegremente por Yanez, por Tremal-Naik y por Kammamuri.
—¿Qué novedades? —preguntó Sandokan que se había puesto repentinamente inquieto.
—Durante su ausencia han sucedido cosas que no he conseguido explicar.
—¿Te han comido una media docena de hombres? —preguntó Yanez, bromeando—. Tú sabes que los dayak del interior, además de ser terribles coleccionistas de cabezas humanas, no desdeñan ni siquiera los bistecs de sus enemigos.
—Mis malayos no han visto todavía ningún antropófago —respondió Sambigliong.
—Explícate mejor, entonces —dijo Sandokan.
—En la floresta que se extiende detrás de la kota, hemos oído, tres veces, un redoble prolongado. Si estuviese todavía en la India, diría que algunas personas ejecutaban un enorme dhak.
—¿Es todo? —preguntó Yanez—. Podría mandar a aquellos ejecutantes alguna botella para que recobraran un poco de fuerza.
—Hay algo más todavía, señor Yanez.
—Has visto al diablo, entonces.
—No te burles, hermanito —dijo Sandokan—. Nosotros no sabemos todavía qué sorpresas nos prepara aquel aventurero perro que desde hace más de treinta años se sienta en el trono de mis antepasados. Continúa, viejo Sambigliong.
—Hacia el alba, cuando mis hombres, después de haber dispuesto varios centinelas en las empalizadas de la kota, se preparaban para tomar un poco de descanso, pareció que un huracán violentísimo se desencadenase en la floresta. Se oían fragores espantosos, que parecían producidos por la caída de un número infinito de plantas, mientras entre las densas redes de los rotang y de los nepentes brillaban luces fugaces.
—¿Estaba calmado el tiempo?
—Calmadísimo, amo: la tempestad había completamente cesado y no había una nube más en el cielo.
—¿Has oído algún tiro de fusil? —preguntó Tremal-Naik.
—Ninguno.
—¿Y gritos humanos? —preguntó Sandokan.
—Tampoco.
—Era un nuevo tipo de serenata —dijo Yanez, volviendo a encender un cigarrillo y llenándose una copa.
—¿Los prisioneros han permanecido tranquilos? —retomó Sandokan, después de un breve silencio.
—No se han movido. He intentado interrogarlos y todos me han respondido que no oyeron nada.
—Toma contigo otros veinte hombres, has desembarcar un par de espingardas de nuestros praos y regresa a la kota —dijo el Tigre de la Malasia—. Esa pequeña pero sólida fortaleza nos es absolutamente necesaria.
—¿Y con los prisioneros qué debo hacer?
—Por ahora vigílalos estrechamente, y cuidado que ninguno escape, aún cuando ya estemos seguros de que el rajá de Kinabalu sepa todo. Y ahora ocupémonos de este querido Nasumbata. Yo creo, Kammamuri, que tú tendrás que trabajar. Siempre has sido famoso por obligar a los prisioneros a hablar.
—No sería un maratí —respondió el indio con una sonrisa cruel.
—Nos has dado suficientes pruebas en India de tu valentía —dijo Yanez.
—Podría habernos dicho cualquier cosa aquel pobre ministro asamés que hemos raptado.
Se habían sentado alrededor de Nasumbata continuando fumando.
El desgraciado había permanecido en silencio, aún cuando hubiese oído todo, siéndole la lengua malaya, que ya también Tremal-Naik y Kammamuri hablaban correctamente, no menos familiar que la dayak.
Sus ojos no obstante inquietos se habían fijado con cierta angustia sobre el Tigre de la Malasia.
—¿Estás dispuesto a confesar? —le preguntó Sandokan—. Te advierto que está aquí un hombre que te hará hablar igualmente y que vencerá fácilmente tu obstinación.
—Aquello que sabía ya te lo he dicho, señor —respondió el dayak—. Yo he dejado tu isla, porque había sido presa de un deseo muy poderoso de volver a ver mi aldea y a mis compatriotas del interior.
—Me lo has dicho ya, pero ni siquiera ahora seré tan tonto como para creerte. Es otra cosa lo que queremos saber, mi querido, si no quieres probar los mordiscos del fuego o del acero, o estallar con el vientre lleno de agua. Si quieres, te dejaremos la elección.
—Como ves mi amigo Sandokan es generoso —dijo Yanez irónicamente.
—Vamos, desanuda la lengua, antes de hacernos perder la paciencia.
—Yo jamás he visto al rajá del lago —declaró el herido—. Se lo juro por todas las divinidades de las florestas.
—Entonces habrás visto algún mensajero suyo —dijo Sandokan.
—No, ni siquiera eso.
—Kammamuri, este hombre no quiere desatar la lengua. Lo ponemos en tus manos.
—Amo —observó el maratí volviéndose a Tremal-Naik—. ¿Recuerdas a Manciadi, aquel que hemos hecho aullar en la jungla negra? ¡También aquel no quería decidirse a hablar, sin embargo cómo aullaba cuando el fuego quemaba sus pies...!
—¡Has como quieras! —respondió el indio.
El maratí aferró al herido por los brazos, y lo arrastró al ángulo de la cabaña cubriéndole los pies con hojas secas.
—¿Qué hace? —preguntó el desgraciado que hacía esfuerzos prodigiosos para sofocar el dolor causado por la herida.
—¡Te quemo las piernas! —respondió fríamente el maratí—. Así tu herida se cicatrizará más pronto.
Había ya encendido un fósforo y se preparaba para dar fuego a las hojas, cuando el dayak con un grito lo detuvo.
—¡No...! ¡No...! —exclamó luego—. Me arruinaría para toda la vida.
—¿Hablarás entonces? —le preguntó Sandokan.
—Sí, señor.
—¿Y confesarás todo?
—Todo.
—¿Es entonces el rajá del lago el que te ha pagado para traicionar mis secretos?
—No lo niego más.
—Kammamuri, ponle una copa de ginebra para que tome un poco de fuerza.
El maratí arrojó el fósforo y fue pronto a obedecer.
Cuando Nasumbata la hubo vaciado, se hizo apoyar contra la pared de la cabaña, mientras Sandokan y sus compañeros volvían a rodearlo, para no perder una sola palabra de su confesión.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Esta novela no tiene una referencia clara de tiempo. Si partimos de que la anterior está ambientada a fines de 1870, quizá en el 77 o 78, podríamos decir que la actual ocurre uno o dos años después. Así que podríamos ubicar la acción actual entre 1879 y 1880.

En la referencia al tiempo transcurrido desde la usurpación del trono de la familia de Sandokan, el texto original dice “...quali sorprese ci prepara quel cane d'avventuriero che da quindici anni siede sul trono dei miei avi”, o sea, quince años. Sin embargo, en la novela Los tigres de Mompracem, que inicia el 20 de diciembre de 1849, Sandokan cuenta que hacía seis años (dato ajustado) que venía luchando, por lo que podemos establecer que lo derrocaron (en esa novela cuenta que lo derrocan a él y no a su padre) en 1843. Entonces, entre 1879 y 1843 ya pasaron más de treinta años.

Cuando Sapagar dice que hizo mover el lastre, en el original pone “...portare almeno tre quintali a prora”, sin embargo, para intentar sacar el yate deberían moverlo a popa, para liberar la proa. Así que ajusté la traducción.

La tortura de Manciadi que nombra Kammamuri, es una referencia al terrible capítulo XIII de “Los misterios de la jungla negra”, eliminado de algunas traducciones al castellano.

Pecio: Pedazo o fragmento de la nave que ha naufragado.

Colnibo: No encontré referencia para este supuesto sitio.

Guindaleza: “Gomena” en el original, en marina son cabos de 12 a 25 cm de mena (circunferencia), de tres o cuatro cordones corchados de derecha a izquierda y de 167 o más metros de largo, que se usan a bordo y en tierra.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 3 pie equivalen a 0,91 m.

Quintales: 1 qtl = 100 lb = 45,359237 kg. Por lo tanto, 3 qtl equivalen a 136,08 kg.

Velas al tercio: “Rande” en el original, velas trapezoidales que solo se diferencian de la tarquina en ser menos altas por la parte de la baluma y menos bajas por el lado de la caída.

Sentina: Cavidad inferior de la nave, que está sobre la quilla y en la que se reúnen las aguas que, de diferentes procedencias, se filtran por los costados y cubierta del buque, de donde son expulsadas después por las bombas.

Gavias: “Controrande” en el original, son las velas que se colocan en uno de los masteleros de una nave, especialmente en el mastelero mayor.

Tiga: Es una de un grupo de pequeñas islas deshabitadas de Malasia en la bahía de Kimanis en la costa occidental del estado de Sabah. Las islas se formaron el 21 de septiembre de 1897, cuando un terremoto en Mindanao causó una erupción volcánica cerca de Borneo. ¡Por lo tanto, al momento de transcurrir la historia (suponiendo que fuera 1879 o 1880), la isla no existía! Existe otra isla Tiga en medio del Océano Pacífico, pero no creo que Salgari se refiera a esta.

Folíolos: “Foglioline” en el original, son cada una de las hojuelas de una hoja compuesta.

Rangún: “Rangoon” en el original, es la ciudad más grande de Myanmar, y antigua capital del país. Las principales industrias durante el período colonial fueron el arroz y la madera.

Dhak: “Hauk” en el original, es un gran instrumento de membranófono del sur de Asia. Puede ser con forma casi cilíndrica o barril. La manera en que se estira la piel sobre la boca y el cordón también varían. Se cuelga del cuello, se ata a la cintura o se mantiene en el regazo o el suelo, y generalmente se toca con palos de madera. El lado izquierdo está cubierto para darle un sonido más pesado.

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