jueves, 15 de noviembre de 2018

IV. La traición del khidmatgar


Nasumbata estuvo un momento ensimismado, quizá todavía un poco dubitativo entre el hablar claro o intentar algún nuevo engaño, luego se decidió finalmente, temiendo que Kammamuri pusiese en efecto la amenaza hecha.
—Ya que estoy completamente en su poder —dijo finalmente—, seré franco, con la condición de que me prometas salvar la vida.
—Tú corres demasiado, mi querido —dijo el tigre de la Malasia—. Tú podrás obtener cuanto nos pidas, solamente cuando tengamos la prueba de que no nos has engañado. Y ahora saca todo lo que escondes en tu bolsillo.
—Cuando les dije que jamás había conocido al rajá blanco del lago, yo he mentido —retomó Nasumbata.
—Me lo había imaginado —dijo Sandokan—. ¿Cuándo lo has visto?
—Hace cinco meses.
—¿Dónde?
—En la orilla del lago.
—¿Está ya viejo?
—Sí, tiene una larga barba gris y la frente bastante arrugada, no obstante me pareció bastante robusto.
—¿Es verdad que tiene dos hijos?
—Dos jóvenes de sangre mezclada, altos y fuertes como toros, que tuvo de una princesa dayak del Labuk.
—¿Qué encargo te había dado?
—De alcanzarte en la isla de Gaya, sabido que tú habías regresado de un largo viaje.
—¿Cómo supo que mis amigos y yo nos habíamos embarcado para la India?
—Esto no lo sé —respondió Nasumbata.
—¿Qué temía de parte mía? —preguntó Sandokan.
—Una imprevista aparición en la orilla del lago por parte tuya y de tus malayos.
—A pesar de que por tantos años lo he dejado tranquilo, aun cuando la idea de reconquistar el trono de mis antepasados y de vengar a mis padres, mis hermanos y mis hermanas me hubiese atormentado constantemente durante mi largo exilio.
—Se ve, señor, que no se había engañado, porque tú estás aquí, y supongo que tú no has desembarcado en esta bahía solamente para darme caza a mí.
—¿Cómo has podido conocer tú mis proyectos, que no eran conocidos para la mayor parte de mis hombres?
—Una tarde he escuchado tus charlas —respondió Nasumbata—. Tú estabas junto a Sambigliong y Sapagar.
—¡Canalla soplón! —murmuró Yanez.
—¿Has tenido el tiempo necesario para advertir al rajá? —preguntó Sandokan.
Nasumbata tuvo una breve indecisión, pero luego, viendo los ojos del Tigre de la Malasia volverse amenazadores, no se demoró más:
—He despachado un mensajero —dijo.
—¿Al rajá?
—Sí, señor.
—¿Con qué encargo?
—Con el de advertirle de tu arribo y de tu desembarco.
—¿Por qué no has partido tú para el lago?
—Quería vigilar tus movimientos.
—¿Crees tú que el rajá del lago haya tomado medidas para impedirnos la travesía por las grandes florestas?
—Ciertamente; y no sé si conseguirán ver las riberas del lago.
—¡De esto respondemos nosotros plenamente! —dijo Yanez—. Hemos derrocado otros tronos, nosotros, y no será ciertamente aquel hombre el que detendrá nuestra marcha. ¿Conoces el camino, tú?
—Sí, señor.
—¿Cuánto le tomará a este hombre para curarse? —preguntó a Sandokan.
—La herida no es grave. Y luego si fuera necesario, lo haremos transportar.
—Síganme, amigos —dijo Yanez—. Ciertas cosas este hombre debe por ahora ignorarlas.
Vaciaron otra botella, reencendieron pipas y cigarrillos y salieron, mientras dos malayos entraban para vigilar estrechamente el prisionero.
En la playa los malayos y los indios asameses estaban desembarcando los pocos víveres que quedaban en la bodega del yacht y bajaban las inmensas velas de los praos, las velas mayores y las gavias.
Solamente la barcaza estaba todavía bajo presión, como si debiese, de un momento al otro, hacerse nuevamente a la mar.
—Subamos al yacht —dijo Yanez—. Al menos nadie sabrá lo que nosotros proyectemos.
—¿De quién desconfías? —preguntó Sandokan.
—¡Eh...! ¡No se sabe nunca...! Desde que me he vuelto príncipe consorte, dudo de todo y de todos.
Subieron a una chalupa y alcanzaron el yacht que se encontraba anclado a solo veinte brazas de la playa, porque en aquel lugar el agua era profundísima.
Atravesada la toldilla, descendieron en el castillo de popa donde se encontraba un bellísimo salón, con las paredes cubiertas de seda azul y con dos amplias ventanas que se abrían sobre la popa, a babor y a estribor del timón.
Todo alrededor había pequeños divanes de terciopelo también azul, y en el medio una mesa ricamente esculpida, con incrustaciones de marfil y de plata.
De lo alto pendía una lámpara de bronce, de estilo indio, cuyos candelabros estaban formados por probóscides de elefantes entrelazadas con mucho gusto.
Un indio de alta estatura, bastante moreno, más bien delgado, de ojos negrísimos y ardientes y el rostro enmarcado por una barba negra y ligeramente encrespada, todo envuelto en un amplio dhoti de percalina floreada, estaba de pie en la extremidad del salón, como si esperase alguna orden.
—Puedes irte, Sidar —le dijo Yanez, saludándolo con un gesto de la mano—. Por el momento no tenemos necesidad de ti.
—¿Quién es aquel hombre? —preguntó Sandokan, cuando el indio hubo cruzado la puerta.
—Nuestro mayordomo, o mejor, nuestro khidmatgar.
—¿De confianza?
—De mucha confianza.
—Entonces podemos hablar. ¿Qué es lo que querías decirme?
—Quería preguntarte si tú crees tener fuerzas suficientes para conquistar también tú un trono.
—¿Cuántos éramos cuando derrocamos al feroz rajá de Assam? Ni más, ni menos, mejor dicho, quizá menos; sin embargo con nuestra astucia hemos conseguido dar a Surama la corona que le esperaba.
—¿Cuál es tu proyecto entonces?
—Atravesar los grandes bosques, aunque debamos duplicar el camino, alcanzar las orillas del lago y sorprender a aquel miserable, que tiene conmigo una deuda de sangre tan terrible.
—¡Y matarlo por cierto! —dijo Tremal-Naik.
—Aquel hombre no podrá esperar de mí gracia alguna —respondió Sandokan, con voz sombría.
—Yo conozco vagamente aquella historia sanguinaria —dijo Tremal-Naik—. Querría no obstante conocer todos los detalles. No partiremos ya hoy, supongo.
—Tengo necesidad de asegurarme ante todo la neutralidad del rajá de Labuk, para poner a seguro nuestros leños. Un día a aquel pequeño príncipe pirata he rendido un servicio, y espero que no lo haya olvidado. No tomaremos tierra antes de tres días, también porque quiero asegurarme de las oscuras intenciones de mi enemigo. Habrá ya olfateado algo, estoy seguro: el asalto de los dayak es una prueba evidente.
—Entonces tendrás tiempo de narrarnos tu lúgubre historia —dijo el indio.
—Ciertas veces de un detalle insignificante puede brotar una gran idea.
—Y modificar un proyecto —añadió Yanez.
Sandokan se había alzado con la frente oscura, el rostro alterado por una cólera terrible, los puños cerrados.
Sus ojos espléndidos mandaban destellos, y parecía que un estremecimiento sacudiese todo su cuerpo.
—He aquí el Tigre de la Malasia de hace treinta años —murmuró Yanez—. Me parece verlo otra vez, cuando desde lo alto de la peña de Mompracem lanzaba su desafío al leopardo inglés. El rugido del Tigre de la Malasia hacía entonces temblar Labuan.
Sandokan se había imprevistamente detenido, vibrando sobre la mesa un puño formidable.
—¡Hazme traer de beber, Yanez...! —gritó con voz rauca—. ¡Es necesario que apague la llama que me devora la sangre...!
Kammamuri se había alzado abriendo de par en par la puerta.
—¡Sidar...! —gritó—. ¡Botellas y tazas...!
El indio, que estaba sentado en el primer escalón de la pequeña escalera, siempre en espera de órdenes, se alzó rápidamente, y poco después entraba en el salón trayendo cuanto le había sido pedido.
Kammamuri destapó una botella de un licor color del rubí y llenó cuatro tazas de cristal con arabescos de oro.
Sandokan vació de una la copa que Yanez le ofrecía, luego dijo:
—Han transcurrido aproximadamente treinta y cinco años desde aquella época funesta y por dos siglos los Sandokan, que pertenecían a una casta guerrera del levante borneano, dominaban sobre el trono de Kinabalu. Mis antepasados habían conquistado un vastísimo reino en el corazón de la gran isla, agregándose todas las tribus de los dayak independientes del norte y tomando estancia en el Kinabalu, el más grande y más bello lago que aquí se encuentra. Mi padre, gran guerrero también él, había extendido sus conquistas hasta el mar, y quién sabe hasta dónde las habría impulsado sin la imprevista aparición de un hombre blanco, la raza fatal para la raza malaya y para tantas otras. ¿De dónde venía ese? Yo no lo supe nunca con precisión, pero tengo serios motivos para creerlo algún bandido, fugado de alguna penitenciaría inglesa. Se dijo que había arribado en la bahía de Labuk durante una noche de tempestad, y que los dayak de la costa, en vez de decapitarlo y de colocar su cabeza blanca en la empalizada de su kota, lo habían perdonado, creyéndole probablemente, a causa de su color desteñido, un genio del mar. Verdadera o no esta historia, el hecho es que aquel bandido, no sé con qué artes, consiguió acaparar las simpatías de una gran tribu de dayak que intentaban volverse independientes. Un mal día una violenta revolución estalla hacia las costas, y avanza amenazante en dirección de las grandes florestas. Mi padre, advertido de que un hombre blanco estaba a la cabeza de numerosas tribus, convoca un ejército y se pone en campaña con sus más famosos guerreros. Mis tres hermanos y yo lo acompañamos. Las grandes florestas fueron varias veces ensangrentadas. Se luchaba con furor sobre las orillas de los ríos y en medio de los pantanos, con estragos horrendos por una parte y por la otra. El hombre blanco no obstante ejercitaba una extraña influencia sobre nuestros dayak. Probablemente el oro inglés entraba en aquella rebelión, porque nuestros adversarios estaban armados de fusiles, que hasta entonces jamás habían poseído, mientras nuestros guerreros no poseían mas que campilán y sumpitan, o sea cerbatanas. No pasaba día sin que algún pelotón desertase y pasase al enemigo, o embrujado por la presencia de aquel miserable, o corrompido con promesas de armas de fuego y de ricos regalos. Las derrotas no tardaron en suceder a las derrotas, a pesar de las terribles cargas guiadas por mi padre, y una noche nos encontramos asediados en la kota que servía de capital. Catorce días duró la resistencia, luego una noche las empalizadas fueron abatidas y los rebeldes se arrojaron en la aldea, comenzando un estrago espantoso. Mi padre se había retirado dentro de un pequeño cerco, junto a mi madre, mis dos hermanas y mis hermanos y un pequeño núcleo de guerreros que estaban armados con viejos arcabuces. Teníamos cinco cabañas, una de las cuales servía de polvorín, habiendo podido, antes del asedio obtener una veintena de libras de pólvora del rajá de Labuk. La defensa fue sólidamente organizada, mientras alrededor de nosotros los rebeldes, ebrios de sangre y de estragos, incitados por el hombre blanco, mataban cruelmente y decapitaban a los habitantes e incendiaban las cabañas. Terminado el estrago, se volvieron contra nosotros, creyendo tenernos fácilmente en las manos. Éramos pocos, pero todos valientes y muy resueltos a vender cara la vida. El primer asalto falló. Recibidos por un fuego infernal, los dayak no obstante las incitaciones y promesas del bandido, se volvieron en fuga, y por varios días no volvieron a intentar un regreso a la ofensiva. La presencia de mi padre, que tenía fama de ser el más famoso guerrero del Kinabalu, debía haber reducido su coraje. Por tres semanas resistimos valerosamente. También mi madre y mis hermanas habían tomado parte de la defensa, fusilando a los miserables que de vez en cuando, especialmente a la noche, intentaban incendiar las empalizadas del minúsculo fortín. Un día el hombre blanco, desesperado por tomarnos por la fuerza, nos mandó un parlamentario, proponiendo a mi padre dividir el reino. Estábamos exhaustos por tantas velas y los víveres y las municiones comenzaban a faltar, y además una parte de nuestros guerreros había caído bajo las balas de los adversarios. Fue decidida la rendición, para salvar por lo menos a las mujeres, y abrimos las puertas al vencedor para entablar las tratativas alrededor de la división del reino. El inglés maldito nos invitó a un gran banquete, y durante aquel el horrendo estrago se cumplió. Estábamos al final, cuando muchos de aquellos guerreros armados de kris se precipitaron sobre nosotros como bestias feroces. Yo he visto a mi padre caer degollado, luego a mi madre, luego mis hermanos y mis hermanas, y he visto sus cabezas sangrantes plantadas sobre puntas de lanzas... ¿Me han entendido...? ¿Me han entendido...?
Un alarido salvaje que parecía el rugido de un verdadero tigre malayo había desgarrado el pecho de Sandokan, el formidable pirata de la Malasia, que por tantos años había hecho temblar ingleses y holandeses y palidecer incluso al sultán de Varani, el más poderoso del Borneo.
Se había inclinado como una bestia feroz con los brazos tendidos, el rostro espantosamente alterado por un odio imposible de describir y con los ojos llameantes. Parecía que quisiese lanzarse contra alguna sombra que vagaba delante suyo.
—Hermanito, ¿qué tienes? —dijo Yanez, alzándose rápidamente y posándole una mano en un hombro.
Oyendo aquella voz, el pirata se había vuelto a levantar pasándose varias veces las manos sobre la frente que estaba empapada de sudor.
—¡Qué visión! —dijo luego con voz rauca—. Me parecía verlo delante... ¡un día lo veré, oh, sí lo veré...! ¡Y entonces ay de él y ay de sus hijos...! Como ha sido implacable con mi padre, con mi madre, con mis hermanas y con mis hermanos, no será menos cruel con él el Tigre de la Malasia. ¡Yanez, dame de beber...! ¡Tú te acuerdas cuántas noches he pasado en nuestra cabaña de Mompracem, en nuestro nido de águila, desde cuya cima dominábamos todo el mar que bañaba Labuan maldita...! ¿Cuánto bebía aquellas noches? ¡Era el recuerdo de mi asesinada familia lo que me atormentaba...! Años y años han pasado, y yo siempre he permanecido sordo al alarido tremendo mandado por mi padre, en el momento en el cual el kris de un miserable dayak se hundía, por orden de aquel aventurero, en su cuello. ¡Ahora basta...! Antes de que la vejez me sorprenda, quiero vengar a mi familia. ¡Ah...! ¡Lo partiré así...!
Había sacado de la pared una carabina india y después de haber apoyado el cañón en una rodilla, con un esfuerzo hercúleo lo había hecho saltar arrojando las dos partes a diestra y siniestra con ímpetu rabioso.
—Cálmate hermanito —repitió Yanez, con voz dulce.
Sandokan le arrancó casi de las manos la taza que le ofrecía y la vació de un trago, como si fuese agua.
Tremal-Naik y Kammamuri lo miraban sin hablar, profundamente impresionados por la terrible cólera que se inflamaba en el corazón del orgulloso pirata.
—Continúa —le dijo Yanez, cuando le pareció que se hubiese calmado un poco.
—Era el más ágil y también el más aguerrido de mis hermanos —retomó Sandokan, después de una larga pausa—. Por instinto desconfiaba, y había advertido a mi padre de mantenerse en guardia y de no hacer participar de aquel banquete de sangre a mi madre y a mis hermanas. Cuando vi a los sicarios del maldito inglés precipitarse, con alaridos feroces, hacia la mesa, comprendí enseguida lo que estaba por suceder. Había llevado conmigo el campilán y un par de pistolas indias. Viendo a mi padre caer, hice fuego contra los asesinos; luego extraído el pesado sable, me abrí paso con grandes golpes, con la esperanza de por lo menos llegar a tiempo para salvar a mi madre y mis hermanas y de degollar al traidor. Era demasiado tarde y luego delante de mí tenía una muralla humana erizada de armas. ¿Cómo conseguí hundirla y ganar la floresta? Jamás lo supe. No me dejaron por consiguiente tranquilo: todo lo contrario. Para aquel bandido era necesaria la vida del futuro Tigre de la Malasia, para no ver surgir, algún día, un vengador de los asesinatos. Fue una carrera furiosa a través de las inmensas florestas del oeste, habiendo divisado ganar las fronteras del Sultanato de Brunéi, las únicas que me quedaban abiertas, porque todas las orillas del lago ya estaban en las manos del usurpador, y todo el septentrión me estaba cerrado. Viví como los mawas, nuestros gigantescos simios de la isla central, realizando a menudo marchas aéreas entre los árboles de las inmensas selvas, para hacer perder los rastros a los cazadores que me perseguían sin tregua, alimentándome de fruta y de raíces e incluso de serpientes. Tres veces estuve a punto de caer en manos de aquellos que ferozmente me perseguían, como si yo, en lugar de un príncipe, fuese una bestia feroz; luego la caza cesó. Probablemente creían que yo había muerto por las dificultades en el fondo de las florestas, pero se engañaban. Atravesé el Sultanato, descendí hacia el mar, y después de haberme vuelto amigo de una turba de malayos, ya dedicados a la pequeña piratería, despegué para Mompracem, entonces desierta. El resto lo saben.
Sandokan se había detenido. El fuego intenso que poco antes brillaba en sus ojos, poco a poco se había apagado.
Solamente un fortísimo estremecimiento sacudía aún sus miembros.
Vació otra taza, luego, volviéndose a Yanez, le dijo con voz casi calmada:
—La barcaza está lista para hacerse a la mar. ¿Crees tú que los dayak que nos han asaltado cruzarán hacia la salida de la bahía?
—Me parece que han tenido suficiente y que, si se hubieran sentido con suficientes fuerzas, habrían ya venido aquí.
—También me lo parece —dijo Tremal-Naik—. Y luego tu barcaza, mi querido Sandokan, puede desafiar en carrera a cualquier prao y a cualquier jong. Si los dayak quieren darnos otra vez caza los haremos correr y también les tiraremos apropiadamente. Tus espingardas valen como veinte de aquellas de los piratas.
—Es mediodía —dijo el Tigre de la Malasia, después de haber mirado un soberbio reloj posado sobre una ménsula de ébano fileteada de oro—. Antes de que el sol se oculte estaremos en la bahía de Labuk. Vamos, amigos; la barcaza está siempre bajo presión.
—¿Cuándo podremos estar de regreso? —preguntó Yanez.
—Mañana a la noche estaremos aquí.
—¿Nuestros hombres no correrán ningún peligro? Tú me has dicho que pueden haber muchos dayak en las florestas.
—Mientras Sambigliong tenga la kota, no hay ningún temor. Está bien fortificada, y no se puede tomar por asalto cuando treinta piratas de Mompracem la defienden. Síganme: respondo por todo.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Yanez dice que ya pasaron treinta años desde que Sandokan lanzaba su desafío al leopardo inglés, en el original pone quince. Cambié la cantidad de años para hacerlo coincidir con el inicio de la primera novela.

Cuando Sandokan comienza a narrar su historia, en el texto original dice que pasaron aproximadamente veinte años. Lo modifiqué para que quede acorde al capítulo anterior.

Khidmatgar: “Chitmudyar” en el original, palabra hindi que deriva del árabe “khidmah” (servicio) y del persa “gar” (sufijo que denota posesión). Sería un servidor, lacayo o camarero personal.

Labuk: Es un río y bahía del estado Sabah (Malasia), cerca de Sandakan. La zona estaba habitada, pero no encontré referencias a ningún “rajá”.

Braza: Medida de longitud, generalmente usada en la Marina y equivalente a 2 varas o 1,6718 m. Por lo tanto, 20 brazas equivalen a 33,44 m.

Castillo de popa: “Quadro” en el original, es la parte del buque que se eleva sobre la cubierta principal en el extremo de popa.

Dhoti: “Dootée” en el original, es la prenda de ropa típica para los hombres en la India. Consiste en una pieza rectangular de algodón que puede llegar a medir 5 metros de largo por 1,20 de ancho. Generalmente de color blanco o crema se enrolla en la cintura y se une por medio de las piernas.

Sumpitan: Especie de cerbatana para flechas, utilizada por los indígenas de Borneo y las islas adyacentes.

Sultanato de Brunéi: “Sultanato del Borneo” en el original. Fue un sultanato malayo, centrado en Brunéi en la costa del norte de la isla de Borneo en el sureste de Asia. El reino fue fundado en a principios del siglo VII, y empezó siendo un pequeño reino marítimo y comercial gobernado por un rey nativo hindú o pagano. Los reyes de Brunéi se convirtieron al islam alrededor del siglo XV, después del cual se extendieron por áreas costeras del noroeste de Borneo y del sur de Filipinas, antes de su declive en el siglo XVII.

Jong: “Giong” en el original, es la palabra malaya o javanesa para designar al junco. Es una especie de embarcación pequeña usada en las Indias Orientales. Posiblemente una de las embarcaciones a vela más antiguas que se conocen.

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